lunes, septiembre 04, 2006

Ida y vuelta

El de hoy es mi post número 25, y será el cuento número 24. Y he pensado realizar una mini-encuesta: agradecería a los visitantes que puedan perder unos minutos que me digan, de todos los cuentos publicados en este blog, cuál les parece el mejor (si es que hay alguno bueno) y el peor (si es que hay alguno malo). Si no desean dejar un comentario, pueden enviarme un mail a la dirección que aparece en la cabecera del blog. Gracias por adelantado; sus comentarios servirán para orientarme y saber hacia dónde debo galopar.

Y ahora, una pequeña presentación del cuento de hoy. En cierto momento se me ocurrió que sería posible contar una historia al revés, empezando por el final y retrocediendo. Ya antes de acabarla me dí cuenta de que no era suficiente, no era más que un ejercicio de estilo, como uno de esos platos de alta cocina que tienen mucha presentación y muy poca sustancia. Así que decidí volver a contarla del derecho. Pero claro, el camino de ida no es nunca igual que el de vuelta, aunque se pase por el mismo sitio. Por ejemplo, a menudo resulta más corto. Y si cambia el sentido y el tiempo, ¿por qué no puede cambiar el color, es decir, el tono? Si una historia es negativa, la otra puede no serlo. A veces la narrativa se parece un poco a la fotografía, e importa mucho el ángulo y el encuadre. Aquí está el cuento:

IDA Y VUELTA

Ella era muy decente, claro. No podía ser de otra forma, siendo tan poco atractiva. Las personas no agraciadas parecen estar condenadas a la virtud; no sólo porque sufren menos tentaciones (de hecho, sólo las propias) sino porque saben muy bien que cualquier desliz que tengan no les será perdonado tan fácilmente como a alguien guapo. Y su aspecto era como mínimo inarmónico: unas piernas demasiado largas y delgadas, como patas de jirafa, unas caderas excesivas, pecho poco relevante, ojos pequeños, pelo lacio y boca obstinada. Y en cuanto a su carácter, poseía una cualidad siempre temible, y más en una mujer: una inteligencia feroz.
Era curioso que tratándose de alguien así, hubiese resultado fácil detenerla. En contra de lo que hubiera sido razonable esperar, no había intentado huir, ni disimular, ni negar los cargos, ni eludir su responsabilidad en los hechos. Ahora mismo, mientras prestaba declaración ante el comisario, su tono era firme, pausado, tranquilo. Parecía más preocupada por la precisión de lo que decía que por las consecuencias. No era la primera vez que el comisario se topaba con un criminal que se queda inmóvil esperando que vengan a buscarlo; por ejemplo, todos esos seres torturados que matan a toda su familia con la idea de seguirles después, y se encuentran con que el impulso sólo ha bastado para los suyos, no para ellos mismos. Pero no es tan corriente que sea la misma persona la que telefonee a la policía.
Tal como ella lo veía, era lo único que cabía hacer: levantar el teléfono y llamar a información para pedir el número de la policía. Ella no lo sabía de memoria. No pasa cada día que una tenga que avisar de que acaba de cometer un asesinato. Pero si hay un cadáver en medio del comedor, con unas tijeras clavadas a la espalda, el hecho no puede pasarse por alto. Atrás quedaba el momento de arrebato en el que ciega de ira, se las había clavado, y había que asumir lo ocurrido.
Por más que visto fríamente, él se lo mereciese, ella se había sentido como invadida por una fuerza externa, como un mero instrumento. Alguien tenía que matarlo, y ella era la única que estaba a mano. Y las largas tijeras de modista eran lo primero que había encontrado. Había tardado en morirse, más de lo previsto, pero clavárselas no había sido difícil.
No era sólo la naturaleza del pecado lo que lo hacía imperdonable, a muchas y muchos, les ocurre, y aprenden a vivir con ello, a perdonarlo. No era sólo el adulterio, la infidelidad. Existía además el engaño, y en el fondo, una perversa traición. Él estaba demasiado tranquilo al confesar su aventura, como si fuese algo lógico, la conclusión inevitable de una cadena de acontecimientos. Pero esa misma actitud desvirtuaba toda la situación anterior, convertía la realidad de ayer en una sarta de mentiras.
Tal vez habría sido mejor no saberlo, y continuar adelante con la insulsa resignación que el tiempo había llegado a instaurar entre ellos. Tener compañía es siempre mejor que estar solo. Aunque la compañía sea distante y casi por cortesía. No había entre ellos gritos ni malas caras, ya ¿para qué? En vez de eso, una amabilidad no espontánea, sino forzada por la convivencia, una costumbre de soportarse, la rutina del "por favor" y "gracias" convertidos en fórmulas. No era en el fondo una tragedia, y ni siquiera era inesperado. En esta vida todo se acaba, tarde o temprano.
Y había habido avisos de lo que estaba ocurriendo. Antes, cuando ella aún podía engañarse, cuando aún conservaba la ilusión, alguna réplica cortante de él debería haberla avisado de que empezaba a alejarse. Peor no era tan fácil que ella se diese cuenta. Confiaba en él plenamente. Ni siquiera se le había ocurrido que las cosas pudiesen cambiar. Reconciliada por fin con ella misma, creía que sólo le quedaba disfrutar por mucho tiempo de una felicidad tranquila. Una felicidad en la que finalmente se había sedimentado el júbilo, la sorpresa y la inquietud de los primeros tiempos de casada.
Eran aquellos unos días en los que se afanaba por él, por corresponder a sus atenciones, no por lo que valían, sino por lo que representaban para ella. Por más que él hubiese protestado antes su amor y su devoción por ella, no había podido convencerse de antemano, ni siquiera creerlo. De ahí su agradecimiento. Era realmente consolador ver que sus ilusiones, que ella creía condenadas al fracaso, por fin parecían posibles.
No es que fuese pesimista o desconfiada por naturaleza. Eran los desengaños sufridos, pocos pero intensos, los que la habían vuelto así. Por eso se mostró recelosa cuando él la abordó por primera vez. ¿Quién podía querer a alguien como ella? Nadie. Y si no era posible el amor, ¿qué otro móvil podía impulsarlo a él? ¿Qué buscaba al acercársele?
Tiempo atrás habría sabido la respuesta, porque habría correspondido a sus propios sueños. Sueños que habían empezado al final de su niñez, en esa época en que los muchachos aún prefieren perseguir una pelota de fútbol, en vez de perseguir a las muchachas. Por suerte, esa afición tan tonta se cura con la edad (si es que de verdad llega a curarse alguna vez). En contra de toda evidencia, ella esperaba encontrar alguien capaz de apreciarla y entenderla, más allá y a pesar de su aspecto. No tardó en descubrir que la simpleza masculina es tal, que a menudo lo que ven les priva de entender lo que tienen delante. De haberse tratado de otra persona, habría sido un pequeño desengaño. Pero tal como era ella, esa revelación le había dolido más. Porque ella sí era capaz de ver más allá de la apariencia, sabía conocer a las personas. Y esa ventaja se convertía para ella en un inconveniente. Una vez más.
Porque no era la primera vez que su inteligencia resultaba ser una carga. Ya le había ocurrido durante toda su niñez, cuando en la escuela destacaba como alumna. Eso le había acarreado la antipatía de los demás de su clase. Y para poder tener amigas, se había visto obligada a renunciar a la despreocupación propia de sus edad, a ser atenta y amable antes que espontánea.
Tal vez las cosas habrían sido de otra forma si sus padre, en la infancia, le hubiesen imbuído más autoestima. Pero no supieron ver que pudiera necesitarla, y la había criado con cierto descuido, como si no tuviera nada de especial. Más que maldad, lo que habían tenido era falta de imaginación. Quizás para ellos, tener una hija era algo no previsto, que había resuelto como buenamente pudieron. No se sabe si de verdad quería tenerla, y tal como estaban las cosas, era casi imposible saberlo. Y lo habría sido, probablemente, aunque no hubiesen estado muertos.
* * * * *
No cabía duda de que sus padres habían querido tenerla. De no ser así, habían maneras de evitarlo. Pero si sus padres habían querido tenerla, algún sentido debía tener todo aquello. Es cierto que durante su infancia no la trataron de un modo especial, pero esa misma naturalidad significaba que no debía avergonzarse, que era una más, y que valía tanto como cualquiera.
Tanto, pero no más. Y el hecho de destacar en la escuela no significaba que pudiera mirar al resto de la clase con superioridad. Si quería tener amigos, debía aprender a ser atenta y amable.
Al final de sus niñez, empezaron a despertarse en ella nuevas ilusiones, la esperanza de encontrar alguien a quien entregarse, con quien poder compartir su perspicacia para conocer a las personas y su inteligencia. Es verdad que no estaba contenta de su aspecto, que no creía ser atractiva, pero en el fondo, eso también les pasaba a las más guapas de la clase.
Sin embargo, no fue fácil. La mayoría de muchachos no sabían ver más allá de la apariencia. Pero al mismo tiempo, tampoco parecían esperar más que una relación superficial, nada intenso y profundo. Y ella esperaba otra cosa. Estaba claro que no podía contentarse con un tipo corriente, debía ser alguien especial.
Finalmente, apareció, cuando ella casi había perdido la esperanza. Tras una primera reacción de desconfianza, sintió sorpresa, y más tarde agradecimiento. Pasó los primeros tiempos de casada maravillada y alegre, con una alegría desbordante. Había descubierto, ella también, que amar y ser amado es un derecho inmerecido.
Más tarde, la relación entre ellos se volvió más tranquila. El tiempo no pasa en vano. Ella no necesitaba repetirse que lo quería; era algo asumido e inconsciente, como el hecho de respirar. Él, sin embargo, empezaba a mostrar signos de cansancio. Había renunciado al entusiasmo permanente, y se estaba dejando ganar por la rutina.
Su propia dejadez acabó por atraparlo. Había olvidado las palabras mágicas y el sentido de su relación. Incapaz de saltar por encima de su culpabilidad para arreglar las cosas, tuvo una reacción cobarde, buscó consuelo fuera y acabó por engañarla con otra. Llegó a tener la valentía de confesárselo. Y al saberlo, loca de celos, ella le había clavado las tijeras, matándolo.
Había sido un momento de ofuscación. Pero lo hecho, hecho estaba, y había que cargar con ello. Descolgó el teléfono, llamó a información para pedir el número de la policía, y había esperado pacientemente a que fueran a detenerla.
Ahora estaba declarando ante el comisario. Un mal momento, un pésimo momento, y puede ocurrir cualquier desgracia, una de esas que te arruina la vida. Una pena, con lo que valía. Porque ella era una persona inteligente, aunque eso a veces no sirva de mucho. Y era decente. Y además, bien mirado, no era tan fea.
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