viernes, octubre 05, 2007

Caducidad

Después de un largo tiempo sin actualizar el blog, aquí estoy de nuevo, y posiblemente empiece una nueva etapa en la que vuelva a escribir. Para empezar, un pequeño escrito que no pretende revivir el síndrome postvacacional de los del hemisferio norte, aunque pueda parecerlo:

CADUCIDAD
Al regreso de sus vacaciones, Ernesto abrió la puerta del frigorífico y examinó su contenido. En uno de los estantes, descubrió un yogur, olvidado allí desde hacía un mes. Leyó la fecha; "consumir preferentemente antes de" indicaba el día culminante de las fiestas del pueblo de sus padres, quince días atrás. ¡Qué recuerdos! Sensaciones y emociones que no iban a volver. El yogur fue a parar a la basura.
Al día siguiente, en el servicio de reparaciones, a Ernesto se le presentó un muchacho que llevaba bajo el brazo lo que parecía un aparato combinado: radio y reproductor de cassette. Cuando lo depositó en el mostrador, Ernesto descubrió que además, incorporaba una pequeña pantalla de televisión.
-¿Qué le pasa? – preguntó Ernesto.
- Es la tele – dijo el muchacho – No funciona.
- ¿Pantalla blanca o pantalla negra?
- Es en blanco y negro.
- No pregunto eso – explicó Ernesto – Cuando lo pone en marcha, ¿sale nieve en la pantalla? ¿O no sale nada?
- No sale nada. Antes salía un puntito blanco, en el centro, pero ahora, ni eso.
- Mire – Ernesto ya había llegado a una conclusión – me temo que no vale la pena repararlo. ¿Hace mucho que lo tiene?
- Sí, mucho. Yo era un crío.
Para Ernesto, que ya pasaba de los treinta, el muchacho seguía siendo un crío. Seguro que aún no había cumplido los veinte.
- Seguramente se habrá quemado el tubo – dijo Ernesto – La pantalla, quiero decir. Y no voy a encontrar recambios. Ya no se fabrican tubos, pantallas de estas. Ahora ya todo son pantallas planas. Y ya no digamos si es en blanco y negro.
Ramón asintió, antes de recoger el aparato y salir con él a la calle. En el fondo, no había albergado muchas esperanzas de que tuviera arreglo, pero era un fastidio. Aquel trasto le había dado bastantes horas de independencia durante las vacaciones, sin verse obligado a contemplar la tele familiar en el apartamento de la playa.
Apenas había llegado a casa, cuando un zumbido en su teléfono de bolsillo lo advirtió de que tenía un mensaje. Era de Patricia, la chica que había conocido durante el verano. Hizo una mueca de disgusto. En el fondo, le parecía que Patricia era una pesada, además de una ingenua. Lo único que tenía de bueno es que era poco exigente, y al menos, se dejaba. Tal vez por simple cortesía valía la pena contestarle, pero nada de quedar con ella, eso no.
Al recibir la respuesta, Patricia suspiró. Se negaba a admitir que Ramón fuera uno de esos que sólo buscaban un lío de verano. Pero la situación era clara: Ramón le decía que tenía que preparar los exámenes, que iba a estar muy ocupado, que tal vez más adelante... Excusas.
Le resonaban en la mente las palabras de su madre: "Hija, no te vendas barata. Hazte valer. No se lo regales al primero que pase, que tú te mereces más que eso". ¡Pobre mamá! Esas eran ideas que podían haber sido válidas en su época, pero ¿ahora? La competencia era muy dura, y "hacerse valer" equivalía a dejar que viniese otra, más resuelta y con menos reparos, y se llevase al chico. No, Patricia sólo se había equivocado al fijarse en Ramón, y no en la forma de comportarse.
Laura repasaba los vestidos del armario, al tiempo que daba vueltas a otros asuntos en segundo plano. Desde luego, era preciso renovar gran parte del vestuario. Sólo se podían salvar dos o tres clásicos, de esos que no pasan de moda. Los que menos le gustaban, precisamente, y por eso mismo, estaban casi nuevos. Pero los que le daban mejor aspecto y le habían permitido ir más a la moda, esos estaban condenados al retiro. Nada es más anticuado que lo del año pasado. El que lleva una prenda de hace cinco o diez años, puede ser original, o el precursor de una tendencia que vuelve. Pero el que se viste como hace dos años, es que sencillamente no tiene recursos. Patricia, últimamente, parecía un poco apagada. Seguramente, por culpa del muchacho con el que había tonteado durante el verano. Lo mejor era que se la llevase de compras. Y en lo referente a Antonio, su marido, con el que las cosas no iban demasiado bien, ya pensaría en él en otro momento.
Antonio, conduciendo de regreso a casa, revisaba mentalmente la conversación que había tenido con Marisa. Conversación que se podía resumir en muy pocas palabras: "No me llames más. Lo nuestro se ha acabado". Pero Antonio se preguntaba si eso era todo. Mejor dicho, si era posible que todo hubiera ocurrido tan deprisa. Desde la primera y cautivadora sospecha de una posible atracción, el despertar de un mutuo interés, luego el arrebato de unos encuentros inesperados, más tarde la premeditación de fechas y horas, finalmente la regularidad, todo eso, ¿hacia dónde había volado? Claro está que ya no los envolvían las llamaradas de las primeras veces, pero la calidez no se había perdido, al menos por parte de él. Lo más doloroso para Antonio no era la pérdida física. Una relación sexual nunca es solamente sexual, siempre incluye algo más. En el peor de los casos, la dominación, y en el mejor, el amor. Aunque para él, el premio era otro: la sensación de haber estafado al tiempo, de no sentirse próximo a ser descartado, algo que Antonio veía como una sombra cada vez más cercana. Laura, su mujer, por poner un ejemplo, hacía tiempo que no lo veía como una persona, sino como una institución: el marido. Pero, ¿qué ocurría con Marisa? ¿Qué debía haber pensado ella?
Para Marisa, la cosa estaba clara. Era el momento de romper, de acabar con una relación que no iba a ningún sitio. Y el momento era ahora, antes de que se hubiese instalado la costumbre, que ya asomaba la nariz. Además, que Alberto se mostraba cada vez más insistente, y podía ayudarla mucho a progresar en el trabajo. Que quisiera ayudarla o no, era algo que estaba fuera de cuestión. Un hombre puede acabar acostándose con una mujer a la que odia, pero a la larga, es incapaz de odiar a la mujer con la que se acuesta, casados aparte. La mayoría no tienen suficiente espacio interior como para que les quepan ambos sentimientos. Sí, definitivamente, Alberto era una buena apuesta.
Alberto estaba de mal humor. Ser el jefe de personal de la empresa no era una tarea agradable, y hoy prometía ser uno de esos días en los que se hacía más evidente. Era en vano que se dijese que eran esos días, precisamente, los que justificaban su sueldo. Desde que la empresa había sido absorbida, era un secreto a voces que tarde o temprano habría un reajuste de personal. Tener que despedir a Marisa no lo preocupaba mucho; la chica no tardaría en encontrar otro trabajo. Pero lo de Antonio, bien mirado, era una canallada. Con la edad que tenía, si se caía del barco era casi imposible que pudiera volver a subir. En vano se decía Alberto que él no hacía más que cumplir órdenes, su inquietud no se disipaba. Si hubiera sido religioso, como lo era su padre, tal vez habría rezado. Pero las creencias de su padre, tuviesen o no sentido, ya no servían hoy en día. No te hacían ser más competitivo, ni te llevaban al éxito, ni siquiera te hacían progresar socialmente. Alberto sacudió la cabeza, levantó el teléfono y le dijo a Antonio que fuese a verlo. Mejor empezar con lo peor, lo de Marisa sería más fácil.
Éste no es el final de la historia, pero sí del relato. Tal vez no valga la pena continuarlo. Sobre todo, teniendo en cuenta que al cabo de un par de horas, o de días, el ocasional lector ya lo habrá olvidado.

2 Comments:

Blogger Lahetaira said...

Podría ser, porque los humanos somos volubles y brincamos de ua historia a otra sin remordimientos.. ¿Pero no es la esperanza del escritor que cuando menos se le habite por un rato?

Me gustó mucho, un beso.

4:52 a. m.  
Anonymous Anónimo said...

El desdén, cada vez más común en nuestros días.

1:53 p. m.  

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