sábado, agosto 19, 2006

Venganza

A veces, uno puede tener la tentación de repetir una y otra vez aquello que sabe hacer más o menos bien. Pero a la hora de escribir cuentos, eso es algo muy peligroso; no se puede caer en la producción en serie. Así que aquí va un cuento que no es amable y bienintencionado como los que suelo confeccionar.

LA VENGANZA

Por la ventana empezaba a entrar la luz sucia de la madrugada, y yo no hacía más que volverme y revolverme en la cama, sin poder dormir. ¿Cómo había podido pasarme una cosa así? ¿Cómo era posible que Luisa me hubiese dejado? ¿Quién sería el otro? ¿Qué había visto Luisa en él? Porque había otro, de eso estaba convencido, aunque Luisa ni siquiera lo había mencionado. Al contrario, había sido muy lacónica (señal de que estaba enfadada) al decirme por teléfono que lo nuestro se había acabado.
Si las cosas hubiesen sido de otra forma, sólo con que hubiesen pasado un par de meses más tarde, no habría sido tan grave. Ni ella ni yo esperábamos que lo nuestro fuese para siempre. Pero así, tan de repente, sin tener tiempo de hacerme a la idea, y sobre todo tan pronto, así no, yo no estaba dispuesto a admitirlo. Justo había empezado a apreciar lo deliciosa que era ella. Simpática, divertida, decidida. Y a solas, apasionada. Cuando se la convencía, claro. Y la verdad es que cada vez costaba más convencerla.
Tratándose de Luisa, podía achacarlo a un súbito cambio de opinión; pero no podía descartar del todo que yo no hubiese causado la ruptura, fallando de algún modo. Pero, ¿en qué? Me había dejado, seguramente, por algo que echaba de menos. Y eso debía ser lo que había visto en el otro. Pero, ¿de qué se trataba? Debería haberla escuchado cuando se quejaba. ¿Más comprensión? ¿Menos superficialidad? ¿Más sexo? ¿O acaso menos, o de otra manera? Sabía de sobras que cavilando y torturándome no iba a llegar a ningún sitio, pero me sentía incapaz de evitarlo. Mi posición, tumbado en la cama, me inducía a analizar, a tener pensamientos teóricos y generales.
Por eso me levanté. Sabía que una vez puesto en pie, mis ideas se volverían prácticas y concretas. Algo tenía que hacer, porque me habían quitado a Luisa antes de tiempo. Si lo pensaba fríamente, algo que en ese momento me era casi imposible, se insinuaba la sospecha de que ella acabaría volviendo. En cierta forma, estábamos predestinados, y aunque ella hubiese intentado romper el maleficio, el destino acabaría por traérmela de vuelta.
Mientras me servía un café, me dije que aunque así fuese, el destino trabaja más deprisa si se lo ayuda un poco. Tenía que lograr que su nueva relación fracasase. Pero no era nada fácil. No sabía nada de él, y apenas de ella. No podía ir a verla y decirle: “Eso tuyo con ese tipo no tiene futuro. Vuelve conmigo”. Habría sido inútil, porque cualquier cosa que yo le dijese, precisamente por venir de mí, la haría ponerse en contra. Tenía que destruir su relación. Esa sería mi venganza: demostrarle que no era nada fácil descartarme, escaparse de mí. Debía demostrarme a mí mismo, pero sobre todo a ella, que yo no era un perdedor, un tipo insignificante al que se pudiera dejar de lado sin más problemas. Tenía que saber, primero, quién era él. Y luego, cómo era.
Tuve mucha suerte. Una compañera suya del trabajo, Sara, era además amiga de ambos, y para facilitar aún más las cosas, era de ese tipo de personas que están encantadas de ser el paño de lágrimas de todos sus conocidos. Una infeliz y una ingenua, una de esas personas incapaces de negarte un favor, aunque eso les cause problemas. No quise forzar la situación, y me hice el encontradizo con ella. Me presenté en el café donde solía escaparse a media mañana para tomar algo. Por suerte, estaba sola. La invité a un café; tomó un sorbo y frunció el ceño, con disgusto.
- ¿Está demasiado caliente? – pregunté.
- No, es que...
- ¿Te pido sacarina? – dije, en una rápida inspiración.
Ella asintió, agradecida. Después del primer sorbo, ya dulce, la abordé:
- ¿Cómo está Luisa?
- Bien – me dijo, con expresión de lástima – Está bien. Es una pena lo vuestro, de verdad.
- No te preocupes – dije yo, con aire resignado – Si ella lo ha querido así, tengo que aceptarlo. Sólo espero que todo le vaya bien, porque ella se merece lo mejor.
Hice una pausa, como si no me atreviese a seguir.
- Tal vez no debería complicarte en esto – continué – Pero no sé a quién pedir ayuda. Mira, me preocupa Luisa. No por ella, claro, sino por ese otro con el que sale ahora, ¿cómo se llama? Siempre se me olvida.
- Alfredo – dijo Sara, incauta, y yo apunté el dato.
- Eso – seguí - ¿Qué tal es? ¿Es buena persona? No me gustaría enterarme de que la trata mal, a Luisa. Yo la aprecio, ya lo sabes.
- Oh, no te preocupes – dijo Sara, con cierto alivio – Parece buena persona. Es muy amable, y muy serio. Y según Luisa, vale mucho. Es más, parece que en el banco están a punto de ascenderlo.
Un banco. Bien. Concretemos más.
- Ah, ¿trabaja en un banco?
- No sé si debería contártelo – dijo Sara, súbitamente recelosa – A lo mejor, a Luisa no le gusta que lo sepas. No quiero meterme en líos, compréndeme.
- Claro – me hice el comprensivo – No sé ni por qué te he molestado. Perdona. Yo sólo me interesaba por ella, como amigo, claro. No quiero buscarte problemas.
Dejé caer un silencio, mientras observaba a Sara debatiéndose entre sus dos amistades.
- Si quieres que te diga la verdad – dijo por fin – a mí me parece que no le va, a Luisa. Demasiado formal. Pero en fin, ella sabrá.
- No seas tan dura – comenté – Luisa sabe muy bien lo que se hace. Y no me parece que haya elegido mal. Alguien serio, con una buena posición, que trabaja en un banco... ¿El Central, me habías dicho?
- El Industrial – volvió a picar Sara – Sí, puede que tengas razón. Él, al menos, parece muy pendiente de ella; la viene a esperar a la salida del trabajo. Claro, que como trabaja en la esquina...
No pregunté cuál esquina. Ya la encontraría.
- ¿Y ella? ¿Parece ilusionada?
- Sí. Lo llama a menudo. En cuanto te das cuenta, ya ha cogido el teléfono y la oyes preguntar: “¿Alfredo, por favor? De la sección de créditos”
- Bueno – decidí soltarla, antes de que me dijese a qué hora se acostaban – es mejor así. Espero que le vaya bien, ya que conmigo no pudo ser. No le digas a Luisa que me has visto. Me temo que por ahora no querrá saber nada de mí. No sé por qué, porque yo lo único que deseo es que sea feliz.
Adopté una expresión compungida, y noté cómo Sara se ablandaba. Hasta me pareció que reprimía el impulso de alargar su mano para tomar la mía. Pensé que si le dedicaba media hora más de estrategia, no tendría por qué pasar la noche solo. Pero no tenía gran interés, así que dejé pasar la ocasión y me despedí.
Al día siguiente, la misión a cumplir era presentarme en el Banco Industrial a pedir un préstamo. Y si podía ser, que me atendiese Alfredo. Un amigo me había hablado de él, expliqué. Tuve que esperar que acabase con otros clientes, una pareja mayor, y mientras tanto lo observé disimuladamente. Qué curioso, incluso alguien tan poco perspicaz como Sara había sabido identificarlo. Sólo por el modo de escuchar y la postura, ya se veía que era amable, pero serio. Daba la impresión de ser responsable, trabajador y buena persona. En pocas palabras: todo lo que yo no soy. Me pareció el tipo de persona para la que el amor físico es un privilegio que se alcanza, no una tentación que se propone. Luisa se iba a aburrir de él en dos meses, tal vez menos. Seis semanas, no les daba más.
Pero no me bastaba. Aunque el aburrimiento acabase con su relación, Luisa siempre podía recapacitar más adelante, plantearse si no valía la pena volver a intentarlo. Alfredo era el tipo de persona con el que las mujeres piensan en una relación estable. No, aquello tenía que acabar de mala manera, sin posibilidad de reconciliación. Y yo ya sabía cómo lograrlo.
Cuando por fin me atendió, dije que me lo habían recomendado, pero fui deliberadamente poco preciso. Ya hablaríamos luego, primero tenía que ganarme su confianza. Le hablé de un préstamo que solicitaba para efectuar unas inversiones en bolsa. Insinué que disponía de informaciones seguras, bla, bla, bla. Resultaba una propuesta arriesgada, atrevida y nada conservadora, pero posible. Y las garantías que yo ofrecía eran casi las necesarias. Había medido, hasta donde me era posible, los pros y los contras, hasta llegar a una situación dudosa, lo suficiente como para que fuera difícil tomar una decisión. Quería asegurarme de que la cosa duraría más que una entrevista.
Casi había acabado de exponer mi caso cuando sonó el teléfono. Me pidió disculpas, descolgó, y al ver cómo le cambiaba la expresión y el tono de voz, comprendí que estaba hablando con Luisa.
Perdona, pero estoy con un cliente – dijo.
Yo le hice un gesto con la mano, indicándole que no tenía prisa, y que podía hablar todo lo que quisiera. Le hacía un flaco favor, y lo sabía. Tener que hablar con ella sabiendo que yo lo escuchaba era una situación bastante violenta. Y más aún, conociendo el tipo de cosas que Luisa era capaz de soltar por teléfono. Cuando colgó, me dedicó una tímida sonrisa de agradecimiento.
- Era Luisa, ¿verdad? – dije yo. Había decidido empezar el juego.
- Pues sí – dijo sorprendido - ¿La conoce? Pero, si usted se llama... claro, no me había dado cuenta.
De repente, se puso rígido. Acababa de darse cuenta de que estaba hablando precisamente con el anterior novio de Luisa, alguien probablemente despechado.
- Por favor, no se sienta violento – le dije – Estas cosas es mejor tomárselas razonablemente. Somos adultos, y civilizados, ¿no es cierto?
Asintió, titubeante.
- No se preocupe – continué – No soy un resentido, y les deseo toda la suerte del mundo. Conmigo no pudo ser, y espero que con usted lo sea.
No sabía cómo tomarse mis palabras. Para disolver sus dudas, adopté la sonrisa inocente que tantos éxitos me ha proporcionado.
- Vamos, somos adultos – repetí – Y dentro de unos días va a ser el cumpleaños de Luisa. Permítame hacerle un par de sugerencias. A ella le encantan los animalitos de porcelana. Si es un conejito, mucho mejor. Y la vuelven loca los bombones con un poquito de aroma a mandarina.
Un tanto sorprendido aún, me dio las gracias, sonriendo. Bueno, el primer paso ya estaba dado. Ahora tocaba esperar, que él viese la expresión ilusionada de Luisa al ver el conejito. Y en cuanto a los bombones, Luisa no se atrevería a decirle que los detestaba. Su relación apenas había empezado, y era demasiado pronto para eso. Pero ahí quedaría el hecho, y sería algo que ella podría reprocharle en los malos momentos.
El asunto de mi crédito tenía el grado de riesgo suficiente para que no me dijesen que sí enseguida, pero también el respaldo necesario para que no me dijesen que no. Había que consultarlo, y el consejero delegado salía de viaje al cabo de dos días. Alfredo me prometió que intentaría que todo quedase resuelto antes. Le pedí el teléfono para poder llamarlo, y no tener que desplazarme hasta allí.
Dejé pasar los dos días que faltaban para que el consejero delegado se marchase. Y dejé pasar el cumpleaños de Luisa; lo llamé al día siguiente. Esperaba notarle una voz soñolienta por los efectos de la celebración, pero no fue así. Por más que por dentro podía estar cayéndose a pedazos, nada lo iba a delatar. Pregunté por mi crédito. Tal como sospechaba, no había habido tiempo antes del viaje, y el consejero no volvía hasta una semana más tarde, así que... Pregunté por Luisa, y él, amable, me comentó que el día anterior había sido su cumpleaños, como si yo no lo supiese.
- Por cierto – añadió, recordándolo de golpe – gracias por el consejo. Le encantó el conejito de porcelana que le regalé. En cambio, me pareció que los bombones no acababan de gustarle.
- Habrá cambiado de gustos – dije – Ya conoce a las mujeres. Tenga paciencia con ella. Es encantadora cuando quiere, pero...
Solté algunas banalidades sobre los defectos de Luisa, para darle un aire de intrascendencia a la conversación. Y paso a paso, paulatinamente, con la impunidad que me daba el teléfono, empecé a detallar qué tipo de caricias íntimas prefería ella. Alfredo, tal como esperaba, resultó ser demasiado educado para colgar el auricular. Y yo intentaba firmemente no parecer ofensivo, aunque sin dejar de ser claro. Debió pasar un mal rato, aunque nadie más que él podía oir lo que yo le decía. Finalmente, me despedí y colgué.
Le acababa de dar unos cuantos trucos para que Luisa se volviese loca por él, y eso, aparentemente, iba en contra de mis intereses. Tanto más cuanto que yo sabía que los iba a poner en práctica. Alfredo, creí haberlo calado, era un perfeccionista, incapaz de dejar pasar una oportunidad de mejorar algo. Pero al mismo tiempo, yo sabía que mientras realizase mis consejos, no podría eludir el pensamiento de que no era el único que conocía aquel secreto. Y cuanto más efectivo fuese, cuanto mejor reaccionase Luisa, mucho peor para él. Sí, le había dado armas, pero a costa de plantarle la semilla de los celos. Cada suspiro, cada estremecimiento de Luisa trabajaría para mí, le recordaría cuánto había sido ella capaz de dar a otro, al otro, que era yo. Un tipo al que por otra parte no podía perder de vista.
De todas formas, no dejaba de ser un juego arriesgado. El corazón es un terreno resbaladizo, en el que cada movimiento te puede llevar en la dirección contraria a la que pretendías. No podía fiarme de Sara para saber qué estaba pasando; ella sólo tenía contacto con Luisa. Unos días más tarde, fui a espiarlos, en el momento en que él recogía a Luisa a la salida del trabajo. Él parecía serio; le dio a ella un beso fugaz en la mejilla, y empezaron a caminar con buen ritmo. Luisa intentaba tomarle la mano, que él retiraba. Las cosas iban mejor de lo que me esperaba. No paseaban, no sonreían, no eran felices; habían discutido, seguro.
Al día siguiente se habrían reconciliado, probablemente. Y al día siguiente volvía a llamar a Alfredo. Sintiéndolo mucho, no podían concederme el crédito. Se le notaba un cierto alivio al saber que podía por fin perderme de vista. Yo aproveché ese estado de ánimo que le hacía descuidar la guardia, y volviendo a mis confidencias, le hablé por última vez de Luisa. Y volví a mentirle, detallándole una serie de prácticas íntimas para satisfacerla, cosas que yo sabía que ella detestaba.
No hice más. El resto era cosa de ellos. Alfredo probaría a seguir mis indicaciones, y ella respondería con fastidio o con rechazo. Con eso bastaría. Tal como he dicho, Alfredo era un perfeccionista, más obsesionado por los fallos que por los aciertos. Y al fallarle algo, no podría dejar de preguntarse por qué. ¿Tal vez porque “eso” hacía que Luisa se acordase de mí? ¿Tal vez no sabía hacerlo correctamente?
No, pensaría él, no podía competir conmigo. Los primeros consejos, los fáciles, había podido seguirlos, pero en los últimos, los más importantes, no había estado a la altura. Luisa, sin duda, aún pensaba en mí. Posiblemente, Alfredo, en un intento de arreglar las cosas, le regalaría a Luisa una nueva remesa de bombones de mandarina, y esa sería la gota que colmaría el vaso. Luisa, consciente de lo que se jugaba, estaría tensa y nerviosa, y no se le ocurriría tener paciencia. Tener que tragar un par de bombones y aprentar que le gustaban podía pasar, si la relación estaba empezando. Pero que él cometiera semejante error, después de todo lo que había pasado entre ellos, era imperdonable.
Claro está que Luisa no le había dicho nunca que no le gustaban. Pero él tendría que haberse dado cuenta. Si no era capaz de adivinarla, si había que explicárselo todo, ¿qué gracia podía tener Alfredo? A la larga, resultaba ser igual que todos, nada especial.
En resumen: las cosas salieron como yo esperaba, y Luisa vuelve a estar conmigo. No me hago ilusiones: lo nuestro durará lo que dure, y ni un día más. Una vez más, he triunfado, he conseguido lo que quería. Casi podría decir que soy provisionalmente feliz. Y lo único que me molesta, como una piedra en el zapato, es un pensamiento insidioso que no consigo desechar.
Porque cuando estoy con ella, no puedo dejar de pensar que Alfredo le hizo las mismas caricias que yo le hago. No son obsesiones: yo mismo le expliqué cómo hacerlo. Y tal vez él lo hacía mejor que yo. Cuando Luisa gime y se agita, ¿qué otros momentos está recordando? ¿Tal vez los que pasó con él? A pesar de lo mal que acabaron, ¿no deseará a veces que yo fuera él?
Pero no debo pensar en eso. Es absurdo, es perverso, y lo único que logro es hacerme daño. Se acabó. Basta.
Y sin embargo...
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