lunes, agosto 14, 2006

El Ladrón

Para no dejar un mal sabor de boca con el cuento anterior, y previendo que durante unos días mis apariciones serán algo más esporádicas, quiero proponer (y propongo) un cuento algo más amable:

EL LADRON

Señor juez, quiero decir su señoría, solicito permiso para dirigirme al tribunal. Gracias. Quisiera cambiar mi declaración inicial de inocente a culpable. No, no deseo consultarlo previamente con mi abogado. Sí, soy consciente de las repercusiones que esto puede tener en la sentencia. Señoría, la verdad es que no me queda más remedio, como se hará evidente al tribunal si se me permite exponer los hechos a mi manera.
Es cierto y probado que el pasado 7 de Marzo del corriente penetré en el domicilio de los señores de Blázquez, y lo hice saltando la verja del jardín. Y al declararlo, admito el agravante de escalo. El hecho tuvo lugar a las 21 horas, lo que añade el de nocturnidad. Entré en la casa por la puerta de la cocina. Ya sé, allanamiento, pero lo hice sin romper ni forzar la cerradura, lo que me libra de “fractura".
Es también cierto que iba a robar, y que llevaba días dándole vueltas a la idea, es decir, premeditación. No tenía intención de causar daño, y al no haber dolo, está fuera de lugar hablar de alevosía. Otra cosa habría sido si les hubiera vaciado la nevera, sin dejarles nada de comer. Pero yo no soy de esos. Unos vándalos, eso es lo que son algunos, que no hacen más que desacreditar la profesión. Si su señoría se molesta en consultar mi expediente, verá que nunca he sido acusado de agresión. Y en cuanto a las puertas y ventanas, a mí lo que me va es el trabajo fino, trastear con la ganzúa y entrar por las buenas. Eso de echar abajo una puerta a patadas, es, como poco, de mala educación.
Yo lo que andaba buscando era algo pequeño y valioso. Una figura decorativa, por ejemplo, de firma. Para mi disfrute personal, añado. Adivino que su señoría cree que estoy encubriendo a mi perista, pero es falso. Y para probarlo, estoy dispuesto a declarar lo que sé de él: que se hace llamar Lorenzo, aunque puede que ese no sea su nombre verdadero; que siempre nos hemos encontrado en alguno de los cafés de la plaza, nunca dos veces seguidas en el mismo; y que tengo oído que vive por el centro. Eso es lo que sé, y lo que puedo decir según mi leal saber y entender.
Pasé de la cocina al comedor, luego al salón, recorrí el pasillo hacia la puerta de la calle, y nada. Sólo había baratijas sin valor, imitaciones y malas copias. Lo único que valía la pena era una figura grande de bronce, y sólo para venderla al peso. Deberíamos haber sido tres o cuatro para moverla. Yo no quería subir al primer piso, donde debían estar los dormitorios. Hacer eso son ganas de buscarte problemas. Te pueden oir, se pueden despertar, y entonces se complica todo. Una cosa es robar y otra buscar pelea. Lo que es conmigo, no, gracias.
Claro que cuando oí sonar las cerraduras de la puerta de la calle, no tuve elección, y corrí escaleras arriba. Los dueños de la casa no tenían que volver hasta la madrugada, como cada viernes. Desde luego, pensé, la gente es cada día menos formal. Enseguida se me ocurrió que seguramente tendrían algún problema, y deseé que no fuera un accidente. Uno es una persona sensible, señoría, ¿qué quiere que le diga?
No, no era ningún accidente. Primero oí unos pasos de mujer (el clic, clic de los tacones altos) y una voz:
-¡No me dirás que no tengo razón!
Después, pasos de hombre (el clop, clop de los zapatos):
- Por favor, Luisa, no te lo tomes así. Si ha sido una tontería.
-¿Una tontería? ¡Claro! ¿Qué otra cosa se puede esperar de un imbécil como tú?
Al oir que ella lo trataba de imbécil, deduje que era su esposa. Sí, pido perdón a la sala por el comentario. Pero es que... bueno, será mejor que no insista. Las voces se perdieron en dirección a la cocina. Oí el “chunk” de la puerta de la nevera. Dos veces. No sabía qué hacer. Aquella gente estaban en la cocina, bloqueando mi única salida, y yo tenía que largarme lo antes posible. Pero, ¿cómo? No tenía ninguna intención de asustarlos o tener que abrirme paso por las malas. Y menos, habiendo una señora de por medio. Uno podrá haber hecho muchas cosas en su vida, pero jamás me han podido cargar lo de “desprecio de sexo”.
Me acerqué a la puerta de la cocina, para escuchar. Con un poco de suerte, se irían a dormir y yo me podría escabullr. Pero se ve que no estaba de suerte. Lo primero que oí fue que ella decía gritando:
-¡Y encima, con Margarita! Que todo el mundo sabe que está operada. ¿Te enteras? ¡O-pe-ra-da!
Me imaginé con qué gestos debía estar subrayando la palabra operada. Quiero decir, indicando la zona intervenida, para que no quedasen dudas. Ella seguía:
-¡Anda, lo que se habrá reído, la muy bruja! ¡Y pensar que siempre había estado resentida porque yo tenía más éxito que ella!
Él dijo algo que yo no pude entender. Debía hablar bajito, avergonzado.
-¡No me digas eso! – replicó ella - ¡Al menos, no me digas eso! ¿Qué te crees, que soy idiota? ¡Pues claro que soy idiota, por no haberme dado cuenta antes! Pero, ¿sabes una cosa? ¡No tan idiota como tú!
Aquello tenía mala pinta. La señora parecía francamente molesta por algo que había hecho el señor. Al menos, esa fue la impresión que me dio.
-¡Si es que parece mentira! ¡Todos sois iguales! – seguía ella.
Miré el reloj. Por las trazas, estábamos sólo al principio, y lo peor aún estaba por llegar. Ya se sabe: cuanto peor se pone la cosa, más tiempo cuesta arreglarla. Yo calculaba unas dos horas, puede que tres. Más tarde de eso, ya estarían demasiado cansados para seguir, y me dejarían el campo libre.
La conversación, si es que podía llamarse así, siguió un buen rato, con los consabidos “si es que no piensas en otra cosa”, “tenía que haberme dado cuenta”, “qué se puede esperar” y “ya me lo decía mi madre”. No quiero criticar. Cuando uno está metido en una situación difícil, ya me figuro que no está de humor para intentar ser original. A partir de cierto momento, ella empezó a bajar la voz, y eso podía querer decir dos cosas: que lo más duro ya había pasado, o que los gritos daban paso a la mala intención. A veces, cuando uno está de verdad furioso, no grita, incluso puede halar bajo, pero lo que uno dice, lo dice a matar.
Tuve que entreabrir un poco la puerta para poder oírla. Sé que está mal, que es una indiscreción. Pero yo no tenía mala intención, había ido allí a robar y no a nada malo. Sólo quería saber cómo se ponían las cosas, para aprovechar el mejor momento de largarme. Insisto: sólo tenía la honesta intención de escaparme de la justicia. Lo que oí me heló la sangre, porque ella estaba diciendo:
-¿Sabes lo que te mereces? Que coja el cuchillo grande y te la corte.
Oí cómo abría el cajón, y ruido de cubiertos, y no pude más. Entré en la cocina y le dije:
- ¡Por su vida, señora, no lo haga! Que luego esas cosas tienen muy mal arreglo.
Se quedaron sorprendidos, claro. Pero aunque parezca increíble, no se asustaron. Ella estaba demasiado indignada como para preocuparse por tonterías como tener un ladrón en casa. En cuanto a él, en aquel momento le debía tener más miedo a ella que a mí. Lo que ví me convenció de que había entrado a tiempo, porque ella ya tenía el cuchillo en la mano. Un buen cuchillo, nada de esas baratijas chinas o coreanas. Treinta y cinco o cuarenta centímetros de hoja, de acero alemán. Solingen, me atrevería a decir. Afilado a la piedra, como los de antes. Una de esas cosas para toda la vida, vamos. Ella, apuntándome con el arma blanca, dijo:
- ¿Qué pasa? ¿Es que ahora invitas a tus amigotes sin avisarme?
- No, señora, - dije, no quería empeorar la situación – Yo al señor no lo conozco.
- Entonces, ¿qué es lo que quiere? – preguntó ella.
- He venido a robar. Soy un ladrón.
- ¡Ah, bueno! – dijo ella – Pues robe, buen hombre, robe tranquilo. Seguro que el calzonazos de mi marido no hace nada por impedírselo. Pero no moleste, que nos estamos peleando.
- Señora – dije – no quiero molestar, y no habría intervenido si no creyese que está a punto de hacer algo que después va a lamentar. Yo no digo que no tenga usted sus motivos...
- ¿Lo ves? – me interrumpió, dirigiéndose a su marido – Este señor también me da la razón.
- Pero una decisión tan drástica – no quise usar la palabra “tajante” – no se puede tomar a la ligera. Seguro que su marido, en el fondo, la quiere.
- Usted no sabe lo que me ha hecho – me dijo, y negué con la cabeza – Pues nada menos que engañarme con mi mejor amiga.
Después de lo que le había oído decir de ella, no me sorprendió que la llamase “amiga”.
- Y aunque me esté mal el decirlo – siguió – yo tampoco estoy tan mal, ¿no cree?
Había apoyado una mano en la cintura, como si estuviese posando. La verdad es que el aspecto de la señora, arreglada para salir, era ¿cómo decirlo? Digamos alentador. Me pareció que lo mejor para que se calmase era halagarla un poco, me encaré con el marido y le dije:
- Desde luego, caballero, a quien se le diga que anda usted por ahí tonteando con otras, teniendo lo que tiene en casa... – y a ella – No quisiera parecerle atrevido, pero déjeme decirle que si él no sabe apreciarla, yo sí.
Sonrió un poquito, se arregló el peinado inconscientemente y le dijo a él:
- ¿Lo estás oyendo?
- Señora - continué – su marido no es una mala persona, y estoy seguro que ya debe estar arrepentido de su locura. Mírelo, no hay más que verlo. No es bueno sacar las cosas de quicio. Yo diría que con unos días de penitencia será suficiente.
- No sé si va a bastar – dijo ella, escéptica – Él no es como usted. Si al menos le dijese algo para que recapacite y se corrija...
No podía negarme. Me senté en una silla al lado del marido y le empecé a decir:
- Mire usted, las mujeres en general, y sé de qué le hablo, tienen buenos sentimientos pero mala memoria. De vez en cuando necesitan algo que les recuerde que lo quieren a uno, y por qué lo quieren. No sé, un detalle, un regalo inesperado. Un beso por sorpresa, caundo ella esté hablando de otra cosa. Como si no pudiera aguantarse más. Es casi la única forma en que admiten que se las haga callar. Pero , ¡ojo! No se lo invente. Tiene que ser de verdad.
El hombre me miraba agradecido y contrito. Sabía que yo le había salvado, ya que no la vida, al menos la integridad física. Ella, que no se había perdido palabra, dijo:
- ¿Es que no le vas a ofrecer nada a este señor tan amable? Va a creeer que somos unos maleducados.
- No, muchas gracias, no quiero nada – dije.
- Pues mire – dijo la señora – abusando de su amabilidad, le voy a pedir un favor. Ya que ha venido a robar, ¿por qué no nos roba el gatito de porcelana que hay en la repisa del recibidor? Tiene que haberlo visto. Es un regalo de mi suegra, ¿sabe? Y no lo soporto. Si le dijese que se me ha roto limpiando el polvo, no me creería. Pero si nos ha entrado un ladrón en casa, la cosa cambia.
“Sé que no va a sacar mucho por él, así que me va a permitir que le añada algo, por las molestias. Ramón, dame la cartera.
El marido sacó su cartera del bolsillo y se la dió. Ella tomó un billete de cincuenta euros y me lo puso delante, encima de la mesa.
- Señora, no puedo aceptarlo – dije.
- Lo comprendo – dijo ella – es horroroso. Bueno, pongamos veinte más.
Comprendí que no debía desairarla, y acepté. Me acompañaron a la puerta, me despidieron muy amables, y allí me quedé yo, en medio de la calle, cargado con el gato de porcelana. Le eché una mirada y me dí cuenta de que había hecho un mal negocio. Aunque lo tirase al primer cubo de la basura. Porque entre tanto, podía verme algún conocido. ¿Y qué iba a pensar de mí, al verme cargado con aquel adefesio? Uno también tiene una reputación que defender, señoría.
En esas estaba cuando me detuvo la policía. Al parecer, una buena vecina me había visto saltar la verja, había avisado, y tras mucho insisitir le habían hecho caso. El resto consta en el sumario. Llamaron a la puerta de los Blázquez, les devolvieron el gato (hecho que la señora agradeció calurosamente) y me llevaron detenido.
Los señores han sido muy amables al proporcionarme un abogado, costeado por ellos. Y no puedo tener más que palabras de agradecimiento. Pero insisto en mi declaración de culpabilidad. Uno será ladrón, pero honrado. Una cosa es tener que hacerlo forzado por las circunstancias, para salir del apuro, y otra dedicarse a ello. Y la verdad, prefiero la cárcel a tener que hacerles de consejero matrimonial.
Y por cierto, díganle a la señora que le devuelvo el gatito de porcelana que me regaló en un gesto de generosidad. Ya sé que dijo: “Si le gusta tanto como para robarlo, yo se lo regalo, pobrecito”. Pero es que en la cárcel no me van a dejar tenerlo. Con un poco de suerte, se romperá en el traslado.

3 Comments:

Anonymous Pablo De Souza said...

Llegé por casualidad a este cuento, buscando el cuento de "el ladrón de melodías". Me ha gustado, tiene un algo sudamericano, si no llega a nombrar lo de los euros habría pensado que está escrito por un latino, no sé muy bien porqué, quizás lo fresco, directo, alegre y vivaráz de su prosa. Gracias por compartirlo.

11:12 a. m.  
Anonymous Belén Catalina Gallagher Gallardo said...

A mi me a gustado, me pareció simpático y ade+ 1 donde va a encontrar 1 ladron tan bueno.

2:23 a. m.  
Anonymous Belén Catalina Gallagher Gallardo said...

A mi me a gusto este cuento, me pareció simpático y ade+ 1 donde va a encontrar 1 ladron tan bueno.

2:24 a. m.  

Publicar un comentario

<< Home

Free counter and web stats