miércoles, julio 19, 2006

Acerca del mar

Incluyo un cuento del cual me siento especialmente satisfecho, ya que me hizo ganar mi primer premio literario. Cuando lo escribí, quería hablar del mar. Y en un alarde de temeridad, lo presenté a un concurso literario... de un pueblo de la costa mediterránea, es decir, de gentes que se habían pasado toda la vida viendo el mar. Que fuesen precisamente los vecinos del mar los que decidiesen premiarme me dió ánimos.

No insisto más, aquí va el cuento:


SIMBAD
Tenía catorce años, y jamás había visto el mar. Por eso, cuando la caravana halló un lugar para acampar, mientras los hombres levantaban las tiendas y tendían las alfombras, mientras las mujeres encendían el fuego para preparar el té y los chiquillos correteaban entre los camellos, se fué hacia la ciudad.
No era muy diferente de otras ciudades grandes o pequeñas que él había visto: blancas y apretadas casas, callejuelas sinuosas a veces cubiertas con toldos, una polvorienta y ruidosa plaza con el mercado al aire libre, las calles de las tiendas, tan abarrotadas que no podían contener toda la mercancía, desparramándola al exterior. Pero había algo más, algo que se notaba en el ambiente; algo que se respiraba, que casi tenía un olor. Aquellas gentes parecían felices y risueñas, hablaban a gritos, se apiñaban como si estuviesen encerrados, aunque no se conociesen. Simbad no estaba acostumbrado a que se le acercasen tanto; en su tierra, aquello habría sido una ofensa imperdonable.
Al pasar por la plaza del mercado había visto algunas flores, y lo habían sorprendido tanto que había tenido que detenerse a mirarlas, a pesar de su urgencia por llegar a la costa. El vendedor lo miraba sonriendo, y se había animado a preguntar, señalándolas con el dedo:
- ¿Qué son?
- Rosas - dijo el hombre - Sólo diez dinares ¿Quieres una para tu novia?
Simbad negó con la cabeza, y siguió su camino. Había oído el nombre, el Corán hablaba de ellas, pero era la primera vez que veía una, como un apretado pañuelo impúdicamente coloreado. A medida que avanzaba por las callejas, aquel perfume indefinible en el aire se fué haciendo más denso y palpable, y cuando llegó a tener sabor, resultó ser salado. Era el aroma del mar. Por fin, al final de una calle, esquivó la burda túnica blanca de un hombrachón, y de pronto, la línea del horizonte se le clavó en los ojos.
Allí estaba, frente a frente con el mar. La ciudad se acababa de repente, en lo que debía ser la única calle que seguía un curso más o menos regular. Unos treinta pasos de arena, y después, la línea del agua, que se movía y rumoreaba como si estuviese viva.
Simbad había visto ríos, y en los oasis, alguna charca más o menos grande, pero nada como aquello, capaz de llenar medio mundo. Lo primero que le sorprendió es que fuese tan poco: una línea aquí, al borde de la playa, inquieta y movediza, y otra allá, al final del cielo. Y en medio, una superficie diferente a todo cuanto conocía, con una increíble variedad de arrugas de todos los tamaños. Avanzó unos pasos por la playa y se sentó en el suelo. Habituado al desierto, percibió que incluso la arena era de otra clase.
Se quedó un buen rato contemplando el horizonte, como si quisiera aprendérselo. Cuanto más lo miraba, más pensaba que aquello aparentemente tan simple distaba mucho de serlo. No era como el cielo, no era como el desierto, las cosas más grandes que él conocía. Y tuvo que admitir que había al menos una tercera forma de ser grande. El cielo era siempre igual, al menos de día. En el desierto, las dunas cambiaban continuamente, pero de forma imperceptible. Sólo aquello era capaz de cambiar a la vez de forma rápida y lenta; a cada instante cambiaba el dibujo de las olas, y al mismo tiempo, poco a poco se acumulaban sutiles cambios de color que iban transformando su aspecto. Y sin embargo, por encima de todos esos cambios, parecía seguir siendo el mismo, y recordaba al de antes, al de ayer, al de hace un siglo.
Aquí y allá se veían algunas barcas, dirigiéndose hacia no se sabía dónde, para hacer no se sabía qué. Una de ellas se encaminaba hacia él, enarbolando un gran paño blanco de forma triangular. Llegó sin aflojar la marcha hasta la playa, embarrancó en la arena, y de ella saltó un hombre que empezó a estirar por la proa para sacarla del agua. Al no conseguirlo, miró a su alrededor y le gritó a Simbad:
- ¡Eh, muchacho! Acércate, ayúdame a varar el zaruk.
Simbad se acercó. No sabía que aquello fuese un zaruk, y era la primera vez que oía la palabra "varar", pero estaba muy claro lo que le pedían. Así pues, ayudó al hombre a sacar su barca fuera del agua, arrastrándola algunos pasos sobre la arena.
- Así está bien - dijo el hombre, y se dejó caer al suelo, apoyando la espalda en el costado de la barca - Anda, siéntate y descansa un poco.
Simbad se sentó a su lado, y lo miró disimuladamente. Era un hombre mayor, pero no se podía decir que fuese un viejo. Podría tener la misma edad que su padre. El hombre dijo:
- ¿Quieres comer un poco? Creo que llevo algo de pescado curado, si quieres. Y un poco de pan.
Levantó el brazo, buscó a tientas en el interior de la barca, y extrajo una pequeña vasija que clavó en la arena.
- Y si quieres beber, aquí tienes agua.
Simbad asintió sonriendo, y empezó a comer y beber. El hombre lo miró y dijo:
- Tú no eres de aquí, ¿verdad?
- No - dijo Simbad, con la boca llena - ¿Cómo lo sabes?
- Tus ropas lo dicen. Pareces del interior, de una de esas tribus que a veces vienen hasta aquí.
Simbad asintió.
- ¿Y qué hacías, en la playa?
- Miraba el mar - dijo Simbad - No lo había visto nunca.
- Ya entiendo - dijo el hombre, sonriendo - ¿Y qué te parece?
- No sé - Simbad se encogió de hombros - ¿Tú vives en el mar?
El hombre lanzó una breve risa, y dijo:
- No. No vivo en el mar. Nadie vive en él. No se pueden plantar tiendas, ni edificar casas ahí. Claro, supongo que no debes saber mucho del mar, si no lo habías visto hasta hoy. Imagino que debe haber muchos, en el interior, que no lo han visto nunca. Apuesto a que les gustaría verlo.
- Lo tienen prohibido - dijo Simbad.
- ¿Por qué? - preguntó el hombre, sorprendido.
- Bueno, no nosotros - aclaró Simbad - pero los hombres de algunas tribus que conozco tienen prohibido mirar al mar. Creen que les puede robar el alma.
El hombre, tras callar unos segundos, comentó:
- Puede que tengan razón. Le he visto hacer cosas así.
Simbad, intrigado, quiso preguntar qué quería decir, pero se calló esa pregunta, y en su lugar dijo:
- ¿Sabes tú por qué es tan grande?
El hombre en tono reflexivo, dijo:
- Porque si no lo fuese, no cabrían en él tantos sentimientos, tantos sueños, tantos secretos, tantos misterios como guarda.
- ¿Y por qué es salado?
- Porque ha recogido muchas lágrimas - respondió el hombre - Mira, hacia allá, de donde tú vienes, está el desierto, una forma de vivir, tal vez de morir, sin apenas agua. Ahí está el mar, sin otra cosa que agua, y otra forma de morir, quizás de vivir. Y aquí, en la playa, esa línea del borde, que va y viene y no se sabe exactamente dónde está, es, como la vida, la frontera entre dos muertes opuestas. Por eso nadie vive en el mar, porque no es una patria, ni siquiera un lugar, sino un mundo, un mundo hechizado. Como un sueño.
"Yo lo he recorrido, y lo sé. Me ha llevado hasta otros lugares, hasta tierras lejanas en las que los infieles adoran al sol y a la luna, y algunos creen que hay un dios del mar. Pero se equivocan. No hay más Dios que Alá, pero si pudiese haber otro, sería el propio mar, lo único de este mundo que podría serlo. No lo parece; da la impresión de que al crearlo, se aprovechó una vieja sábana guardada para otro propósito, olvidada durante tanto tiempo que se había llenado de arrugas.
"Pero es un territorio mágico. Para movernos en él usamos amuletos encantados que hacen cosas imposibles: remos que se apoyan en el agua, y velas que te permiten colgarte del viento. Puede enfurecerse, levantar olas como montañas y quebrar tu barca, antes de hundirla. Puede aparecer tan pacífico y amable como el agua tranquila de un aljibe. Cuando te bañas en él, sientes una fresca caricia, más íntima y completa que la que pueda hacer un ser humano. Pero siempre, esté como esté, es enormemente mayor que tú, e infinitamente más fuerte.
"Si navegas solo y te adentras en él, hay un momento, cuando ya has perdido de vista la línea de la costa, en que dejas de pensar tus pensamientos, para pensar los suyos. Y entonces estás a solas con tu corazón, porque allá adentro no hay ni un miserable lugar donde esconderte. Es lo más parecido a la nada, y sin embargo, está vivo, y alberga vida. Casi puedes oirlo respirar. Pero cuando ha caído la noche, es lo más parecido a la muerte.
El hombre calló unos momentos y continuó, en otro tono:
- A menudo, los chiquillos de la ciudad vienen hasta aquí y se meten chapoteando en el agua, avanzando mientras el mar los va cubriendo cada vez más. Caminan trabajosamente, en contra de las olas y de su propio miedo. Pero cuando se avecina una ola mayor que las otras, dan la vuelta y corren hacia la orilla.
"Pero todos somos como esos chiquillos. Hubo un tiempo en el que me empeñé en navegar tan lejos, que nadie antes que yo hubiese estado allí. Como no podía medir mi tamaño con el del mar, quise que mi medida la diera mi singladura, la ruta que había sido capaz de recorrer. Puse rumbo al sur, hacia la lejana isla en la que dicen que habita el pájaro roc. Y puede que cuando llegase allí, continuase adelante, más allá, hacia no sabía qué.
"Pero el mar es más grande que la valentía de cualquier hombre. Aún sin tormentas, sin haber agotado el agua o los víveres, el solo hecho de saberme tan lejos me fué inquietando más cada día. Parecía como si lo único que uniese al resto de los hombres fuese un recuerdo, que se iba adelgazando y debilitando, hasta llegar al punto en que podía romperse de forma irreparable. Daba lo mismo que estuviese aquí o allá. En el mar, siempre estás en el centro del círculo, lejos de toda persona, salvo tú mismo.
"Un buen día me dí cuenta de que el mar, inagotable, podía seguir jugando conmigo durante días y semanas y siglos. Pero yo, aún fuerte, sin pasar hambre, me sentía desfallecer. El corazón me pesaba como una piedra, y llegué a olvidar mi ilusión. Tuve que renunciar; el mar me había vencido. Era más fuerte que yo. Había intentado luchar contra él, pero, al fin y al cabo, mi barca era sólo de madera, y el marinero no era más que un ser humano. Ni siquiera hizo falta una ola mayor que las otras para hacerme volver a la orilla.
El hombre puso la mano sobre la cabeza de Simbad, la sacudió afectuosamente y dijo:
- Eso es lo que yo sé. Pero Alá es más sabio. Y una persona sensata debería olvidarse del mar.
Simbad comprendió que la historia había concluído, y que era el momento de marcharse. Se levantó, saludó al hombre, y se dispuso a volver al campamento. Mientras recorría en sentido contrario el camino de ida, se preguntó cómo sería bañarse en el mar, algo que no se había atrevido a hacer. Se preguntó si él, algún día, tendría el valor suficiente para enfrentársele, para llegar a la isla en la que habita el pájaro roc, y aún más allá.
Y algo en su interior le dijo que sí. Algo le dijo que había encontrado su reto, su desafío, el destino que Alá había escrito para él. Y a partir de ese momento, supo que un día u otro, no importaba cuándo, volvería al mar, lo recorrería y viviría en él. Y que a partir de ese día, cada vez que alguien hablase de él, lo llamaría Simbad, el marino.
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