sábado, mayo 29, 2010

De "Perdidos" al río

Quiero dejar en este blog dos cosas: en primer lugar, mi confesión de ser un "losti" más, un seguidor de "Perdidos" (Lost). Y en segundo lugar, una pequeña reflexión acerca de la serie, y de su final. Aquí está:

A PROPÓSITO DE LOST

Ante el final de la serie, y visto el alud de críticas que ha recibido, quisiera aportar mi granito de arena, con lo que podría llamarse “notas al margen”.

En primer lugar, me creo obligado a destacar uno de los principales méritos de la serie: el diseño y tratamiento de los personajes. A diferencia de tantísimos telefilmes y películas, principalmente de acción, en “Lost”, los personajes no son planos, de una sola pieza. Y tampoco son buenos y malos de una forma inamovible. Todos ellos tienen una historia que los ha moldeado, y algo más: la capacidad de rebelarse contra su destino, de aspirar a ser de otra forma, o de desempeñar otro papel. Aprovechando la genial definición de Javier Cercas, que habla de personajes “de destino” o personajes “de carácter”, los protagonistas de “Lost”, de la misma forma que no son buenos o malos, sino que navegan entre unos y otros, como todos nosotros, tampoco son siempre y de forma inevitable “de carácter” o “de destino”. Por ejemplo, el admirado y vapuleado Locke, que tras una patética vida (el adjetivo es suyo) cree descubrir por fin una nueva vida, escrita de su puño y letra.

Antes de continuar, no quiero dejar pasar la ocasión de destacar el magnífico plantel de actores y actrices que han encarnado a los personajes; unos actores que casi sin excepción, han revelado su talla en esta producción. Tal como hacía notar Frank Capra, una historia no se cuenta con la cámara, sino con actores. Y “Lost” no habría sido lo mismo sin ellos.

Un aspecto más a tener en cuenta es que la enjundia de la serie la dan, aunque parezca lo contrario, las relaciones entre los personajes, relaciones que en muchos casos, ya se dieron antes de la llegada a la isla. Si se analiza en profundidad, cualquier personaje acaba teniendo una relación directa o indirecta con otro escogido al azar. Nadie está solo a lo largo de su historia. La Michelle que tortura a Sayid es la madre de Alex, a la que Linus adopta como hija. El resto, es decir, los misterios, la iniciativa Dharma, los saltos en el tiempo, etcétera, son solamente una salsa.

Por cierto, y a propósito de la iniciativa Dharma, una cuestión: su emblema, el famoso octógono con los ocho trigramas, recuerda mucho la bandera de Corea. No deja de ser curioso que la pareja de coreanos (precisamente) que forma parte del grupo no lo comente, e incluso no parezca percibirlo.

La iniciativa Dharma, en ella misma, es tan solo un trasunto de las utopías futuristas de los 60 y 70, que creían que la ciencia y la técnica nos harían la vida más fácil y feliz. El paso del tiempo ha demostrado que esa ciencia y esa técnica, en muchos casos, nos ha complicado la vida tanto o más que nos la ha facilitado. Es casi inevitable repetir una vez más, que la solución de los problemas de hoy se convierte en la causa de los problemas de mañana.

Volviendo a los personajes, algunos de ellos son casi arquetipos, ecos de realidades que aún nos acosan. Estoy pensando por ejemplo en Sayid y Ecco. El primero es no sólo iraquí, y miembro además de la guardia republicana; por si fuera poco, es natural de Tikrit, la cuna de Saddam Hussein. Es un ejemplo de personaje al que le han tocado muy malas cartas en el juego, y sin embargo, las juega lo mejor que sabe, hasta llegar a su muerte heroica, y a su absolución por parte de Hugo. En cuanto a Ecco, su historia empieza cuando lo convierten en un niño soldado. La historia ocurre al parecer en Nigeria, pero podría haber sido la misma en Sierra Leona. La vida es como un papel en el que nos toca escribir, pero ese papel nunca es perfecto; a veces tiene un agujero, en el que no se puede escribir nada. Lo único que cabe es saltarlo, y seguir más adelante. O bien puede tener una mancha de grasa, en la que la tinta se desparrama, volviendo ilegible lo escrito. Los renglones no son rectos ni paralelos, el margen es estrecho y nos obliga a partir una palabra. Y en ese papel, en el que se puede escribir un soneto inmortal o la mayor de las tonterías, en el que algunos no van más allá de “mi mamá me mima”, lo único que nos cabe es procurar hacer buena letra.

He dicho antes que los personajes de Lost no son simplemente buenos o malos. Debería añadir que tampoco son totalmente grandes o pequeños. ¿Qué interés puede tener un viejo en una silla de ruedas, como Locke? ¿Quién se molestaría en prestar atención a alguien gordo, torpe y vulgar, como Hurley? A lo largo de la serie queda muy claro que no hay historias pequeñas, y eso me lleva a destacar el carácter especial de la misma. Durante muchos años, he tenido la impresión de que para los europeos, el cine era algo emparentado con el teatro: debían cuidarse los diálogos, los personajes, el conflicto. Para los norteamericanos, en cambio, el cine era algo emparentado con el circo: debía haber lentejuelas, música y números acrobáticos. Lost participa de ambas concepciones, y en ese sentido, es una obra transversal.

Y para terminar, el final, ese final tan controvertido. Tengo la impresión que para los creadores, el final no era lo más importante. No se trataba de una serie en que hubiera que llegar a una conclusión: lo que contaba era el camino, y la gente que nos acompañaba en él. Y por triste que haya sido cada historia individual, no todo ha sido malo, no todo han sido desdichas. Sun y Yin mueren, pero la muerte los encuentra abrazados el uno al otro. Locke consigue librarse de su silla de ruedas, Hugo ha tenido a Libby, Sayid a Sharon. No voy a hablar de James Ford (Sawyer); otras habrá que lo defiendan mejor que yo. Y ese resumen, ese recordar lo mejor de cada uno, es el punto final. Y el punto final es la muerte. No todos están muertos; pero algún día lo estarán. Y no deja de ser consolador pensar que cuando llegue ese momento, lo único que contará no será el dinero que hayamos sido capaces de conseguir, las medallas o el grado de conocimientos, sino los afectos y amores que hayamos tejido en el camino. Nos quedamos sin saber muchas cosas de la isla; pero en realidad, no importan. Lo que importa son las personas, y esas están ahí.

Creo que poco más se puede añadir, y no voy a hacerlo. Así pues, esta pequeña contribución acaba aquí.

jueves, mayo 28, 2009

En el Futbol

Quiero decir, en primer lugar, que no soy nada aficionado al futbol. Y eso, a pesar de haberme criado en la Argentina y vivir en España, dos países en los que no se puede decir que haya poca afición. Podría ser peor: podría haberme criado en Brasil y vivir en Italia, por ejemplo. Jamás he visto un partido de futbol por la tele; y esto era cierto hasta ayer. Porque ayer quise ver la final de la Champions entre el F.C.Barcelona y el Manchester United. No sé si el Barcelona es el mejor equipo del mundo; pero sospecho que Pep Guardiola es el mejor entrenador posible. Y hace buena una afirmación de Chesterton, que dijo: "La modestia es una virtud muy práctica; incluso demasiado práctica para ser una virtud".

Así pues, el cuento de hoy trata de fútbol (el único que he escrito). Visca el Barça.

EN EL FUTBOL

El estadio estaba casi lleno, y eso era una buena noticia. Se había hablado mucho últimamente de dificultades económicas, de desmoralización de la afición, de que media plantilla tendría que irse a jugar a Italia. Incluso, y el secretario aún se estremecía al recordarlo, se había insinuado que si las cosas seguían así, tal vez acabarían teniendo que jugar la promoción para no bajar a segunda.
Pero ahí estaba el estadio, lleno de gente, para conjurar todos esos temores. El secretario esperaba que aquella tarde las cosas diesen un giro, y los cronistas deportivos dejasen de hablar de la mala suerte del club, y se dedicasen a otra cosa. Y si encima le pudiesen ganar al visitante, eso ya sería el colmo. Sí, eso sería bueno, muy bueno.

Carlota se levantó apenas unos centímetros de la grada, para intentar inútilmente estirar la faldita demasiado corta, que apenas cubría sus muslos enfundados en unas medias negras. No era lo más adecuado para estar allí sentada, pero la culpa la tenía el imbécil de Gerardo, que ahora estaba sentado tan tranquilo a su lado, fumando. Hasta el último momento le había hecho creer que no irían al partido, y sólo había logrado convencerla en el último momento, y porque ya tenía compradas las entradas, si no, de qué.

Unas gradas más abajo, hacia la izquierda, había un muchacho joven, que se volvió por casualidad y se quedó como hipnotizado al ver a Carlota. Claro, pensó ella, menuda perspectiva debe tener desde ahí abajo. Pensó en cruzar las piernas, pero se dió cuenta de que sería peor, así que volvió a estirarse la falda. Entonces el muchacho le sonrió, volvió la vista al frente, y a partir de entonces, sólo le dedicó una mirada diagonal de vez en cuando. Y ya no sólo a sus piernas. Bueno, pensó Carlota, sólo le faltaba eso, con lo celoso que era Gerardo. Si llegaba a darse cuenta, era capaz de armar un escándalo.

Pero Gerardo no parecía estar muy atento. Sólo miraba al terreno de juego, impaciente. Y en cuanto empezase el partido, Carlota sabía muy bien que era capaz de olvidarse de que ella existía. El muchacho de más abajo volvió a mirarla, y Carlota se olvidó aparentar que no se daba cuenta o que la molestaba. Bien mirado, parecía simpático, aquel muchacho. No estaba mal.

En la tribuna de prensa hacía un frío de mil demonios. Un misterio, porque el día era espléndido. Eso, o una avería de la calefacción, que debía haber estado encendida todo el día para caldear aquel rincón, con buena vista, pero de los más destemplados del estadio. Andrés, lo mismo que sus colegas, decidió conservar el abrigo hasta que la presencia de todos ellos y el humo del tabaco templase un poco el ambiente. Calefacción animal, a fin de cuentas. Le habría gustado pedir la petaca a Gómez y echar un trago de coñac, pero con el ardor de estómago que tenía, eso era lo último que podía hacer. Habían tenido a la suegra en casa, a comer, y claro, se había empeñado en preparar la paella. Y le había puesto lo que según ella era "un poquito de picante". Como le gustaba a tu padre, hija, ¿te acuerdas?, había dicho. Si es que hay gente que no deja de incordiar ni muerta. A ver, ¿quién podía tener un Alka-Seltzer o un poco de bicarbonato?

El sargento lanzó una mirada hacia el córner. Sí, allí estaban los camilleros. Y cada tres metros, controlando las gradas, había uno de sus hombres. A ver si por lo menos aquella era una tarde tranquila. El resto del estadio no contaba; sólo el gol sur, donde se juntaban los hinchas más violentos. Bueno, lo de sur era un decir, porque el estadio no estaba bien orientado. Aquel no era un partido de alto riesgo, de la máxima rivalidad, contra el Atlético o el Sporting. Además, los habían cacheado, ninguno llevaba porras, o latas, o botellas. Y en el bar no servían bebidas alcohólicas, para evitar males mayores, pero aún así, no había nada seguro. Aunque no les diesen alcohol, podían traerlo puesto de casa.

El sargento tenía claro que los conocía a medias, aquellos tipos. Posiblemente, durante la semana, fuesen gente normal, incluso chavales educados que cediesen el asiento en el autobús a las viejecitas, evitasen atropellar un perro con la moto, o ayudasen a los ciegos a cruzar la calle. Pero el domingo, y en el fútbol, era otra cosa. Ahí les salía el cabreo. El de no encontrar trabajo, el de haber suspendido Mates, el de que sea tan difícil encontrar una tía que quiera liarse con alguien rapado al cero y con cazadora negra de cuero.

Normalmente, la consigna era controlarlos, evitar barullos, y si hacía falta, repartir leña para pararlos. Pero alguna que otra vez había que detener a alguno, no había más remedio. Y cuando eso pasaba, la reacción de los padres era para no perdérsela. "No puede ser. Si mi hijo no es violento". "¿Borracho, dice? Pero si no bebe ni vino en las comidas". Pues mire, señor, señora, vino puede que no beba, pero litronas y cubatas de garrafa, ya le digo yo que sí. Pero bueno, puede que esa tarde no pasase nada. El sargento lo esperaba. Un optimista, el sargento.

El encargado del bar pasó la página del diario mecánicamente. Le pareció que la voz del locutor, en la radio, subía de tono, y aumentó el volumen. Gol. Mejor dicho, goool, gol, gol, gol, gol, gooooool. Al pie de la letra. Gol del Atlético. Pues qué bien. Aquel gol le acababa de hundir la quiniela. Bueno, pues habría un montón de cosas que tendrían que esperar. Cambiarse el coche, o por lo menos, llevar al taller el viejo, que desde hacía días rateaba como si tuviese bronquitis. Poder enviar a paseo aquel trabajo y aquel bar, que le hacía pasar las tardes del domingo fuera de casa. Dos horas de aburrimiento, salvo veinticinco minutos de locura. Eso era aquel trabajo, un asco.

Tampoco podría echarle una mano a su hija para plantarse por su cuenta. Una pena, una chica tan lista, que había acabado la carrera con tan buenas notas. Total, ¿para qué? Para acabar matándose a trabajar por un sueldo casi de miseria en una empresa de asesores. "No te preocupes, papá, que así cojo experiencia". Experiencia. Él ya sabía lo que era experiencia: haber metido la pata un montón de veces. La verdad, es mejor tener suerte. Si la tienes, puñetera falta que te hace, la experiencia.

Don Cosme sacó el habano, lo acercó a su oreja y lo oprimió ligeramente con los dedos. Un levísimo crujido lo convenció de que estaba al punto. Sacó el cortapuros de oro del bolsillo, cercenó la punta, y antes de encenderlo, se lo puso en la boca y lo mordió. Sabía que tarde o temprano acabaría por morderlo, así que más valía tener ya la marca hecha. Encendió el mechero y paseó la llama por el cigarro, antes de aplicarla a la punta. Creía ser un sibarita, don Cosme. Lo malo era que, llevado por la pasión del juego, le daría chupadas nerviosas, lo estrujaría, se le apagaría, y acabaría por no saber ni qué estaba fumando.

Sobre el estadio, el cielo era azul, con unas pinceladas desleídas de blanco. La hierba del campo era verde, la tarde magnífica, y aquel era el primer partido de Kevin, el primero que su padre le llevaba a ver. ¡Cómo iba a presumir mañana, con los compañeros de la escuela! A Kevin (que no tenía ni idea de por qué le habían puesto Kevin) le habían explicado al menos seis veces que ir a ver un partido al campo no era lo mismo que verlo por la tele. Una de las veces, la sexta, Kevin preguntó si era tan diferente como hacer el amor o mirarte una película porno, y sus padres decidieron que Kevin ya no necesitaba más explicaciones.

El árbitro no estaba nada contento con los jueces de línea que le habían tocado. Ya los conocía. Uno era un imbécil, y el otro un desgraciado. Aquellos dos acabarían por meterlo en un lío, ya se lo veía venir. Y al día siguiente, por la radio, algún gracioso hablaría del "desafortunado arbitraje del colegiado..." Al menos, no hablarían por la tele, esperaba que no. Aquel era un equipo, seamos francos, de segunda, que la suerte había querido que se mantuviese en primera. Un equipo, pongamos, pintoresco, si te caía lejos. Pero visto de cerca, como a él le había tocado, las cosas eran diferentes. Muy diferentes.

Dentro de nada, él tendría que salir ahí afuera, patearse todo el campo unas cuantas veces, seguir la pelota, y el juego, ver las faltas, fiarse del imbécil o del desgraciado, y todo para que lo criticasen y algún gracioso calificase su arbitraje de "desafortunado".
Aparte de todo eso, aquella tarde hubo un partido de fútbol. Pero no me pregunten cómo fué. Yo no entiendo, de fútbol.

martes, mayo 05, 2009

Juicio de Dios

El cuento de hoy, uno más de la serie medieval, tiene por tema un Juicio de Dios. Con este nombre se conocía una forma de establecer la inocencia o culpabilidad, por medio de un combate. Se suponía que Dios intervenía, haciendo vencedor a quien tuviera la razón. Afortunadamente, ya no creemos en esa forma de resolver pleitos. Aquí está el cuento:

JUICIO DE DIOS
El caballero, en su tienda, se preparaba para el duelo. El hijo del herrero, que actuaba como improvisado escudero, dijo:
- Sois muy valiente, señor. Nadie de por aquí se atrevería a enfrentarse con el capitán de la guardia del castillo, como haréis vos.
- No tiene importancia – dijo el caballero – Sólo es un combate, uno más, y ya he vivido muchos. Tan solo espero no ser derrotado.
- Susana, vuestra dama, también lo espera – dijo el escudero – Seguramente vendrá a veros antes del combate.
- No es preciso que lo haga. Sé lo que debo hacer.
- Perdonad, señor – insistió el escudero – pero parecéis muy tranquilo. Yo, en un trance como el vuestro, estaría muerto de miedo. Me gustaría tener vuestro valor.
- ¿Sabes? – dijo el caballero – Es una cosa muy extraña, el valor. Yo, que he guerreado mucho, he visto a feroces hombretones temblar de miedo ante una culebra, o la idea de caer al agua y ahogarse. No temían la batalla; pero aún así guardaban algún temor.
"Por lo demás, el valor es algo que se aprende. Recuerdo un muchacho, no mucho mayor que tú, que pidió unirse a nuestras tropas. Al principio, fue incapaz de entrar en combate, se quedaba paralizado de miedo. Pero un buen día nos sorprendió retando a uno de los soldados más fuertes. Fue una lucha sin armas, y el muchacho recibió una buena paliza. Días más tarde repitió su reto, y esa segunda vez fue mucho más difícil vencerlo. Había aprendido a esquivar los golpes. En el tercer reto, fue el muchacho quien venció. Era mucho más ágil, esquivaba bien, cansaba a su contrincante, y lo más importante: había aprendido a no tener miedo. Llegó a ser un buen soldado, uno de los mejores que he conocido.
El escudero, que había estado pendiente de las palabras del caballero, salió súbitamente de la tienda. Y volvió a entrar al cabo de un momento, acompañando a una dama. El caballero, al verla, se puso en pie.
- Caballero – dijo la dama – vengo a agradeceros vuestra intervención.
- Señora – respondió el caballero – me abrumáis.
- No seáis modesto – insistió la dama – Fuisteis el único en creer que era falsa la acusación de brujería que pesaba sobre mí.
- Simplemente, señora, pude asistir al juicio y verlo como un extraño. No costaba advertir el resentimiento con que os miraba el acusador, el capitán de la guardia. Y me pareció que ese resentimiento podía tener algún origen poco confesable. ¿Me equivoco, señora, al suponer que rechazásteis sus proposiciones?
La dama, sorprendida, dijo:
- ¿Cómo habéis podido adivinar eso?
- No llega uno a ser un viejo soldado, como yo, señora, si no ha aprendido a evaluar rápidamente al enemigo.
- Pero podíais haber callado, quedaros al margen, como hizo la mayoría. Y en cambio, os batiréis por mí, para demostrar mi inocencia.
- Señora, no os equivoquéis. No podía quedarme al margen. No puedo desvelaros mis motivos. Pero os aseguro que este combate, según su desenlace, puede salvarme a mí tanto como a vos.
- No os comprendo, pero no os puedo hacer reproches. Sois mi campeón, y sólo quiero pediros que me digáis vuestro nombre, para saber por quién debo rezar.
- Mi nombre no importa. Si os place, podéis llamarme Caballero Negro, aunque nunca fui nombrado caballero.
- Si no lo fuisteis, no fue seguramente porque faltase nobleza en vuestra alma. Pero no puedo nombraros como un caballero negro, porque para mí sois el Caballero Blanco. El color de la inocencia. Y el color de este pañuelo mío que os entrego para que lo llevéis como prenda en el duelo.
Susana tendió al caballero un pañuelo, que éste guardó en su guantelete.
- Os agradeceré que recéis por mí, señora – dijo el caballero – Os puedo asegurar que me hace falta.
La dama saludó con una inclinación de cabeza, y salió de la tienda. Y poco después, la siguió el caballero, armado ya para el combate.
* * * * *
El fraile dijo:
- Podríamos descansar un poco bajo aquellos árboles. La ermita ya no está lejos, y llegaremos con tiempo suficiente.
El caballero asintió. Una vez sentados bajo un árbol, el fraile dijo:
- Debo confesaros que no os comprendo. Habéis vencido en el duelo, habéis demostrado la inocencia de Susana. Y el resultado de la contienda no estaba claro. El capitán parecía tan fuerte como vos.
- Es más fuerte que yo, en realidad – dijo el caballero – Pero también es impetuoso. Y los impetuosos son a veces testarudos. No hice más que aprovechar su furia, y atacarlo en los momentos de descuido. No es tan raro que la prudencia y la sensatez lleguen a vencer al ciego impulso.
- Sois muy modesto – dijo el fraile – Fue más que eso. Pero lo que no me cuadra es que hayáis insistido tanto en marcharos. Eran varios los que os querían agasajar; la primera, Susana. Y bien sabe Dios que teníais derecho a recibir su gratitud.
- Bien sabe Dios que tengo una obligación que cumplir; por eso no podía quedarme. Habéis sido muy amable al acompañarme, y lo menos que puedo hacer es explicaros mi historia.
"Sabed que he sido soldado muchos años. Y en todos esos años llegué a cometer muchas atrocidades. He saqueado, he violado, he sido culpable de la muerte de inocentes. No respeté ni lo más sagrado, y mi alma es tan negra como la noche. Por eso dije a Susana que me llamase Caballero Negro. Así fue hasta que me encontré cara a cara con la Muerte.
- Habréis visto a la muerte muchas veces – dijo el fraile – en vuestra vida de soldado.
- Así es, pero esta vez fue diferente. La Muerte en persona se me apareció en esa ermita en ruinas a la que me dirijo. Y habló conmigo.
- ¿Cómo era?
- No pude verla bien, era de noche. Llevaba un hábito de monje, y tenía una voz indescriptible, aunque muy clara. Me dijo que mi alma estaba ya condenada, por mis pecados. Jamás he huido ante el peligro, y no me moví. Entonces la Muerte habló de nuevo.
"Me dijo que Dios Nuestro Señor, en Su misericordia, la obligaba a concederme tres días. En esos tres días tenía la posibilidad de llevar a cabo una buena acción, para redimirme. Por eso me presenté como campeón para defender en combate la inocencia de Susana. No sólo era un Juicio de Dios para ella; también lo era para mí. Y tan solo puedo esperar que mi gesto haya sido suficiente.
El fraile, que había seguido atentamente el relato del caballero, meditó unos momentos, y dijo:
- Tres días. Ese es el plazo que Jesucristo concedió a la Muerte, antes de resucitar. No me sorprende que pueda reclamárselos. Y en cuanto a vos... sé muy bien que en la guerra se cometen atrocidades. Y tal vez, una de las peores fue la que se sometió con vos. Habríais podido ser un buen cristiano; no os faltaban cualidades. Fue la guerra, las eternas guerras, las que os volvieron un animal sanguinario. Los inocentes que matásteis están ahora ante Dios, pero vos no habéis tenido ese consuelo.
"Hasta hoy. Tal vez llegásteis al pueblo como Caballero Negro. Pero lo habéis dejado convertido en Caballero Blanco. Estáis redimido, no me cabe duda. Podréis afrontar la muerte en paz.
El caballero dijo:
- Hoy mismo, a medianoche, me enfrentaré con ella. Ese fue el plazo. Pero quiero agradeceros vuestras palabras de consuelo.
- No, no me lo agradezcáis. Soy yo quien os debe gratitud. En los años que llevo dedicado al servicio a Dios, me he preguntado muchas veces si mi sacrificio tenía sentido. Si no podía impedir, ni siquiera atenuar el mucho mal que hay en este mundo, ¿para qué servía yo? Pero si os he podido dar tan solo unas migajas de consuelo, si me ha sido concedido estar donde se me necesitaba, sólo puedo dar gracias. En cierta foram, vuestra confesión ha sido, también para mí, un Juicio de Dios. Por el poder que Él me ha otorgado, te absuelvo de todos tus pecados. Id en paz, Caballero Blanco. Que Dios os bendiga, como bien dirán los que os han conocido en estos días.
- Amén – dijo el caballero.

jueves, abril 30, 2009

El Hechicero

El cuento de hoy podría enmarcarse en una época antigua, no necesariamente medieval. Una época en la que se podía creer en los filtros de amor. Y ese es el tema aparente del cuento. Digo aparente porque el cuento tiene dos capas, o dos historias, una evidente y otra que no lo es tanto. Aquí está el cuento:

EL HECHICERO

Al entrar en la sacristía, José se encontró directamente con el párroco, que le dijo:

- La paz contigo. ¿No es así como os saludábais, entre vosotros? No es un mal saludo.

- Yo, padre – dijo José – soy un buen cristiano. He sido bautizado.

- Lo sé – dijo el párroco – y ya no te llamas Yusuf, sino José. Pero sentémonos, necesito hablar contigo. Tal vez te apetezca un poco de vino.

José negó con la cabeza.

- Es aún temprano – dijo – y no me conviene amodorrarme. Tengo trabajo en el huerto.

- Sea. No te importará que yo lo tome, ¿verdad?

Una vez sentados a la mesa, el párroco dijo:

- En primer lugar, quiero que sepas algunas cosas de mí. Antes de oír la llamada de Dios, y hacerme sacerdote, había sido llamado por el rey. Durante unos años, fui capitán de sus tropas. He corrido mucho y he visto muchas cosas. Te digo esto para que comprendas que no soy alguien de cortas miras. No tengo muchos de los escrúpulos de otros religiosos, que no han conocido más que las paredes del seminario o del monasterio.

“Pero vamos a lo que interesa. Se dice por ahí que eres un poco hechicero, que sabes preparar filtros y hacer conjuros.

- No es así, reverendo padre – dijo José – Yo os juro...

- No sigas – interrumpió el párroco – Déjame decirte un par de cosas. Primero, que te he hecho venir, en vez de ir yo a tu casa, porque no te hará ningún daño que te vean por la iglesia. Y segundo, que no me preocupan tus hechizos.

- ¿No os preocupan? ¿Por qué?

- Porque estoy convencido de que no son más que engaños. No me parece sensato creer otra cosa. Por lo que llevo visto, sé que el diablo raras veces interviene para traer el mal a este mundo. Los hombres nos bastamos para eso. Y aún nos sobra.

“Sin embargo, el hecho de que sepa que son engaños no me lleva a creer que no sean efectivos. Siempre que alguien se los crea. Cuando era capitán del rey, tuve ocasión de ver que si un soldado creía que iba a morir en la batalla, era muy probable que así fuese. Es la fuerza de la convicción, de la fe, si prefieres. Así pues, si me aseguras que sólo te limitas a mentir, puedes estar tranquilo. Porque si creyera que realmente usas embrujos poderosos, debería denunciarte por practicar la magia, algo totalmente prohibido, como sabes.

- Reverendo padre – dijo José – es como vos decís. Pocas cosas sé, y entre ellas no hay ningún arte mágica. Los que acuden a mí, si logran su propósito, es por la convicción que les da la creencia en el conjuro.

- Muy bien – dijo el párroco – Claro está que mentir es un pecado, pero respecto a eso, “ego te absolvo”. Te perdono tus pecados. A partir de ahora, yo ignoraré que hagas filtros y hechizos. Pero sí te pido, mejor, te aconsejo, que seas prudente. No permitas verte complicado en ningún crimen. No hagas hechizos para cometer robos, o muertes.

- Nunca lo haría, padre.

- Entonces, nada más hay que decir. Ve en paz.

Esa noche, mientras José cenaba con Amina, su sobrina, sonaron unos golpes en la puerta. Amina fue a abrir y volvió con un joven.

- Este joven quiere hablar contigo – dijo.

El joven, a un gesto de José, se sentó a la mesa y dijo:

- Señor, me llamo Martín, y acudo a vos para pediros ayuda. Debéis saber que padezco mal de amores por la bella Hermelinda, la hija del burgomaestre.

- Si ese es el problema – dijo José – tiene fácil solución. Acercaos a ella, haceros ver, y finalmente, hablad con ella. Enseguida sabréis si tenéis lguna esperanza o si debéis fijar vuestros ojos en otra muchacha. ¿O tal vez lo habéis hecho ya?

- No, no he hablado con ella – dijo Martín – No creo que pueda tener ninguna esperanza. Por eso vengo a veros, para pediros que me preparéis un filtro de amor.

José aparentó meditar un instante, mientras advertía los gestos que le hacía Amina, a espaldas de Martín.

- Ya comprendo – dijo José, finalmente – Pero un filtro de amor es algo complicado de preparar. Además, no sirve cualquier fórmula; debe ser compuesto especialmente para la persona en cuestión. Dejadme que averigüe algunas cosas de vuestra amada, y podéis volver mañana, a esta misma hora.

A la noche siguiente, Martín volvió a casa de José, que lo esperaba con un pequeño jarro sobre la mesa.

- El filtro está a punto – dijo José – Sólo falta el último ingrediente: algunos cabellos vuestros. Ahora, si lo permitís, Amina os cortará un mechón de pelo.

Martín se dejó hacer, pero preguntó:

- ¿Por qué son necesarios mis cabellos?

- Para que se enamore de vos – dijo José – Sin ellos, el filtro de amor actuaría igualmente, pero sin un blanco concreto. No querréis que ella se enamore del primero que vea.

- No, claro.

- Y otra cosa: este filtro necesita algún tiempo para actuar. Y en ese tiempo, lo mejor es que ella no os vea.

- ¿Cuánto tiempo?

- Unos días. Tres o cuatro.

- Pero si no puedo verla, ¿cómo lograré que beba el filtro?

- No os preocupéis. Amina, mi sobrina, se encargará de eso. Y también vigilará para saber cuando es el mejor momento para presentaros.

- ¿Vuestra sobrina tiene entrada en casa del burgomaestre?

- No, pero no será difícil. Bastará con que les lleve algunas frutas y verduras de mi huerto. Ella será la que os dé cuenta de cómo va vuestro lance. Podéis venir a verla cada noche, si deseáis.

- ¿Cuánto debo pagaros?

- De momento, nada – respondió José – Esperemos a ver el resultado. Quiero advertiros de que hay alguna pequeña posibilidad de que el filtro no funcione. Si así fuera, no me deberíais nada.

- Tampoco podría pagaros – dijo Martín – porque me moriría de dolor.

- Eso, en todo caso, está en manos de Dios – dijo José – Armaos de paciencia, y esperemos.

La noche siguiente, fue Amina quien recibió a Martín, y lo condujo hasta un banco del huerto. Había luna llena, y un agradable aroma en el aire.

- ¿Qué es ese olor? – preguntó Martín.

- Oh, sólo es jazmín – dijo Amina – A veces, me pongo algunas flores en el pelo. ¿Las oléis?

Martín tuvo que acercarse bastante a ella para poder percibir en su cabello el mismo aroma de la noche, pero más intenso.

- Hoy he visto a vuestra dama – dijo Amina.

- Es muy bella, ¿verdad? – dijo Martín.

- Sí lo es – respondió Amina – Claro está que hay muchas formas de ser bella. Los ojos azules de vuestra dama, por ejemplo, son tan claros como el cielo a mediodía. Nada esconden. Pero unos ojos negros, como la noche cerrada, pueden tener algo de misterio. Y al tiempo, os invitan a entrar, a sumergiros en ellos, y a descubrir todo un tesoro escondido.

- Tú tienes los ojos negros.

- Sí, es verdad – sonrió Amina – Pero no hablaba de mí. No me había dado cuenta.

- Así pues, ¿Hermelinda ha tomado ya el filtro?

- Lo tomará, perded cuidado. Esta misma noche.

- ¿Puedo volver mañana?

- Podéis volver siempre que queráis. Yo os iré contando lo que pase.

La noche siguiente, en el mismo lugar, Amina dijo:

- Por ahora, no hay ningún cambio. Debemos esperar. Tal vez sea difícil saber si ha cambiado su ánimo, porque vuestra dama es muy discreta, a la vez que obediente.

- Esas son grandes cualidades, que la adornan – dijo Martín.

- No os lo discuto – dijo Amina – aunque no sé, si fuera hombre, si me gustarían esas prendas en una mujer.

- ¿Qué quieres decir?

- Que una mujer criada para someterse al marido, y obedecerle ciegamente, tal vez no sea lo más deseable. Porque no os sabrá dar más que lo que le pidáis. Pero una mujer más independiente, capaz de pensar por sí misma, tal vez os podría dar lo que necesitáis, aún sin vos saberlo.

- Una mujer así – dijo Martín – quizá me asustaría un poco.

- ¿Os asusto yo?

- No, ni pensarlo. Tú eres una muchacha muy sensata, y tu compañía es muy agradable.

Al oírlo, Amina sonrió de un modo extraño, como si se contuviese. Tal vez exhaló algo parecido a un suspiro de satisfacción; tal vez sólo estaba respirando profundamente.

Al día siguiente, al pasar por la plaza, Martín se encontró con Amina, que venía de la fuente con una pequeña tinaja apoyada en la cadera. A Martín le pareció un encuentro casual. Era la primera vez que veía a Amina a la luz el día, y su visión no hizo más que confirmar lo que ya sospechaba: era una muchacha muy atractiva.

- ¿Cómo están las cosas, Amina? – le preguntó Martín.

- No muy bien, mi señor – contestó Amina – La dama no parece responder. Lamento tener que daros tan malas noticias.

- No sé si son tan malas – dijo Martín – Últimamente, he estado pensando si sólo hay una fuente de la que se pueda beber.

- Me avergonzáis, mi señor – dijo Amina, bajando al suelo su brillante mirada.

En los días siguientes, a menudo se pudo ver a Martín y Amina paseando juntos, a veces sentados uno junto al otro. Un buen día entre los días, José volvió a visitar al párroco.

- Reverendo padre – dijo – vengo a deciros que Amina, mi sobrina, se ha prometido con el joven Martín.

- No haces más que confirmar lo que ya esperaba – dijo el párroco – Era algo que todos sabían, quizá antes que ellos. Pero dime, ¿cómo llegaron a conocerse?

- Él vino a mí, a pedirme un filtro de amor, para otra dama, todo hay que decirlo.

- Ya. Pero no contaba con los embrujos de tu sobrina. No – hizo un gesto – no te asustes. Ni yo ni nadie podría condenar los hechizos de una mujer joven. Porque esos, es Dios quien los ha concedido, y sólo Él puede juzgarlos. Sea enhorabuena la promesa de los jóvenes. Que Dios los bendiga.

- Amén – dijo José.

Al narrador, tan solo le corresponde añadir: Amén.

miércoles, abril 29, 2009

Problemas en el Monasterio

El cuento de hoy, segundo de ambiente medieval, se refiere en el fondo a la manera de tratar a las personas, asunto de gran importancia para todo aquel que tenga algo de influencia sobre un grupo. Prometo que intentaré corregirme, y no volver a usar una frase tan larga. Aquí está el cuento:

PROBLEMAS EN EL MONASTERIO

Al sonar los golpes en la puerta, Fray Tomás dijo:

- Adelante.

Quien entró en el aposento era Fray Andrés, el hermano ecónomo, encargado de administrar los bienes del monasterio.

- Padre prior – dijo – tenemos un grave problema.

- ¿De qué se trata? – preguntó Fray Tomás.

- De un robo. Mejor dicho, de varios robos. Es indignante, es vergonzoso, y merecen la excomunión.

- Sosegaos, hermano, y vayamos paso a paso. En primer lugar: ¿Qué ha sido robado?

- Comida. Coles, verduras, algún pollo. Y también pan.

- Bueno. Los robos de comida no siempre son por malicia; a veces responden a la necesidad. Pero sigamos. ¿Quién roba esa comida? Si es que lo sabéis, claro está.

- Por lo que he podido saber, algunos hermanos jóvenes.

- ¿Y porqué lo hacen? Se me hace difícil creer que pasen hambre.

- No es por gula, padre prior. Es por lujuria.

- Esa es una acusación grave. ¿Tenéis pruebas?

- No tengo pruebas directas. Pero según he sabido, los hermanos entregan el producto de sus robos a ciertas muchachas jóvenes, y es de imaginar cómo les pagan ellas el favor.

- Hermano, me temo que lleváis vuestras conclusiones demasiado lejos. ¿Se sabe quienes son esas muchachas?

- No viven en las tierras del monasterio. Son súbditas del señor Adalberto, el del feudo del norte. Corren noticias de que por allí se pasa hambre. Y permitidme que os diga: ¿qué no estaría dispuesto a hacer alguien que pasa hambre? Por otro lado, y respecto a los hermanos más jóvenes de la comunidad, aunque su espíritu sea fuerte, su carne sigue siendo débil. No olvidéis el dogma del pecado original: no hay nadie incapaz de pecar.

- ¿Qué pretendéis que haga yo?

- Dios me guarde de poner en duda vuestra autoridad. Pero tal vez sería conveniente avisar a los hermanos que se vigilarán más estrechamente sus acciones, que nadie será considerado inocente de forma gratuita. Eso los hará desistir de su conducta pecaminosa.

- ¿Tenéis algo más que decir?

- No, padre prior.

- Muy bien. Dejadme que medite vuestras palabras. Buscaré le auxilio del Señor para resolver esta situación.

El hermano ecónomo se despidió con una inclinación de cabeza, y salió del cuarto. Apenas había pasado un corto rato cuando entró, sofocado, Fray Luis, el hermano portero, diciendo:

- Padre prior, el señor Adalberto solicita veros. Afirma tener un asunto muy importante que tratar con vos.

- Muy bien – dijo Fray Tomás, resignado – Hacedlo pasar al claustro.

Fray Tomás encontró al señor Adalberto paseando arriba y abajo, como un oso enjaulado.

- El Señor esté con vos – dijo el prior, a modo de saludo.

- Y con vuestro espíritu – respondió Adalberto – Padre prior, tengo un grave problema, y vengo a veros con la esperanza de que me ayudéis a resolverlo.

- Muy bien. Paseemos por el claustro, mientras me lo contáis. El movimiento del cuerpo ayuda al discurrir de las ideas.

- Veréis – dijo Adalberto – tiempo atrás, en vida de mi padre, el nuestro era un feudo rico. La tierra es buena, no falta agua, y estamos al abrigo de los fríos vientos del norte. Pero de todo eso, apenas si nos llegaba algo, al castillo. Mi padre vivía modestamente, no mucho mejor que un granjero bien acomodado.

“Cuando heredé el feudo, hace diez años, me dije que el señor de un feudo tan rico no tenía por qué vivir tan pobremente. Yo no había hecho ningún voto de pobreza, padre. Y ordené aumentar la contribución de los siervos. Pero también quería ser justo. Si el que tenía cuatro cabras debía entregarme una, dispuse que el que tuviera diez debería entregarme siete. Así, según calculó mi secretario, ambos se quedarían con tres cabras.

“Al principio, todo fue muy bien. Disponía de recursos suficientes, y eso me permitió pagar las tropas que necesitaba para combatir al señor del feudo del oeste, que años atrás había ofendido a mi padre.

- Lo recuerdo – dijo Fray Tomás – Por cierto, no respetásteis la tregua de Dios, por Cuaresma, que había pedido el Papa.

- Y pagué por ello – dijo Adalberto – La capilla de San Jorge que tenéis en el monasterio fue mi penitencia.

- Es cierto. Continuad.

- Al volver de la campaña, las cosas no marchaban bien. A veces he llegado a pensar que vos tenéis razón, y que la guerra debe ser algo malo, porque resulta muy cara. Pero eso no era todo. La contribución de los siervos era cada vez menor. Si el primer año me entregaron cien gallinas, el segundo sólo fueron cincuenta. Y el tercero, veinte.

“Lo que pensé fue lo más evidente: me estaban robando. Así que hice saber a todos mis súbditos que sabía que eran unos ladrones, y que estuviesen atentos, porque aunque no me viesen, los estaría vigilando.

- ¿Qué resultado tuvo vuestra advertencia?

- Eso es lo más extraño. Los resultados fueron terribles. Algunos abandonaron sus tierras, para convertirse en vagabundos. Hubo incluso algún crimen, muertes para robar animales o provisiones, algo impensable años atrás. La contribución, que había llegado a ser pobre, se volvió miserable. De todas formas, mis guardias descubrieron algunos casos de campesinos que ocultaban ganado o verduras, como yo sospechaba.

- Y ahora mismo, en vuestras tierras se pasa hambre.

- ¿Cómo sabéis eso? – preguntó Adalberto – Debo reconocer que es cierto, pero solo porque aún no hemos atrapado a todos los ladrones. Ese es mi problema. Decidme, padre, ¿qué debo hacer?

El padre prior meditó un buen rato. Finalmente dijo:

- Creo, señor, que habéis cometido dos errores. El primero es fácil de explicar; el segundo, no tanto. Imaginaos dos campesinos. Uno tiene cuatro cabras, y el otro diez. ¿Quién os parece que tendrá más trabajo?

- El que tiene diez cabras.

- Así es. Pero si tener diez cabras, con el trabajo que ello representa, le deja el mismo resultado que si tuviera cuatro, ¿no creéis que preferirá tener cuatro? ¿Para qué esforzarse más, si no va a conseguir más?

- Pero la justicia es tratar a todos por igual.

- No. “Quique tribuendi”. Dar a cada uno aquello que le corresponde, eso es la justicia. Más a quien merece más, y menos a quien merece menos. Por eso la contribución era cada vez menor: los más emprendedores eran castigados por serlo. Y mi primer consejo debe ser: derogad esa absurda norma. Que contribuya más quien más tiene, pero no lo ahoguéis hasta el punto que no se distinga del más pobre. Porque entonces le habréis robado la esperanza de dejar de ser pobre. Y cuanto más pobres sean vuestros súbditos, más pobre seréis vos.

Adalberto, después de reflexionar, dijo:

- Habéis hablado de dos errores. ¿Cuál es el segundo?

- El segundo es haberos convencido de que todos eran ladrones. Veréis, las personas suelen responder según lo que se espera de ellas. Si creéis que alguien es un malvado, y se lo decís, es posible que primero intente demostrar que no lo es. Pero si percibe que es inútil, si llega a creer que haga lo que haga, nada os convencerá de que no lo es, si ya no le queda esperanza, ¿por qué no comportarse como un malvado? Eso es lo que esperáis de él, y en cierto modo, lo habéis empujado a ello.

“Si nuestro rey creyese que todos los nobles aspiran solo a derrocarlo, y robarle el reino, ¿cuánto tardaría en aparecer el noble ambicioso que haría realidad sus temores? Vos mismo, cuando arengáis a vuestras tropas antes de la batalla, ¿qué les decís? ¿Qué creéis que todos son unos cobardes?

- De ninguna manera. Les hago saber que confío en su valor y lealtad.

- Eso es lo correcto. Y ellos, sin duda, os responden, en la medida que pueden. No quieren decepcionaros. Dejad de creer que os están robando. Hablad vos, directamente, con los campesinos, y escuchadlos. Y si la situación es tan mala como parece, estad seguro que nuestra comunidad, en lo que sea posible, os prestará ayuda.

El padre prior se detuvo un momento, y como si hablase para sí mismo, dijo:

- Y eso me recuerda otro problema que tengo.

Cuando el señor Adalberto se hubo marchado, el padre prior mandó llamar al hermano ecónomo.

- Fray Andrés – le dijo – convocaréis a capítulo en el refectorio, antes del rezo de vísperas. Voy a hablar a todos los hermanos. Y quiero deciros una cosa. Hoy me habéis recordado el dogma del pecado original, que habéis resumido como: nadie es incapaz de pecar. Yo, por mi parte, quiero recordaros el dogma de la redención: nadie es incapaz de salvarse.

Con toda la comunidad reunida en el refectorio, el padre prior dijo:

- Hermanos, he sabido que algunos, con suma discreción, han intentado remediar la situación de extrema necesidad que sufren los siervos del señor Adalberto. Se también que no todos lo sabíais, porque los que han tomado parte, siguiendo la consigna evangélica, han intentado que la mano izquierda no sepa lo que hace la mano derecha. Algunas mentes malintencionadas podrían llegar a pensar que les movían otros motivos, aparte de la caridad. Y como no debo, ni quiero dudar de vuestra devoción, asumo como prior esa prioridad. A partir de ahora, y en tanto no se remedie dicha situación, será toda la comunidad la que se dedique a auxiliar a nuestros vecinos.

“Recurriremos a nuestras reservas. Tal vez debamos llevar una vida aún más frugal, pero estoy convencido de que nuestros actos serán gratos a los ojos de Dios. Que Él os bendiga. Id en paz, hermanos.

Ese fue el discurso del padre prior. Amén.

lunes, abril 27, 2009

El Trovador

Empiezo hoy una serie de cuentos de ambiente medieval, serie que no me aventuro a decir si será larga o corta, ya que aún la estoy escribiendo. No son, ni lo pretenden, cuentos con una base histórica. Se podría decir que son cuentos con un disfraz medieval, lo que me permite utilizar algunos elementos del ambiente. Aquí está el primero de ellos:

EL TROVADOR

El herrero preguntó al capellán:

- Así pues, padre, ¿qué ocurrió anoche?

El capellán, cauteloso, dijo:

- Tal vez no debería contaros nada. Aunque sé que sois hombre discreto, no me parece bien traicionar la confianza del señor.

- Vamos, padre – dijo el herrero – Desde hace días no se habla de otra cosa en el castillo. La señora se prendó del trovador a poco de aparecer por aquí. Y quien más, quien menos, sospechaba que acabarían por fugarse juntos. Los rumores y las dudas ya existen. ¿No es mejor saber, y acabar con las murmuraciones?

- La señora sigue en el castillo – dijo el capellán – y el trovador no volverá a poner los pies aquí.

- El señor lo mató, ¿no?

- Yo no he dicho tal cosa. Sigue vivo. Y me parece que le costrá olvidar lo que tuvo que oír anoche. Si es que llega a olvidarlo.

El capellán hizo una pausa, y continuó:

- Ya sabéis que el señor sabe de letras. No sólo ha leído; incluso tiene algunos libros. Y anoche pude ver que algo ha sabido sacar de ellos.

“Tal como vos decís, la señora se prendó del trovador... ella, y las demás mujeres del castillo, según he podido saber. No me sorprende. Comparado con los campesinos de por aquí, o los mozos del castillo, alguien con un aspecto tan indefenso y delicado, con esos modales tan corteses, les debía parecer un ángel caído del cielo. Otra cosa es que fuese buen trovador. No tenía mala voz, pero sus rimas eran rebuscadas, y a veces se saltaba la métrica. Pero no importaba demasiado. Lo mismo habría dado si su laúd hubiera estado desafinado. Lo único que contaba eran sus palabras, que hablaban del amor cortés, y su frágil presencia.

“No era preciso tener la vista de un halcón para ver con qué ojos lo miraba la señora. El señor, estoy seguro, también se dio cuenta, pero optó por la prudencia. No quiero aventurar si hubo algún encuentro furtivo, si hubo algo más que protestas de amor. Pero sí llegué a saber que la señora había pedido dos caballos enjaezados para anoche. Creí mi obligación avisar al señor, y así lo hice. Y cuando los dos bajaron al patio de armas para montar y huir del castillo, el señor los estaba esperando, y yo con él. Se encaró con ellos y preguntó:

- ¿Qué pensáis hacer, los dos?

- Se viene conmigo – dijo el trovador, indicando a la señora con un gesto.

- ¿Ah, sí? ¿En nombre de qué?

- En nombre del amor – replicó el trovador.

- Esa es una gran palabra – dijo el señor – Lo suficiente como para que la discutamos en un lugar más cómodo. Venid conmigo.

Los cuatro subimos hasta una sala del castillo, porque el señor me indicó que los acompañase. Una vez instalados, el señor preguntó:

- ¿Qué decís vos, señora?

- Que no os pertenezco. No soy una de vuestras siervas.

- No – dijo el señor, pensativo – No sois mía, en ese sentido. Míos son los caballos del establo, a los que no pregunté si querían venir conmigo. No pudieron elegir. Pero a vos, señora, sí os fue preguntado. Vos pudisteis elegir.

- ¿Qué otra cosa podía hacer?

- Optar por otro pretendiente, que no os faltaban. O por ninguno.

- ¿Qué? ¿Y condenarme a una soltería incómoda y triste?

- Si eso fue lo que pensasteis, si os entregasteis a cambio de una comodidad y un prestigio, no fui yo quien os prostituyó; fuisteis vos. Porque lo que yo os ofrecí fue respeto, cuidado y amor. Y eso, creo que os lo he dado. Si no debéis abandonaros en brazos de ese trovador, no es porque seáis una propiedad mía: es porque hay un juramento de por medio.

- ¿Qué juramento?

- Hubo un matrimonio, ¿recordáis? Y si un matrimonio no es un juramento, de fidelidad y de mucho más, entonces ya no sé lo que es.

El señor me miró, pidiendo mi aprobación, y yo asentí.

- Puede que el amor del trovador os parezca más generoso, porque no pide nada a cambio. Pero si no pide nada, es porque tampoco está dispuesto a dar nada, ninguna promesa, ningún compromiso. No esperéis de él que os sea fiel.

- No lo espero, pero no creo que ocurra.

- Hacéis bien en no esperarlo, pero os engañáis en vuestra confianza. Tal vez os parezca más noble rendirse ante unas bellas palabras que ante el sonido de unas monedas. Pero eso sigue siendo venderse, rendirse a cambio de algo. Pensadlo, señora.
El señor se volvió hacia el trovador, que dijo, nervioso:

- Ahora me mataréis, ¿verdad? He manchado vuestro honor.

- Veo que no habéis entendido nada – replicó el señor – Si mi esposa me es infiel, no soy yo quien queda deshonrado: es ella. Sería ella la que faltase al juramento. Porque el honor se gana, o se pierde, por los actos propios, no por los ajenos. Seguramente confundís el honor con la fama, como tantos otros. Y mi fama no depende de mí, sino de lo que los demás piensen de mí. Pero poco o nada puedo hacer con ello. Para preservar mi fama, no puedo cortar la cabeza de todos los que no piensan como yo quisiera. Aunque la ley me diese el derecho, nada podría darme la razón.

Volviéndose a la señora, dijo:

- Señora, concededme un favor. Dadme un mes de plazo. No os pido más. Si pasado ese mes queréis iros con el trovador, seréis libre de hacerlo.

La señora, con la cabeza baja, asintió. El señor se encaró nuevamente con el trovador y dijo:

- En cuanto a vos, os prohibo que volváis a poner los pies en el castillo. Podéis quedaros en mis tierras, si os apetece. En ellas hay suficientes muchachas bonitas como para que no os parezca un destierro.

El trovador asintió, aliviado, y le faltó tiempo para desaparecer. Eso fue todo. Dentro de un mes, conoceremos la decisión de la señora.

- Curiosa historia – dijo el herrero - ¿Y cuál creéis que será?

- Eso sólo lo sabe Dios – respondió el capellán.

Mucho antes de concluir el mes, llegaron noticias al castillo de que en el feudo vecino, un trovador había sido muerto por un marido celoso. El señor del castillo mandó decir misas por su alma.

Vale.

lunes, abril 20, 2009

Feliz Dia del Libro

Adelantándome al próximo día 23 de Abril, Día del Libro (Sant Jordi en Cataluña), quiero repetir el obsequio que hice hace algún tiempo: algunos textos de este blog, para descargar. Los textos están en formato RAR, por lo que será necesario el programa Winrar para descomprimirlos. El formato, una vez descomprimidos, es Pdf; para leerlos, e imprimirlos, será preciso el Adobe Reader. Ambos programas se pueden descargar gratuitamente de Internet.

A continuación doy los enlaces para descargar los textos:

El amante perfecto (22 páginas, 56 Kb):

http://www.megaupload.com/?d=7LWKL8RV

Regreso a Bundar (65 páginas, 155 Kb):

http://www.megaupload.com/?d=YTKK2V6D

Cuentos desconocidos (selección, 180 páginas, 489 Kb):

http://www.megaupload.com/?d=DZSMQUK1

Feliz Sant Jordi a todos.
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