lunes, agosto 07, 2006

El Cocodrilo (1)

Tras algunos días sin efectuar ninguna actualización, aquí estoy de nuevo (problemas de estar de vacaciones). Y como la propuesta de hoy es un poco larga, he pensado publicarla en dos partes para no cansar al lector. Si intento buscar alguna relación con temas económicos, se me ocurre que una actitud cínica y pesimista no siempre es la más acertada.

Eso es algo de lo que le ocurrió al protagonista:

EL COCODRILO

Acérquense sin miedo, que no los voy a morder. No estoy hambriento. Y ya no tengo edad para según qué cosas. Además, no suelo atacar al hombre. Lo he visto ya demasiadas veces: si atacas aunque sea a uno solo de ellos, de ustedes, quiero decir, tarde o temprano lo pagas. Vienen armados con palos y cuchillos y rifles, y acaban contigo.
Así que ya lo saben: no deben temer de mí más de lo que temerían a un viejo tronco caído. Eso es lo que parezco, y a veces pienso que casi lo soy. He vivido mucho, ¿saben?, y hasta hace un tiempo creía que lo sabía todo, bueno, al menos lo más importante. Pero ya no estoy tan seguro. Hace años que los veo a ustedes bañarse en el río, pasar por la orilla, atravesarlo en la vieja almadía después de entregar unas rupias al barquero. Y en una vida he visto muchas vidas, desde que apenas son un bulto que la madre lleva en su regazo hasta que se convierten en ceniza, y llega hasta el río una procesión de hombres sombríos y mujeres con un lunar en la frente, para arrojar esas cenizas, que se irán flotando aguas abajo.
Y he podido llegar a creer que los conocía, que algo sabía de sus sueños y sus temores, de sus virtudes y sus defectos. Cerca del río, donde yo puedo verlos, actúan ustedes como en todas partes, y hacen lo mismo de siempre: básicamente, el ridículo. Por lo menos, eso es lo que creía hasta hace unos años. Entonces fué cuando ocurrió aquella historia que me hizo cambiar de opinión.
Él era un hombre joven, casi un muchacho, y yo lo veía a menudo. Su enamorada vivía en la orilla opuesta, y con frecuencia atravesaba el río en la balsa. Cuando iba a verla, estaba alegre y eufórico, bromeaba con los otros viajeros, y a veces, incapaz de contenerse, se echaba a cantar. Y cuando volvía, estaba ensimismado, y sonreía, tal vez a sus pensamientos, tal vez a sus recuerdos. Qué más da. Yo ya había visto a muchos jóvenes como él, yendo y viniendo, contentos o complacidos, seguros de que les bastaría alargar la mano para rozar la felicidad. No había nada que me dijese que aquel tenía algo de especial, que aquella no fuese una historia como tantas otras.
A veces, venían los dos hasta la orilla, así que a ella también la conocía. No sé decirles si era bonita o no, yo no entiendo de esas cosas. Pero cuando estaba con él, sonreía a menudo, y entonces sí que era bonita, hasta a mí me lo parecía. Paseaban por el ribazo, miraban el río o se miraban a los ojos. A veces, se escondían entre los matorrales, y lo que hacían, no lo sé.
Entonces llegó el monzón, y empezó a llover. Eso también lo había visto yo un monton de veces. Llovía hasta inundar la selva, hasta que el río se desbordaba y las torrenteras arrastraban animales muertos y para comer no tenía más trabajo que abrir la boca y capturar la primera presa que bajaba por el río. Pero aquel año llovió mucho más. El río bajaba tan crecido e impetuoso que tuve que quedarme días y días en la orilla, viviendo de los restos que embarrancaban en las raíces de la ribera. Nadie se atrevía a pasarlo, y el joven esperaba en su lado y casi se podía ver cómo crecía su impaciencia, porque no podía ir a verla.
Un buen día, la tormenta empezó a amainar. La lluvia se interrumpía a ratos, el viento se calmó, pero el río era aún una vertiginosa serpiente marrón, que pasaba a toda velocidad, llevándosete la vista. El joven estaba allí desde primera hora de la tarde, desesperado, discutiendo con el barquero, que negaba una y otra vez. Llovía y paraba, y volvía a llover, y pasaban las horas, y el joven esperaba unos minutos, mirando el río con aprensión, e intentaba nuevamente convencer al barquero. Finalmente desistió, y vino a sentarse cerca de la orilla. Pero no se había resignado, se veía en su mirada inquieta. Su cara era tan tormentosa como el cielo. No hacía más que contemplar el río, explorar sus remolinos, sus olas, sus rompientes. Era casi de noche.
Y poco a poco, de forma casi imperceptible al principio, la corriente empezó a aflojar y volverse más lenta, como si se hubiese cansado. Las olas se apaciguaron, los rompientes se desvanecieron, los remolinos giraban con pereza. Y todo eso casi no se veía, porque cada vez estaba más oscuro. Pero el ruido, que cada vez se parecía más a un rumor, decía que era así. El joven se puso en pie, y yo supe que se disponía a atravesar el río a nado.
Y yo sabía también que aquello era más peligroso de lo que parecía, que aquella calma podía ser sólo aparente. Porque el río es como yo, que a veces hago ver que miro para otro lado, para que la presa se confíe y poderla atacar por sorpresa. No había nadie más en la orilla, nadie que pudiese convencerlo. Avanzó metiéndose en el agua hasta la rodilla, y tras unos momentos de indecisión, se echó a nadar.
Al principio, todo fué bien. Él avanzaba con largas brazadas, ganando terreno hacia el centro del río. Yo sentía simpatía por él, por su arrojo. Como ya les he dicho, hacía días que no tenía problemas para comer, y a nosotros, cuando estamos hartos, nos es mucho más fácil sentirnos buenos y generosos. Ya sé que somos un poco raros, no sé si ustedes acaban de entenderlo.
Cuando el joven estaba cerca de la mitad del río, las cosas empezaron a torcerse. Tal vez lo atrapó un remolino. Sus brazadas se volvieron irregulares, luego alocadas y sin sentido. Su cabeza se hundió una vez. Yo sabía lo que iba a pasar. Se hundiría tres veces, y la tercera sería la última. Aquella había sido la primera, y sólo era cuestión de tiempo que llegasen las otras dos, si alguien no hacía algo. No había nadie más, así que me tiré yo. Ya les he dicho que sentía simpatía por él.
Avancé sin problemas por el agua fangosa. En tierra pueden ustedes ser más ágiles y rápidos, pero en medio del río no pueden competir conmigo, ese es mi feudo. La corriente era más fuerte de lo que parecía, y ustedes son demasiado tiernos y frágiles; basta con que apenas les roce una rama o una roca para que sangren, y a mí me sería muy fácil partirles una pierna de un simple coletazo. Sí, son ustedes una deleznable bolsa de sentimientos. Pero yo soy coriáceo y resistente. Así que surqué las aguas turbias y revueltas hacia él, llegué a su lado, y para no asustarlo, me quedé inmóvil e inerte, como un deshecho de tronco que la casualidad y la corriente le proporcionaban. Sus instintos no le fallaron, eso no falla casi nunca, y se aferró a mí, sin importarle lo que fuera. Yo flotaba, y él no. No le bastaba ni su ilusión, ni su deseo, ni su voluntad, ni su amor para sobrevivir, y yo estaba a mano, y no le importó que fuera rugoso y duro. Por un momento, me sentí satisfecho. Y entonces, de golpe, sin avisar, llegó la crecida.
Y aquí sí que ya renuncio a explicárselo, porque por mucho que me esfuerce, no van a entenderme. Porque ustedes no han estado en medio de un río que viene a por tí, que lo único que tiene en la cabeza es matarte, sea como sea, que te obliga a beberlo y a tragarlo, que no es más que jugo de muerte, que arrastra toda la porquería del mundo, y que lo único a que aspira es a que tú pases a engrosar su lista inacabable de basuras. Las rompientes volvieron a bramar, las olas emulaban a las del mar, los remolinos enloquecieron.
Ya no bajaba agua, por el río. Lo que bajaba era odio y desolación. Y ese odio nos arrastraba, a él y a mí. Vaya un final para los dos, un hombre que muere abrazado a un cocodrilo, y uno de los míos que muere junto a uno de ustedes sin haberle hecho ni un rasguño. Hay entre ustedes y yo una antigua rivalidad, que viene de mi abuela la serpiente. No sé qué diablos pasó entre ustedes y ella, hace muchos años, con un árbol y una fruta, pero desde entonces, sabemos que en el momento de la verdad, ustedes y yo seremos enemigos.
Aunque la verdad es que me importaba un bledo, todo eso, porque aquel podía ser mi último día en la tierra. Pero al mismo tiempo, sentía una extraña tranquilidad. Inapropiada, más que extraña. No sé por qué, sabía que no me pasaría nada, que aquello que nos caía encima no era más que un río, nada menos que un río, desde luego, pero tampoco más. Y por unos instantes, fuí tan valiente como de vez en cuando lo son ustedes. Es fácil no tener miedo si uno está acorazado como yo. Pero ustedes, no tengo ni idea de cómo lo han conseguido, han logrado meter valentía dentro de su frágil piel.
Me estoy engañando, y les estoy engañando a ustedes. En esas circunstancias, lo que es seguro es que no piensas, te juegas demasiado como para dedicarte a tonterías. Pero no puedes evitar que se te ocurran cosas. Puede que la proximidad de la muerte, el peligro, sea la mejor droga que se ha inventado. No sé. Lo que sí sé, es que aquella noche, en medio de la corriente, a merced del río embravecido, con la luna brillando en un desgarrón de las nubes, no la olvidaré jamás.
Fuimos aguas abajo, hasta que el cauce se ensanchó y se calmó, y pudimos volver a nadar. Enemigos por naturaleza y cómplices por vocación, nos dirigimos a la orilla, llegamos a ella y salimos del agua. Habíamos atravesado el río. Él ya sabía que yo no era el viejo y podrido tronco que había supuesto al principio, pero le daba igual. Y yo lo seguí. Supongo que es el destino de todos los animales, tarde o temprano: seguir a otro animal, sea de la propia especie o de otra.
No les voy a engañar, no tendría sentido: en tierra, no soy hábil ni rápido, y tuve que seguirlo trabajosa y pausadamente. Volvía a llover. Se dirigió aguas arriba hacia el lugar que conocía tan bien, la antesala de sus anhelos, el punto en que atracaba la balsa. Una vez estuvo allí, miró a su alrededor, para cerciorarse, y se adentró en la selva. Lo seguí, aunque no era preciso, porque no necesitaba verlo, porque ya sabía lo que iba a pasar.
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