viernes, julio 14, 2006

En un principio

Bueno, pues se trata de empezar. Y aquí va el primer cuento...


LUNA SAPERA
Anochecía. La luna (pasado el cuarto creciente, tres o cuatro días para el plenilunio), se disponía a aparecer. En la charca, con la oscuridad creciente, las ranas iniciaban su concierto-discusión de cada tarde. Ancas, uno de los sapos jóvenes, se desperezó, abrió la boca en un descomunal bostezo, parpadeó y miró en derredor.
Todo seguía en su sitio. El agua estaba cerca; la podía oler, la oía, y de vez en cuando le llegaba algún reflejo de su superficie, rizada por la brisa. Las sombras oscuras de alrededor permanecían inmóviles, por lo que pronto dejó de prestarles atención. A juzgar por la oscuridad, no tardaría en verse la Señora Blanca, allá, sobre el horizonte. Ancas no pudo reprimir un suspiro, e inmediatamente se oyó una ronca voz a su derecha:
- ¿Aún sigues así, muchacho?
- Sí – replicó Ancas – Yo, eh, bueno...
La voz, Ancas lo sabía muy bien, era de Verrugas, el sapo más viejo y gordo del lugar. Como muchas personas mayores, tenía una mentalidad paternal, y creía que su obligación era aconsejar, dirigir y criticar a los jóvenes.
- ¿Aún pensando en la Señora Blanca, como tú dices? – preguntó.
Verrugas tenía la costumbre de usar a menudo la palabra "aún". A eso, decía, se le llama tener estilo. Ante el silencio embarazoso de Ancas, dijo:
- Aún estamos con lo mismo, por lo que veo. Sigues creyéndote que sería bonito estar enamorado de ella. De la luna, la Señora Blanca, quiero decir.
Ancas parpadeó, confuso. A veces se le hacía difícil comprender las sutilezas de Verrugas, y entendió que le reprochaba su enamoramiento.
- Es muy bonita – acertó a decir.
- ¿Aún no te has dado cuenta de que no te conviene? – protestó Verrugas – Está muy lejos: a más de tres saltos, seguro. Y está loca. No la verás dos días seguidos con la misma cara. No creo que sea como nosotros. ¿Aún no te has fijado en que nunca come? ¿O es que tú la has visto alguna vez disparar la lengua y zamparse un mosquito? No te fíes de alguien que desprecia la comida. Una remilgada, eso es lo que es, seguro.
Verrugas calló, y Ancas, aún a pesar suyo, continuó escrutando el horizonte, en espera de su amada. Sabía que habría sido sensato seguir sus consejos. A fin de cuentas, era alguien mayor, con experiencia. Un sapo sapiens, en definitiva. Sólo que Ancas era demasiado ágil, joven e inquieto para hacerle caso.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por una súbita claridad. Era la Señora Blanca, que se mostraba al fin. Ancas, con una voz que no reconoció como suya, gritó:
- ¡Blanca Señora, escúchame!
Y la luna, eso fue lo sorprendente, le contestó. No es nada fácil explicar como era su voz, además de inesperada: un leve tonillo nasal, una insólita ligereza en sus palabras, que parecían volar como mariposas, y un aire entre fastidio e indiferencia, apenas perceptible. Lo que dijo fue:
- O sea, ¿se puede saber qué te pasa? O sea, ¿me lo puedes decir?
Verrugas, sobreponiéndose rápidamente a la sorpresa, empezó a susurrar:
- No olvides quién eres tú. No renuncies a tu sapidad. Y si algo quieres conseguir, no seas impetuoso. Debes actuar con sapería.
Definitivamente, pensó Ancas, Verrugas ya estaba caduco. Él no necesitaba consejos para dirigirse a ella. Respiró hondo y empezó una apasionada canción, que decía:
Emperatriz, feliz Señora Blanca,
que por la oscura noche te encaramas,
que plácida y gentil tu luz derramas,
y a las estrellas todas las desbancas,
escucha de tu siervo este lamento,
y guárdalo en tu piel, junto a tu seno.
Apréndete mi nombre, que presiento
que estando como estoy, de amor tan lleno,
se me desbordará este sentimiento.
Algún día, feliz Señora Blanca,
tal vez recuerdes, y si aconteciere,
sabrás quién era yo, tu pobre Ancas,
tu fiel enamorado que se muere.
Al acabar la canción, Verrugas sólo dijo:
- Roag.
Era un eufemismo, claro. Verrugas era demasiado correcto para soltar una grosería delante de una señora. La luna, por su parte, parecía encantada. Cuando habló, había perdido su tono displicente, y con lo que casi era su auténtica voz, dijo:
- Ay, hijo, POR-FA-VOR. La verdad, no me imaginaba que pudiera causar ese efecto. Qué encanto.
Verrugas, como buen sapo, no tenía cejas que enarcar, así que se limitó a parpadear. La luna, claro, sabía exactamente el aspecto que tenía; no hay mujer que no lo sepa. Por consiguiente, sus remilgos y su falsa modestia no eran más que coquetería. Decidió que ya había visto bastante, pegó un salto y se zambulló en el agua.
Ancas, tras su arranque poético, estaba desconcertado, tanto por su propia osadía como por su aparente éxito. No sabía realmente qué hacer, o qué decir. Y se quedó quieto y callado, contemplando cómo la luna lo contemplaba.
- Pero bueno – dijo ella al cabo de unos momentos - ¿es que no me vas a decir nada más? No me digas que después de ese arranque, te vas a quedar ahí, como un palo. No es lógico, me parece. ¿Sí o no?
Ancas tragó saliva espectacularmente. Los sapos, con el buche que tienen, ya se sabe. La luna, ya claramente molesta, dijo con su tono inicial:
- Bueno, si sigo aquí, aparte de llegar tarde, se me va a arrugar el vestido. Más, quiero decir. Y ya sé que la arruga es bella, pero no hay que pasarse, ¿no te parece?
La luna reanudó su lento y majestuoso trayecto, aunque un tanto confusa. Iba pensando: "Ese muchacho, es indudable que tiene una cierta gracia, pero está claro que no sabe rematar la jugada. La verdad, no sé por qué pierdo el tiempo con los batracios. No valen la pena; no hay más que verlos".
Ancas, más que pensar en la luna, estaba repasando mentalmente su canción. Era para estar satisfecho, creía. Todas las dudas y vacilaciones anteriores (la había rehecho tres veces) habían desaparecido. En ella se hablaba de morirse, pero alguien capaz de semejante verso no se muere, al menos no enseguida. No antes de que se acaben los aplausos. Sí, la luna era muy bonita, pero tal vez lo que él sentía por ella era más bonito aún. Por allí cerca volaba un mosquito, y sin siquiera prestar atención a lo que hacía, disparó la lengua, lo cazó al vuelo y se lo comió. Es lo que tienen de malo los sapos: no que sean feos, es que son demasiado realistas.
Más tarde aparecieron las nubes, y ya no hubo más luna, luna sapera, cascabelera.
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