jueves, julio 27, 2006

Falsas valoraciones

Es importante fiarse de las propias impresiones. Y es igualmente importante no fiarse demasiado de ellas. A veces, puede ocurrir que la experiencia, el instinto y el olfato nos engañen, y sea necesario el contraste con la realidad para corregir nuestra valoración.

No seguir esta línea, adoptar una actitud de "a mí no tienen que enseñarme nada", puede llevarnos a errores mayúsculos. Como le ocurrió a la protagonista del cuento de hoy, cuando debía pronunciar...

LA CONFERENCIA

Sostuvo el pliego de folios verticalmente, con ambas manos, y lo golpeó sobre la carpeta que reposaba en sus rodillas, para igualar los bordes. Luego abrió la carpeta y los guardó. Estaban todos, estaban ordenados, e incluso alineados. Además, que no los necesitaba para dar la conferencia. Tenía muy claro el esquema argumental, los puntos de la exposición, los datos que iba a aportar.
Intentó reprimir un bostezo de aburrimiento, y se sonrió a sí misma diciéndose que más tranquila, no podía estar. Revisó su pantorrilla derecha, para asegurarse que un rasguño imperceptible no le hubiese hecho una carrera en las medias negras. Pero no era así, estaba impecable. Y el auditorio era pequeño, habría pocas personas, y muy posiblemente se crearía un ambiente distendido y cordial.
Por otra parte, no se trataba de un público hostil, sino de gente que la conocía y la admiraba. Nada de preguntas impertinentes, nada de "No estoy de acuerdo..." Pensó que tal vez, para dar un poco de animación, convendría exagerar un tanto la postura de los machistas. Exagera la maldad de tus enemigos, y te verán más valiente, se dijo. Además, eso le permitiría usar esa ironía sutil que todo el mundo le reconocía como una virtud.
El joven que iba a oficiar de presentador se le acercó, acompañado de un señor mayor, que le fué presentado como el director de la institución, y al que le faltó tiempo para explicarle a ella cuánto honor les había hecho al aceptar la invitación, y lo encantados que estaban de conocerla personalmente. Pasaron a la sala, y la hicieron ocupar el asiento central de una larga mesa, atravesada frente al público. Seis, puede que siete filas de butacas, calculó de una ojeada. Echó una mirada al reloj. El acto empezaba con puntualidad latina: doce minutos de retraso. El joven presentador inició una elogiosa introducción hablando de ella, aunque con algunas inexactitudes. Eso no había sido en el ochenta y dos, sino el ochenta y tres. Y el premio no lo había ganado el año pasado, sino hacía dos. Bueno, se le podía perdonar, visto su atractivo, y al menos, el título de la conferencia (El papel de la mujer en la sociedad del futuro) lo dijo correctamente. Al concluir la presentación sonó un aplauso de cortesía, breve e inseguro. La ovación final aún tenía que ganársela.
Verificó que el micrófono estuviese en marcha, y empezó a hablar. Primer punto: descripción de la situación de partida. Qué papel desempeñaba la mujer en la sociedad de nuestros abuelos. Cómo una carga de trabajo más que notable iba acompañada de una total ausencia de reconocimiento, etcétera. Aquí y allá, un dato estadístico, una anécdota individual, para amenizar o subrayar.
A medida que avanzaba en su exposición, hacía pequeñas marcas con el bolígrafo en sus notas, para indicar un punto como ya expuesto. Y una vez pasado el primer momento, se dedicó a mirar al público, tanto para dar sensación de franqueza y veracidad, como para estudiar sus reacciones. Y en una de esas miradas lo descubrió.
Estaba sentado al fondo de la sala, y no era ni joven ni viejo. Más de veinte y menos de setenta, dedujo. Imposible precisar más, al menos desde tan lejos. Tenía las piernas cruzadas, estaba inclinado hacia adelante y se tomaba la barbilla con la mano, en actitud evaluativa. Parecía el ideograma de la atención. Sin embargo, estaba sonriendo.
En un primer momento, no supo clasificar su sonrisa. Pensó que debía ser tonto, ya que lo que ella estaba diciendo no tenía ninguna intención de resultar gracioso. Y tampoco era que hubiese ligado, ya que su mirada parecía muy indiferente. ¿A qué venía aquello?
Estaba explicando las desigualdades legales entre ambos sexos, antes y ahora, y decidió ampliar algo la argumentación, para resaltar la injusticia intolerable que suponía, y logró que todo el público adoptase una actitud más severa. Todos, excepto el tipo del fondo, que siguió sonriendo. Entonces lo comprendió: era una sonrisa de mofa, irónica.
Su primera reacción fué de disgusto. Si a aquel individuo no le interesaba el tema de la conferencia, ¿para qué diablos había ido a escucharla? Para burlarse, seguro. Para manifestar su desprecio hacia ella y sus ideas desde su posición de macho insolente. Era intolerable. No sólo era un insulto para ella, sino también para el resto del público, en especial para la señora de la silla de ruedas que estaba al lado de él.
Muy bien, aquel tipo no iba a derrotarla tan fácilmente. Ella se crecía ante las dificultades, y en cierto modo, era una satisfacción tener delante un adversario real. Así podría dedicarle sus argumentos con más convicción, enfrentarse a él cara a cara. Lo primero que había que demostrarle a aquel tipo era que una, en contra de lo que él debía creer, no tenía una actitud cerrada y hostil, sino abierta y comprensiva, capaz de reconocer los méritos individuales de los que sabían pensar por su cuenta.
Alteró deliberadamente el orden de su exposición, para pasar a hablar de la reacción de los varones. Y lo hizo en un tono más amable del que acostumbraba, incluso elogioso en algún momento. Su estrategia pareció tener resultado: la sonrisa empezó a apagarse en la cara del hombre. Bueno, ahora que lo tenía más asequible, era el momento de lanzar una apasionada defensa de una femineidad activa.
Excitada por la perspectiva de un triunfo moral, empezó su alegato. Jamás había estado tan elocuente, jamás se había sentido tan convencida de lo que decía. Llevada por la emoción, fijó la vista en un punto del techo. Pero cuando la bajó, vió que el tipo volvía a sonreir, incluso más que antes. Hasta le pareció que intentaba reprimir una risita.
Aquello fué como un mazazo, y por un momento se quedó cortada. Echó una mirada a sus notas, y percibió horrorizada que desde hacía rato había pasado por alto marcar los puntos ya expuestos. Además, había alterado el orden, así que no sabía por dónde iba. Bueno, no era tan grave. Sólo se trataba de ganar tiempo, hablar con aplomo, y esperar que todos interpretasen su salto a otro tema como un síntoma de espontaneidad y agilidad mental.
Pensaba continuar con un "Me gustaría volver sobre un tema ya expuesto, para añadir algún comentario". Y a partir de ahí, recuperar el hilo. Se inclinó hacia delante, para reforzar su convicción, y al poner las piernas bajo la silla, algo, probablemente la cabeza de un tornillo saliente, le rascó la pantorrilla. Sintió el cosquilleo de una carrera en la pierna. Vaya por Dios, un par de medias nuevas.
Cuando empezó el "Me gustaría...", su voz sonaba inexpresiva y algo mecánica, y su vista vagaba por las páginas de sus notas, buscando algo a lo que poder aferrarse. Los hijos, eso era. Educación, patrones de conducta, familias monoparentales, etcétera. Dijo que le gustaría volver a hablar sobre los hijos, aunque no había tocado el tema anteriormente. Algunas personas del público se miraron unas a otras, como preguntándose qué ocurría.
Se sobrepuso y continuó hablando, recuperando algo de su confianza paulatinamente. Sabía que todo lo que estaba diciendo era sólido y demostrable. Pero eso no parecía afectar al tipo del fondo, que seguía sonriendo. Aquel tipo, pensó, debía ser un poco como su padre, que no tenía un gramo de egoísmo, o como su ex, que no tenía otra cosa. Pero, a pesar de ser tan diferentes, ambos habían coincidido en no tomársela en serio. Nunca.
En ese preciso momento sonó, amortiguado pero insisitente, el timbre de un teléfono móvil. Ella paseó una mirada mortífera por el público. ¿Aún quedaban idiotas que no sabían que esos trastos se pueden desconectar? Un hombre mayor de la segunda fila se llevó la mano al bolsillo, de forma tan disimulada como le fué posible, para acallar aquel sonido. Y se quedó en una postura encogida y culpable, que tardó un buen rato en modificar.
Ella recuperó la palabra, y notó que su voz se había vuelto chillona. Percibía la tensión en el cuello, y en los maxilares. Dios mío, debía estar horrible. Se sentía crispada. Miró una vez más al fondo de la sala, y allá estaba aquella sonrisa imperturbable, más sarcástica que nunca, flotando delante de la cara del tipo, como la sonrisa del gato de Alicia.
Al intentar dar un golpe en la mesa para subrayar un argumento, el bolígrafo se escapó de su mano sudorosa, y fué a caer entre la mesa y la primera fila de butacas. Nadie se atrevió a moverse para recogerlo. Ella estaba silenciosa, expectante, desconcertada, hundida. Le temblaba el labio inferior.
Con la voz quebrada, suplicó que la perdonasen, pero se sentía indispuesta. Se levantó y salió precipitadamente, mientras el presentador balbuceaba unas excusas y el director la seguía. Pero ella no quería ver a nadie, hablar con nadie. Hacía esfuerzos por contenerse, no quería quedar en evidencia delante de aquella gente. Sólo quería llegar a casa, tumbarse en la cama y hartarse de llorar.
En la sala, el público se levantaba resignadamente, recogía los abrigos, se agolpaba en la puerta. El tipo del fondo esperó un rato, y mientras tanto, se sacó de la oreja el auricular tipo botón y apagó la diminuta radio que llevaba en el bolsillo. Sonrió a la mujer de la silla de ruedas y le preguntó:
- ¿Te ha gustado la conferencia, querida?
- No estaba mal, pero lástima que haya tenido que acabar antes de la hora. Y a tí, ¿qué te ha parecido?
- La verdad es que no la escuchaba. Estaba siguiendo la tertulia deportiva, por la radio. Perdona, pero ya sabes que a mí estas cosas me aburren, y que si vengo, es sólo por acompañarte. Además, en la tertulia, tenían de invitado a Segura López. Ya te he hablado de él; es muy irónico y muy gracioso. Y hoy estaba fino, las iba soltando una detrás de otra, sin parar. En algún momento, he tenido problemas para aguantarme la risa.
- Ya. Es una pena que se haya sentido mal, pobre mujer, ¿no crees?
- Hombre, me ha parecido buena persona. Lástima que se la viera tan insegura.
- Bueno, parece que ya se han ido todos. ¿Qué, nos vamos a casa?
- Sí, vamos. Por cierto, la semana que viene hay una charla sobre jardinería. ¿Te apetece que vengamos?
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