martes, agosto 22, 2006

El Traje

Según una distinción de Javier Cercas (el autor de Soldados de Salamina), hay dos tipos de personajes: personajes de carácter y personajes de destino. Un personaje de carácter dicta y decide qué es lo que le va a pasar; a un personaje de destino las cosas le ocurren, sin que él lo decida, y a veces se lo llevan por delante. El último cuento era sobre un personaje de carácter, o que al menos pretendía serlo, así que hoy toca un cuento sobre un personaje de destino:

EL TRAJE

Corrió con todas sus fuerzas hasta llegar a la esquina, la dobló y se pegó cuanto pudo a la pared, jadeante. Aún se oían disparos, y no hacía mucho, un camión cargado de milicianos había pasado por la avenida a toda velocidad. Pero ahora no se veía a nadie. La gente debía estar espiando la calle desde detrás de las persianas, bien escondida.
Le pareció oir el ruido de un motor, y apretó con fuerza la pistola. Pero el ruido se alejó, y en la pistola de reglamento no quedaban balas. Claro que eso no importaba demasiado, mientras sólo lo supiese él. Las botas del uniforme lo estaban matando; con su vanidad de hombre corpulento al que le gustaría no serlo, se había quedado el número más pequeño que pudiese aguantar. Total, si estaba sentado todo el día, apuntando quien entraba y salía de la comisaría. Y no quería ir por la calle con los zapatones que habría necesitado.
Se aflojó un poco más el cuello de la camisa. El sol de primavera empezaba a picar fuerte, y eso que aún era temprano. Dentro de poco, los guacamayos empezarían a alborotar en sus jaulas de mimbre, y en las copas de las palmeras. Ellos no sabían nada del golpe, claro. La radio y la televisión podían enmudecer, pero a los guacamayos les daba igual. No podía más. Estaba cansado, le dolían los pies, y necesitaba sentarse. Pero era demasiado arriesgado quedarse allí, a la vista de todo el mundo. Precisaba esconderse. Necesitaba pensar. Quería que lo dejasen tranquilo, aunque sólo fuese un rato.
Miró arriba y abajo de la calle. Algunas casas tenían el portal abierto, pero esconderse en un zaguán le pareció demasiado peligroso. Calle abajo, había un edificio en construcción. Bueno, una cosa era segura, hoy nadie iría a trabajar, con tiros por la calle. Por lo menos, hasta que se aclarase la situación y se supiese quién había ganado. Así que aquel podía ser un buen sitio, grande, deshabitado, y lleno de rincones donde ocultarse. Aunque nada concreto lo amenazaba, se agachó y empezó a correr por su acera, en dirección a la valla de madera del edificio. Se agazapó en la puerta de una tienda y miró a derecha e izquierda antes de decidirse a cruzar la calle.
Casi topó de bruces contra la valla. Empezó a recorrerla arriba y abajo, buscando un sitio por donde entrar. Pero no era tan fácil, los capataces sabían muy bien que por la noche entraban a robarles el cemento y los ladrillos. Así habían crecido las extensas colonias de barracas que trepaban por las colinas de las afueras. Por ese motivo, se aseguraban de que las vallas cerrasen, y las obras inacabadas quedasen protegidas.
Bueno, no había forma, si no era entrando por la puerta, que estaba un poco más allá, cerrada con un candado. Entonces, una idea cruzó por su mente, y se palpó el bolsillo. Sí, lo llevaba. Olvidando por un momento su miedo, y satisfecho de haber hallado una solución, se acercó tranquilamente a la puerta, tomó el candado con la mano y lo examinó. Era de los sencillos, suficiente para detener a unos desharrapados, pero no a un experto como él. Metió la mano en el bolsillo y sacó un juego de ganzúas.
Se las había requisado hacía años, cuando era más joven, a un ladrón español que las llamaba "espadas". Entonces, él aún pisaba las calles, y tenía que vérselas con borrachos y carteristas, y no estaba tan gordo y tenía ganas de aprender. El español, que tenía mucha labia, había intentado convencerlo de que lo suyo era un arte, y que requería preparación técnica. Había acabado muriendo del cólera en la cárcel, el pobre. Pero antes le había enseñado unas cuantas cosas, entre ellas, la forma de abrir un candado con una ganzúa.
El candado se abrió con un chasquido. Empujó la puerta y miró al interior. Nadie. Se coló dentro, y estiró la puerta para que pareciese cerrada. Por suerte, encajaba muy justa en el marco, y no había peligro de que se volviese a abrir accidentalmente, delatándolo. Y cuando fuese el momento de irse, bastaría con una patada para abrirla.
Más tranquilo, exploró el lugar. Un montón de arena. Una carretilla tumbada, al lado de un montón de ladrillos. Un rollo de cuerda, apoyado en la pared de una caseta en la que seguramente guardaban las herramientas. Se internó en la estructura del edificio, aún sin paredes, con unas rampas de uno a otro piso, que un día serían escaleras, como anunciaban los precarios peldaños de ladrillo unidos con pegotes de cemento. No quiso subir a los pisos superiores; era más fácil que lo acorralasen, si iban a buscarlo. Acabó ocultándose en el hueco de la escalera, se sentó en el suelo, se aflojó el cinturón del correaje.
Su situación no era para estar tranquilo. Con su uniforme de policía y la pistola de reglamento, resultaba una presa perfecta para los rebeldes. Claro que los rebeldes, al cabo de una horas, podían convertirse en las "fuerzas de liberación". Por lo que había podido entender en unas horas de nervios y noticias confusas, las fuerzas gubernamentales se batían en retirada, aunque no se podía estar totalmente seguro. Tal vez era cierto que Don Luis, el presidente, había conseguido llegar al puerto y embarcar en una patrullera de la armada, que lo había sacado del país. Tal vez no; no eran precisamente amigos lo que le sobraba a Don Luis.
Claro que Don Luis era zorro viejo, y había podido asegurarse la fidelidad de algunos, aunque fuese a fuerza de dinero. Entre sus propios jefes, había algunos que presumían de tutearlo, y que habían ido a pasar algún fin de semana con él a su islita particular, donde las malas lenguas aseguraban que la población de mujeres doblaba a la de hombres, y que ellas eran como veinte o treinta años menores que ellos. Un sitio así, claro, no podía ser un lugar tranquilo. Él había oído decir muchas cosas, pero no les daba importancia. Por lo que él sabía, todo el mundo esperaba poder portarse mal alguna vez. Y los que mandaban sólo se distinguían en la forma de abusar de su poder: unos con mujeres, otros con dinero, otros con orgullo, otros con maldad, y algunos con todo a la vez. Pero Don Luis era de los discretos, y por mucho ruido que hiciesen, todo eso pasaba lejos, en una de las islitas, y uno no se podía creer todo lo que le contasen unas jovencitas cabezas locas, que a lo mejor hasta se sentían un poco halagadas de haber sido elegidas, de sus relaciones.
Pero Don Luis se estaba haciendo viejo; ya habían pasado años desde el otro golpe, que él había oído explicar a su padre. En aquella ocasión, Don Luis había conseguido escapar ileso, y usar sus influencias, y amedrentar a algunos con el fantasma del comunismo, y conseguir el apoyo internacional hasta volver triunfante, con la promesa de elecciones libres y honestas que acabó ganando por abrumadora mayoría. Pero de eso hacía ya muchos años. Ahora Don Luis tenía que preocuparse de las intrigas de los que aspiraban a sucederle, tanto como de los rebeldes. Y a veces, tenía el enemigo demasiado cerca, y debía temer más una puñalada por la espalda que un tiro de frente.
Bueno, todo eso a él no lo afectaba. Él, en el fondo, era un simple funcionario, que apuntaba a la gente que entraba y salía de la comisaría, y le daba una propina a algún chiquillo para que le trajese un café, y que lo primero que hacía, al llegar a casa por las noches, era quitarse las botas. Pero no habría tiempo ni ocasión de explicar todo eso, si los rebeldes lo encontraban. Él sabía cómo pasaban esas cosas, lo había visto, lo había vivido mil veces. Lo primero, asegurarse de que el prisionero no se escape, aunque sea partiéndole una pierna. Luego ya veremos si resulta ser inocente.
Como no veía posibilidades de escaparse, pensó que lo mejor era que no lo buscasen. Para eso tenía que cambiar de aspecto. Necesitaba ropa de civil, poder quitarse el uniforme. Bastaría con unos pantalones, y una chaqueta que tapase la camisa de reglamento. Muy bien, pero ¿cómo conseguirlos? Nada más hacerse la pregunta, sonrió, porque ya había hallado la respuesta. Él tenía una pistola, y ante una pistola, la gente se vuelve muy, muy razonable. Y hasta generosa. Sobre todo si no saben que la pistola está descargada.
Volvían a oirse tiros afuera, en la calle. Ya era cuestión de poco tiempo. Tenía que apresurarse, de lo contrario, acabarían por encontrarlo. Se levantó y se acercó a la puerta de la valla. Los tiros habían cesado, y no se oía nada. No circulaba ni un solo auto; los rebeldes habían recorrido las calles a toda velocidad en camiones llenos de hombres armados, y aún vigilaban desde las principales encrucijadas. En esas condiciones, circular en auto habría sido un suicidio. Y como se sabía que los rebeldes habían tomado el aeropuerto, ese día tampoco habría vuelos. En el puerto se luchaba aún cuando él decidió abandonar y escaparse, y ahí la cosa no iba a ser tan fácil. Era una zona demasiado extensa y complicada, llena de edificios y rincones donde ocultarse o hacerse fuerte.
Bueno, por la calle no pasaba nadie, y él necesitaba que hubiese alguien a quien robarle la ropa. Tal vez debería marcharse de allí, y seguir el laberinto de callecitas del barrio viejo, que empezaba muy cerca, y que llegaba hasta el puerto. Había algunas avenidas que atravesaban aquel barrio, aquel montón de miseria, como si quisieran partirlo en pedazos, pero se podían evitar. Y cerca del puerto, encontraría a alguien. Aquello estaba lleno de gente que sabía correr y esconderse, y para ellos, esquivar a los rebeldes no era muy diferente de esquivar a la policía. A esos no les daría miedo salir a la calle.
Iba ya a salir, cuando oyó unos pasos en la calle. Una persona sola. Se concentró en aquel sonido, intentando adivinar más detalles. Parecía sonido de zapatos; era un civil, ya que no llevaba las botas de la policía o el ejército. Y como iba solo, era poco probable que fuese un rebelde, que acostumbraban a formar patrullas. El ritmo pausado de las pisadas le sugirió que se trataba de alguien a quien costaba caminar. Posiblemente alguien mayor, o tan corpulento como él, o ambas cosas. Y sin duda, se trataba de un hombre. Una mujer ya habría cambiado de rumbo o de opinión, o se habría detenido, pero los pasos continuaban con la misma pauta.
Se decidió, ahora o nunca. Dejó pasar las pisadas ante la puerta, la abrió de un empellón y saltó a la calle. Allí estaba, ante él, dándole la espalda. Sin darle tiempo a volverse, se le acercó, le rodeó el cuello con un brazo para aprisionarlo, y le clavó la pistola en los riñones, para que se diese cuenta de que tenía un arma.
- Quieto, amigo - dijo - Ni una palabra. Si se porta bien, no le va a pasar nada.
El otro asintió con la cabeza. Era un poco más bajo que él, y bastante mayor, con el pelo gris. Bueno, daba lo mismo. Pensó que lo mejor era dejarlo inconsciente; de esa forma no se le ocurriría gritar, o echarse a correr. Agarró la pistola por el cañón y le dió un culatazo en la cabeza. Sintió cómo el hombre se convertía en un peso muerto, y lo dejó caer al suelo, donde quedó de bruces. Guardó la pistola en su funda. Necesitaba ambas manos para arrastrarlo dentro de la valla, donde podría quitarle la ropa y cambiarse tranquilamente.
El caso es que aquel tipo le resultaba familiar, como si lo conociese. Iba a agacharse para darle la vuelta y verle la cara, cuando el cañón de un arma se clavó en su espalda y una voz dijo:
- Quieto. No se mueva.
Maldición, no lo había oído. Alguien seguía al viejo, seguro.
- Venga, botines. Contra la valla, con los brazos extendidos.
"Botines" era el apodo popular de la policía, porque las botas que llevaban eran de caña más corta que las del ejército. Ya lo habían cazado, así que se limitó a obedecer. Adoptó la misma posición que él había impuesto a los detenidos: brazos y piernas abiertos, a un paso de la valla y apoyándose en ella. En esa postura, bastaba con darles una patada en un pie para que se viniesen al suelo.
- Vaya, has cazado a uno, ¿verdad, botines? Pero quieto. Ni respires, ¿me oyes?
El otro, por lo visto, no conocía o no quería hacerle la broma de la patada. Oyó cómo pegaba un silbido, y que se acercaba más gente. Entre ellos se decían:
- Mire, jefe, he cazado a un botines.
- No me llames jefe, demonio, que todos somos iguales. ¿Y ese del suelo?
- No, ese lo cazó él.
- A ver, denle la vuelta. A ver si está herido.
Oyó cómo volteaban el cuerpo del viejo, y una serie de exclamaciones de asombro, seguidas de un tenso silencio. Alguien le puso una mano en el hombro y le dijo:
- Venga, amigo. Tranquilo. Ya puede volverse.
Se volvió. Los otros eran un grupo de cuatro o cinco rebeldes, no se entretuvo a contarlos. Llevaban armas, pero no le apuntaban. Un muchacho joven, con una barbita, le dijo:
- Así que a ese lo cazó usted, ¿verdad?
Entonces se le ocurrió mirar al cuerpo tendido en la acera. Era don Luis, el presidente. Sorprendido, sólo se le ocurrió asentir con la cabeza.
- Pero vamos a ver - seguía el de la barbita - usted es un bo... un policía. ¿Cómo se le ocurrió detenerlo? ¿Por qué lo hizo?
Se notaba un tono amable, una cierta simpatía en su voz. Cansado y confuso, se tentó, se agarró el uniforme con un puño y dijo:
- Yo... quería librarme de esto.
El de la barbita cambió de expresión, y el tono amable pasó a ser de admiración:
- ¿Oyeron? Quería librarse de un uniforme indigno, un símbolo de la opresión y la dictadura. Después de tantos años de verse obligado a reprimir al pueblo, ha sentido la vergüenza de su trabajo, y ha buscado la forma de servir a su patria, deteniendo al tirano.
Los demás no decían nada, pero tenían una expresión entre sorprendida y resignada. Seguramente, aquel no era momento para mitines y proclamas políticas, pero nadie se atrevía a decírselo al jefe, que continuaba:
- Usted es de los nuestros, amigo. Cuando una causa es justa, todos se dan cuenta. La verdad se impone sola, y los tiranos se quedan sin nadie. Ahora sé que venceremos. Es usted un héroe, amigo.
Ya no entendía nada. Todo le había salido mal. No había conseguido el traje, lo habían capturado los rebeldes y la pistola estaba descargada. Pero no pasaba nada. Había asaltado y agredido al jefe supremo de las fuerzas armadas, y lo felicitaban. La cabeza le daba vueltas, los pies lo estaban matando, no había dormido, y lo único que quería era que lo dejasen tranquilo y largarse a casa.
Pero ya no sería tan fácil que lo dejasen tranquilo, que lo dejasen largarse, porque ahora ya era un héroe.
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