Instrucciones para el supermercado
La entrada de hoy no es un cuento, sino un pequeño manual. Espero que sea de utilidad para alguno, o que haga reflexionar a alguien. Que lo disfruten.
INSTRUCCIONES PARA EL SUPERMERCADO
La vida moderna nos ha traído cierto número de nuevas actividades, que por falta de información, no siempre se efectúan adecuadamente. Este pequeño escrito intenta disipar algunas dudas sobre una función tan básica como la de ir a comprar a un supermercado.
Lo primero que conviene aclarar, es que ir al supermercado no es tan solo una necesidad, sino una actividad social. Todos hemos visto esos personajes solitarios, apresurados y seguramente amargados que circulan rápidamente por los pasillos, cargándose con no más de media docena de artículos, que llevan en brazos, como si temieran que se los robasen, que se dirigen directamente a la caja rápida (máximo 10 artículos), dan el importe exacto, para no tener que esperar el cambio, y se van como si temiesen que alguien los vea. No seamos como ellos.
No. Se trata de una actividad social, ya lo he dicho, y todo empieza por no ser egoístas y compartir el placer que ello conlleva. Vayamos con la pareja, con la suegra, con el cuñado y con los niños. Si uno no tiene niños, se los puede pedir prestados al vecino; si son traviesos, tanto mejor: el vecino estará encantado de librarse de ellos por un rato, y nos deberá un favor. Uno debe sentir el orgullo de dirigir una tribu, y entrar en el súper con tres o cuatro carros, preferentemente guiados por los niños. Algún día tienen que aprender a manejarlos, ¿no? No importa que atropellen a algún cliente, todo el mundo comete errores. Es posible que se peleen entre ellos para llevar el carrito, y en estos casos, lo mejor es seguir el instinto y darle la razón al que más grite. (para reforzar su autoestima)
Otro punto que conviene tener en cuenta es que somos personas sociables, alegres y dicharacheras. No vamos a ir en fila india, como si estuviéramos en las minas de sal. No, lo mejor es ir con los carros uno al lado del otro, para poder conversar. Y no hagamos ni caso de esos que sólo van al súper a comprar y no a disfrutar de la vida, que seguramente se quejarán de que no los dejamos pasar. Hay que ser comprensivo. Ante el espectáculo que estamos dando, expansivos, conversando, con los niños peleándose, es lógico que sientan una envidia mortal, pobres desgraciados.
Uno tiene el derecho a cargar en el carro, digamos, unas latas de cerveza, las primeras que encuentre, para asegurar la provisión. Y evidentemente, tiene también el derecho de comparar precios y decidirse por otras que son más baratas. Alguno pensará que lo que debe hacerse es volver a dejar las primeras donde estaban, pobres infelices. El súper tiene unos empleados, que se encargan de colocar las cosas en su sitio. ¿Qué es lo que pretenden? ¿Qué esos empleados sean innecesarios? ¿Qué los echen a todos a la calle, y se queden sin trabajo? No, seamos solidarios, dejemos las latas de cerveza que ya no queremos en cualquier sitio y no les robemos a los pobres empleados su justificación para el puesto.
En algunos súper, existe un mostrador de carne, verdura, pescado, o lo que sea, con unos números para el turno. Si hay mucha gente, lo mejor es tomar uno de los números y continuar el recorrido, ya volveremos. De acuerdo, así se corre el riesgo de que nos haya pasado el turno cuando volvamos, pero se gana en amenidad. Y si se da el caso, uno debe ser inflexible: el número, aunque sea un número ya pasado, da un derecho inalienable a ser atendido, y a comprar durante tanto rato como uno quiera.
No nos escondemos por el hecho de ser sociables. Si el cuñado quiere explicarnos el partido de fútbol del pasado domingo del principio al final, el mejor lugar es la encrucijada de dos pasillos; que todo el mundo nos vea, como estamos pendientes de él y le hacemos caso. ¿O acaso no es más importante la atención personal que el tiempo que uno pierda en el súper?
No seamos tacaños: carguemos bien el carro. Quién sabe cuándo volveremos (seguramente, mañana). Aunque un carro lleno puede ser más caro que uno medio lleno, el que algo quiere, algo le cuesta. Y el orgullo que sentiremos al pasar por caja (y la expresión de horror del que vaya detrás nuestro) es algo que no tiene precio. Si un chiquillo quiere abrir, por ejemplo, una bolsa de patatas fritas, dejemos que lo haga, criatura. No importa si la mitad se derrama por el suelo, para eso están las empleadas de la limpieza.
Todo lo bueno se acaba, y la compra en el súper no es una excepción. Pero no nos equivoquemos: el momento de la cola puede ser uno de los más fértiles en emociones. En principio, se sabe que en el súper, uno se puede encontrar con todo tipo de gentes, jóvenes y viejos, ricos y pobres, y la clasificación más importante: lentos y rápidos, apresurados y tranquilos. Hasta ahora, nadie ha sabido explicar la misteriosa ley física por la cual, el tranquilo siempre está delante nuestro y el apresurado detrás de nosotros. Que dicha ley no haya sido explicada no quiere decir que no debamos respetarla. Por consiguiente, seamos impacientes mientras no sea nuestro turno, y tranquilos en cuanto nos toque.
Es más conveniente pagar con tarjeta de crédito, preferiblemente esa que está rayada y que ningún cajero reconoce; no hay que perder la esperanza de que las cosas se arreglen algún día. Si no se puede pagar con tarjeta, conviene llevar billetes del mayor valor posible; es una obligación del súper disponer de cambio. Y nada de facilitar las monedas; no estamos para perder el tiempo. Evidentemente, resulta un signo de distinción no entender el total a pagar que nos ha dicho la cajera, y obligarla a repetirlo. Algunos con mucha clase, se lo hacen repetir dos veces. No se aconseja tampoco empezar a llenar las bolsas antes de haber pasado el último artículo. Esas cosas aún no son nuestras, porque no las hemos pagado (y quién sabe si podremos hacerlo), luego no son nuestra responsabilidad. Cuando hayamos pagado, y no antes, colocaremos las compras en bolsas, y de ahí al carro.
Bueno, ya está el carro cargado, ya podemos dirigirnos al coche y cargarlo con toda la compra, discutir con la pareja acerca de si valía la pena o no gastar tanto en bebidas o perfumería. Pero la perspectiva del final de un día perfecto se acerca. ¿Cómo conjurarla?
Fácil. Seguro que nos hemos olvidado algo. Una vez descargados los carros, podemos volver a entrar, ante el estupor de las gentes. Si se escucha atentamente, aún se puede oir el eco del suspiro de alivio de cuando nos hemos ido antes. Vana ilusión, hemos vuelto. Y no nos importa que esté cercana la hora de cerrar, hemos venido a quedarnos, y a comprar todo lo que nos apetezca, aunque maldita la falta que nos hace.
Bueno, este es el final de mis recomendaciones. Aunque ahora me asalta una duda. ¿Era realmente necesario escribirlo? Y lo digo solamente, porque si repaso mi experiencia personal, cada vez hay más personas que siguen estas instrucciones casi al pie de la letra...
INSTRUCCIONES PARA EL SUPERMERCADO
La vida moderna nos ha traído cierto número de nuevas actividades, que por falta de información, no siempre se efectúan adecuadamente. Este pequeño escrito intenta disipar algunas dudas sobre una función tan básica como la de ir a comprar a un supermercado.
Lo primero que conviene aclarar, es que ir al supermercado no es tan solo una necesidad, sino una actividad social. Todos hemos visto esos personajes solitarios, apresurados y seguramente amargados que circulan rápidamente por los pasillos, cargándose con no más de media docena de artículos, que llevan en brazos, como si temieran que se los robasen, que se dirigen directamente a la caja rápida (máximo 10 artículos), dan el importe exacto, para no tener que esperar el cambio, y se van como si temiesen que alguien los vea. No seamos como ellos.
No. Se trata de una actividad social, ya lo he dicho, y todo empieza por no ser egoístas y compartir el placer que ello conlleva. Vayamos con la pareja, con la suegra, con el cuñado y con los niños. Si uno no tiene niños, se los puede pedir prestados al vecino; si son traviesos, tanto mejor: el vecino estará encantado de librarse de ellos por un rato, y nos deberá un favor. Uno debe sentir el orgullo de dirigir una tribu, y entrar en el súper con tres o cuatro carros, preferentemente guiados por los niños. Algún día tienen que aprender a manejarlos, ¿no? No importa que atropellen a algún cliente, todo el mundo comete errores. Es posible que se peleen entre ellos para llevar el carrito, y en estos casos, lo mejor es seguir el instinto y darle la razón al que más grite. (para reforzar su autoestima)
Otro punto que conviene tener en cuenta es que somos personas sociables, alegres y dicharacheras. No vamos a ir en fila india, como si estuviéramos en las minas de sal. No, lo mejor es ir con los carros uno al lado del otro, para poder conversar. Y no hagamos ni caso de esos que sólo van al súper a comprar y no a disfrutar de la vida, que seguramente se quejarán de que no los dejamos pasar. Hay que ser comprensivo. Ante el espectáculo que estamos dando, expansivos, conversando, con los niños peleándose, es lógico que sientan una envidia mortal, pobres desgraciados.
Uno tiene el derecho a cargar en el carro, digamos, unas latas de cerveza, las primeras que encuentre, para asegurar la provisión. Y evidentemente, tiene también el derecho de comparar precios y decidirse por otras que son más baratas. Alguno pensará que lo que debe hacerse es volver a dejar las primeras donde estaban, pobres infelices. El súper tiene unos empleados, que se encargan de colocar las cosas en su sitio. ¿Qué es lo que pretenden? ¿Qué esos empleados sean innecesarios? ¿Qué los echen a todos a la calle, y se queden sin trabajo? No, seamos solidarios, dejemos las latas de cerveza que ya no queremos en cualquier sitio y no les robemos a los pobres empleados su justificación para el puesto.
En algunos súper, existe un mostrador de carne, verdura, pescado, o lo que sea, con unos números para el turno. Si hay mucha gente, lo mejor es tomar uno de los números y continuar el recorrido, ya volveremos. De acuerdo, así se corre el riesgo de que nos haya pasado el turno cuando volvamos, pero se gana en amenidad. Y si se da el caso, uno debe ser inflexible: el número, aunque sea un número ya pasado, da un derecho inalienable a ser atendido, y a comprar durante tanto rato como uno quiera.
No nos escondemos por el hecho de ser sociables. Si el cuñado quiere explicarnos el partido de fútbol del pasado domingo del principio al final, el mejor lugar es la encrucijada de dos pasillos; que todo el mundo nos vea, como estamos pendientes de él y le hacemos caso. ¿O acaso no es más importante la atención personal que el tiempo que uno pierda en el súper?
No seamos tacaños: carguemos bien el carro. Quién sabe cuándo volveremos (seguramente, mañana). Aunque un carro lleno puede ser más caro que uno medio lleno, el que algo quiere, algo le cuesta. Y el orgullo que sentiremos al pasar por caja (y la expresión de horror del que vaya detrás nuestro) es algo que no tiene precio. Si un chiquillo quiere abrir, por ejemplo, una bolsa de patatas fritas, dejemos que lo haga, criatura. No importa si la mitad se derrama por el suelo, para eso están las empleadas de la limpieza.
Todo lo bueno se acaba, y la compra en el súper no es una excepción. Pero no nos equivoquemos: el momento de la cola puede ser uno de los más fértiles en emociones. En principio, se sabe que en el súper, uno se puede encontrar con todo tipo de gentes, jóvenes y viejos, ricos y pobres, y la clasificación más importante: lentos y rápidos, apresurados y tranquilos. Hasta ahora, nadie ha sabido explicar la misteriosa ley física por la cual, el tranquilo siempre está delante nuestro y el apresurado detrás de nosotros. Que dicha ley no haya sido explicada no quiere decir que no debamos respetarla. Por consiguiente, seamos impacientes mientras no sea nuestro turno, y tranquilos en cuanto nos toque.
Es más conveniente pagar con tarjeta de crédito, preferiblemente esa que está rayada y que ningún cajero reconoce; no hay que perder la esperanza de que las cosas se arreglen algún día. Si no se puede pagar con tarjeta, conviene llevar billetes del mayor valor posible; es una obligación del súper disponer de cambio. Y nada de facilitar las monedas; no estamos para perder el tiempo. Evidentemente, resulta un signo de distinción no entender el total a pagar que nos ha dicho la cajera, y obligarla a repetirlo. Algunos con mucha clase, se lo hacen repetir dos veces. No se aconseja tampoco empezar a llenar las bolsas antes de haber pasado el último artículo. Esas cosas aún no son nuestras, porque no las hemos pagado (y quién sabe si podremos hacerlo), luego no son nuestra responsabilidad. Cuando hayamos pagado, y no antes, colocaremos las compras en bolsas, y de ahí al carro.
Bueno, ya está el carro cargado, ya podemos dirigirnos al coche y cargarlo con toda la compra, discutir con la pareja acerca de si valía la pena o no gastar tanto en bebidas o perfumería. Pero la perspectiva del final de un día perfecto se acerca. ¿Cómo conjurarla?
Fácil. Seguro que nos hemos olvidado algo. Una vez descargados los carros, podemos volver a entrar, ante el estupor de las gentes. Si se escucha atentamente, aún se puede oir el eco del suspiro de alivio de cuando nos hemos ido antes. Vana ilusión, hemos vuelto. Y no nos importa que esté cercana la hora de cerrar, hemos venido a quedarnos, y a comprar todo lo que nos apetezca, aunque maldita la falta que nos hace.
Bueno, este es el final de mis recomendaciones. Aunque ahora me asalta una duda. ¿Era realmente necesario escribirlo? Y lo digo solamente, porque si repaso mi experiencia personal, cada vez hay más personas que siguen estas instrucciones casi al pie de la letra...
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