El Amante Perfecto (2)
EL SEGUNDO MAESTRO
El sol caía a plomo sobre las estrechas calles de la ciudad. Jafed se afanaba entre la multitud, los carricoches cargados hasta límites insospechables, los medigos repantingados en la calle, los olores de fritanga y el bullicio. Vaya un sitio, pensó.
Tras mucho preguntar, llegó a la casa, un edificio exactamente igual a los demás que formaban la calle. Se adentró por un corredor que llevaba a un minúsculo patiecillo, y allí encontró a un monje rapado, vestido con una túnica azafrán, sentado en el suelo, totalmente inmóvil. Respetuosamente, se sentó a cierta distancia, y se dedicó a contemplarlo. El monje tenía las piernas cruzadas, y en sus manos, vueltas hacia arriba, se unían el pulgar y el mayor. Un asana, pensó Jafed. Su fe musulmana no le impedía conocer y respetar las otras creencias que existían en su patria. Se dijo que aquel monje, aunque sus labios no se moviesen, debía estar repitiéndose mentalmente "Om", hasta llegar al éxtasis místico. En cierto momento, el monje respiró profundamente unas cuantas veces, y abrió los ojos. Se sobresaltó un poco al ver al muchacho, y dijo con voz tímida:
- Supongo que tú eres Jafed.
Este asintió. El monje se puso en pie trabajosamente, pero rechazó la ayuda que Jafed quiso prestarle. El muchacho pensó que era un extraño personaje. Era increíblemente delgado, y parecía enormemente frágil. Tenía unos ojillos pequeños, de mirada huidiza, y se adivinaba que era muy tímido, como si se avergonzase de sí mismo.
- Ven conmigo - dijo el monje, con un hilo de voz - Te esperaba. Sé que debo enseñarte lo que yo sé, y teniendo en cuenta lo poco que es, no nos va a llevar mucho tiempo.
Jafed siguió al maestro hasta una pequeña celda. El monje hizo un ademán que abarcaba toda la estancia, y dijo:
- Este es mi hogar. Y el tuyo también, mientras estés conmigo.
Indicó al muchacho que se sentase, y fué hacia un hornillo que había en un rincón. Sirvió dos tazas de té, y alargó una a Jafed, con una desmañada cortesía. Se sentó a su vez, y dijo:
- Déjame preguntarte una cosa. ¿Qué debo enseñarte, exactamente? Quiero decir, ¿qué esperas aprender?
- Bien - respondió el muchacho - algo sé, de mí mismo. Ahora quisiera saber algo de las mujeres. Comprenderlas.
El maestro, con una risita nerviosa, repuso:
- ¿Comprenderlas? ¿De cuántas vidas dispones? Quiero decir - añadió, como excusándose - que las gentes de por aquí, como sabes,creen que hay muchos mundos, muchos dioses, muchas vidas. Y en ese último punto estoy de acuerdo con ellos.
"Déjame hacerte una advertencia: no vuelvas a decir 'las mujeres', ni a pensarlo. Dí 'la mujer', porque a partir de ahora, para tí sólo va a existir una: la que tengas delante en ese momento. La mujer es como los días: hay que vivirlos de uno en uno. Por eso no deberías acercarte a una mujer hasta no haber concluído con la anterior.
"Si es que puedes, claro. Acercarte a una mujer es abrirte a la aventura, al misterio, a lo inesperado. Para acercarte, antes deberás seducirla. Y no quiero engañarte: seducir a una persona, seducirla bien, es decir, honestamente, completamente, es una tarea que te puede costar treinta o cuarenta años. Podrías llegar a vivir con ella ese momento que es más brillante que el sol, más necesario que el aire, y al mismo tiempo, más delicado que el pétalo de una rosa. Y ese momento, o es valioso o no lo es. Si no lo es, ¿por qué perseguirlo? Y si lo es, ¿por qué perderlo?
Jafed comentó:
- Estáis hablando de amor, supongo. Decidme, ¿qué es el amor?
- No puedo decírtelo - respondió el maestro - No es una cosa para ser dicha. No tiene una explicación racional y sensata, porque no es racional ni sensato. Es un absurdo, un imposible, un suicidio. Déjame que te cuente una vieja leyenda, algo que escuché hace mucho, mucho tiempo.
"El alma enamorada sube volando al cielo, a reunirse con el alma a quien ama. Al llegar, encuentra una puerta cerrada. Llama, y una voz desde dentro pregunta: '¿Quién es?' El alma responde: 'Soy, yo, quiero estar contigo'. La voz responde: 'No puedo dejarte entrar. Esto es muy pequeño, y no cabemos los dos'.
"El alma, dolorida, vuelve a la tierra, y pasa diez años de ayuno y penitencia en el desierto. Al cabo de ese tiempo, vuelve al cielo, llama nuevamente a la puerta, y la voz pregunta quién es. El alma responde: 'Soy yo. He adelgazado tanto que apenas ocupo espacio. Déjame entrar'. La voz responde: 'Imposible. Hay tan poco sitio, que incluso a mí se me hace estrecho. No puedes entrar'. El alma vuelve a la tierra y pasa otros diez años de penitencia.
"Finalmente, sube por tercera vez al cielo, y llama a la puerta. Cuando la voz pregunta '¿Quién es?', el alma responde: 'Soy tú'. Y la puerta se abre.
El maestro calló, dejando un dulce silencio entre los dos. Al cabo de un tiempo, Jafed, conmovido, dijo:
- Entiendo. No debo pensar en mí; debo pensar en ella. Debo procurar su felicidad. Esa es mi obligación.
- Cuando de verdad se quiere a alguien - dijo el maestro tímidamente - procurar su felicidad no es una obligación; es un privilegio.
- Pero, ¿cómo saber si se quiere de verdad? - preguntó Jafed - ¿Cómo saber si el amor es auténtico?
- Muy sencillo - dijo el maestro - por tus sentimientos. Si amas a una mujer, podrás sentir ternura, o pasión, o ambas cosas. Pero si tu amor es auténtico, sentirás también respeto.
- Antes habéis hablado de seducir. ¿Cómo debo hacerlo?
El maestro pareció algo incómodo, como siempre que se enfrentaba a una pregunta directa, y respondió:
- Para seducir, primero debes ser atractivo. Y para serlo, lo mejor es que seas feliz. Sé feliz, y te sorprenderá ver cuántas personas quieren colgarse de tu felicidad, y de tu brazo. Por eso, el mejor cosmético es una sonrisa.
"Y para llegar a ese momento de intimidad que esperas, hazlo necesario. Mejor aún, hazlo inevitable. Prepara el ambiente, facilita la ocasión, dispon el ánimo. Espéralo, pero jamás lo exijas. Consigue que para ella sea más fácil decirte que sí, que decirte que no.
"Y cuando te diga que sí, y se te entregue, por tu vida - la voz del maestro se volvió solemne - trátala bien. No olvides jamás que la mujer, por muy fuerte y segura que sea, está a merced de sí misma. Como todos nosotros.
El maestro tenía por costumbre empezar sus disertaciones de la forma más inopinada, y vertía sus opiniones desordenadamente, saltando de un punto a otro, como si expusiese detalles de un complejo dibujo del que tal vez ni él mismo lograba tener una visión de conjunto. Un día dijo a Jafed:
- Estar con una mujer es, básicamente, saber hacerle compañía. Pero hay un problema, y es que el tipo de persona que nos gusta tener al lado cuando las cosas van bien, no coincide siempre con la persona que necesitamos tener cerca cuando van mal. Y un amante perfecto debería ser capaz de desempeñar los dos papeles.
Otro día, hizo sentar a Jafed de cara a la pared, y le mandó cerrar los ojos. Entonces empezó a decir:
- Detrás tuyo está la mujer más bella y más deseable del mundo. Está desnuda. Te ama y te desea. Mientras permanezcas inmóvil, con los ojos cerrados, y no te vuelvas a mirarla, su deseo por tí no hará más que aumentar. Veamos hasta dónde eres capaz de hacerlo crecer.
Jafed comprendió que aquello era una lección de autodominio, que estaba aprendiendo a contenerse, y entró en el juego, tensándose como un arco. Por un lado, se imaginó a la mujer, hasta casi sentir su presencia, y oir su respiración. Incluso creyó percibir su perfume. Y por otra parte, apeló a toda su paciencia y su fuerza para mantenerse inmóvil. Tras un rato que se le hizo interminable, abrió los ojos y respiró, exhausto. El maestro lo estaba mirando, y le dijo:
- Vuélvete a mirarla.
Jafed se volvió, pero sólo pudo ver la celda vacía.
- No ves a nadie, ¿verdad? Sólo era un sueño. Y los sueños pueden ser más bellos, más vívidos incluso que la realidad. Pero no se puede abrazar a un sueño. Cuando abraces a una mujer, ten presente que es real, y no un sueño. No lo olvides nunca. No la recrimines por no parecerse a tus sueños.
Otro día, el maestro tomó un cuenco, puso un puñado de granos de arroz crudo y lo desparramó por el suelo. Entonces le dijo a Jafed:
- Recoge los granos de uno en uno, y vuelve a ponerlos en el cuenco.
Jafed, arrodillado, recogió hasta el último grano y le presentó el cuenco al maestro. Éste volvió a esparcir los granos, y le dijo:
- Vuelve a hacerlo.
Jafed repitió la tarea, y al volver a darle el cuenco al maestro, este los desparramó por tercera vez. Jafed, irritado, dijo:
- ¿Por qué lo hacéis?
- ¿Qué hago? - preguntó el maestro.
- Reiros de mí. Deshacer mi trabajo. Condenarme a una tarea absurda, monótona, repetitiva, pesada y sin sentido. ¿Qué esperáis? ¿Que la haga sin quejarme?
- Lo que espero - dijo el maestro - es que comprendas. Eso también es amor: una tarea monótona, repetitiva y pesada. Ella, la mujer, lo hace. Lleva siglos haciéndolo. Y puedes quejarte. A veces, ella también lo hace. Una vez de cada doscientas, más o menos. Tú te has quejado a la tercera. Ella lava, cose, prepara la comida, cuida la casa, educa a los niños, escucha tus problemas, y algunos días, aún le quedan unos segundos para reir y para soñar. Tú sólo recoges unos granos de arroz. Y más vale que recojas esos, porque son tu almuerzo de hoy.
Jafed tardó varios días en asimilar aquella lección. No era la primera vez que le tocaba aprender cosas desagradables, pero aquello le parecía hasta cierto punto injusto. Él no era personalmente culpable de que esa parte hubiese recaído en la mujer, y así se lo dijo al maestro. Éste lo miró con sus pequeños ojillos y le dijo:
- ¿Quieres estar con una mujer?
Jafed, sorprendido, no respondió. El maestro, con un tono inusualmente neutro, continuó:
- Si quieres, y tienes dinero, puedes conseguirlo. A pocas calles de aquí, puedo indicarte el camino, encontrarás prostitutas por la calle. Algunas son casi unas niñas, más jóvenes que tú. Se acostarán contigo por dinero.
Jafed se sentó en el suelo y escuchó. El maestro seguía:
- No tienen derechos. Mientras pagues, no los tienen. Y no son caras. Más baratas que un "te quiero". Podrás hacer con ellas lo que quieras, mientras lo pagues. Humillarlas, incluso.
Jafed preguntó:
- ¿Por qué lo hacen?
- Hay hombres que las inducen a hacerlo - contestó el maestro.
- ¿Hombres? ¿Qué hombres? - dijo Jafed.
- Tengo entendido que los llaman "clientes" - dijo el maestro - ¿Quieres ser uno de ellos?
Jafed negó con la cabeza. El monje dijo:
- Entonces, no te quejes. Aunque no seas culpable, debes saber lo que ocurre, debes saber a lo que te enfrentas. Debes saber que para la mujer, un hombre es también aquello que puede esclavizarla, someterla, degradarla. Tú no lo has hecho, pero otros sí. ¿Y cómo quieres que sepa que no eres uno de ellos? Primero deberás demostrárselo. Y deberás hacerlo cada día y cada momento que pases a su lado. Ella, como tú, como yo, es un pobre animal asustado. Pero ella tiene más motivos para temer.
"Porque los motivos para odiarlas son los mismos que hay para amarlas. Mejor dicho, el motivo, porque sólo hay uno: las necesitamos. Más que ellas a nosotros. Ese es nuestro castigo, porque en vidas anteriores no hemos sido lo bastante virtuosos, y no hemos tenido la suerte de reencarnarnos en una mujer.
"Ella puede ser más hábil, más despierta, más flexible, más sensible, más justa, más generosa. En una palabra: mejor. Y a algo mejor, se le admira. Y se le odia, porque se envidia. Porque puede rechazarnos, diciendo con toda la razón que no somos bastante para ella. Aunque a veces, contra toda lógica, nos acepte.
"Incluso yo, que no he conocido el sexo, no puedo decir que jamás haya tocado a una mujer, porque he tenido una madre, como todos, y ella me tuvo en sus brazos. Aunque ser madre no es lo que hace a una mujer. Es sólo un posibilidad más, una de las muchas que tiene. Y ser esposa, o amante, otra, una de tantas.
"Por eso, no te engañes: no accederás más que a una mínima parte de su universo. Aunque te parezca mayor de lo que puedes llegar a entender. Ella siempre será capaz de ver lo que tú no ves, de saber lo que tú no sabes, de adivinar lo que tú no sospechas. ¿Qué te crees? ¿Que la impresionarás, diciéndole que eres el amante perfecto? A lo sumo, si estás de suerte, sonreirá y dejará que te lo creas. Porque ella, sin haberlo aprendido, por puro instinto, sabrá más que tú.
Jafed pasó un año con el monje, y aprendió a conocer a la mujer, de la niña a la anciana, viendo lo que cambiaba y lo que permanecía. Aprendió a escuchar sus silencios, a leer sus miradas, a expresarse sin palabras, a ser cortés y a ser sincero. Un buen día, el monje le dijo:
- Mi misión ha acabado. No te engañes: sabes muy poco acerca de la mujer, lo poco que yo sé, pero no puedo enseñarte más. Y ahora que sabes algo de tí y un poco de la mujer, deberás aprender algo del amor. Te enviaré con un sabio cristiano. Ellos dicen creer en un Dios de Amor, así que es posible que algo sepan del tema. Parte en paz.
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