martes, marzo 27, 2007

Una Historia Cualquiera

El cuento de hoy habla de una pareja, algo que tiene un largo recorrido y un sentido más amplio del que muchos quieren admitir. La pareja, la pareja humana, en mi modesta opinión, es un hecho natural, es decir, anterior a cualquier ley y cualquier religión. Y en consecuencia, la única opción que tienen la ley y la religión, sean cuales fueren, es reconocer este hecho.

Pero la pareja, ahora mismo, es algo que parece estar en crisis, algo que está perdiendo rápidamente "poder de convocatoria". Podría argumentarse que es la tendencia de la época, que no es algo que nadie provoque, y posiblemente sea así. No parece que haya nadie interesado en que entre en crisis esa institución. Lo único que me hace dudar es que, si las personas viven solas en vez de vivir en pareja, se venderán el doble de frigoríficos, de televisores, de lavadoras... Pero son sólo elucubraciones. Dejo pues, la palabra al cuento.

UNA HISTORIA CUALQUIERA

Era incomprensible. Quiero decir, que yo no podía entenderlo. Que la señora Matilde y don Andrés se hubieran divorciado después de tantos años, era algo por lo que nadie habría apostado. Nadie que los conociera, claro. No había más que verlos: siempre iban juntos a todas partes, ella lo criticaba a él y él no decía nada. Estaba claro que se querían.
Ya no menciono que se habían acostumbrado el uno al otro, porque a la larga uno se acostumbra a todo. Y porque era algo más que eso. A juzgar por alguna reacción espontánea, había cosas que ya no necesitaban decirse. Cada uno de ellos había aprendido a adivinar cómo estaba el otro. No del todo, claro. Siempre hay una parte de nosotros que queda escondida; y tal vez, ni uno mismo sea capaz de verla del todo. Quizá no tuvieran mucho que decirse; pero aún se veían, no se habían confundido con una parte del mobiliario.
Como suele ser habitual, no se parecían en nada. Él era alto y ella bajita, él tranquilo y ella impaciente, ella locuaz y él callado. Esas diferencias complicaban su relación, seguramente. Pero las relaciones demasiado tranquilas pueden acabar resultando aburridas. Y a lo mejor, en el fondo uno no se empareja con la persona que le gusta tener al lado cuando las cosas van bien, sino con la que le conviene tener al lado cuando las cosas van mal.
Por todo eso, no se podía entender lo que había pasado. Y menos aún, teniendo en cuenta que eran de la vieja escuela, gente de orden, por no decir anticuados. De esos de cuando el matrimonio era para toda la vida. Es verdad que no hacía mucho que él había estado enfermo, muy enfermo, pero finalmente las cosas habían salido bien y se había recuperado. Y justo cuando todo había vuelto a la normalidad, va ella y pide el divorcio.
Porque había sido ella, de eso no hay duda. No había más que verlo a él. Alguien tan aplomado, tan sereno, y de repente, tan desconcertado. Las pocas veces que lo ví, antes de marcharse, se lo veía ausente, como si lo hubiese absorbido un problema que no sabía cómo resolver, ni como descartar.
De no haber sido por Luisa, mi mujer, jamás habría desentrañado el misterio, porque para mí era un misterio. Como digo, fue gracias a ella, que muy diferente de mí. Es muy discreta, y nunca se mete en nada. En cambio yo... no tengo nada más que recordar lo que pasó con mi tío Anselmo. Luisa insistía en que lo dejásemos tranquilo, pero a mí me parecía una aberración que a su edad aún no hubiese dejado el tabaco. Además, el hombre era muy testarudo, y de los tranquilos, que son los peores. No hacía nada más que decir que le daba igual. Tras mucho insistir y ponerme de acuerdo con sus hijos, no sé si llegamos a convencerlo, pero lo persuadimos y lo dejó. Todos respiramos tranquilos, porque éramos conscientes de que le hacíamos un favor al velar por su salud y darle más años de vida. Y lo mejor de todo es que perseveró. Cuando murió atropellado por el camión, hacía cerca de un año que ya no fumaba.
Luisa, en cambio, es de esas personas tan poco corrientes que no te juzgan, ni mucho menos te condenan. La consecuencia es que resulta fácil confiarse a ella. Más de una vez me ha comentado que está harta de que todo el mundo acabe explicándole su vida. La señora Matilde no fue una excepción. Se presentó un día en casa, cuando yo no estaba, a pedir no sé qué, aunque según Luisa, era una excusa, sólo buscaba poder hablar con alguien.
- Al principio estaba un poco nerviosa – me contó Luisa – pero luego se fue calmando. Me preguntó si no me había extrañado que se divorciasen, "a estas alturas", dijo. Le dije que sí, claro.
- No tenía otro remedio – dijo ella.
Tras una larga pausa, continuó:
- No podía seguir, después de lo que había pasado. Es curioso, nunca te imaginas que te pueda pasar algo así. Una pasa años y años, te haces a la rutina, y te crees que se han acabado los sobresaltos, y un buen día...
Nueva pausa.
- Cuando Andrés cayó enfermo, al principio no creímos que fuera tan grave. Yo me ocupé de organizarlo todo. No es mala persona, pero según para qué, es tan negado como todos los hombres.
"Ni me imaginaba que en poco tiempo, ya no me iba a preocupar de la organización, porque pasaba algo mucha más grave. Lo de Andrés no era ninguna tontería, y nadie parecía estar seguro de cómo podía acabar. En cualquier momento se nos iba.
"Todo fue muy complicado: trámites, análisis, esperas. Y por fin, nos dejaron solos en una habitación. Ya se había hecho todo lo posible, y sólo se podía aguardar. Era él quien tenía que reaccionar al tratamiento. Y a mí me tocaba quedarme allí, al lado de la cama, esperando. Casi no se movía, y apenas le oía respirar. Era una de esas que llaman "altas horas", pero que llevan números muy bajos. Y entonces me puse a pensar en lo que quería decir que se muriese.
"No es que pierdas los recuerdos. Lo que ha pasado, eso te queda. Y después de tantos años, hay un montón de recuerdos. Lo que de verdad te quitan, son las posibilidades. Ya no vas a poder verlo sonreir, o rebufar de fastidio. Ya no va a poder acompañarte de compras. De repente, te has quedado sin todas esas cosas que parece que no valgan nada, pero que no puedes vivir sin ellas. Porque vivir es eso.
"Eso te remueve por dentro. Y descubres sentimientos, ideas, que creías que se habían hundido hace mucho, y jamás ibas a volver a ver. Lo miré, parecía más tranquilo. Seguramente estaba inconsciente, y no podía oirme, así que hablé con total libertad. Le expliqué lo mucho que lo quería, lo mucho que lo necesitaba. Me despaché a gusto. No lo critiqué, no era necesario. Eso ya lo hacía yo cada día.
Otra pausa, mucho más larga. Había alguna lágrima en sus ojos.
- Total – continuó – que salió adelante. Le dieron una lista larguísima de cosas que debía evitar, tonterías en su mayor parte Por ejemplo, que no practicase deportes de riesgo. A su edad, y con lo apocado que es, ¿te imaginas?
"Y un día, cuando ya había vuelto todo a la normalidad, me dijo: "¿Sabes? Aquella noche en la clínica, oí todo lo que me dijiste".
"Yo me sentí como si me hubieran dejado con las vergüenzas al aire. Él siguió diciendo que él también me quería mucho, que me necesitaba, bla, bla, bla. Como es tan callado, las pocas veces que habla parece que diga cosas importantes, pero qué va.
"Esa noche hicimos el amor, algo que durante años habíamos ido dejando para otro momento. Y a la mañana siguiente, me lo planteé y me dí cuenta de que la única salida posible era el divorcio. Él sabía, lo sabía, pero eso no era muy importante. Seguramente, antes de aquella noche ya se lo imaginaba, que yo lo quería, que no seguíamos juntos sólo por costumbre. Pero ahora, yo sabía que él lo sabía.
"A partir de ahí, ¿qué iba a esperar él de mí? ¿Qué tenía que hacer yo? ¿Olvidarme de la edad que tengo, y comportarme como una loca? ¿Dedicarme a perseguirlo, hasta que me perdiese el respeto? ¿Volverme una gatita mansa, como si no tuviera sangre en las venas? A mí me enseñaron a tener vergüenza. Y sensatez. Una no puede ponerse en ridículo así, porque sí, y menos sabiéndolo.
"Por eso no tenía otra salida que el divorcio. No era, no podía ser una cuestión de orgullo. El orgullo es pecado. Pero sí que era una cuestión de dignidad. Él no lo entendió, nunca entiende nada. Pero yo ya estaba decidida.
- Antes de irse – me decía Luisa – me dijo: "Como yo me entere de que le has contado esto a alguien, subo y te mato". O sea, que no digas ni una palabra.
- Oye, Luisa – dije.
- ¿Qué?
- ¿Tú me quieres?
- No. Jamás. Ni se te ocurra – replicó ella, muy decidida.
Yo tenía que haber soltado alguna respuesta ingeniosa, si hubiese podido. Pero no pude, porque ella me estaba dando un beso de lo más apasionado, en medio de un abrazo muy, muy fuerte.
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