jueves, agosto 03, 2006

Desconocidos

ALgunas grandes figuras de las ciencias o las letras nos son conocidos sólo por su obra, o poco más. Baste recordar que dos o tres ciudades se disputan el honor de ser la cuna de Miguel de Cervantes, y que ni siquiera tenemos un único retrato indiscutible de él.

Pero si esto ocurre con personajes célebres, ¿qué no ocurrirá con las gentes de a pie? ¿Hasta qué punto conocemos a los que tenemos alrededor? Ese es el tema del cuento de hoy.

QUERIDA AMELIA

Cuando volvía a casa, después del trabajo, me sorprendió ver el grupo de personas que se agolpaba en la esquina. Me acerqué, intrigado, y me metí de lleno entre la gente, rodeado por sus comentarios: “Pobre hombre”, “Habría que avisar a alguien”, “¿Alguien lo conoce?”, y frecuentes “¿Qué pasa?”. Lo que ocurría era que había un hombre tumbado en medio de la acera. En cuanto pude verlo, tuve que abrirme paso hasta él. Me sentía obligado, porque yo sí lo conocía. Era don Eulogio, vecino de mi escalera.
Me agaché, doblé la rodilla para acercarme. Por fortuna, no estaba muerto; aún respiraba débilmente. Así, a la luz del sol y abatido, se le veía inmensamente viejo, y sus ropas, tan cuidadoso como era en el vestir, se revelaban raídas y gastadas, con esos bordes deshilachados y esos brillos que se producen por el roce de los años. Parecía estar muy mal. Miré a mi alrededor, buscando ayuda.
- Yo lo conozco – dije – Vive en mi casa, aquí cerca. ¿Hay algún médico? ¿Pueden avisar? No sé, la policía, una ambulancia, algo.
Dos o tres personas desenfundaron los teléfonos de bolsillo. Oí que una de ellas, una señora, decía: “Llegaré un poco más tarde. Ya te contaré”. Un hombre intentaba abrirse paso a codazos, diciendo:
- Déjenme pasar. Soy médico.
Llegó hasta nosotros, se arrodilló y le puso la mano en el cuello, buscando el pulso.
- Está muy mal – dijo, subrayando lo que era evidente – Hay que llevárselo de aquí.
Levantó la cabeza para dirigirse a los curiosos que lo rodeaban, y les dijo:
- Hagan el favor de apartarse. Este hombre necesita aire. Y lo mejor es que se marchen. Aquí no hay nada que ver.
- ¿Alguien ha llamado a una ambulancia? Pregunté, impaciente. No sé por qué tenía un presentimiento de urgencia.
- Yo he avisado – dijo un hombre. Vendrán enseguida.
La ambulancia tardó poco más de un cuarto de hora. Yo tendría que haberme ido, tenía muchas cosas que hacer, pero no me atrevía. Sentía que en el fondo le debía algo al pobre don Eulogio. Y no porque sintiese afecto por él; ese no era el caso. Al contrario, aquel viejo era un pesado, que no sé por qué la había tomado conmigo, y yo no hacía más que evitarlo para que no me volviese a explicar su aburridísima historia. Porque si uno ha sido pirata, o prisionero de guerra, o un crápula, puede tener algo interesante que contar. Pero, ¿qué interés puede haber en una vida sencilla, modesta y ordenada? Penas mezquinas, y alegrías aún más mezquinas. Don Eulogio presumía del dudoso mérito de haber sido feliz, algo sumamente fastidioso. Puede que yo lo mirase con la impaciencia de la juventud, pero la felicidad de los otros, cuando uno no sabe dónde diablos ir a buscarla, es algo difícil de soportar.
Don Eulogio, le encantaba repetírmelo, se había enamorado muy joven de su querida Amelia, una mujer guapísima. Tan joven que ni siquiera había tenido tiempo ni ocasión para otras tentativas. Ni antes, ni después, ni durante. Se lo había jugado todo a una sola carta, y había ganado, porque ella, júbilo supremo, le había dicho que sí. Ya ve, me decía, alguien como ella. Habían sido cuarenta años de felicidad a su lado, hasta que el Señor se la llevó, como decía él, demasiado pronto, ay, dejándolo solo.
Hasta ahí, podía pasar. Cuando de verdad se ponía insoportable era cuando insistía en detallar cómo se movía ella por la casa, siempre tan contenta, los arrumacos que se hacían cada tarde al volver del trabajo, cómo lo cuidaba. Que uno se aficione a ese tipo de cosas, lo puedo entender, cada cual es muy libre. Pero hay que tener una cierta medida. Uno no puede ir por ahí apabullando a los demás con la propia felicidad. Lo menos que puede pasar es que a los demás no les importe. Pero a don Eulogio, eso ni siquiera se le había ocurrido. Y seguía, explicándome que no habían tenido hijos, una lástima, y que al quedarse solo ni había pensado en buscarse otra compañía, porque para él no podía haber más mujer en su vida que su querida Amelia.
Resumiendo: un auténtico pelmazo. Pero al verlo allí, caído y derrotado, y temiéndome que no saldría de aquella, la cosa cambiaba. Que yo no lo quería muerto, sólo callado. Por eso permanecía allí, de guardia, junto al médico, que debía sentir una cierta obligación profesional. La gente se había ido, y los transeúntes que pasaban sólo nos dedicaban alguna mirada curiosa. Por fin, llegó la ambulancia, pusieron a don Eulogio en una camilla y se lo llevaron. El médico se fue con él. Yo no quise acompañarles, me parecía que ya no hacía ninguna falta, y me marché a casa.
Al día siguiente me enteré: don Eulogio había muerto a poco de llegar al hospital. La familia (por lo visto tenía una hermana más joven) se había hecho cargo de él, y le iban a hacer el velatorio en su piso. No consigo entender por qué se tomaron tantas molestias. No era preciso trasladarlo; los pocos amigos que debía tener, si es que alguno le quedaba, podían haber ido a despedirlo al hospital. Y de esa forma yo me habría podido ahorrar el viaje, alegando que no me había enterado. Pero al hacerlo en el pido, en mi escalera, a mí me tocaba presentarme, y acompañar en el sentimiento a personas que veía por primera vez en mi vida.
Fui a última hora de la tarde, con la inútil esperanza de que el piso estuviese lleno de gente, y no tener que perder más de veinte minutos. Pero no había casi nadie: la ancianita del primer piso, que yo conocía de vista, una señora mayor, que debía ser la hermana, y un individuo de media edad, un sobrino o algo así. Lógicamente, después de la obligada visita al difunto, tenía que darles conversación, y me pasé cerca de media hora contando lo buena persona que era el finado, haciéndome lenguas de su simpatía, y en definitiva, mintiendo como un bellaco. Al final, sin saber qué más decir, solté:
- Supongo que lo enterrarán junto a su querida Amelia.
- ¿Quién es Amelia? – preguntó la hermana.
No se debía acordar. Tal vez estaban distanciados; a lo mejor, la edad empezaba demasiado temprano a gastarle malas bromas con la memoria.
- Su esposa, claro – dije yo – Me había hablado mucho de ella.
- Pues sí que me extraña. Mi hermano jamás estuvo casado. Vivía aquí, solo, y siguió así por más que yo insistía en que se viniese con nosotros, que al menos tendría alguien que lo cuidase. Una persona tan mayor, sola, ya se sabe.
Yo no acababa de entender.
- Así pues, ¿era soltero? – insistí.
- Totalmente – replicó ella, irónica – Hombre, no le digo yo que de joven no se hubiese acercado a alguna, había una en concreto que... calle, ahora que lo pienso... pero no puede ser, claro.
Se quedó pensativa, meneando la cabeza. Luego dijo:
- Tal como le digo, había una con la que parecía que la cosa iba en serio. Y me parece recordar, hace tanto tiempo, que sí se llamaba Amelia. Pero no pudo ser; por lo visto, no estaba de Dios.
- ¿Qué pasó?
- Pues que ella le dijo que no. Mi hermano, no nos engañemos, era una bellísima persona, como usted dice, pero tenía muy poca gracia con las mujeres. Era demasiado tranquilo y apocado. Después de aquello, ya no volvió a acercarse a ninguna. Una cosa muy rara, la verdad.
“En el fondo, no me choca que ella lo rechazase. No es que ella fuese gran cosa; agradable, tirando a corriente. Pero cualquier mujer, y más cuando es joven, necesita un poco de diversión. Y mi hermano era de lo más aburrido que se pueda imaginar. Usted seguramente se lo calla por cortesía, pero me imagino que habrá tenido que aguantarlo más de una vez. Como decía, no es que fuese mala persona, pero tenía un defecto, nada grave, pero que a la larga acaba por hartar a cualquiera. Mi hermano fue, durante toda su vida, una persona incapaz de soñar, alguien sin la menor pizca de imaginación.
Diez minutos más tarde, yo estaba en mi piso, intentando imaginar lo que dirían de mí cuando hubiese muerto, los comentarios de las personas generalmente bien informadas, esos que dicen: “Yo lo conocía bien”. Realmente, hay un consuelo, triste consuelo, y es que cuando eso ocurra, yo ya no estaré allí para oírlo.

2 Comments:

Anonymous Anónimo said...

MUCHO CUENTO CHEVERE SIN CENTIDO TIENES Q CORREGIRLA CON MAS SENTIDO FIRMA UN CRITICO PROFESIONAL ANONIMO

9:25 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Que triste debe ser la vida de alguien que debe inventar una historia para llenar su vacío sentimental. Don Eulogio es un´personaje de todos los dias: solo, que lleva a cuestas una vida solitaria y enfrenta la muerte de la misma manera, lo cual hace reflexionar al vecino sobre el objetivo de la vida.

3:09 a. m.  

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