jueves, agosto 24, 2006

La estrella de mar

El cuento de hoy no es un cuento sobre el agua, sino bajo ella; es decir, un cuento submarino. Por lo menos, pretendía ser un cuento, aunque me temo que me haya salido un apólogo, una fábula, una parábola o alguna otra cosa igualmente esdrújula. Sea como fuere, aquí hay un relato marino, para todos los que están de vacaciones, y también para los que no lo están:

La Estrella de Mar

Talasaster vivía en el fondo del mar, en un lugar lejano a la costa. Su vida era tranquila y bastante sedentaria. A diferencia de lo que ocurre fuera, en el mar es el mundo el que se mueve, y uno puede quedarse quieto esperando que sea la corriente la que traiga la comida, sin necesidad de ir a buscarla. Así lo hacían las esponjas, los corales, las gorgonias y las madréporas. Y naturalmente, muchas algas.Desde luego, uno también podía moverse, y muchos lo hacían. Desde la más absoluta inmovilidad hasta los grandes viajeros, que recorrían todos los océanos, el mar contenía todos los grados de quietud e inquietud. Lógicamente en una sociedad tan compleja reinaba la más absoluta cortesía y un estricto respeto a las normas, para evitar que estallasen infinidad de conflictos y todo se viniese abajo. En la práctica, ello se traducía en dos normas inquebrantables: uno siempre debía contestar una pregunta, y contestarla con verdad. La otra norma era consecuencia de la primera: uno jamás debía formular una pregunta que el otro no quisiera contestar.La verdad es que Talasaster, aunque podía, no se movía mucho. Un poco hacia aquí y otro poco hacia allá, eso era todo. En la arena del fondo siempre se depositaba suficiente comida como para que no hiciera falta más. En cuanto a sus vecinos, parecían ser de la misma opinión. Ni la vieja ostra ni el cangrejo ermitaño, que arrastraba una pesada concha de caracol a cuestas, parecían dispuestos a mudarse de barrio. Incluso el pez torcido, que podría haber ido donde quisiera, vagabundeaba con frecuencia por allí. Era un personaje extraño, teniendo en cuenta lo que a los habitantes del mar puede parecerles extraño. Nadaba siempre inclinado hacia la derecha, en vez de hacerlo erguido, como los otros peces. Un buen día, Talasaster le preguntó:
- ¿Cómo te llamas?
El pez torcido, con su boca torcida, dijo:
- Lenguado.
A Talasasterle habría gustado preguntarle por qué nadaba inclinado, pero le pareció que si lo hacía faltaría a la segunda norma, así que se calló. Lenguado dijo:
- Me gusta este sitio. Y esa comida del fondo parece muy apetitosa. Pero no sé cómo me las voy a arreglar para recogerla.
- Prueba a inclinarte un poco más – aconsejó Talasaster – Si te tumbas casi del todo, creo que podrás conseguirlo.
Así lo hizo Lenguado, y pudo comer. Le pareció tan buena solución, que se quedó a vivir allí, recostado sobre el fondo. Acabó con los dos ojos a un lado de la cara, y la boca al otro. Y su lado de arriba fue tomando progresivamente el color del fondo.
Un buen día apreció por allí un gran animal, pero no parecía un pez; los peces suelen tener la aleta de la cola vertical, y éste la tenía horizontal. Al verlo tan grande, muchos se asustaron. El cangrejo ermitaño se retiró hasta una roca cercana, la ostra se cerró, y Lenguado se quedó muy quieto, confundido con el fondo. Talasaster conservó la sangre fría; los equinodermos son muy flemáticos. Incluso se atrevió a preguntarle:
- ¿Quién eres?
- Delfín – fue la respuesta del ser, que tenía una voz chirriante – No tengas miedo. No me interesa la gente del fondo. Yo soy viajero, y he estado en todas partes. Incluso en el otro mundo. Voy a menudo.
El otro mundo, para los habitantes del mar, era ese punto en el que se acaba el agua. Estaba allá, muy arriba, inconcebiblemente lejos. De allí provenían aquellos extraños objetos que a veces llegaban hasta el fondo: discos metálicos, plateados o dorados, grabados por ambas caras con dibujos e inscripciones incomprensibles. Cosas sorprendentes, pero absolutamente inútiles.
Se contaban muchas cosas del otro mundo: que en su cercanía, el agua se movía con violencia; que en ocasiones, se veía desde allí una luz cegadora, que algunos llamaban día; que a veces, el límite del cielo (eso era para ellos la superficie del mar) se veía salpicado de gotas, formándose charcos de agua dulce que los peces acudían a beber; y que vivía allí una extraña especie, capaz de nadar pero no de vivir bajo el agua.
Todas esas cosas refirió el delfín, con el tono de superioridad con el que un habitante de la ciudad intenta impresionar a unos sencillos provincianos. Talasaster, un tanto molesto, intentó cortar sus alardes, diciendo:
- Todo eso está muy bien, pero la verdad es que no nos importa demasiado. Existe nuestro mundo, y el de más arriba, ¿y qué? Eso es todo.
El delfín, con aire reservado, dijo:
- Tal vez no. Puede que eso no sea todo.
- ¿Qué quieres decir?
El delfín calló unos momentos, dándose importancia. Luego dijo:
- Yo puedo pasar mucho tiempo allá arriba, en el límite del cielo. Y a veces, cuando todo está oscuro, he visto una cosa extraña. Mucho más arriba de allá arriba, en la oscuridad se ven brillar unas pequeñas luces. En algunos sitios están juntas, y en otros separadas. Las hay en cualquier dirección en que uno mire. Y se ven incluso aunque estés lejos de la costa, muy lejos de la especie que nada, así que no puede ser cosa de ellos. ¿Quién sabe? Tal vez no sólo hay dos mundos.
El delfín no dijo nada más, y tras saludar con un movimiento de cabeza, se marchó nadando rápidamente. Talasaster se quedó pensativo. Los comentarios del delfín habían despertado en él una viva inquietud. Tal vez sólo se tratase de mentiras y exageraciones del viajero. Es fácil falsear y magnificar detalles, cuando uno habla de cosas desconocidas para los demás. Sin embargo, aquello parecía lo bastante improbable para resultar cierto. ¿Quién podría inventarse algo tan absurdo y esperar que lo creyeran, sin el respaldo de la realidad?
Talasaster meditó durante mucho tiempo. Sin darse cuenta, la idea de aquel improbable tercer mundo, de aquellas luces enigmáticas había llegado a obsesionarlo. ¿A qué podían parecerse? ¿Serían como una bandada de alevines, cuando pasaban en perfecta formación, todos girando a un tiempo? ¿Estarían lo bastante separadas como para poder distinguirlas? ¿O formarían una especie de velo luminoso, con manchas más intensas y zonas más tenues? De lo que Talasaster estaba convencido, sin ninguna razón que lo apoyase, es de que serían bellísimas. Y esa convicción, inevitablemente, dio paso a otra: tenía que verlas.
Así pues, se dispuso a emprender viaje. Y eso consistía no en tramitar papeles y llenar un equipaje, sino en algo más simple, pero más difícil; cambiar de mentalidad, dejar la estabilidad y adoptar el cambio como divisa. Se despidió del cangrejo y de la ostra. Y al hacerlo de Lenguado, éste le dijo:
- La verdad, no te entiendo. No sé por qué quieres irte, no concibo qué puedes ir a buscar.<
- No es fácil de explicar – dijo Talasaster.
- Lo supongo. Ya vez, yo nací pez, pudiendo nadar y moverme, y aquí me tienes. Podría haber ido donde quisiera, y sin embargo he renunciado. He hecho de este rincón todo mi mundo, y eso me basta. Por eso no entiendo que tú, tan poco dotado para moverte, quieras emprender un viaje tan formidable. Pero en fin, es tu vida, y sólo a ti te corresponde decidir qué haces con ella. Te deseo mucha suerte.
Talasaster emprendió viaje, moviéndose lentamente. Como había dicho Lenguado, su capacidad era escasa, y se veía obligado a descansar cada cierto tiempo. Al principio, sus trayectos eran cortos, y sus paradas frecuentes. Pero insensiblemente se fue acostumbrando al ejercicio; la práctica le enseñó a evitar movimientos innecesarios y a a aprovechar el esfuerzo, y sus jornadas se fueron alargando. Ya que no podía nadar, no tenía otro remedio que dirigirse a la costa, allá donde el límite del cielo llegaba a tocar el fondo. Y una vez allí, esperar que se hiciese oscuro para poder ver las luces.
Estaba ya bastante lejos de su casa cuando una sombra oscura pasó sobre él. Talasaster se quedó quieto, pero la sombra volvió, y una voz vieja le preguntó:
- ¿Qué haces aquí? ¿Dónde vas?
Se atrevió a levantar la vista, y vió que el interlocutor no era otro que la gran Tortuga. Bueno, en el fondo era un alivio. La gran Tortuga era un personaje con fama de antipático, pero muy respetado. Podía haber tenido encuentros mucho peores.
- Voy a la costa – respondió – Quiero ver las luces de la noche.
- ¿De qué luces me hablas? – inquirió la Tortuga.
Talasaster refirió, lo mejor que pudo, lo que le había contado el delfín.
- Ah, es eso – dijo la Tortuga – Por un momento me habías asustado. Creía que te referías a las luces de la especie que nada. Son peligrosas.
- ¿Por qué?
La gran Tortuga exhaló un suspiro de resignación, al tener que repetir por enésima vez una lección.
- Nosotras – empezó – vamos al otro mundo a desovar. No me preguntes por qué; sólo sé que es así. Una vez que lo hemos hecho, tenemos que volver al mar. El otro mundo es muy mal sitio para todos nosotros. Cuesta respirar, y te sientes más pesado. Cuando todo está oscuro, sólo el mar brilla, y hacia ese brillo nos dirigimos para volver. Pero desde que la especie que nada aprendió a hacer luz, las ponen por todas partes, incluso cerca del agua. Y algunas de nosotras se desconciertan, van hacia ellas y no vuelven. No sé lo que les ocurre. Y prefiero no saberlo; ya sé demasiadas cosas.
“Y algo más te diré. No te fíes demasiado de lo que dice el delfín. Siempre está cerca de la especie que nada. Sigue a esos artefactos que usan para moverse por el agua, y no les tiene miedo. Ha escuchado las canciones de muchos pueblos, en muchas lenguas. Ha oído sus suspiros. A veces, incluso los ayuda cuando se les rompen los artefactos y se ven solos, lejos de la costa. No quiero hablar mal de nadie, pero alguien así, puede que se haya contaminado de leyenda. La especie que nada está loca. Creen más en su corazón que en sus sentidos. ¿Luces en la oscuridad, donde no hay hombres? Puede que las haya. Pero, no lo olvides, puede también que sólo sueñen que es así.
La gran Tortuga no dijo más, y se marchó pausadamente, dejando a Talasaster sumido en la confusión. ¿Acaso había abandonado su hogar y sus amigos en pos de una quimera? Tenía que pensarlo. Pero algo en su interior le dijo que no debía pensarlo quieto. Mejor seguir avanzando, por si la conclusión final era que debía seguir adelante. Y así lo hizo. Su propio avance le hizo recuperar la confianza. A fin de cuentas, la Tortuga no había dicho que el relato del delfín fuese mentira; sólo que podía serlo. Y lo mejor era llegar a la costa y verlo por sí mismo.
Un tiempo después, llegó a un obstáculo imprevisto, y al parecer insalvable: el bosque de posidonias. Al ver la formación compacta y extensa de aquellas algas-cinta, se sintió desfallecer. Era demasiado tupido para atravesarlo, y demasiado grande para esquivarlo. Se detuvo, indeciso. Y fue entonces cuando percibió una nueva sombra, mayor que la de la Tortuga. Talasaster creyó que su viaje había concluído, ya que se trataba de uno de los seres más temibles del mar: el Tiburón. El escualo, que había pasado sin verlo, se revolvió con un súbito coletazo, se dirigió hacia él y le dijo:
- No tengas miedo, no me interesas. No pareces tener nada aprovechable. Pero dime, ¿qué haces aquí?
Talasaster volvió a referir las noticias del delfín y el motivo de su viaje. El Tiburón, que había escuchado con una creciente impaciencia, dijo al fin:
- En mi vida había oído algo tan estúpido. ¿De verdad no tienes nada mejor que hacer, que perseguir unas absurdas luces? ¿Qué utilidad puede tener eso? ¿Es que no has oído hablar del pensamiento único? Ya deberías saber que lo único que cuenta es la competitividad. Ser más rápido, capturar más presas, comer mejor y hacerte más grande. Y tener mejores dientes, para evitar que acaben contigo. Actuar solo, para no tener que compartir el botín. Y olvidarse de luces, aspiraciones, apariencias y todas esas tonterías.
“La verdad, no me extraña que tu especie no haya llegado más lejos. Quedarse quieto, esperando que los demás respetarán tu espacio y tu vida, es la forma más segura de acabar perdiéndolo todo. No te ofendas, pero me das lástima.
Talasaster, ante tales afirmaciones, no sabía qué contestar. El Tiburón, tal vez consciente de que se había excedido, dijo con un tono aún de superioridad:
- Me parece que tienes problemas. ¿Cómo piensas llegar al otro lado del bosque? No me contestes, ya veo que no lo sabes. Bueno, teniendo en cuenta que jamás serás un competidor para mí, te puedo echar una mano. Quédate quieto.
Talasaster obedeció. El tiburón lo recogió entre sus fauces, con una delicadeza insólita, y se lanzó a una vertiginosa carrera por encima del bosque. A su paso, los bancos de peces, como nubes fragmentadas, se abrían y separaban, huyendo despavoridos. Tras un corto viaje, las algas del fondo empezaron a presentar un aspecto más ralo, y no tardó en aparecer nuevamente el fondo arenoso. El Tiburón abrió la boca y lo dejó caer, alejándose después sin decir ni una palabra.
Talasaster comprendió que estaba cerca de su destino. En la superficie del fondo bailaban unas ondulantes líneas luminosas, y eso quería decir que la superficie del agua no podía estar muy lejos. El agua estaba más agitada que en su pacífico fondo, y una leve corriente iba y venía. La costa era próxima, y aquella corriente oscilante era el eco distante de las rompientes. Talasaster se puso una vez más en camino. A medida que avanzaba, la intensidad de las líneas luminosas aumentaba, y la agitación crecía.
Llegó el momento en que la corriente se hizo tan fuerte que no pudo permanecer pegado al fondo, y se vió levantado y transportado, primero con suavidad, y cada vez más violentamente. Se sentía ir y venir, girar y voltearse en todas direcciones. Sólo le cabía esperar que todas aquellas sacudidas tuviesen un sentido, una dirección dominante, y acabasen por llevarlo a la playa.
De repente, el agua se volvió turbia, y se encontró flotando entre retales de algas y minúsculos granos de arena. Un impulso potente, constante y decidido lo arrastró durante unos momentos, para luego debilitarse y ceder. Y paulatinamente, tomó la dirección contraria. Tras desandar parte del camino, un nuevo impulso, más brusco que el primero, volvió a llevárselo. Llegó a sentir el roce del fondo. El impulso perdió nuevamente fuerza, tocó fondo, y súbitamente, en medio del impulso contrario, el agua desapareció, y se encontró de lleno en el otro mundo. Las olas lo había llevado hasta la playa.
Reinaba por todas partes una luz cegadora; era de día. Apenas se podía respirar, pero Talasaster confiaba en poder resistir hasta que fuese oscuro. No le sorprendió que las horas empezasen a pasar desesperadamente lentas. Pero a pesar de que de vez en cuando alguna ola llegaba hasta él, refrescándolo y empapándolo, no estaba preparado para al ardiente calor. Y aún peor; al calmarse el mar y cesar el contacto de las olas, acabó por invadirlo una creciente sensación de rigidez y acartonamiento. El sol y el aire habían acabado por resecarlo.
La claridad del cielo se había vuelto menos intensa, casi soportable, y Talasaster adivinó que no tardaría en anochecer. Pero de la misma forma que se extinguía el día, sentía escapársele la vida. El agua salvadora no estaba muy lejos, pero él se sabía demasiado tieso y pesado para poder llegar hasta ella. Tal vez no llegase a ver las luces. Entonces oyó una voz chirriante y familiar:
- ¿Qué haces aquí, pobre amigo?
Talasaster, inmóvil, reconoció la voz del delfín. Intentó hablar, pero sólo pudo emitir un leve gorgoteo confuso. El delfín no dudó; se sumergió, y al cabo de unos momentos, Talasaster pudo oir unos pasos desordenados sobre la arena. Pronto se vió empujado por dos, cuatro puntos, capturado por unas pinzas, estirado y arrastrado. Finalmente, volvió a sentir el contacto del agua.
- Gracias – dijo el delfín a los cangrejos que lo habían ayudado, y se acercó todo lo que pudo – Espero que puedas recuperarte.
Pero Talasaster supo que lo decía sólo por cortesía. Aunque ahora podía respirar mejor, y se había aliviado un tanto la sensación de rigidez, no tenía esperanzas. Había estado demasiado tiempo al sol, y en unas pocas horas había envejecido precipitadamente, No le quedaba mucho. A través del agua poco profunda, podía ver el cielo, cada vez más oscuro.
- No tardarán mucho en aparecer – dijo el delfín – Espero que me perdones.
- ¿Por qué? – consiguió articular Talasaster.
- Me siento culpable. Si no te hubiera hablado de las luces, tal vez no habrías emprendido esta aventura insensata.
- Te perdono. Fui yo el que decidió venir.
El cielo no era aún totalmente oscuro cuando el delfín dijo:
- Ahí están. Ya han aparecido las primeras.
Talasaster se esforzó para ver, y le pareció percibir unos minúsculos puntos de luz. Pero el agua inquieta que lo cubría hacía vibrar y moverse la imagen. Con sus últimas fuerzas, preguntó al delfín:
- No las veo bien. Dime, ¿cómo son?
El delfín calló unos instantes. Y por fin, en tono conmovido, dijo:
- No me había fijado antes, es curioso. No son puntos de luz. Tienen brazos. ¿Sabes como son? Son como tú. Son estrellas de cielo, como tú eres una estrella de mar.
Talasaster no pudo sonreír. Miró fija e intensamente aquellos erráticos puntos de luz, y suspiró. Fue su último suspiro.
El delfín no lloró. ¿Para qué? Todo el mar es ya una lágrima.

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

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9:17 a. m.  

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