jueves, julio 20, 2006

El invierno

Tal día como hoy, en esta parte del mundo, hace tanto, pero tanto calor, que creo que apetecerá algo refrescante. Por eso me he decidido por lo más helado que tengo: un cuento de Navidad en la estepa rusa. Ya sé que no es Navidad (que en Rusia, oficialmente, tampoco es el 25 de Diciembre), pero tal vez consiga transmitir un poquito de fresco.

Cuidado con la reacción al volver a la realidad.


EL INVIERNO
Olga reprimió un bostezo mientras removía las cenizas del hogar con el atizador. Por suerte, aún quedaba algo de brasa, y bastaría con añadir un poco de leña para reavivar el fuego. Afuera era aún noche cerrada, y no amanecería hasta horas más tarde. Aunque casi no se le podía llamar amanecer; apenas si era una débil claridad que se hacía un poco más intensa antes de confundirse con el ocaso, dejando unas pocas horas de luz incierta.
Era pleno invierno. Y si Olga había llevado bien la cuenta de los días, era la víspera de Navidad. En otros tiempos, ella habría estado alegre, y habría ayudado al abuelo a enganchar el caballo al trineo, esperando que llegase la hora de ir a la iglesia. Para calmar su impaciencia, habría imaginado cómo se envolvía en un enorme pañolón, se habría visto arrebujada en el trineo, conducido por el abuelo, y casi habría podido sentir cómo el aire gélido le encendía las mejillas. Y habría anticipado la visión de Iván en la iglesia, entre las nubecillas de incienso con las que el pope llenaba el recinto. Y tal vez habría habido alguna seña, un simple gesto del que nadie más se daría cuenta, y que sería el indicio inequívoco de que más tarde habría un encuentro de los dos enamorados.
Pero nada de eso era ahora posible. El trineo y el caballo seguían en el establo, pero el abuelo había muerto hacía meses, e Iván estaba lejos, y sin posibilidad de volver. Y a la iglesia era mejor no acercarse, después de lo que había pasado con el pope. No es que hubiese sido nada grave; el sacerdote había ido a visitarla, después de la muerte del abuelo, y se había marchado enfadado. Olga no sabía exactamente por qué; tal vez, porque intentando ser amable, le había servido un vasito del vodka con pimienta que tomaba a veces el abuelo, y eso lo había hecho toser.
Tal vez porque, cuando el pope le explicó que la vida para una mujer sola es muy difícil, y que ella precisaba tener cerca un hombre que la cuidase, un buen hombre, como Pavel Antonov, y que a una muchacha tan dulce y bonita como ella no le costaría encontrar marido, ella respondió que ya estaba prometida con Iván, y que pensaban casarse algún día. Y al oir esto, la cara del pope expresó contrariedad.
Aunque Olga estaba convencida de que el enfado se debía a otra cosa, a la conversación que tuvieron. El pope, hablando de la muerte del abuelo, mencionó la cristiana resignación, y la aceptación. Y llegó a comentar que todo aquello que nos viene de Dios es bueno: la cosecha y el hambre, el sol y la lluvia, el calor y el frío, el corto verano y el larguísimo invierno. Y aquí fué donde Olga tuvo un arrebato de rebeldía, insólito en alguien tan pacífico como ella, y dijo:
- ¿Ah, sí? ¿Qué tiene de bueno el invierno? ¿Para qué sirve que todo se cubra de nieve, y se hiele hasta el aliento, y nos pasemos meses sin ver el sol? ¿Qué clase de Dios Misericordioso es el que permite que tengamos que cavar en la tierra congelada, y que nos arriesguemos a morir de frío para no morirnos de hambre?
El pope, al oírla, se ofendió mucho, y le replicó que estaba blasfemando, que no sabía lo que decía, y que algún día tendría que arrepentirse. Añadió que se veía muy claro que ella necesitaba un hombre a su lado, alguien capaz de enseñarle un poco de respeto, como Pavel Antonov, y que tenía sus dudas de que el tal Iván tuviese esas condiciones.
Claro está que Iván, cuando Olga le contó lo sucedido, no le dió mucha importancia al enfado del sacerdote. De todas formas, insistió mucho en que debían casarse cuanto antes. Iván debía partir dentro de unos días, a resolver un asunto de tierras en la capital; una de esas cuestiones de herencias, legitimidad y tribunales que serían mucho más sencillas si fuese el sentido común el que imperase en este mundo. En un principio, habían pensado celebrar la boda al regreso de Iván, pero él parecía ahora impaciente porque fuese antes de su marcha.
Y así se hizo. Olga llevaba una corona de flores adornada con largas cintas de colores sobre sus cabellos rubios, y un primoroso vestido lleno de bordados, que su prima Natasha le había ayudado a acabar. Y conservaba muy vivo el recuerdo de Iván esperándola en la iglesia, con su holgada blusa y una sonrisa radiante. Olga había esperado que el verla felizmente casada calmaría al pope, aliviando la tirantez que había entre ambos desde su discusión, pero no fué así. El sacerdote ofició el matrimonio con corrección, pero casi con frialdad, por no decir con desgana, y además, declinó acompañarlos en la improvisada fiesta que completó la celebración.
Pocos recuerdos agradables le quedaban a ella posteriores a la boda; apenas los escasos días pasados junto a su flamante esposo, antes de su partida hacía la estación del ferrocarril. Y después, la soledad y un frío creciente. Desde entonces, la pequeña pena de cada día quedaba pronto envuelta por una mayor, y ésta por otra, como la matriochka que estaba sobre la repisa de la chimenea.
Olga recogió algunas brasas y las puso en el samovar, para poder tomarse un té caliente. Le habría gustado poder añadirle unas gotitas de naranja, pero ese era un lujo del que no disponía. Ni siquiera tenía una simple piel de la fruta, para poder echarla al agua del samovar y darle un poquito de aroma. Olga pensaba una vez más en su marido, tan lejos, allá en la ciudad. Los trámites se habían alargado más de la cuenta, y las cartas que recibía de él habían ido atrasando paulatinamente la fecha del regreso. Olga casi había perdido la esperanza de volver a verlo por Navidad.
Además, aunque regresase hoy mismo, tampoco podría llegar a tiempo. La inundación de otoño se había llevado el único puente, y el pueblo había quedado aislado de la más cercana estación de tren. Durante algunas semanas, funcionó un improvisado servicio de barcas para atravesar el río, pero al echarse encima el invierno, hubo que interrumpirlo. Ningún barquero habría podido resistir todo el día a la intemperie. El puente, con suerte, no sería reconstruído hasta el próximo verano, aunque no cabía contar demasiado con ello. Aquella era una provincia pobre y lejana del Imperio, demasiado pobre y lejana para preocupar a los padrecitos que vivían en Moscú o San Petersburgo. Así pues, el río había pasado de ser un amigo en el paisaje, a convertirse en una barrera infranqueable.
Olga sorbió lentamente el té caliente. De momento, no la preocupaba el fuego; tenía suficiente leña cortada para un par de días al menos. Aunque muy pronto podía llegar a ser un problema más. Repasando los aspectos prácticos de cada día, decidió que se prepararía una sopa de col para el almuerzo. Una buena sopa de col, a la que tal vez echase un trozo de remolacha, para poner un poco de color en aquel invierno gris. Detrás de la ventana, seguía la oscuridad, pero aunque hubiese sido claro, Olga no tenía gran interés en mirar afuera. Sabía de sobras que si lo hacía, durante las escasas horas de luz, lo que vería, por encima del joven abeto y de los garabatos de escarcha en que se habían convertido los abedules, sería un cielo blanco, incapaz de copiar el azul de sus ojos.
Olga volvía a su pregunta: ¿qué tenía de bueno, el invierno? ¿Qué bien se obtenía del frío? Se encogió frente al fuego, y pensó una vez más que echaba en falta a Iván, a su Iván. Pero aquello, aunque no fuese bueno, sentía que no era malo, que aquella ausencia era en cierto modo cálida. Lo echaba de menos porque lo quería, y eso al menos tenía sentido, no como las noches inacabables y el aire glacial. No pasaba frío en la casa, aunque intentaba economizar la leña. Aquella era una buena cabaña de madera, más grande y confortable que las isbas, las pobres chozas de los mujik. Pero hay ausencias más difíciles de olvidar que la del fuego.
Finalmente, llegó el día, para empezar a declinar rápidamente. Y Olga, una vez más, se vió ante una nueva y larga noche, un tramo de oscuridad, silencio y frío. Las brasas del samovar se habían consumido, y el fuego del hogar empezaba a languidecer. Olga se sentía inquieta, dolida, desesperada, y en un acto de rabia y protesta, salió afuera, recogió leña y volvió a alimentar el fuego. Había cargado más leña de la que era prudente consumir, pero ya no le importaba. Si aquellos iban a ser sus últimos días, y si se quedaba sin fuego podían serlo, no quería pasarlos tiritando.
El fuego renovado inundó la sala de claridad y calor, y Olga se serenó un tanto. Bien mirado, era una locura lo que había hecho. Estaba sola, no podía contar con nadie, y si se quedaba sin leña, era ella misma la que tendría que salir a buscarla. Y hacía falta mucha leña, y fuera hacía mucho frío, y ella no tenía la fuerza necesaria para acarrear las cargas que habría podido llevar Iván.
Volvía a ser noche cerrada, aunque faltaban bastantes horas para las doce. De pronto, sonaron unos golpes en la puerta. Olga pensó que no podía ser la llamada de un ser humano. Pero entoces, ¿quién o qué era? La soledad y la tristeza no podían ser: esas ya estaban dentro. Tal vez la muerte. Los golpes volvieron a sonar, y Olga decidió que si era la muerte, sería bienvenida. No quería seguir sola, sin Iván, sin futuro, sin calor. Con lágrimas en los ojos, se dirigió a la puerta y la abrió.
No pudo reprimir un grito. Ante ella, más alto, más delgado y cubierto de nieve, estaba Iván. En un primer momento, se dejó abrazar por él, ya que no sabía cómo reaccionar. No podía ser. Era contra toda lógica, contra toda esperanza que él estuviera allí. Era un milagro; tal vez sus largas plegarias ante el icono de la Virgen habían dado su fruto.
Olga cerró la puerta mientras él se despojaba del abrigo y se acercaba al fuego. Incrédula aún, fué hacia él y alargó una mano para tocarlo. Y antes de que él se volviese al sentir su contacto, ella supo que él era real, que no se trataba de un sueño. Entonces, en algún lugar del universo hubo un pequeño clic, como el de un pestillo al cerrarse, y todo volvió a tener sentido. Era casi Navidad, y Dios estaba en el cielo, y desde allí deseaba paz a todos los hombres, en buena voluntad. Y seguramente, allá afuera, el abeto joven que crecía cerca de la casa estaba esperando que Olga lo engalanase con las cintas de su corona nupcial, para celebrarlo.
Iván se había vuelto hacia ella, y la estaba mirando. Olga no necesitaba saber más, ni preocuparse más; ya podía abrazarlo, y abandonarse en sus brazos. Y no sería hasta más tarde que volverían las preguntas. Por el momento, habían cedido su puesto a esos gestos cotidianos, casi triviales, que de repente se habían vuelto enormemente importantes: calentar la sopa, buscar un plato, una cuchara, poner la mesa. Pero más tarde llegó el momento en que reaparecieron, y Olga preguntó:
- ¿Cómo has podido llegar? No hay puente, ni barqueros, y hace mucho frío, y no se puede atravesar el río, y ...
Olga calló ante la expresión irónica de Iván, que empezó a decir, con cierta solemnidad socarrona:
- Olga Sergueievna, estamos en invierno. Y está haciendo más frío que otros años. El río está helado, y el hielo es bastante firme. Lo he atravesado a pie. Claro está que ha sido una larga caminata desde la estación, y desde luego, he pasado frío. Pero no ha sido nada que no pudiera soportar. Habría pasado el doble por poder llegar, y ahora ya estoy aquí.
Sí, estaba allí, y ante eso, todo lo demás carecía de importancia. Ella, aturdida, casi no podía asimilar los chismorreos y noticias que él le daba, de cómo el pleito se había resuelto finalmente a su favor, de su encuentro casual con el pope, que se había excusado por su anterior descortesía, y había dicho que esperaba verlos en el oficio de Navidad. Al parecer, Pavel Antonov había encontrado una joven que accedía a ser su esposa, y según decían los rumores, era nada menos que Natasha Petrovna, la prima de Olga.
Esa noche, acurrucada contra Iván, Olga pensó un momento en el exterior, y sonrió. Afuera había oscuridad y frío, pero al mirar por la ventana, antes de acostarse, le había parecido ver alguna estrella, y no era del todo imposible que al día siguiente pudieran ver un ratito el sol, y que el cielo copiase de nuevo el azul de sus ojos. Y tuvo que reconocer que el pope, en el fondo, tenía razón. Porque con Iván a su lado, dejaba de ser malo que las noches fueran tan largas. Y porque Olga había comprendido por fin qué tiene de bueno el frío: que hiela los ríos, haciéndolos transitables, permitiendo caminar sobre ellos.
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