lunes, julio 17, 2006

En-red-ados

Ya estamos ¿todos? en la red. Y tal vez los que no están es que no cuentan. Pero, abrumado por el aluvión de alabanzas, entusiasmos y demás que despierta el medio, echo en falta un poquito de saludable cinismo respecto a Internet. Tal vez sea el momento de recordar a Platón y el mito de la caverna. Ya saben, un personaje nacido en una caverna, en el fondo de la cual se proyectan sombras de los objetos exteriores, y en la que parecen nacer los ecos de los sonidos de fuera. Tal personaje podría llegar a creer que lo que ve y oye es la realidad, cuando no son más que ecos y sombras.
Tal vez Platón fué un estupendo autor de ciencia-ficción, al adelantarse a describir un personaje que navega por Internet y se cree que lo que ve es la realidad. No nos engañemos, lo que hay detrás de todo eso son personas, ni más ni menos, tan estupendas, mezquinas, adorables y odiosas como cualquiera de nosotros. Y a propósito de apariencias, tal vez venga a cuento cierto incidente:


EL INCIDENTE
Me pasó el otro día; yo iba no me acuerdo dónde, y para acortar camino decidí atravesar el parque. Crucé la verja, me desvié para esquivar al empleado que rastrillaba los retales de césped al lado del camino, franqueé una hilera de plátanos. Entonces pasó.
Seguramente conocen el lugar. Es un amplio espacio, sombreado por árboles enormes, antiguos y frondosos, plantados con parsimonia aquí y allá. Unos cuantos bancos, orientados en todas direcciones, para que la gente pueda verse o volverse de espaldas a los demás. Y nada más: ni columpios, ni una fuente, ni el diagrama pintado en el suelo de un campo de cualquier deporte. Suele ser un sitio tranquilo. No hay niños que tomen el sol, porque los árboles apenas dejan unas cuantas salpicaduras luminosas, desparramadas por ahí. Los troncos interrumpen el espacio necesario para cualquier juego, pero no llegan a ser tantos, ni tan gruesos como para poder jugar al escondite. Y en primavera, aquello es un infierno para los alérgicos, que no hacen más que llorar y pegar estornudos. Generalmente, no se ve más que a tres o cuatro personas sentadas en los bancos.
Pero aquel día, había algo especial en el aire, en el ambiente. Me dí cuenta enseguida. No sé cómo explicarlo, no se crean que es tan fácil. Veamos: la temperatura era muy agradable, al sol casi hacía calor, pero en aquel rincón, el aire era tibio, y parecía más ligero. Flotaba un olor en el aire, que supe que era de lilas. Y eso era raro, porque jamás he sabido cómo huelen las lilas, dejando a un lado la razonable suposición de que puedan oler, precisamente, a lilas.
En uno de los bancos había un hombre sentado, y supe, sin que nadie me lo dijera, que se llamaba Alberto. Me dió la sensación de que se parecía un poco a mí, aunque no pude ver su cara con precisión. Algo le pasaba; sobre su cabeza flotaban unas volutas de tristeza, como si fuera un fumador aureolado de humo. Y tenía la postura, el aire de aquel para quien las preguntas son problemas y no proyectos. Pobre tipo, estaba pasando un mal momento, eso estaba claro.
Y en otro banco, a cierta distancia, estaba Rosana, porque tenía cara de llamarse Rosana, intentando, por enésima vez desde hacía días, reunir el valor necesario para acercarse a él y entablar una conversación. Y no pude por menos de pensar que en otro de los bancos, tal vez oculto por uno de los árboles, debía estar sentado el Destino, disfrazado de viejecito que leía el diario, tejiendo una red para atraparlos a los dos.
Inconscientemente, yo me había puesto a caminar más despacio, como para pasar sin que se dieran cuenta. Todo aquello era muy raro. ¿Cómo podía yo saber todo aquello? Jamás he sido un tipo sagaz e intuitivo. Pero de repente, todo era claro, todo era comprensible. Auqellos perfectos desconocidos me eran próximos, sabía cómo eran y qué sentían. Y en aquel momento, y en aquel lugar, percibía una tendencia, había un desenlace amenazando. ¿Qué ocurría? ¿Acaso mis ojos habían aprendido a ver? ¿Era posible que a partir de entonces fuese capaz de adivinar a los demás?
Al intentar desentrañarlo, se me ocurrió una de las explicaciones más obvias: yo estaba enamorado, pero aún no me había dado cuenta. Había algunos detalles que cuadraban: esa sensibilidad a flor de piel, esa insólita perspicacia. Pero al examinar mi corazón, lo hallé aún dormido. No lo había despertado ninguna gozosa inquietud, no había para él un nombre que resplandeciese por encima de los demás.
Yo había avanzado ya algunos pasos, y los veía ahora desde otro ángulo, pero la escena, el ambiente, eran los mismos, con todo tan a punto, tan en su sitio, como si alguien se dispusiese a hacerles una foto. No me había ocurrido nunca algo así. Tal vez era el fin del mundo, y esa sensación no era más que el aviso de que dentro de cinco minutos estaríamos todos en el cielo.
Seguí caminando. Aquello no era un sueño, no tenía el aspecto de los sueños. Los sueños no huelen a lilas. Y yo estaba muy consciente, tal vez más que nunca. Veía y entendía con claridad, y al mismo tiempo, recordaba quién era, y que tenía prisa y me estaban esperando. Por eso seguí caminando. Llegué hasta la hilera de árboles que cerraba aquel lugar, y todo se acabó. De repente, todo volvió a ser como antes, o sea, más bien triste, más bien vulgar. Las gentes con las que casi me tropezaba estaban a años luz de mí, o se movían en otro plano astral. Y yo volvía a no saber nada, a no darme cuenta de nada. Sentí un poquito de nostalgia.
A la salida, por pura rutina, leí la placa con el nombre del parque. Un parque muy nuestro, muy conocido, muy entrañable. Un parque literario. Y entonces lo entendí. Al pasar por aquel rincón, yo, sin querer y sin darme cuenta, me había colado en una escena de una novela.
Bueno, les he contado el cómo, les he explicado el qué. Pero no se les ocurra, ni ebrios ni dormidos, preguntarme el por qué.
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