miércoles, diciembre 13, 2006

Lina (y 3)

Tercera y última parte de la historia, en la que se llega a un desenlace. Agradeceré cualquier opinión, favorable o no, sobre el cuento. Dado que hoy es el día de Santa Lucía, que puede considerarse oficialmente el inicio de la temporada de Navidad, la próxima entrega será un cuento de Navidad, a modo de felicitación para los lectores.

Jung habría hablado de inconsciente colectivo. Pero a Freud no le gustaba la línea que estaba siguiendo Jung. Él estaba dispuesto a admitir que había rasgos comunes en el inconsciente de todos, porque al fin y al cabo, la naturaleza humana es una, pero Jung parecía defender que cada grupo humano, cada cultura, había desarrollado una porción de inconsciente tribal o racial. Y a Freud, por lo que había visto, y por lo que veía venir, le parecía sumamente peligroso que alguien pudiera pensar que los judíos, por poner un ejemplo, tuviesen otros mitos, u otros sueños, que los arios, por decir alguien.
Volviendo a la filosofía hindú, a sus emanaciones y a su Brahma, surgió un nombre: Kali. Entonces supo por qué había empezado a escribir Lika con ka; porque ella era, simbólicamente, Kali, la diosa del amor y de la muerte. Sólo una encarnación, pero ¿de qué? ¿De los deseos reprimidos de Lina? Eso llevaba directamente a la otra pregunta: ¿por qué?
¿Qué sacaba Lina de todo aquello? ¿Afán de dominio, venganza, envidia? Sospechaba que su ridículo sueño era obra de Lina, pero ¿qué era, en realidad? ¿Una broma infantil? ¿Un simple accidente, de alguien que ni siquiera conocía su poder? Lica había traído la segunda parte del mensaje, así que cabía descartar un accidente. Había en ello premeditación. Lina, conscientemente (si es que podía aplicarse la palabra) quería hacerlo sentir incómodo, amargarle el día. Y lo había logrado, ciertamente. Lina tenía más poder del que aparentaba. No era de extrañar que los mocasines marrones de Roberto hubieran emprendido el camino de la huída.
Pero, ¿qué poder? ¿Qué hacía Lina, exactamente, y sobre todo, por qué? Las preguntas, apenas formuladas, se desvanecían, y parecían ridículamente abstractas. Ni siquiera podían formularse con claridad. Freud sabía mejor que nadie que a veces, las pasiones humanas son como el viento: algo que se nota, y de lo que incluso puede apreciarse su fuerza destructora, y sin embargo, no se ve, ni puede asirse con las manos. Pero él necesitaba pruebas, certezas.
Sabía que no tenía las manos vacías. Sabía, por ejemplo, por qué a Lica le habían gritado “Basta” al iniciar sus pasos de baile: porque había sabido romper el hechizo. Al tomar una iniciativa, cualquier iniciativa, había demostrado que no era una pobre niña indefensa y desnuda ante un sátiro impotente, que seguramente precisaba de aquella perversidad para excitarse. Pero aquel personaje patético era tan sólo un comparsa, en toda aquella historia.
¿Qué hacía Lina, exactamente? Al parecer, algo tan nuevo que ni siquiera había una palabra para describirlo. ¿Hacía a los demás, al menos a Lica, participar de sus sentimientos? ¿Los incriminaba en ellos? ¿O, simplemente, se los endosaba? Pregunta sobre pregunta, y confusión sobre confusión.
Freud durmió mal, aquella noche. En sus sueños, vió a Lina como la reina de las amazonas: una mujer con más poder del que los hombres admiten que pueda asumir una mujer, sin que ello la destruya. Se levantó inquieto y cansado. Y a primera hora de la tarde, se presentó Lina.
La entrevista empezó en un clima de tensión que ambos percibieron, aunque no lo mencionaron. Los dos sabían que aquella era la contienda final, de la que uno de ellos saldría derrotado. Y sin embargo, se saludaron, se dieron la mano, se sonrieron en un gesto de forzada cortesía. Lina se sentó de cara a la ventana, y Freud a su espalda.
- Y bien, Lina, ¿qué me dice? - empezó Freud, de forma impersonal.
- ¿Qué quiere que le diga? Nada nuevo.
- ¿Ha soñado, esta noche?
- Sí. Pero esta noche, he soñado con usted.
Freud decidió atacar:
- Vestido de hada no, espero.
Hubo una risita por parte de Lina. Tal vez Freud tenía alguna posibilidad. Tal vez podría lograr que Lina se confiase, y hablase lo suficiente como para conseguir una prueba documental, aunque sólo fuesen sus notas. Freud intensificó su ataque:
- ¿Por qué lo hace, Lina?
- ¿Por qué hago qué? - preguntó ella.
- Sabe de qué estoy hablando.
No había acabado de pronunciar la última sílaba, cuando tuvo la sensación, casi física, de que había alguien tras él. Alguien increíblemente fuerte y severo, como si el mismo Yahvé lo vigilase. Intentó sobreponerse. Conque así era como lo hacía. Algo casi inmediato, no gradual, como él había supuesto. Desde kilómetros de distancia, Lina estaba diciendo:
- ¿Por qué es tan difícil que la dejen tranquila, a una?
Freud casi no la oía. Luchaba con todas sus fuerzas para escapar de aquella sensación agobiante. Lina continuó:
- No sea malo, doctor Freud. No me haga ser mala, yo no quiero ser mala.
Freud seguía debatiéndose, y acertó a decir:
- Usted me necesita. Sin mí, esos sueños no dejarán de torturarla.
Casi inmediatamente, la sensación desapareció, aunque quedó la excitación y el cansancio de la pugna. Lina dijo:
- Muy bien. Usted lo sabe, no sé cómo. Pero lo sabe. O eso cree, porque usted no sabe nada.
- Sé lo que significa su sueño.
Lina hizo una pausa. El ambiente, de pronto, se calmó, y aquella volvió a ser una apacible y aburrida tarde inglesa.
- Continúe - dijo Lina, como si dirigiese la entrevista.
- Usted está perjudicando gravemente a su prima - dijo Freud, con precaución - Está a punto de anular su personalidad. Lica es fuerte, y hasta ahora se ha resistido. Es lo bastante sensata para admitir que no todos sus actos estén totalmente justificados. Pero usted es más fuerte. Lica ni siquiera es capaz de recordar los últimos actos que usted ha provocado, o inducido. Su personalidad consciente está a punto de naufragar. La está usted matando, Lina. Ese es el mensaje de su sueño.
Un escalofrío recorrió la sala, corroborando el diagnóstico de Freud. Lina, que tenía una pierna extendida, en actitud displicente, la retrajo, como si la hubiesen pillado en falta.
- No sabe usted nada, doctor Freud - repitió Lina - Nada de nada.
- Admitido - dijo Freud - Explíquemelo usted.
Lina reflexionó unos instantes, y luego comenzó, en un tono neutro:
- Las niñas buenas no hacen según qué cosas. Las niñas valientes no tienen miedo. Las niñas bien educadas jamás se enfadan. Te dicen todo eso, y te mienten. No te cuentan la verdad. Te advierten que no hables con extraños, pero jamás te dicen que las tentaciones pueden aparecer dentro de tí. Te enseñan a no fiarte de los otros, pero no a desconfiar de tí misma.
“Un buen día, se te ocurre una idea rara. ¿Por qué no romper un vidrio? Claro, ya sabes por qué. Pero en contra de lo que te han hecho creer, la respuesta no mata la pregunta. Y sigue ahí, molestando. Repitiéndose. ¿Por qué? ¿Por qué? Y tú no sabes qué hacer. Te defiendes. Te olvidas. Y vuelve la pregunta: ¿por qué? Si intentas enfrentarte, ves que ha crecido y se ha hecho más fuerte. Llegas a pensar que es mejor romper el vidrio que soportar aquello.
“Lo malo es que ya sabes lo que va a pasar, si lo haces. Te castigarán. Y aunque no llegasen a saberlo, te sentirías mal, y te castigarías tú misma. Lo mejor sería espantar a esa pregunta, como se espanta a una mosca. Que vaya a molestar a otro. A lo mejor, el otro puede librarse de ella con un simple manotazo. Alguien más fuerte, más acostumbrado a ese tipo de problemas. Pero ¿cómo?
Freud se inclinó hacia adelante, atento. Lina continuó:
- No sé por qué, siempre me he fijado en lo que hacían los demás. Y sabía que si yo intentaba saltar los tres escalones que iban de la puerta de casa al jardín, Lica también lo intentaría. Si me venía la idea de lamer el vidrio de una ventana llena de gotas de lluvia, para saber qué gusto tenía, Lica haría lo mismo. Y si yo le hacía creer que recogía una piedra y la lanzaba contra un vidrio, ella haría igual.
“Claro, eso sólo funciona entre niños. La gente mayor no te imita. Y tienes que hacerlo de otra manera. Al principio, me costaba mucho, sobre todo porque nunca sabía si lo había conseguido o no. Más tarde, descubrí que me era más fácil si me relajaba. Pensaba en mi problema, pensaba en la persona y ¡zas! Echado. ¿Cree usted que los sentimientos se contagian, doctor?
- Algunos, sí - respondió Freud - El miedo, por ejemplo.
- Es curioso que diga eso. Precisamente, el miedo fué una de las primeras cosas que aprendí a echar. Mi madre es muy asustadiza, así que nadie sabe de miedos más que ella. Es una auténtica experta, la persona ideal para tratar ese tipo de problemas. Así que empecé a echarle mis miedos.
Lina había usado ya varias veces el término, y Freud decidió que era el momento de precisar:
- ¿Echar? Así es como usted lo define, ¿verdad?
- ¿Qué se hace con la basura? Se echa. Pues eso es lo que hago.
Así que eso era su madre para ella, y probablemente, Lica también. Simples cubos de basura.
- ¿Es eso lo único que... echa? ¿Sólo miedos? - preguntó Freud.
- A veces, también me enfado. Y no me gusta enfadarme. Pero mi padre está casi siempre enfadado, es un cascarrabias. Y a alguien así, ¿qué puede importarle un enfado más o menos?
- Pero Lina - intervino Freud - lo que ocurre entre usted y Lica es muy diferente. No niego que pueda usted inducir un temor inconcreto en su madre; es fácil hacer que una persona aprensiva sienta miedo. Y no hace falta mucho para despertar la cólera en alguien violento. Puede decirse que tiene usted una cierta ventaja. Pero siempre se trata de tendencias, sentimientos vagos y sin un objetivo claro. Y admito que haya llegado a una especie de pacto con su inconsciente, y que eso la alivie.
“Pero no es el caso de Lica. Le echa usted sentimientos más claros, más concretos. La hace actuar en su lugar, pero no de forma indiscriminada, sino con la persona adecuada. ¿Cómo lo logra?
- Lica y yo siempre hemos estado muy unidas. Somos como hermanas. Supongo que por eso me es más fácil influir en ella. Y tampoco es tan terrible lo que ella hace, lo que le hago hacer. Lo que haría cualquiera, lo que haría yo misma si me atreviera. Pero si lo hiciera, sería mala. Y yo no quiero ser mala.
- Está usted... contaminando a su prima. Ella se resiste, pero usted es más fuerte. Y eso la está matando. Debe dejar de hacerlo, Lina. Debe dejar de echarle sus deseos y sus sueños.
- ¿Y qué quiere que haga con ellos?
- Aceptarlos. Asumirlos. Satisfacerlos o reprimirlos, eso es cosa suya. Pero no puede usted seguir así. No puede usted esperar que durante toda la vida, sea su prima la que vaya creciendo por usted. Voy a decirle una cosa. Todos tenemos buenos y malos deseos. Aceptamos unos y rechazamos otros, y a veces tenemos que luchar con alguno. Pero puedo asegurarle a usted que lo único que no debemos hacer es olvidarlos, negar que hayan ocurrido. He visto miles de veces las consecuencias, a veces terribles, que eso tiene.
Lina se estremeció.
- Yo no creo que pueda hacerle ningún daño - dijo - lo que yo hago. Al fin y al cabo, yo soy normal, ¿verdad, doctor? ¿Qué puede haber de malo en que ella sienta cosas normales?
- No son sus sentimientos, Lina. No son los que ella tendría, sino los que usted le impone. Y al quitárselos de encima, está usted apartándose peligrosamente de la normalidad.
- Y según usted, ¿qué debo hacer?
- Dejar de echar sus problemas a los demás. Sufrir sus miedos, y sus enfados, y sus deseos, y admitir que al fin y al cabo, aparte de ser una niña buena, es usted también una persona como las demás.
Lina habló con una voz tensa, que no parecía la suya:
- Me odia usted, ¿verdad? Quiere vengarse, porque le he hecho quedar en ridículo. Y claro, un gran psiquiatra como usted sabe pinchar donde más duele - Lina se puso en pie - Pero, ¿sabe una cosa, doctor Freud? A mí no me va a pinchar usted más.
Antes de que Freud pudiese reaccionar, Lina salió huyendo hacia la puerta de la calle. Freud intentó levantarse, pero no pudo. Lo invadía una extraña lasitud, probablemente inducida por Lina. Oyó cómo se cerraba la puerta, la bocina, el chirrido de los frenos, el golpe.
De repente, su dejadez desapareció, y pudo levantarse, correr a la puerta, ver cómo la gente se arremolinaba cerca del automóvil y a Lina tendida en el asfalto.
La policía se comportó de forma muy amable, en consideración al famoso doctor Sigmund Freud, de Viena. La versión oficial fué que una jovencita en tratamiento psiquiátrico había sufrido un súbito ataque de nervios, huyendo antes de que su médico pudiese detenerla. En su excitación, había atravesado una céntrica calle, sin reparar en que acercaba un auto a gran velocidad.
Lina había muerto. Freud visitó a su familia, en una casa en la que el desconcierto era mucho más evidente que el duelo. Todos estaban como perdidos, y repetían que nada sería lo mismo, sin Lina. Freud sabía, mejor que ellos mismos, que eso era cierto.
Días mas tarde emprendió el regreso a Viena. En el tren que lo llevaba hacia el canal, Freud meditaba en el caso de Lina. Un caso atípico, de alguien con una inexplorada e insólita capacidad psíquica. No había pruebas, no había caso. Sólo Freud sabía la verdad, si es que aquello era la verdad. Y de repente, lo asaltó una duda insidiosa: tal vez Lina no era la única. Tal vez había más, desconocidos, inadvertidos. No se trataba ya de una madre posesiva arruinando la vida sentimental de sus hijos; aquello podía ser más, mucho más. Imaginó a pacíficos profesores universitarios incitando revueltas estudiantiles; insatisfechas amas de casa pervirtiendo sin saberlo la conducta sexual de sus hijas; jueces promoviendo el crimen, sacerdotes bendiciendo el asesinato.
Si no era la única, no tenía por qué ser la primera. Tal vez había ocurrido antes. Tal vez las brujas, con sus hechizos, no habían sido más que las antepasadas de Lina. Tal vez, cuando algún Papa decía “Dios lo quiere” para justificar una cruzada, prefiguraba la conducta de Lina. Tal vez, todo el pueblo alemán estaba en aquellos momentos bajo la influencia de alguien así.
Y aún había algo más, mucho más terrible, y que posiblemente estaba a punto de suceder: el miedo. Tal como le había dicho a Lina, el miedo es contagioso. Y ni siquiera es preciso tener la capacidad de ella. El miedo tiene su propia lógica, su propia ley. Como en el cuento de Oscar Wilde, edifica a nuestro alrededor una barrera dentro de la cual siempre es invierno, porque la primavera no puede atravesarla. Y el miedo, además, busca siempre su propia justificación. Si yo temo algo, es porque debe ser malo. Y si es malo, se le debe odiar, que es la postura valiente. Así el miedo engendra el odio.
Y Europa, en ese momento, estaba llena de miedo. Europa temía a Alemania, que se había vuelto a armar por miedo al hambre. Los que habían conseguido conservar un empleo, en plena crisis, temían perderlo. Los que no lo tenían, temían no poder encontrarlo. Las esposas temían hacerse mayores, y que su marido las dejase por la primera jovencita desinhibida que conociesen. Los maridos temían que alguien con más dinero o más resolución les arrebatase a su esposa. La gente mayor temía por sus pensiones, y tenía miedo del futuro. Pero también los jóvenes temían el futuro. Y no sólo Europa. China temía a Japón, Japón a la falta de espacio, y Francia a Alemania. Estados Unidos temía complicarse en Europa, y temía más aún que Rusia desease complicarse. Los grandes temían la astucia y el empuje de los pequeños, y los pequeños, la prepotencia de los grandes. Y todo ese miedo podía en cualquier momento desencadenar una espiral inacabable de odio, agresión y venganza.
Dios mío, ¿qué iba a ser del mundo?
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