jueves, agosto 17, 2006

Amar no vale la pena

A veces, no tan a menudo como quisiera, se me ocurre un buen título para un cuento. Ese es el caso de hoy, y no me resisto a usarlo como reclamo. Dicen los que entienden de estas cosas, que la gracia de un cuento es que capture tu atención desde el principio; espero que el título lo consiga.

No sé si el cuento hará llorar a algún lector o lectora; pero prometo solemnemente que no publicaré los que me hacen llorar a mí, de pura pena por lo mal que me salieron. A veces, al releer alguno, me digo: ¡qué malo!, y me repito: ¡quémalo! Pero hasta ahora no he tenido el valor. Tal vez algún día. En fin, aquí va el cuento:

AMAR NO VALE LA PENA

Había estado lloviendo toda la mañana, y por la tarde aún continuaba. Pero ya no tenía importancia. Es más, las cosas parecían haber cambiado. Las calles estaban hechas de asfalto charolado, los cristales salpicados de gotas se engalanaban con miles de chispas, y los charcos eran retales de plata vieja tendidos en el suelo. Hasta los paraguas daban la impresión de que por la calle desfilaba una muchedumbre de traviesos gnomos, cada uno cargado con su seta.
Cierto, de vez en cuando se percibía una bocanada de tristeza o de mal humor, pero Marisa no estaba dispuesta a permitir que eso la afectase. No le era preciso un gran esfuerzo para mantener encendida su ilusión; al contrario, el problema era contenerla, tener que reprimir el impulso de sonreirle a todo el mundo, y hablar normalmente sin echarse a cantar. Hoy, a las seis, estaba citada con Enrique. Y Marisa sospechaba que antes de las ocho, pasarían a ser algo más que amigos.
Los menos amigos decían de él que era un buen muchacho. Los más, que era un gran muchacho. Marisa no decía nada, ni siquiera a sí misma. Sabía que si intentaba formular cómo valoraba a Enrique, empezaría por exagerar, y acabaría poniéndose en evidencia. En definitiva: hablaría más de ella misma que de él, y eso no era justo. Por eso no decía nada. Claro que Enrique tenía defectos, aunque Marisa habría matado al que se atreviese a insinuarlo. Pero ella los veía, por más que no le importaba. A fin de cuentas, los defectos de Enrique no eran más que la otra cara de sus virtudes.
Ya faltaba poco para las seis, y la impaciencia de Marisa no hacía más que crecer. Es un principio muy conocido: cuanto menos tiempo de espera te queda, más duro se te hace. Por fin, llegó la hora, y pudo recoger sus cosas, despedirse precipitadamente y salir a toda velocidad del trabajo, en dirección al bar en el que habían quedado. Tropezó con la gente, esquivó las salpicaduras de un coche que pasó alborotando un charco, se consumió ante un lentísimo semáforo que no se decidía a cambiar a verde, y finalmente llegó al bar. Tal como había previsto, Enrique la estaba esperando, en una de las mesas del fondo.
Tardó algún tiempo en darse cuenta de que algo raro ocurría. Nada más sentarse, ella había empezado a hablar atropelladamente, explicando las mil y una minucias que había tenido el día. Del tipo: “Es horroroso, este tiempo. Con la humedad, se me encrespa el cabello, y no hay forma de ir un poquito arreglada”. Enrique, cosa rara, no había pedido nada, ni siquiera el café habitual. Y aunque la escuchaba con una media sonrisa amable, tenía un aspecto ausente, como si pensase en otra cosa. Los comentarios de ella apenas si tenían eco, algún “¿Ah, sí?”, un “Ya veo” de vez en cuando, síes y noes como pronunciados por obligación.
A pesar de no querer verlo, de que estaba dispuesta a seguir sintiéndose feliz aunque Enrique tuviese un día tonto, al fin tuvo que reconocerlo. Entre ellos, más allá del vaho del café humeante que acababan de servirle, parecía haber una barrera, no de hostilidad o frialdad, sino simplemente de distancia. ¿Qué ocurría? Cuando Enrique habló, su voz sonó débil. Poco convencida, pensó Marisa.
- Me ha costado mucho venir hasta aquí – dijo él – He tenido problemas con el coche.
Pues vaya un principio, se dijo ella. Si empezaba con quejas, las cosas podían torcerse, o como poco aplazarse, y aquel día ya no podría ser “el día”. Había que reconducir la situación rápidamente.
- Pero habrá valido la pena venir, de todas formas, ¿no? – dijo ella, para darle pie a que él soltase una de sus habituales galanterías.
- Sí, claro, por supuesto – fue la insípida respuesta. Enrique parecía desconcertado, descentrado, como si no fuese él.
- Mira, Marisa – se le oyó decir, sin ninguna entonación – tú y yo somos buenos amigos.
El principio era alentador, pero el tono desganado era un jarro de agua fría. Marisa bebió un sorbo de café caliente para reponerse. Enrique seguía, monótonamente.:
- A veces, llega un momento en el que uno se plantea si las cosas van a seguir igual o van a cambiar. Yo te aprecio mucho, pero...
Mala señal, ese “pero”. Y era la segunda. Marisa se puso en alerta ámbar.
- Una buena relación – decía Enrique, sin rumbo fijo – es una buena relación, y a veces, querer cambiarla no hace más que estropearla.
Marisa, ya en alerta roja, supo que tenía que interrumpirlo, antes de que dijese algo irremediable. Porque si llegaba a decirlo, su estúpido orgullo masculino lo obligaría a mantenerlo.
- Yo no analizaría tanto las cosas – dijo Marisa – A veces, es mejor dejarse llevar.
- Si lo hiciera – dijo Enrique, en tono resignado – sé muy bien dónde iría a parar. Y no puedo permitirme eso.
Muy bien, sólo es miedo, se dijo Marisa. La cosa aún tenía arreglo. Bastaba con que él tuviese tan claros sus sentimientos como ella tenía los suyos.
- ¿Es que no te gusto? – preguntó, pasando a la ofensiva.
- Eres una mujer muy guapa, una estupenda persona y una gran amiga – dijo Enrique, con un chispazo de vehemencia – No es eso. No es nada personal.
“Tú no eres el problema, soy yo. Créeme, es mejor así. Si sólo pudiera... pero no puedo. Ahora te puede parecer duro, pero antes de lo que crees me entenderás. Lo mejor es que te olvides de mí.
- ¿Y si no quiero? – dijo ella.
- Entonces, recuérdame como amigo, nada más. Lo que tengo que decirte, es que amar no vale la pena. Al menos, en lo que a mí se refiere.
- ¿Es eso lo que crees?
- No me lo preguntes. No puedo contestarte.
Enrique le lanzó una mirada a los ojos, que la hizo temblar. Porque en aquella mirada había una tristeza tan profunda como el tiempo, y una soledad inabarcable.
- Tengo que irme – dijo Enrique, casi en un suspiro – No puedo quedarme más.
Se levantó y se fue, sin darle un beso, ni estrecharle la mano siquiera. Marisa se quedó con los ojos clavados en la mesa, sin querer volverse para verlo por última vez. Bastante tenía con dominarse, para no dar una escena en el bar.
No supo cómo logró llegar a casa, ni cuánto rato se pasó llorando antes de dormirse, agotada. Pero a la mañana siguiente supo que no estaba dispuesta a darse por vencida. Enrique se había asustado, y con él las cosas no iban a ser nada fáciles. Pero a ella le parecía que no tenía nada mejor que hacer en la vida que acabar de convencerlo. Buscó su teléfono, y lo llamó antes de salir del trabajo.
- ¿Con Enrique, por favor? – dijo, cuando le descolgaron el teléfono.
Una voz alterada y sorprendida respondió:
- ¿Enrique? ¿Quién es?
- Soy Marisa, una amiga suya.
Una pausa, y una nueva voz de mujer al otro lado.
- ¿Oiga?
- Quería hablar con Enrique – insistió Marisa.
- Eres Marisa, ¿verdad? – preguntó la voz.
- Sí, yo...
- Enrique me ha hablado mucho de ti. Yo soy su hermana. Mira, lo mejor es que vengas. Estas cosas no son para hablarlas por teléfono.
La hermana tenía un cierto aire de familia, pero Enrique se parecía indiscutiblemente a la madre. Marisa pudo comprobarlo en cuanto la vió de pie en el comedor.
- Eras amiga de Enrique, ¿verdad? – preguntó la madre.
- Sí. ¿Qué ha pasado?
La madre y la hermana se miraron.
- Son malas noticias – empezó la hermana, y la madre rompió a llorar.
- Está muerto, ¿no es eso? – dijo Marisa, sabiendo ya la respuesta.
- Sí – dijo la hermana – Un accidente, ayer, con el coche.
- Ya sé por qué llamabas – intervino la madre – Ayer había quedado contigo, y al no presentarse, habrás pensado...
- ¿Cuándo fue el accidente?
- Ayer – repitió la hermana.
- Quiero decir, ¿a qué hora?
- A las cinco.
A las cinco. Y poco después de las seis, Enrique estaba ante ella, explicándole que no podía ser, que lo mejor era que lo olvidase. Realmente, no era nada personal, sólo un punto a resolver. Y es que, según dicen por ahí, un fantasma no es más que un muerto al que le ha quedado algo pendiente.
- Te habrá extrañado que te diese plantón – decía la madre – Pobre hijo mío, era muy cumplidor.
Marisa se oyó contestar, tristemente, desde el fondo del corazón:
- Sí, señora, muy cumplidor. Vaya si lo era. No se imagina usted hasta qué punto.
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