lunes, agosto 28, 2006

El Inglés

¿Por qué alguien decide escribir una historia? Dicho de otra forma, ¿de dónde salen, las historias? El cuento de hoy, absolutamente apócrifo, intenta dar algunas pistas. En mi caso, sigo una técnica en dos fases: primero, abro los ojos y miro las cosas; y luego, los cierro e intento escuchar qué quieren decirme. El cuento de hoy se me ocurrió en Verona, lo que como se verá es muy poco original. Podría añadir algún dato más, pero lo haré como comentario. Aquí está el cuento:

EL INGLES

El carro estaba llegando a la pequeña ciudad; ya se veían sus murallas, allá a lo lejos. Había dejado de llover, aunque el cielo seguía gris y encapotado. Indiferente a las sacudidas y traqueteos del camino, el inglés dormitaba dentro del carro, entre los cachivaches del atrezzo, recostado en uno de los fardos del vestuario. Nadie le prestaba mucha atención; para los cómicos de la compañía no era inusual dormir de día, si podían, ya que no sabían lo que les podía traer la noche. Tal vez una representación en alguna plaza o en alguna mansión, una cena medio decente en una cocina o en una taberna, algún que otro coqueteo con las jóvenes del pueblo o con las criadas de los señores.
Nadie hacía mucho caso de ellos, una vez había acabado la función. Eran cómicos, es decir, casi proscritos, una gente al margen de los que se consideraban normales, con su propia vida, sus propias costumbres, sin domicilio fijo, nómadas y saltimbanquis. Eran los herederos de aquellos bufones que habían desaparecido ya hacía tiempo, y podían ser irreverentes y deslenguados como ellos. El clero aún poderoso, y los grandes señores herederos de los feudos, les permitían ser esos locos que decían la verdad sin que nadie tuviese que hacerles caso, aunque en algunos países, la ley los obligaba a que los papeles de mujer los interpretasen hombres jóvenes.
No en Italia, claro. Los italianos eran un poco más vivaces y un poco más perversos; una pragmática de la República de Venecia había autorizado a las prostitutas a exhibir sus encantos al natural, “para apartar a los hombres del pecado contra natura”. Y en buena lógica, un actor-actriz no era algo que los italianos pudiesen considerar moralmente adecuado. Por esa razón, la compañía contaba con dos actrices: doña Assumpta, y su hija Concetta.
Y el inglés viajaba con ellos. Joven e inquieto, había emprendido aquel viaje con la excusa de la aventura y la esperanza de aprender, aún a sabiendas de que un hereje inglés no sería bien visto en la Italia papal. Atraído por el teatro, lo había acogido la pequeña compañía de cómicos, que le daba pequeños papeles en las representaciones, generalmente en el papel de Pierrotto, sin diálogo. Aquello le ahorraba problemas de idioma, de la misma forma que el viajar con la compañía, entre las gentes del pueblo, lo mantenía al margen de unas discrepancias religiosas que eran mayormente una disputa entre poderosos, un conflicto entre gobernantes absolutamente indiferentes a los sentimientos de sus súbditos.
El carro se detuvo ante la estrecha puerta de la muralla, para dejar pasar a otro que salía, y esa breve pausa en el camino hizo que el inglés se despertase. Miró a su alrededor, y vió a Concetta, que le sonreía desde el pescante. Concetta, aunque joven, no era agraciada. Era morena, demasiado baja y demasiado gruesa, y tenía las cejas demasiado espesas, y una leve sombra en el labio superior amenazaba en convertirse en un bigote como el de su madre. Pero era vivaracha y simpática, y había pocas cosas que se le escapasen a sus ojillos inquietos.
- ¿Hemos llegado? - preguntó.
Hablaba tan mal el italiano que Concetta no logró entenderlo, y se limitó a encogerse de hombros. El inglés se incorporó y bajó del carro, de un salto. Miró a todas partes, intentando situarse. Una muralla oscura, un cielo gris, un camino embarrado. Aquello habría podido ser Inglaterra. Pero los grupos de gente que discutía con calor, los súbitos silencios que se hacían en los corros de hombres cuando pasaba una muchacha bonita, las risitas de las jóvenes, demostraban que no lo era.
Un poco alejado, frente a uno de los grupos que discutían, estaba Carlo, que al verlo, se volvió hacia él y lo saludó con un “Ciao, Giugelmo”.
- Me llamo William.
- ¿Y qué importa eso? - repuso Carlo - ¿Qué parte de un hombre es su nombre? ¿Es acaso un brazo, o una pierna? Aunque tú me llames Charles, ¿dejo por eso de ser Carlo? Como tú tampoco dejarás de ser inglés, aunque te llame Giugelmo.
Era inútil ponerse a discutir con un italiano, como ya había aprendido William. Más que inútil, superfluo. Hábiles y versátiles, eran capaces de inventarse docenas de argumentos a favor o en contra de cualquier causa, y a menudo les preocupaba más la brillantez que la coherencia, la emoción que la razón. Ya había conocido a unos cuantos, y llevaba meses recorriendo el territorio, y aún así, no dejaban de sorprenderlo. Algunos parecían dedicados a atesorar todas las virtudes mediterráneas, y eran frívolos, superficiales, perezosos, lascivos, vanidosos, irresponsables, borrachos, caprichosos e inconstantes. Y presumían de todo ello. Demasiado cobardes o limitados para ser santos, se vanagloriaban de ser pecadores, abandonándose a la insolente confianza de que serían perdonados, aún sin merecerlo. Pero no todo era eso, no sólo había eso. No todos eran sensuales y arrogantes. Había también madres entregadas, jovencitas místicas, sacerdotes ascéticos, comerciantes amables, carreteros filosóficos, taberneros solícitos, sencillos padres de familia, y las virtudes más insospechadas en las personas más inapropiadas, como si toda la vida no fuese más que una gigantesca parodia hecha para desorientar a los estrechos de miras. Y por encima de todo, algo difícil de criticar, o de ridiculizar: el placer con que todos ellos degustaban la vida, sin perderse ni un ápice, aunque fuese duro o doloroso. Posiblemente tuvieran mejor paladar, o a lo mejor, sólo era que les había tocado un trozo más tierno.
William y Carlo se adentraron por las callejuelas de Verona, para localizar la casa de los Montani, la familia que los había contratado. En su trayecto, llegaron a un gran espacio abierto, en cuyo centro se alzaba un imponente edificio circular, al estilo del Coliseo que William había visto en Roma.
- La Arena - dijo Carlo, simplemente.
William estaba fascinado. Aún estando medio derruída, la edificación, un coliseo o un circo, conservaba un aspecto grandioso. A su alrededor, iban y venían las gentes de la villa, deprisa o pausadamente, pero nadie, de todos los que pasaban en todas direcciones, le dedicaba ni una mirada, como si aquella mole no tuviese importancia. Seguramente era el efecto de la familiaridad de cada día, pero aún así, le sorprendió que no hubiese nadie dedicado simplemente a admirarlo. No es que aquellas gentes no tuviesen sensibilidad; él los había visto arrobados y silenciosos, escuchando el canto nocturno de un pájaro, aunque no supiesen si el que cantaba era un ruiseñor o una alondra.
De todas formas, no podían entretenerse, debían encontrar la casa en que se alojarían. Al pasar por una de las estrechas calles, les llamó la atención un viejo caserón medieval, de severa y oscura fachada, adornado con un insólito balcón. Sin embargo, no era aquella la casa que buscaban. La mayoría de los edificios de la ciudad eran pequeños y modestos, y parecían indignos de una noble familia. Se echaban en falta las suntuosas mansiones que se alineaban en las calles de otras ciudades. Aunque había que tener en cuenta que aquella era una ciudad pequeña, y los Montani, aunque poderosos, no eran los Médici, ni los Borgia, ni los Sforza, ni los Scaligero.
Finalmente dieron con la casa. De apariencia poco aparatosa, era más grande y lujosa de lo que permitía suponer la fachada. Una vez franqueado el portal, se accedía a un pequeño patio, en uno de cuyos flancos se extendía una elegante escalinata que llevaba a la primera planta. En el patio, varias puertas daban acceso a lo que parecían ser las dependencias, donde seguramente harían su vida los sirvientes. En ese patio hallaron a un muchacho, sentado en el suelo, atareado con los correajes del arnés de un caballo.
Carlo apenas había empezado a hablar con él, cuando de una de las puertas que daban al patio se asomó una mujer gorda y acalorada, acompañada de una bocanada de humo. La cocinera, pues no costaba adivinar que ese era su oficio, rezongaba por lo bajo, y le gritó algo al muchacho. Éste replicó, mostrando su pierna vendada, y la cocinera dijo algo que provocó la risa de Carlo. Ante el aire desconcertado de William, Carlo le aclaró:
- Ella quería que el muchacho fuese a ayudarla a encender el fuego, y él le ha dicho que tenía la pierna herida y no podía. Entonces, ella le ha dicho que por lo visto, era una herida tan ancha como la puerta de la iglesia.
Un ligero rumor los hizo volverse, y vieron a una joven asomada a la barandilla de la escalera, que preguntó qué ocurría. Carlo se dirigió a ella, y William notó cómo interpretaba el papel de irresistible seductor. No cabía duda, era todo un actor. La postura del cuerpo sugería al mismo tiempo prestancia y respeto, y los ademanes, una vehemencia templada por la cortesía. Hasta el registro de su voz había cambiado. Vocalizaba con claridad, como un caballero bien educado, y a pesar de no comprender lo que decía, William intuyó que estaba cuidando los términos que usaba, echando mano de todos sus recursos para impresionarla.
La joven, que al principio había inclinado un poco la cabeza, como para verlo mejor, empezó a erguirse paulatinamente, como si se hubiese dado cuenta de su propia actitud. Luego, relajó los hombros y casi esbozó una sonrisa. Daba la impresión de que no apartaría los ojos de Carlo aunque el sol se cayese del cielo. Era muy bonita, y muy diferente de esas bellezas rubias, lánguidas, pálidas y brumosas a las que William estaba acostumbrado. Demasiado joven para ser la dueña de la casa, y demasiado desenvuelta y elegante para ser una sirvienta, William conjeturó que debía tratarse de una hija o sobrina del señor.
Una voz autoritaria, que gritó “¡Andrea!” desde el primer piso, acabó con la escena, y la joven se precipitó escaleras arriba.
La compañía se alojó en un par de habitaciones de la planta baja, y les dieron de comer en la cocina, junto a los sirvientes. La gorda cocinera seguía refunfuñando entre dientes al traerles la sopa; por lo visto, era una costumbre habitual en ella. Los cómicos estaban de buen humor; una comida caliente, la perspectiva de dormir bajo techo, y algo de dinero por la representación de la noche, eran motivos más que suficientes para estar contentos. Ante las bromas de William acerca de la joven de la escalera, Carlo le dijo:
- Se llama Andrea, y es la hija pequeña de los Montani. Tiene un par de hermanos mayores, que la vigilan como perros de presa. Resulta imposible acercarse a ella a menos que uno sea un buen partido, y tenga las mejores intenciones. Bueno, es normal que una familia vigile el honor de sus hijas, pero me parece excesivo cómo la vigilan.
La cocinera intervino, diciendo algo que Carlo tradujo a William:
- Por lo visto, Andrea se parece mucho a una antepasada suya, la bella Chiara. Y no tienen ninguna intención de que se repita la historia.
Ante el interés de todos, la cocinera les confió la historia, que había ocurrido hacía mucho, cuando todo el país estaba lleno de guerras y odios entre familias. Cada casa digna de tal nombre tenía un enemigo declarado, como tenía su propio confesor. Los adversarios de los Montani eran los miembros de la familia Aletti; por lo visto, la cosa venía de antiguo, a causa de un pleito de tierras. A lo largo del tiempo, la animosidad inicial se había sedimentado y endurecido, hasta formar un poso de odio que se consideraba incuestionable. Políticamente, los Montani y los Aletti siempre habían estado en bandos opuestos. Si unos eran güelfos, los otros eran gibelinos. Posiblemente, ello tuviera más que ver con su enemistad que con sus convicciones.
Un año, durante la fiesta de Carnaval, un grupo de jóvenes Aletti se habían presentado en el baile que daban los Montani. Ocultos tras las máscaras, nadie los había reconocido. Su intención era simplemente la de provocar, y buscar pelea. Entonces fué cuando la bella Chiara conoció a Benito, que era uno de los Aletti. Él la cortejó, aunque en realidad no la amaba, sólo para añadir la ofensa a la provocación. Y ella se enamoró perdidamente de él.
En un determinado momento, los Aletti se despojaron de las máscaras, para iniciar la pelea. Pero los otros eran más numerosos, y el viejo señor Montani impuso su autoridad y evitó la riña. Echaron a los Aletti a la calle, como a mendigos, y ellos juraron vengarse. A pesar de ser una Montani y saber que se trataba de un Aletti, Chiara seguía enamorada de Benito. Él, por su parte, alimentaba sus esperanzas con cartas y notas que le hacía llegar por terceros. No la quería, nunca la quiso, sólo buscaba vengarse de los Montani.
La familia no tardó en saberlo, y decidieron encerrar a Chiara por un tiempo, en una casa algo apartada de la ciudad. Y allí fué a parar la pobre Chiara, con su pena y sus suspiros. Y hasta allí fué también Benito, para consumar su ofensa. Pero no pudo entrar en la casa, estaba demasiado bien guardada. Entonces urdió otro plan. Una noche, consiguió que Chiara se asomase a su ventana, y le hizo creer que estaba tan desesperadamente enamorado, que se iba a matar por ella. Que el odio entre sus familias era un obstáculo insalvable, y que ya no valía la pena vivir. Fingió clavarse una daga, y se dejó caer al suelo, como muerto. Sólo era una burla cruel, una farsa perversa.
Jamás pudo prever las consecuencias. Chiara quedó como helada. Durante unos días, no dijo una palabra. Cuando por fin volvió a hablar, de su boca sólo salieron balbuceos de niña. Había perdido la razón. Y una noche consiguió encaramarse a la ventana de su habitación y saltó al vacío. No era una gran altura, pero tuvo la mala fortuna de golpearse la cabeza contra una piedra y murió en el acto.
Toda la influencia de los Montani no pudo evitar que la Iglesia lo considerase un suicidio, por lo que se negaron a darle sepultura en sagrado. La familia hizo construir una tumba en el sótano de la casa en que murió, y allí sigue enterrada. En cuanto a Benito, tuvo que irse a otra ciudad. De lo contrario, no habría durado mucho, a manos de los Montani. No se supo más de él. Es de creer que se casó, y tuvo hijos, y que hay una rama de los Aletti en alguna ciudad italiana.
- Así es como sienten el amor las mujeres de esta tierra, a veces - le comentó Carlo a William - Hasta la muerte.
Tenían que preparar la representación, y ensayarla. No se trataba de algo muy complicado; una farsa, según las convenciones de la “Commedia de l'Arte”. Concetta, convenientemente maquillada, asumiría el papel de Colombina. Su padre, el señor Antonio, sería Pantaleone, y su madre, la gorda y antipática esposa. Carlo se había reservado el papel de Arlechino, y William se enfundaría una vez más las blancas vestiduras de Pierrotto, cuya única misión era suspirar por el amor de Colombina y fingir tristeza.
En honor a la historia de la familia, y por una vez, sería Pierrotto el que acabaría ganando, para vergüenza de su eterno rival Arlechino. Al fin y al cabo, se trataba de darle una oportunidad al buen partido, al hijo de buena familia, vestido de blanco y negro, en oposición al arribista ataviado con todos los colores del arco iris y algunos más. La historia era relativamente simple: Colombina, asediada por tres pretendientes, el casado Pantaleone, el activo Arlechino y el pasivo Pierrotto, los veía evolucionar, combatir y sucederse en un carrusel vertiginoso, aderezado con las intervenciones de la vieja matrona, las carreras, los golpes y las persecuciones de los tres.
Si una escena gustaba al público, se hacía un bis. En caso contrario, se abreviaba. Cada uno de ellos lo sabía, y escrutaba las reacciones de los espectadores, en especial, las del señor Montani, que era quien pagaba. Pero incluso las convenciones podían saltarse. Tras una escena en la que Carlo estuvo particularmente brillante, todos pudieron percibir un brillo especial en los ojos de Andrea, y en el bis, Carlo, en su declaración de amor a Concetta-Colombina, rompió las normas no escritas, y declamó unos versos de Petrarca, con tanta convicción y sentimiento, que hasta el señor Montani se vió obligado a aplaudir. Hubo una breve discusión entre bastidores, en la que Carlo intentó cambiar el final de la historia, pero el señor Antonio no quiso arriesgarse. Así que al final, William- Pierrotto, tomó las manos de Concetta entre las suyas, y con un suspiro que ya no tenía nada de inglés, daba a entender que su amor sería por fin, no sólo reconocido, sino también consumado. En un impulso súbito, llevado por el papel, llegó a intentar una caricia a los senos de Concetta, que fué aplaudida y reída por una parte del público. Cuando los miembros de la compañía formaron en el escenario e hicieron una reverencia, sonó una larga ovación. Uno a uno, fueron avanzando un paso, para recibir su aplauso particular. Al llegarle el turno a Arlechino-Carlo, los aplausos se redoblaron. Andrea palmeaba con entusiasmo. También William tuvo su reconocimiento.
Tras la representación, William, acalorado y nervioso por el ejercicio y la emoción, decidió salir a dar un paseo por la ciudad. Carlo había desaparecido, así que se marchó solo. Deambuló sin rumbo por las calles viejas y estrechas, que formaban la sustancia de Verona. Llegó hasta la Arena. Brillaba la luna, esa luna de la que Carlo decía que era como una mujer coqueta, que continuamente cambiaba de aspecto, sin decidir jamás cómo estaba más bella. Bajo aquella luz plateada, las puertas, las ventanas y los lienzos de las paredes tenían un aspecto irreal, como un decorado de teatro. Un mundo extraño, el teatro, en el que las puertas son pintadas y los ropajes son disfraces, pero en el que los sentimientos, fluyendo a través de las palabras y los gestos, llegan a ser tan reales y contundentes como una piedra. Y un mundo fascinante además, que le atraía de forma particular. Tal vez algún día él tendría su propia compañía de teatro, y deambularía de aquí para allá, llevando risas y ficciones a unos y otros. No era tan mala vida, casi un fin para ser ardientemente deseado.
Continuando su paseo, llegó hasta la casa del balcón, y llevado por el ambiente, imaginó una escena en aquel tramo de calle. Soñó una dama en aquel balcón, tal vez un poco parecida a Andrea, escuchando una serenata, o tal vez mejor, los requiebros amorosos de su galán. Ya tarde, cuando sus padres duermen confiados, la dama se asoma desde su dormitorio para dejarse cortejar por su enamorado. No en aquel balcón, claro. Un súbito ataque de sentido común le hizo ver que era absurdo que el único balcón de la fachada diese a un dormitorio. Debía tratarse del comedor, o del salón. Por lo visto, el sueño no era lo bastante intenso para convencerlo, así que decidió dejarlo madurar un poco más. Tal vez algún día llegaría a ser más fuerte.
Al volver a casa de los Montani, oyó voces en el patio, y sin saber por qué, se detuvo en las sombras y contempló la escena. Eran Carlo y Andrea. Él estaba de pie en el patio, el brazo extendido hacia ella. Andrea, casi al pie de la escalera, se inclinaba sobre la barandilla y tomaba la mano de Carlo. Hubo unos instantes de silencio. Entonces, Andrea, antes de soltar la mano, dijo “Buenas noches”, en tan especialísimo tono de voz que a William le parecieron las más bellas, y las más tristes palabras del mundo, dejándolo sobrecogido. Él sólo había visto pasar la frase, como quien ve pasar una flecha, que iba dirigida a Carlo, pero aquello le haría pensar, más tarde, cómo, con tan sólo una inflexión de la voz, se podía fundir en una sola nota lo trágico y lo gozoso; el goce del amor y la tragedia de la separación, tan indisolubles como las dos caras de una moneda. Pero eso sería más tarde, porque ahora no podía pensar. Sólo podía quedarse allí, escuchando el eco ya extinto de aquellas palabras. Buona notte. Buenas noches.
Esperó que Andrea se retirase para entrar y encontrarse con Carlo, que lo saludó con un gesto. Estuvo unos momentos silencioso y sombrío, y William respetó su silencio. Aquellos momentos eran sólo suyos, y no debía interferir. Por fin, Carlo dijo:
- Estoy demasiado excitado para dormir. Creo que me sentaré aquí, en el patio. ¿Quieres hacerme compañía?
- Claro.
- ¿Sabes? También Concetta estaba excitada esta noche, y eso es culpa tuya, por haber intentado tocarle las tetas.
- Los senos - corrigió William - Jamás las llamaré tetas. Algunas cosas se deben tratar con cariño y delicadeza, incluso al nombrarlas.
- Está bien - sonrió Carlo - Seguramente, esta noche, mientras duerma, empezará a jadear, como si la aplastase un peso invisible.
- La reina de las hadas, la reina Maud - dijo William, recordando un viejo cuento de su tierra - Ella es quien oprime el pecho de las jovencitas, y les enseña a soportar el peso de los hombres.
- Ya hace tiempo que ha dejado de ser niña - continuó Carlo - Pero no importa. Alguna noche, el peso será real, y también entonces jadeará.
William se preguntó si Carlo hablaba sólo de Concetta, o de alguien más; si sólo había habido palabras entre él y Andrea. Pero eso no importaba. Aquel era un episodio acabado, y al día siguiente partirían.
Y así fué. A la mañana siguiente, cargaron el carro y partieron. Verona iba quedando atrás. William pensaba en la historia de la bella Chiara, y le parecía que era sólo media historia. Tan triste como el cielo gris y sucio que se extendía sobre ellos. Un día sin sol, uno más. Sí, claro, había jóvenes capaces de morir por amor, pero no eran correspondidas. Tanta pasión, tanta belleza, todos esos “Buenas noches” declamados ante un auditorio desierto. No era justo. Y sobre todo, no era real. Contra toda lógica, las ficciones, las invenciones parecían a veces más auténticas que la realidad, como ocurría en el teatro. Porque sólo ellas podían dar cuenta de las ilusiones, de los sueños, que jamás se ven. Y de la misma forma que un embaucador construye mentiras apoyándolas en verdades, para darles mayor solidez, el arte podía llegar a decir verdades por medio de embustes y situaciones imaginadas. Y ante una mujer enamorada, aunque sólo se tratase de un sueño, debería haber alguien escuchando.
De repente, Concetta empezó a cantar, y en ese momento, algunas nubes se desgajaron y unos rayos de sol cayeron sobre la campiña. Una hermosa y afortunada coincidencia: la voz de una mujer, y una respuesta. ¿Por qué no? Una mujer capaz de morir de amor, pero ya no sola, sino acompañada de un hombre igualmente enamorado. Era perfecto, simétrico, la parte que le faltaba a la historia. La vida había podido dejar la historia incompleta, pero un artista debía concluirla. Sí, aquello podía ser una historia, y tal vez algún día llegaría a escribirla. Podía recoger frases, ideas, sensaciones de aquí y de allá, y usarlas para componerla. Y sobre todo, podía inventar, podía imaginar, podía revivir esos sueños ajenos que habían quedado cautivos en otros corazones.
Carlo, al verlo pensativo, le preguntó:
- ¿En qué piensas, Giugelmo?
Y William protestó:
- Me llamo William. William Shakespeare, ese es mi nombre.

1 Comments:

Blogger muchocuento said...

Notas al final: en Verona se puede visitar la tumba de Julieta, una tumba única, en contra de lo que sugiere la obra de teatro. Y el "balcón de Julieta" es efectivamente el único balcón del edificio. A partir de esas incoherencias se me ocurrió que podía haber otra historia, mucho más prosaica, debajo de la gran tragedia que todos conocemos. El resto ya está escrito.

10:24 a. m.  

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