sábado, julio 15, 2006

Aprendiendo a balbucear

Antes de poder hablar, debemos aprender a balbucear. Esta débil excusa intenta justificar la desmañada primera entrada con la que he empezado este blog. Prometo esforzarme, máxime cuando estoy en un sistema actual de comunicación que me permite escribir las palabras con todas las letras, tal como tengo por (posiblemente mala) costumbre.

Hoy en día, lo difícil y meritorio es resultar original. Y un somero vistazo a la red me ha permitido comprobar que al menos lo soy en algo: soy de los escasos fanáticos del cuento que no reside en el continente americano (del océano Ártico al cabo de Hornos). De todas formas, lo importante es conseguir lectores; tal como vamos, con la proliferación de talleres de escritura, pronto habrá más escritores que lectores. Así pues, ese bien público y escaso llegará a estar regulado por ley, y tal vez veamos a los autores pagando al público para conseguir ser leídos.

Antes de que llegue ese momento, y por si acaso, aquí va otro cuento:


LA COMETA
Hacía rato que Alex no decía nada. Es muy callado este chico, pensó. Tal vez demasiado. Puede que esté preocupado, a saber cómo se lo habrá tomado, cómo lo estará llevando. No debe ser nada fácil, para un niño, entender por qué sus padres no viven juntos. Pasa cada día, y seguro que en su clase hay más de uno en la misma situación, pero aún así...
Es curioso, pensó. Era muy consciente de que debía romper el silencio y hablar con su hijo, pero no sabía cómo hacerlo, no se sentía capaz, se le hacía una montaña. Así que decidió aprovechar el silencio para lanzarse a sus divagaciones, para plantearse qué podía representar todo aquello para Alex. Tal vez así se le ocurriese cómo hablarle. Lo primero que pensó fué que debía sentirse solo. Durante años miras de evitarlo, procuras que el niño no se entere, y si hay problemas, los discutes con ella a solas, y delante del niño, adoptas una actitud normal. No quieres preocuparlo, ni cargarlo con tus problemas, porque él no tiene ninguna culpa, bien mirado.
Pero cuando las cosas han llegado a cierto punto, y ya ho hay arreglo que valga, y llega la ruptura, lo primero que debe pensar un niño es que sus padres tenían algún secreto que jamás compartieron con él, que lo habían dejado fuera, y que en realidad, los tenía mucho más lejos de lo que él creía. ¿Qué inconcebibles maldades podían haber ocurrido entre aquellas dos personas que de repente se habían convertido en unos extraños? Esas otras personas que eran papá y mamá, cuando él no estaba delante, ¿quienes eran? ¿Cómo eran? ¿Qué les pasaba?
Sí, debía sentirse solo. Y un posible camino para llegar hasta él podía ser mostrarle que no era el único, que su padre también se sentía solo, y que como él, sufría una pena desproporcionadamente grande para la parte de culpa que le tocaba. Enrique sabía muy bien que no era inocente, que posiblemente no hay inocentes, pero aún así, la condena debería ajustarse al delito. Si quería recuperar la confianza de Alex, tenía que convencerlo de que, al menos por su parte, no había habido realmente maldad, sólo mala suerte. Y bastante incompetencia. No había sabido arreglarlo.
Pero tampoco podía tomar esa actitud, porque si hay una desgracia, tiene que haber un culpable, y si no era él, entonces era Rosa, era mamá. Y eso no tenía derecho a hacerlo, porque sí que hay inocentes: Alex mismo, sin ir más lejos. Y bastante mal debía pasarlo para tener encima que tragar cizaña. Tenía que haber otro camino. La respuesta se la dió él, al soltarse de su mano y correr hacia el escaparate de una tienda de juguetes. Claro. Lo que de verdad le apetecía a Alex, era lo mismo que él estaba deseando: poder distraerse un rato, olvidarse y quedarse tranquilo.
- Papá, ¿qué es aquello?
El niño indicaba algo semejante a una pancarta que había al fondo del escaparate, con un pájaro pintado.
- Yo diría que es una cometa.
Recordó que Alex jamás había tenido una cometa. Era uno de esos juguetes que no habían desaparecido, pero que habían quedado un poco pasados de moda, superados por los helicópteros a radiocontrol. Una pena, un juguete tan simple, tan popular y tan bonito. Algo tan de los niños, que ni siquiera tenía un nombre oficial, sino muchos apelativos familiares: barrilete en la Argentina, papalote en Méjico, "cerf volant" en Francia, "estel" en Catalunya. Lo mismo que ocurría con el tiovivo.
- Verás, lleva una cuerda, y vuela. Quiero decir que lo levanta el viento. ¿Te gustaría tener una?
Alex lo miraba un poco asombrado. Puede que no se atreviese a pedirla, tal vez creyendo que sería muy cara. Puede que no entendiese qué gracia puede tener un juguete que, en cuanto te pones a jugar, echa a volar y te deja solo, plantado en el suelo. Pero Enrique estaba decidido. Compraría la cometa para Alex, y puede que se llegasen hasta el parque, a estrenarla. De alguna forma tenían que pasar la tarde, y mejor eso, ahora que empezaba a hacer buen tiempo, que encerrarse en algún museo, por muy didáctico que fuese. Y en el cine mejor no pensar; no iba a llevar al niño a una sesión de dibujos animados, cuando debía estar harto de verlos por la tele.
- ¿Sabes qué vamos a hacer? Vamos a comprar una cometa y nos iremos al parque, a hacerla volar.
Alex tenía cara de no entender nada, de que la cometa, a quien de verdad le ilusionaba, era a Enrique. Pero no importaba demasiado. Los niños, a veces, también saben ser condescendientes con los mayores, y al fin y al cabo, Enrique, Alex, e incluso Rosa, no eran más que tres naufragos en la vida, porque se habían quedado sin barco que los llevase, y entre naufragos hay que ayudarse. Y visto desde el punto de vista de Alex, tampoco estaba tan mal que a papá le apeteciese hacer una tontería, y hacerla con él. Hasta podía ser divertido.
Al salir de la tienda, resultó que la cometa era un paquete demasiado grande y de mal llevar, que no hacía más que llamar la atención de los demás viajeros del metro. Pero daba igual. No importaba que la gente los mirase. Enrique se sentía satisfecho. Era un padre que había comprado un juguete a su hijo, e iba a enseñarle a jugar con él. Todo un baño de responsabilidad y dedicación. Al salir del metro, la tarde estaba espléndida, tan a punto como para no hacer nada y dedicarse solamente a disfrutarla. Enrique se detuvo un momento en la cúspide de las escaleras y respiró. Puede que eso fuese lo más cerca que uno puede estar de la felicidad: tener una promesa, y creerse que es posible. Como antes, cuando Rosa y él creían tener un futuro, y Alex ni siquiera tenía un nombre.
Entraron en el parque. Enrique estaba preocupado, porque no había viento, ni siquiera una suave brisa. Y sin viento, no hay nada que hacer, las cometas no se elevan, no hacen más que arrastrarse por el suelo. Son unos juguetes ingratos, las cometas. Necesitan viento, pero no demasiado. Y que no haya árboles cerca. Y que uno sepa lo que se trae entre manos. Y encima, si hay alguien por ahí, no hace más que estar pendiente de tí y criticarte, porque al parecer, todo el mundo entiende. Y hay cometas temperamentales, que sólo se levantan cuando les viene en gana, y algunas que no parecen saber qué tienen que hacer, y las inestables, y las perezosas, y tantas clases, y tan diferentes, que a veces le dan ganas a uno de pasar de las cometas y enviarlo todo a paseo.
Pero a veces, cuando uno ha perdido toda esperanza, viene una súbita racha de viento, con la fuerza justa, en el momento preciso, y se conjugan el tiempo, el espacio, el ángulo y el peso, y por unos instantes se produce el milagro y la cometa se eleva hasta alturas inconcebibles, muy por encima de nuestras esperanzas, como si fuese un mensajero de nuestros anhelos, como si pudiese llegar a hablar con Dios. Aunque sólo sea para decirle "Hola, estamos aquí". Algo tan fugaz y entrañable como la ilusión.
Llegaron a un claro, un ancho espacio despejado, con algunos bancos alrededor, ocupados por madres de doble función: cuidar de los bebés de los cochecitos, y vigilar a los hermanos mayores, que corrían por ahí. Enrique, mientras desembalaba la cometa, se dió cuenta de que Alex se sentía un poco incómodo, que tal vez le habría gustado irse a corretear con los demás, a intentar hacer amigos. En algunas cosas, se parecía a su madre, como en eso de hacer amigos. A él, en cambio, eso se le hacía muy cuesta arriba. Como ligar, que en el fondo venía a ser lo mismo.
Bueno, la cometa estaba a punto, y había que buscar un sitio en el que poder correr, para dar la carrera inicial. Seguía sin haber viento, pero a veces, aunque no se note a ras de suelo, si se consigue elevar la cometa unos metros, puede encontrar algún soplo que la mantenga volando. Las madres de los bancos los miraban, esperando que fuesen capaces de hacer algo que las entretuviese. Puede que alguna le dedicase a Enrique miradas un poco más largas de lo que aconsejaba la discreción. Aunque tal vez Enrique no quisiera darse cuenta. Total, ¿para qué darse cuenta? ¿Para enredarse en una nueva historia? ¿Para arriesgarse a otro fracaso? ¿Para acabar de tan mala manera como había acabado con Rosa?
Alex, siguiendo las instrucciones de su padre, se había alejado unos metros, con el carrete de hilo en las manos. Tenía espacio de sobras. Al principio, hay que correr a veces hacia atrás, sin ver dónde vas, y no era cuestión de que tropezase con alguien o con algo. Enrique levantó la cometa, todo lo que daban sus brazos, y le dió la señal a Alex para que echase a correr. El niño empezó la carrera, el hilo se tensó, y la cometa se fué revoloteando a pocos palmos del suelo, arrastrando la cola por el polvo. Alex paró de correr, pegó unos tirones al hilo, a destiempo, y la cometa quedó tendida en el camino, entre los dos, como un sueño fracasado. No había viento, y Alex no sabía, no conocía los trucos. Tenían que cambiar los papeles. Enrique llamó al niño, le entregó la cometa, le dió nuevas instrucciones, tomó el carrete de hilo y fué a situarse.
Enrique pensó que aquella era una cometa inexperta, y que se parecía a él: quería volar, estaba hecha para eso, pero no sabía hacerlo. Bueno, había que ayudarla. Había que poner empeño, había que correr, dar el fuerte tirón que acabase de decidirla a subir, estar atento, vigilar que no desfalleciese, dejar que ganase confianza en sus propias fuerzas, y luego, disfrutar viéndola volar allá arriba, plena y feliz. Eso era todo. Si uno pone buena voluntad, y se dedica a ello, ¿por qué van a salir mal las cosas?
Estaba ya a punto, al extremo del hilo, que recogió hasta dejarlo casi tenso. Allá, en la otra punta, estaba Alex, sosteniendo la cometa. Las madres lo estaban mirando. Y en ese preciso momento sintió en el cogote un leve soplo de viento, apenas un suspiro. Ahora o nunca.
- ¡Vamos, Alex! - le gritó. Y no esperó, confiaba en su hijo, sabía que levantaría y lanzaría la cometa tan arriba como le fuera posible, saltando si era preciso. Echó a correr, levantando y tensando el hilo todo cuanto podía, volviendo la vista atrás para controlar la situación. La cometa parecía quere elevarse, tirón. Por favor, Rosa. Un leve salto hacia arriba, apenas perceptible. No me hagas esto, son muchos años, piensa en Alex, piensa en nosotros, tirón. Otro leve, mínimo avance. Ya no sé qué decirte, ¿qué quieres que haga?, tirón. Y de golpe, la bocanada de vida, el resurgir, el viento, y la cometa que se dispara, arriba, arriba, jubilosa y triunfante. ¿Lo ves, Rosa? Aún hay esperanzas para nosotros.
Unas cuantas madres aplaudieron. Alex miraba hacia arriba, con una sonrisa. Era verdad, aquello volaba. De acuerdo, para Enrique, no era un gran triunfo, aquello no le iba a hacer ganar millones, no había descubierto el remedio contra el cáncer, pero aún así, era para sentirse satisfecho. Aún era capaz de hacer volar una cometa, no estaba muerto, o como mínimo, aún no lo habían enterrado. ¿Quién sabe? Tal vez era capaz de otras hazañas, de conseguir cosas que le importaban más. Tal vez el fracaso no era más que una mentira que era posible desenmascarar. La cometa, allá arriba, se recortaba contra un cielo azul, subrayado por unos sutiles trazos blancos. Y volaba. Si en algún momento vacilaba y cabeceaba, bastaba un decidido tirón, fuerte y hacia abajo, para hacerla volver a su sitio, firme, tranquila, como una insignia, como la bandera del regimiento. Hola, Dios, aquí estamos. Y somos más de uno. Al menos, dos. Y, ¿quién sabe? puede que hasta tres.
Y de golpe, tan súbitamente como había llegado, el viento se paró. La cometa vaciló unos instantes, se le notaba que quería seguir allí, clavada en el cielo. Aquel era su sitio. Pero la leve, tenue esperanza, se había consumido como un cigarrillo, y ya no quedaba más. Ahora tocaba bajar, lentamente, como un globo desinflado, hasta llegar al suelo, donde hay polvo y problemas y todo, absolutamente todo, tiene un precio, que hay que pagar tarde o temprano. Muy bien, las cosas no tienen arreglo, ya me hago cargo, sólo te pido que intentemos ser civilizados.
Alex, el pequeño Alex, que en el fondo era posiblemente más adulto que sus padres, lo entendió. Y pensó: "pobre papá". Y su sentido de la justicia, Alex era un buen chaval, le hizo pensar: "Y pobre mamá, también". Habría querido ser mayor, habría querido tener argumentos irrefutables que darles. Pero sólo era un niño, y no los tenía. Debía esperar, y hacerse mayor. Tenía aún que comerse muchos platos de sopa. Y aprender a escribir, a ensartar las palabras, a hilvanar una historia. Y al cabo de los años, si Dios quería, posiblemente fuese capaz de llegar a ponerlo por escrito, y convertir todo aquello en una historia. Una historia que podía llevar por título, ¿por qué no?, algo así como "La Cometa".

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

J'apprécie beaucoup tous de la lecture informative sur mucho-cuento.blogspot.ru. J'ai très certainement se passer le mot sur votre site avec les gens. Cheers.

4:48 a. m.  

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