martes, agosto 08, 2006

El Cocodrilo (2)

Aquí está la segunda y última parte del cuento; espero no haber provocado demasiada impaciencia en los que sigan esta página (aunque un poco, sí lo espero).

EL COCODRILO

Él llegaría, empapado y aterido, a la cabaña de ella. Lanzaría una piedrecilla contra las cortinas de bambú, que oscilarían levemente. Y segundos más tarde, las manos de un hombre, del hombre que estaba con ella, apartarían esas cortinas. Una mirada insolente escudriñaría la selva, la oscuridad, y no acertaría a ver nada. Y para que no cupiese duda de lo que ocurría, ella, relajada y temblorosa, se acercaría al lado del hombre, preguntándole qué pasaba. Y él respondería: “Nada, cariño. No pasa nada”. Pasaría su mano por los hombros de ella, la atraería hacia sí, demostrando su propiedad, y concluiría: “Volvamos a la cama. Aún es temprano”.

A veces, en un segundo, cabe toda una vida. Y a veces, en toda una vida, no cabe ni un segundo, ni un instante que realmente valga la pena. Yo qué sé. El caso es que él llegó hasta la cabaña de ella, lanzó una piedrecilla contra las cortinas de bambú, que oscilaron levemente. Pero ninguna mano las apartó. Él esperó pacientemente, la cabaña estaba silenciosa y sombría. Era evidente que ella no estaba; a mí me daba lo mismo que la escena que había previsto tuviese lugar en otra cabaña, en la del otro hombre. Casi podía adivinar que él pensaba: “Me ha dejado. No está. Se habrá ido con otro”. No me lo tengan en cuenta; a estas alturas, ya habrán llegado a la conclusión de que yo no soy más que un viejo descreído.

Y para acabarlo de arreglar, en ese momento se desencadenó la peor tormenta que he visto en mi vida, y miren que tengo años. Llovía, mejor, salpicaba con fuerza, azotándote el rostro, los relámpagos se sucedían como si se persiguiesen, arreció el viento, en fin, todo. Fuese quien fuese, Brahma o el Dios de los cristianos, no cabe duda de que lo estaba haciendo en grande. Pero él resistía, no sé cómo, no sé por qué. No era posible que fuese capaz de sobrevivir al río, a la tormenta y al desconsuelo. No podía ser que su delgada piel no resultase desgarrada, desde fuera o desde dentro, por una de las dos tormentas que le tocaba aguantar. En un relámpago, vi su cara cubierta de gotas. ¿Lágrimas, lluvia? Imposible saberlo. Aquella era una noche demasiado larga, demasiado intensa para cualquiera que tenga la difícil tarea de vivir. Podía tratarse del fin del mundo, y la verdad, a mí ya me daba lo mismo. Estaba cansado, muy cansado.

Me dormí. Y antes de que digan algo, si alguno de ustedes ha sabido estar a la altura todas, y quiero decir absolutamente todas las veces que era preciso, ese y nadie más puede levantar la mano y tirarme la primera piedra. Y el resto, se callan, porque no son mejores que yo.

Llegó el día siguiente. No me sentí culpable, como no se habrían sentido ustedes; somos unos supervivientes. A nosotros nos toca enterrar a los muertos o zampárnoslos, seguir adelante. Raza de basureros, ustedes y nosotros. Y en medio de una madrugada sucia, él y yo, vagando al azar, nos dirigimos aguas abajo, recorriendo un paisaje aún inquieto. El margen del río estaba destrozado, con árboles tronchados, pastizales aplastados, ratas muertas en medio del campo, y lo peor de todo, el lodo, el fango, una pasta pegajosa y marrón, que se adhería como si fueses su vida, como si hubiese sido creada sólo para eso. Una substancia viscosa y repugnante, que casi merecía llamarse remordimiento.

Y en medio de esa desolación, por encima de ella, un sol demasiado brillante, demasiado indiferente. La vida sigue, insensible a tus sentimientos, a que quieras seguir con ella o no. Les ruego que me dispensen, a veces uno se deja llevar, ya saben. Recorrimos él y yo la orilla, aguas abajo, junto al fango pastoso y reluciente. ¿Por qué? Supongo que porque allí nos esperaba el desenlace. Llegamos junto a un grupo de gente, y estuvimos a punto de pasar de largo, pero algo nos hizo detenernos. Aquella gente estaba rodeando un cuerpo sin vida, tendido en el suelo, y era el de ella. Tan impaciente, y tan valiente como él, había dejado su cabaña, había llegado hasta el río, y había decidido como él atravesarlo a nado, para sorprenderlo, para regalárselo, para estar con él.

Aquello fué demasiado para mí. Yo podía entender que ella lo traicionase; eso es lo que hacen todos, lo que está de moda. Pero que haya algo, o alguien, más allá de la moda, eso ya no puedo entenderlo. Háganse cargo, yo soy descendiente de los dinosaurios, unos seres aún más estúpidos que ustedes, que ya es decir. A mí no me vengan con filosofías, y menos si ni siquiera ustedes las aguantan.

Él se arrodilló junto a ella, la tomó en sus brazos, creo que la besó, empezó a balancearse, abrazado a ella, como si la acunase. Y por un momento, aquella pequeña tragedia individual pareció más importante que toda la devastación que los rodeaba. Mira tú por dónde, uno que se creía que lo sabía todo, que lo había visto todo. Tantos años de observarlos, de fijarse, de aprender, para que cuando llegue el examen final, vayas y lo suspendas. Porque encima, no era él quien me preocupaba, sino ella.

Ella era buena nadadora. Y en materia de natación, pueden estar seguros que sé de qué estoy hablando. Pero no sólo nadaba bien, sino que sabía además cuándo había que ceder. Yo la había visto abandonarse en los brazos de él, momentos antes de esconderse entre los matorrales. Y en medio del río, también hay que saber no luchar, ceder a la corriente, dejarte arrastrar. Y ella lo sabía.

Pero entonces, ¿cómo es que había muerto? ¿Cómo no había podido salvarse? Yo no había estado junto a ella para ayudarla, uno no puede estar en todo, pero aún así, tenía la sospecha de que algo la había matado, algo que no era el río. Lo medité durante mucho tiempo, y poco a poco, lo que parecía improbable se me hizo posible, y llegó a convencerme. Lo que creo ahora es que ella se hundió, la primera de las tres veces, en el mismo momento en que él dejó de creer en ella.

Y aquí me tienen, un viejo tronco, o puede que ni eso. Porque cualquier tronco viejo y caído, medio podrido de la humedad y cubierto de moho, algo puede saber, ¿por qué no? Y si algo sabe, entonces ya sabrá más que yo.

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