miércoles, octubre 08, 2008

Libertad

El cuento de hoy interrumpe la serie de los fantasmas de la torre. No sólo en el blog; también ha interrumpido la lista de cosas que tenía pensado escribir. Pero en el fondo, escribir es a veces estar a la caza de ideas, y ésta no quise dejarla escapar. Quizás (no prometo nada) continúe con la igualdad y la fraternidad. Ya veremos.

LIBERTAD

Podía decirse que yo era todo un triunfador. Tenía un puesto directivo en una importante empresa, con un sueldo que la gran mayoría habrían considerado escandaloso, de haberlo conocido. Vivía en una confortable casa, en la parte alta de la ciudad. En el garaje de esa casa había tres coches: un deportivo, para divertirme; un gran turismo, para más vestir, y un todo terreno, para las excursiones. Y en cada uno de ellos había llevado a varias novias. A pesar de mi tren de vida, aún me sobraba algo de dinero. Pero no lo tenía guardado en un banco, como habría hecho un pobre. No, estaba colocado inteligentemente en fondos de inversión que me daban sus buenos dividendos.

Claro está, uno no llega a tener todo eso sin esfuerzo. Mejor, dicho, sin habilidad. Pero yo siempre tuve el convencimiento de que si uno desea algo intensamente, acaba por encontrar la manera de conseguirlo. No hice mi primer millón antes de los treinta; pero sí antes de los treinta y cinco. Y por aquel entonces, nada hacía prever que las cosas podían cambiar.

En un mismo día, ocurrieron dos cosas que fueron la causa de todo. Por la mañana, Julia, que llevaba seis meses viviendo conmigo, me preguntó si de verdad la quería tanto como para comprometernos oficialmente. Y más adelante, casarnos, omitió. Por suerte, yo debía salir en viaje de negocios, y conseguí aplazar la respuesta hasta mi vuelta. Y por la tarde, me llamó mi agente de bolsa para avisarme que existía el peligro de que perdiese mucho dinero en una operación arriesgada, pero muy jugosa.

Esa noche apenas dormí. Estaba nervioso, inquieto, angustiado. Y no me gustaba estar así. Tenía dos problemas, y me resistía a admitir las soluciones que podía adoptar. No quería perder a Julia; pero aún menos quería comprometerme. No quería asustarme y renunciar a unas posibles ganancias; pero tampoco quería perder dinero. Podría haber reaccionado como hacen muchos: si no te gusta la solución de un problema, si no puedes aceptarla, no admitas que existe el problema. Pero, por alguna razón, no lo hice.

Analizando mi situación, me dí cuenta de que me sentía atrapado, prisionero. Y me dije que lo que me faltaba era libertad. ¿Por qué mi tranquilidad de ánimo tenía que depender de una mujer? ¿O de unos cuantos billetes? No, no podía ser, no debía ser. La libertad era el objetivo supremo. Recordé que nunca me había permitido enredarme en las drogas. Y no había sido por dinero; eso no me preocupaba. Pero el vicio, cualquier vicio, es siempre un mal negocio. Ya lo había visto en alguno de mis amigos. El vicio te promete mucho y te da muy poco. Te promete placer, y acaba dándote sólo alivio. Acabas dependiendo de él. Y lo poco que te da, te lo cobra muy caro. No sólo en dinero; a veces se lo cobra en salud. Y siempre, siempre, se lo cobra en libertad. Por eso, porque había visto en otros lo que hace, me había vuelto tan cínico que ya no creía en el vicio. Hay que ser un poco ingenuo para creer en eso.

Pero si esa actitud me había librado de la droga, ¿no podía servirme para librarme de lo demás que me oprimía? Claro que no podía comprometerme con Julia. Ni siquiera enamorarme de ella, si es que no lo estaba ya. Pero no tenía por qué hacerlo. Especialmente, porque eso significaría perder una parte de mi libertad: no poder decidir mis sentimientos. Alegrarme con ella, y entristecerme con ella. No, no quería eso, quería ser libre. Y en cuanto al dinero, no podía esclavizarme. Que una cotización se derrumbase no podía amargarme el día.

Como es lógico, rompí con Julia. Y a partir de ese momento, empecé a mirar con cierta prevención a las demás mujeres. Ya no las perseguía, porque cualquiera de ellas podría volver a ponerme contra las cuerdas. Es absurdo suponer que puedes encontrar alguna tan tonta que no aspire más que a pasar un buen rato. O aspira a más, y en eso no es nada tonta, o aspira sólo a eso, y lo sabe, y difícilmente se le puede llamar tonta, si sabe lo que quiere. Es posible que existan mujeres tontas; pero aún no he conocido a ninguna.

En cuanto al dinero, me despreocupé de él, y como es lógico, no tardó en desaparecer. Me quedé sin ahorros, como me había quedado sin novia. Pero no me importaba: era libre. Aún conservaba mi trabajo, y seguía cobrando mucho. La verdad es que cada vez menos, porque me había invadido una cierta desgana. Eso de estar esclavizado tantas horas al día, pendiente de acuerdos, gestiones, llamadas y reuniones empezaba a cansarme. Ese sentimiento no es sólo propio del obrero de una cadena de montaje. Difícilmente llegaba a cubrir los objetivos de la empresa, y a la hora de los ascensos y las revisiones de salario, ya no era de los primeros de la lista. Para mantener mi tren de vida, tuve que empezar a desprenderme de cosas. Vendí los coches, despedí a buena parte del servicio. Pero lo que para otro habría sido un sacrificio, para mí era un alivio. Cada renuncia era una liberación, algo menos de lo que preocuparme.

Finalmente, tuve que mudarme a una casa más pequeña. Y cuando me despidieron del trabajo, a un piso. Tardé algún tiempo en encontrar otro trabajo, y el que conseguí no me satisfacía. Al llegar a casa, la situación no me animaba. Me preocupaba llegar a final de mes. Mi guardarropa no era ni sombra de lo que había sido. Casi sin darme cuenta, había empezado a volverme pobre. Y me dí cuenta de que los pobres no es que sean precisamente más libres.

Sin embargo, yo tenía una ventaja. No tenía familia, nadie por quien preocuparme. De eso me había librado. Y también tenía un objetivo, que se había convertido casi en una obsesión: ser cada vez más libre. Finalmente, me harté y me despedí del trabajo. Ya no estaba obligado a levantarme cada día y pasarme ocho horas pendiente de cosas absurdas y sin sentido para mí. Cuando tuve que vender el piso, me trasladé a una pensión. Pero mis años de soledad me habían incapacitado para seguir tantas normas. Y también tuve que librarme de eso.

Ahora soy lo más libre que puedo ser. En esta época, en verano, no se está tan mal al aire libre, durmiendo en el parque o bajo el puente. Lo malo es el invierno. Y conseguir comida, que últimamente se está poniendo difícil. Suerte que siempre hay algún alma caritativa que te da una ayudita. Y usted, caballero, ¿no me daría algo?
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