lunes, octubre 20, 2008

El perro de Juan

El origen del cuento de hoy es un ejemplo de un vicio propio del castellano que se habla en España: el leísmo, que consiste en utilizar la palabra "le" cuando lo que correspondería es "lo". O como diría un gramático, en confundir el dativo (complemento indirecto) con el acusativo (complemento directo). Ejemplo: "A Juan le mataron el perro" (correcto); "A Juan le mataron en la guerra" (incorrecto). Lo correcto sería: "A Juan LO mataron en la guerra". El vicio está tan extendido en España, que a la mayoría le suena mal la forma correcta. Y fue precisamente la frase "A Juan le mataron el perro" la que inspiró el cuento. Por qué alguien tuvo el menor interés en matar al perro de Juan, es algo que averiguará el curioso lector al leerlo.


EL PERRO DE JUAN
El alcalde contempló nuevamente la tranquila plaza del pueblo, desde la ventana, mientras apuraba su cigarrillo. Viendo aquel paisaje, resultaba inconcebible la advertencia del gobernador. ¿Un individuo altamente peligroso? ¿En su pueblo? Imposible.
Faltaba ya muy poco para la llegada del delegado, y convenía apagar el cigarro, hacer desaparecer el cenicero y ventilar el salón. Fumar había pasado de ser un vicio molesto a una costumbre repugnante, en muy poco tiempo. Y no era cuestión de adquirir mala reputación, y tal vez perder el puesto, por una simple cuestión de apariencia.
El delegado se presentó exactamente a la hora anunciada. Tomó asiento, abrió una carpeta y dijo:
- Espero que se dé cuenta de que este... asunto debe llevarse con la máxima discreción. Veamos, Juan González, ¿qué sabe de él?
El alcalde parpadeó, confuso. ¿Era ese el individuo peligroso? Dijo:
- Bueno, pues... no mucho, la verdad. No arma ruido. No da problemas, quiero decir.
- ¿Dónde trabaja?
- En ningún sitio, que yo sepa. Tiene unas pequeñas rentas. Pisos en la ciudad, o algo así.
El delegado torció el gesto.
- Malo. ¿Tiene familia?
- Vive solo. Es viudo desde hace años. No tiene hijos.
- ¿Novias? ¿Alguna amiga especial? ¿Tal vez algún amigo especial?
- Ninguna. No diré yo que no haya tonteado con alguna, pero...
- Aún peor. La cosa es grave, tendremos que intervenir enseguida. ¿Sabe cuáles son sus ideas políticas?
- Bueno, no parece que le interese mucho, la política. Como a la mayoría de los vecinos de por aquí, esa es la verdad.
- Ya. ¿Qué piensan los vecinos de él?
- No se hace notar. Es un tipo tranquilo y amable. Creo que en general, lo aprecian. Dudo que alguien tenga algo en su contra.
- Cada vez me lo pone peor.
- Perdone – dijo el alcalde, tras una pausa - ¿Le puedo hacer una pregunta?
- Diga.
- ¿Por qué es tan peligroso? No lo entiendo. ¿Es un terrorista?
- Ojalá – dijo el delegado – No, no es un terrorista.
- ¿Entonces?
- Es alguien que, por lo que sabemos, no tiene miedo.
- ¿Y eso es malo?
El delegado suspiró.
- Dichoso usted, si no ha tenido que lidiar con ese tipo de problemas. Bien, se lo explicaré. ¿Cuál es su misión? Quiero decir, ¿para qué necesitamos un alcalde?
- Para llevar los asuntos de la comunidad. Y servir al pueblo, claro.
El delegado esbozó una sonrisa irónica.
- Oh, vamos – dijo – Estamos solos, puede hablar claro.
- Mantener la ley y el orden – aventuró el alcalde.
- La palabra es dirigir – dijo el delegado – Encaminar, conducir. Indicar hacia dónde deben ir, y asegurarnos que así se cumpla.
El alcalde carraspeó un poco.
- ¿Eso es democrático? – preguntó.
- La democracia – replicó el delegado – consiste en que las ovejas pueden elegir quién les va a hacer de pastor. Pero no si quieren o no que haya un pastor; eso está fuera de discusión.
- ¿Y la libertad?
El delegado enarcó una ceja.
- Usted tiene un cargo público – dijo – No creo que le gustase que se llegase a saber que tiene esas dudas, ¿no?
El alcalde bajó la cabeza y dijo:
- Haga usted de cuenta que no he dicho nada.
- ¿Lo ve? – dijo el delegado – Ahí tiene una demostración práctica de lo que quiero decir. ¿Cómo he conseguido que vaya usted por donde a mí me interesa? Con el miedo. Me ha bastado asustarle un poco.
- ¿Miedo?
- ¿Por qué la gente va a trabajar cada día? Por miedo a perder el empleo. ¿Por qué muchos, y muchas, aguantan seguir viviendo con una pareja que ya no los hace felices? Por miedo a quedarse solos.
"Por qué no se roba más, se mata más? Matar no es tan difícil, y robar, no digamos. Pero está el miedo, el miedo a la cárcel. El que algo tiene, por poco que sea, tiene miedo a perderlo. El que está sano teme enfermar, y el que está enfermo teme morirse. No se engañe: los demás motivos no son suficientes. Uno se cansa de ser bueno, pero el miedo no se va a cansar de asustarlo.
El alcalde pensó unos momentos, y dijo:
- ¿Y qué tiene que ver todo eso con Juan González?
- Muy bien, vamos a ello. ¿Quién sería el enemigo más terrible? El que no tenga nada que perder, porque no lo va a frenar el miedo. O bien el que no tenga miedo, porque a ese, ¿cómo lo paras?
"Ese Juan, al que podríamos llamar Juan sin Miedo, no teme perder el empleo: no trabaja. No teme quedarse solo: ya está solo. Ojalá fuese un terrorista; un terrorista infunde miedo, y eso nos conviene. Cuanto más miedo tenga la gente, más poder nos dará. Y además, todos aplaudirán que lo persigamos y acabemos con él.
"Pero si a Juan sin Miedo le diese por rebelarse, por atacar la sistema, ¿Cómo podríamos defendernos? Oh, claro, hay sistemas. Pero son lentos, costosos y de eficacia problemática. Empezaríamos por construirle un pasado: antes de ir contra nosotros, trabajó para nosotros. De hecho, fué agente secreto del gobierno. Eso demostraría que no tiene ninguna convicción, que sólo es un mercenario que no cree en lo que hace. No lo impulsa ningún móvil noble o justo. Eso se adereza luego con unos cuantos vicios personales; mejor si son ciertos, aunque no es imprescindible.
El alcalde escuchaba atónito. El delegado añadió:
- Mejor no tener que llegar a eso. Más vale prevenir. Tendremos que meterle algo de miedo. Quemarle el coche, por ejemplo. El seguro pagaría una buena parte, pero el choque moral ya lo tendría.
- No tiene coche – dijo el alcalde.
- Bueno, al menos tendrá perro, ¿no?
- Tampoco.
- Afortunadamente – dijo el delegado – eso es fácil de arreglar. Haremos que le regalen uno.
- No te fíes de los regalos de los griegos – musitó el alcalde.
- ¿Cómo dice?
- Nada – dijo el alcalde – Me acordaba de una frase de Homero.
- Ya. Pero no será un caballo, son demasiado caros. Sólo un perro. ¿Estamos de acuerdo?
- De acuerdo.
Un mes más tarde, Juan González se paseaba por el pueblo con un perro que lo seguía a todas partes. Y al cabo de un año, el animal aparecía brutalmente asesinado ante su puerta.
Al principio, hubo algunos comentarios: "¿Sabes? A Juan le han matado el perro". Y empezaron a mirarlo con una mezcla de lástima y sospecha. ¿Quién podía quererle mal? ¿Qué habría hecho? En cuanto a Juan, ya no volvió a ser el mismo. Eso sí, el orden establecido se mantuvo inmutable.
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