lunes, mayo 28, 2007

Escena a bordo

El cuento de hoy sí que es un cuento, con planteamiento, nudo y desenlace. Y tiene una historia curiosa: en cierta ocasión, estando de viaje, ví en una joyería un anuncio de Cartier. Era una fotografía, a bordo de un barco, en la que se veía a una mujer bailando sola, un caballero de espaldas sentado que la miraba, y un músico con un acordeón. No acabé de entender qué tenía que ver la foto con las joyas; supongo que la mujer que bailaba debería llevar alguna. Pero la fotografía me inspiró el cuento.

Quiero hacer dos advertencias: fué la primera ocasión en la que intenté presentar un personaje poco agradable en primera persona, y no soy quién para juzgar el resultado. La segunda es que el cuento ha sido traducido del catalán, y no estoy absolutamente seguro de que no se me haya colado alguna expresión un tanto insólita. Nada más, aquí va el cuento:


ESCENA A BORDO
Ella es un tanto sofisticada, como diría algún escritor extranjero. La verdad, no me gusta nada, este principio.Y tampoco me gustan los autores extranjeros, sean de donde sean. No es que haya leído mucho, pero un poco sí, y creo que hay dos tipos de extranjeros: los que dicen cosas que ya había dicho alguien de aquí, como Pla, Carner o Segarra, y los que dicen cosas totalmente diferentes. A los primeros, no vale la pena leerlos. ¿Qué sentido tiene, que te vuelvan a decir lo que ya sabías? Y de los segundos, no me fío. Si lo que dicen fuese tan claro y evidente, ya se le habría ocurrido a alguno de los nuestros. Y, ¿qué tenemos que ver, con los extranjeros y sus problemas?
Lo que quiero decir, es que ella no es como muchas de las chicas de su edad. Se la ve más seria, más tranquila, y eso la hace parecer mayor. Aunque realmente es muy joven. La verdad es que yo podría ser su padre, si no fuese que su madre, seguramente, tiene mejor gusto. Pero a ella, parece que ya le está bien. Tampoco quiero preocuparme. Si las cosas te salen de cara, aprovéchalo y no pierdas el tiempo buscando el por qué, eso es lo que pienso.
Ella es una de tantas cosas que me han salido bien. Porque la verdad es que no me puedo quejar, de cómo me han ido las cosas. He conocido a unos cuantos, que con más estudios que yo, no han sabido tirar adelante. No lo acabo de entender. Parece que, cuanto más preparados están, más se lo piensan antes de hacer algo. En todas partes ven problemas, y a menudo, empiezan con miedo, y a la larga, no se sabe nada más. Pero no es mi caso. Yo empecé desde abajo. No barriendo la fábrica, eso lo hacía el hijo del dueño. Pero sí que me tocaban los encargos. "Chico, vete allá", "Chico, haz aquello", así iban las cosas. Y mírame, ahora.
Hablando francamente, creo que mi suerte es que no soy tan listo como los demás. A veces, no sé ver las pegas, y me digo: ¿por qué no? Y me pongo, y mira tú, me sale bien, generalmente. Quizá es una cuestión de carácter. Y con ella, con Carlota, pasó lo mismo. Se la veía tan bonita y distinguida, sentada en el bar, que nadie se atrevía a acercarse. Pero yo me dije: ¿por qué no? Y para allí que fuí. No es que las haga a menudo, estas cosas. Y tampoco pierdo la cabeza por las mujeres. Hombre, alguna de vez en cuando, no está mal. Pero sólo para pasar el rato, nada de comprometerte. Y menos aún atarte del todo. Soy un hombre, y sé muy bien que las necesitamos. Pero eso del matrimonio no me parece una buena solución. Caro y mal servido, eso es lo que sacas.
No, mejor una relación más ligera, una especie de contrato temporal, renovable si acaso. Y como mi atractivo es digamos escaso, hay que poner algún incentivo. Soy yo el que contrata, soy yo el que manda, luego soy yo el que paga. Es bastante honesto, creo. Y también soy yo el que elige. Por eso me fijé en ella. Me dio la impresión de que no era una de esas de ahora, que llevan tatuajes y que parecen todas unas cualquiera. Y no me equivoqué; no lleva tatuajes. En ningún sitio.
Se acerca el verano, los días se alargan y se está bien afuera. A mí me han salido bien un par de negocios, y quiero celebrarlo. Se me ha ocurrido hacer algo especial, algo fuera de lo corriente. Y me apetece una cena en el yate. El barco no es mío, pero yo sé que lo alquilan. Y la cosa tiene incluso un cierto encante romántico: una velada íntima, con los dos cenando en cubierta, al lado de la ciudad, viendo el mar y oyendo el chapoteo de las olas en el casco. Nos traerán la cena del restaurante del Club Náutico. Y después, pasaremos la noche a bordo, en el camarote grande. Yo estoy animado; puede tener su aliciente, que se vaya meciendo el barco mientras estoy en la cama con ella. Es casi como hacerlo en una barca, pero sin el peligro de acabar en el agua.
Y ella, seguro que lo sabrá apreciar. De vez en cuando, hay que hacer cosas de estas. A las mujeres hay que conocerlas. El regalo que más les gusta es la generosidad. Si les haces un obsequio muy especial y les haces creer que no esperas nada a cambio, bueno, lo que ellas quieran, te puede sorprender cómo te responden. Un poco tontitas sí que son, según cómo. Yo estoy convencido que esta noche, el yate se balanceará más de lo normal, especialmente después de ver el brazalete de Cartier que le he comprado.
Como yo esperaba, a ella le ha encantado la idea, e incluso ha querido participar. Ha sugerido que tal vez convendría un poco de música para redondear el ambiente, y ha propuesto cuidarse ella. La he dejado hacer, diciéndole que tiene mejor gusto que yo, para estas cosas. De hecho, sólo era una galantería, porque la verdad es que no sé si tiene gusto. Y tampoco me preocupa. Mientras sea discreta y no contando que salimos juntos, que sea como quiera. No es que me avergüence, pero alguien podría no verlo bien, lo nuestro, principalmente por la diferencia de edad. Y eso no me convendría. Hay una cosa que se podría llamar "discreción comercial".
Hemos quedado en encontrarnos en el yate. Ya hace rato que me espero en cubierta cuando llega ella. La veo caminando por el muelle, quizá no tan desenvuelta como siempre. Los zapatos de tacón que lleva le deben dar problemas para caminar por este suelo irregular. Aún así, los hombres la miran, y no se lo puedo reprochar. Vale la pena, aunque haya perdido un poco de gracia al caminar. Bien mirado, tal vez sí que tiene gusto. Por lo menos, nunca la he visto con aquella especie de zapatillas que tanto gustan a los jóvenes, y que más bien parecen botas de astronauta.
Ella llega hasta el yate, y al verme en cubierta, me saluda con la mano. Después, atraviesa la pasarela con pasos decididos, se me acerca y me da un beso. Va muy bien arreglada, como siempre, y está guapísima. Lleva su perfume, aquel que me excita tanto. Ahora mismo no recuerdo el nombre, pero lo tengo apuntado en la agenda, para poder regalárselo. La velada pinta bien, muy bien. Nada más llegar, quiere quitarse la chaqueta que lleva sobre el vestido negro, sin mangas, diciendo que hace calor.
Tal vez más tarde, si refresca, la necesitará, pero de momento está bien así. Todo resulta muy típico de ella. Otra tal vez se habría puesto un chal, una pieza que no se lleva ni del todo puesta ni quitada, y que en el fondo, sólo sirve para perderla. Ella no; lleva chaqueta. Y si quiere presumir de que tiene los brazos bonitos, se la quita, y en paz. El camarero, que espera discretamente, se nos acerca con una bandeja y dos copas de cava. Brindamos. Todo es perfecto, hasta incluso demasiado. Cuando propongo empezar a cenar, dice:
- Mejor esperamos a que llegue el músico.
Es verdad, ella se ha cuidado. Yo ya no me acordaba. Ella me explica que se trata de un chico joven, que le ha recomendado un conocido, no sé quién. Por lo visto es muy bueno, hace poco que ha acabado los estudios, y mira de encontrar una oportunidad. No sé ni por qué me las explica, todas estas tonterías, porque a mí ni me importa, el músico.
Finalmente, aparece. Opino que habría podido arreglarse un poco, porque lleva unos tejanos y una camiseta. Pero lo que me las acaba, es ver el acordeón. Ya me veo escuchando "La bella Lola", "El meu avi", y toda una retahíla de habaneras. ¡Si al menos, la camiseta fuese de rayas al través! Como no hay taburetes, se sienta en una silla plegable. No acabo de entender por qué los músicos han de sentarse tan mal: en banquetas de piano, taburetes, sillas de madera, o en un bordillo. Los debe inspirar, que les duela el culo.
Carlota y yo empezamos a cenar. El joven del acordeón, para mi sorpresa, no empieza con una habanera, sino con una cancioncilla francesa, de aquellas que cantaba la Piaf. Suena demasiado, y le hago un gesto con la mano, para que baje el volumen. La cena está deliciosa, aunque yo me la comería a ella, de guapa que está. Si no fuese porque se hace de noche, y se empiezan a encender las luces de los edificios próximos, y la luz es incierta, juraría que le brillan los ojos. Eso debería hacerme sospechar, pero no le presto atención.
El ruido del tráfico nos llega de lejos, amortiguado, y por encima de todo, el acordeón, que sigue con cancioncillas francesas. Lo que falta es el chapoteo de les olas. El agua del puerto está demasiado quieta. Comemos, bebemos, hablamos y reímos. El camarero, siempre discreto, se nos acerca y nos llena las copas. En algún momento, me tiento el bolsillo, para asegurarme que el brazalete aún está ahí. Por eso me gustan las joyas de Cartier: no por gusto, yo les veo como todas, pero hacen los estuches más delgados que los otros.
Después de cenar, enciendo un cigarrillo. He renunciado a los habanos: no quiero tener una imagen de burgués capitalista. Discreción, me parece que ya lo he dicho. Me saco el estuche del bolsillo y se lo alargo a Carlota, que al abrirlo, cambia de expresión, primero con cara de sorpresa, y después de contenta. Me toma la mano, y por si no fuera bastante, se incorpora del asiento y se me acerca para darme un beso.
Tiene las mejillas encendidas, supongo que de la emoción, pero también de la bebida. Mira el brazalete a la luz de las velas de la mesa, y me ofrece la muñeca para que se lo ponga. Mientras lo hago, ella le hecha una mirada fugaz al acordeón. Es sólo cosa de un momento, pero me doy cuenta.
Ella se pone de pie y da unos pasos por cubierta. El acordeón acaba de empezar un valsecito sentimental, y poco a poco, sus pasos se adaptan al ritmo de la música, y empieza a bailar. Le hago una seña al camarero, y cuando se me acerca, le digo que nos dejen solos. Que la recojan mañana, la mesa. Y al decirle eso, le alargo la mano, como para estrechársela, llevando en la palma un billete cuidadosamente doblado.
Carlota ha tenido un tropiezo de sus tacones de aguja con las maderas de la cubierta, y eso la ha decidido a quitarse los zapatos y seguir bailando descalza, de puntillas. No espera que yo la acompañe en el baile. Sabe muy bien que no sé bailar. Entonces, no sé por qué, tengo el presentimiento de que algo no funciona. Y con los años, he aprendido a fiarme, de esta sensación. No es que sea desconfiado; es que me ha salido bien demasiadas veces.
Ella, bailando descalza por la cubierta, se está exhibiendo como una odalisca, para mí, claro, pero también para él. Cada vez que suelta o recoje los brazos, se ve brillar el brazalete. Ese, al menos, parece dinero bien gastado. Pero de eso ya hablaremos luego. El vestido de ella es tal vez demasiado ceñido para bailar bien el vals, pero no importa.
De vez en cuando me dedica una sonrisa, pero al girar, la misma sonrisa va a parar al músico. El sonido del acordeón se ha vuelto más intenso, y me parece que hay algo sensual en la expresión de les notes, en la manera de alargarse y arrastrarse. No lo sé, no entiendo de música, pero es como si él, desde su silla plegable, la acariciase con notas, en vez de hacerlo con las manos. Y si aún me quedaban dudas, sólo hay que ver cómo la mira, cuando cree que no lo veo.
Al acabar la pieza, Carlota se acerca a la mesa, para coger su copa y beber un poco más de cava. Yo m remuevo en la butaca. La veridad es que ya estoy hasta, quiero decir, ya empiezo a hartarme de esa musiquita, de la situación, y sobretodo del músico. Ella se da cuenta, y me hace un gesto para que espere. Por lo visto, aún no tiene bastante. Entonces, el tipo del acordeón dice:
- Hace mucho calor, aquí. Les importa si me quito la camiseta?
Sólo me faltaba eso. ¿Qué demonios pretende? ¿Exhibirse, como ella? ¿Demostrar que tiene mejor cuerpos que yo? Por un momento, me pasa por la cabeza la idea de que estos dos van a empezar un juego de a ver quién se quita más cosas. Ella ha empezado con los zapatos, y ahora él se quiere quitar la camiseta. ¿Qué piensan hacer, cuando estén totalmente desnudos? ¿Hacer el amor delante de mí? Intento controlarme, todo esto es absurdo. No necesito decirle nada, al músico; con mi mirada de desaprobación basta.
El acordeón inicia otra pieza, y no ha acabado el primer compás, que ya he reconocido el aire: es un tango. Bueno, esto ya es una provocación. Si a mis abuelos les parecía un baile escandaloso, no era por casualidad. Y la cara de la Carlota lo dice todo: está excitada sólo de oirlo. Sólo con imaginarme hasta qué punto de exhibicionismo puede llegar ella con esta música maldita, ya es suficiente para enfurecerme. Porque ya lo tengo claro: ella está bailando para él, no para mí. Algo hay, entre ellos. Ella, en el fondo, debe estar esperando que él se la ponga sobre las rodillas, y de la misma forma que pulsa las teclas, la haga interpretar alguna cosa lánguida y sentimental, una pieza rusa, tal vez, tocándola como toca el acordeón.
Las mujeres, en el fondo, siempre son inocentes, aunque no lo sepamos ver. Si a veces parecen egoístas, es porque se dejan llevar por el egoísmo del instinto o por el egoísmo del capricho. Pero son el instinto o el capricho los que son egoístas, no ellas. Les puede gustar el que es capaz de asegurar un futuro para sus hijos, o el que puede satisfacer las exigencias del su cuerpo. Pero, ¿ellas? Siempre son unas mártires, siempre se sacrifican, y encima, se lo hacen valer. Eso es lo que hay. Pero yo soy lo bastante mal parido como para no seguir el juego. Me pongo de pie, y digo:
- ¡Basta!
La última nota se ahoga. Carlota me mira con cara de sorpresa. Tengo una automática reacción de satisfacción. Aún está claro quién manda. Y a mi me apetece acabar la fiesta. Ella me pregunta:
- ¿Qué te pasa?
Y yo, dominando la situación, digo:
- A mi no me pasa nada. Pero se ha acabado la música. ¿Qué le debemos, a este... joven?
Ella tiene cara de abrumada. Alguien le ha reventado el globo, y a mí ya me está bien, porque no es mi globo. Me susurra una cifra al oído, y yo echo mano a la cartera, saco los billetes, y se los doy, diciendo:
- Toma, págale.
Estas cosas también cuentan; que sepa que con un tipo como este, a ella le tocará pagar. En este momento, lo que me ronda por la cabeza se parece mucho a: las mujeres se pueden conseguir de dos formas, por atractivo personal o por dinero, y a la larga, lo único que cuenta es el dinero. Es bastante improbable que tengas las dos cosas a la vez. Y nuestra cruz (hablo de los hombres), es saber si te ha tocado la parte buena o no. Pero la gracia del dinero es que puedes conseguir muchas otras cosas, aparte de las mujeres.
Saco mi teléfono, que había dejado desconectado para que no nos molestasen, y llamo pidiendo un taxi para Carlota. Que se vaya a casa. No tengo intención de quedarme a discutir con ella, a que me suelte un montón de excusas. Ella intenta pararme, pero yo estoy decidido. La noche se ha ido a paseo, y el único consuelo que me queda es amargársela a otro. La veo irse, con expresión compungida, y me quedo solo a bordo.
Enciendo un cigarrillo, intentando serenarme. Me van a oir, los de Cartier. El ruido del tráfico se ha oscurecido, y las luces de la ciudad sólo son el telón de fondo de una escena vacía y solitaria. Yo aún quiero seguir enfadado un rato más, pero no tiene sentido que me quede aquí, soportando la humedad. Finalmente, me voy. Estoy tan furioso, que ni siquiera se me ocurre llamar a una substituta, para la Carlota.
Al día siguiente lo veo todo más claro, sólo porque me lo miro más tranquilo. Hay un problema, claro, pero no quiere decir que no tenga solución. Con Carlota, bastará una sentada para hablar francamente y poner mis condiciones: nada de coquetear con otros, sino lo nuestro se habrá acabado. Que como ella, hay muchas. Hasta haciendo cola, las tengo.
Y con el músico, aún lo tengo más fácil. El chico quiere un trabajo, ¿no? Pues muy bien, yo se lo voy a encontrar, el trabajo. Claro que a lo mejor no será aquí mismo, sino un poco lejos. En Madrid, o aún mejor, en Canarias. He de hacer unas cuantas llamadas, y la cosa es un poco más difícil de lo que creía, pero finalmente lo tengo a punto. Juan... bueno, da lo mismo, el caso es que necesita un músico para uno de sus hoteles en Tenerife. Ni hecho a medida, vaya.
Sólo me queda la parte más difícil. Llamo a Carlota y le expongo los hechos. Como esperaba, ella se deshace en excusas, me pide perdón, me explica que todo ha sido un malentendido. Me recalca lo mucho que le gustó, el brazalete, y que ya sabrá demostrarme lo agradecida que está. La dejo hablar. Sí que quiero perdonarla, pero también quiero que se lo gane. Antes de dar la cuestión por cerrada, las cosas deben volver a su sitio. Finalmente, le digo que no hablemos más, que todo el mundo se puede equivocar, y que no hemos de permitir que eso estropee nuestra relación.
Al colgar el teléfono, vuelvo a estar satisfecho. Todo se ha resuelto rápida y eficazmente. Y ha quedado claro que yo tenía la razón. Y a la Carlota, también. Y me gusta que, como hemos quedado, sea ella quien llame al músico, para decirle que tiene que irse. No hay que preocuparse, en el fondo. Si eres decidido, la suerte te ayuda, y las cosas te salen bien. Como me pasa a mí, bien mirado.
* * * * * * * * * *
- Hola? Oye, soy yo, Carlota. Chaval, lo conseguimos. Ya te ha conseguido un trabajo, en Tenerife. Sí, yo también me alegro, más que nada, por tí. Creo que te la mereces, una oportunidad. Y por eso, no sufras. Ya te dije que es muy celoso, y que una cosa así lo volvería loco. Además, que ya hacía tiempo que se andaba buscando una jugada así. Se la ha ganado. Sí, empiezo a estar harta, de que me considere una propiedad suya, y cualquier día tendré que enviarlo a paseo. Pero ahora mismo, no puedo hacerlo. Ya viste el brazalete.
Puede que eso sea venderme, pero al menos, me lo hago pagar caro. Y a alguien como él, miro de darle lo menos posible. Por eso estoy contenta de haber podido hacerte el favor. No, no me lo agradezcas, tonto. ¿Para qué están los amigos, si no? Sólo espero que te vayan bien las cosas. Y por mí, no te preocupes. Ya saldré adelante.
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