miércoles, septiembre 06, 2006

La Confesión

La verdad, resulta duro comprobar que uno es capaz de plagiarse a sí mismo. Y digo esto porque en el cuento de hoy aparece la misma frase que tengo puesta en mi perfil del blog. En fin, uno tiene el ingenio que tiene, y a veces no da para más.

El tema del cuento de hoy es ni más ni menos que la decencia. Si alguno desconoce el significado de la palabra, puede consultar cualquier diccionario editado antes de 1980. Se mezcla además otra consideración, la de hasta qué punto debe uno ser fiel a sus convicciones. Ya sé, suena todo muy abstracto y promete ser aburrido. Bueno, eso está por ver. Aquí va el cuento:

LA CONFESION

Perdóneme, padre, porque he pecado. La verdad es que esto es casi una fórmula. Desde luego, he pecado. Muchas veces. Pero esta vez no estoy tan seguro. Por eso vengo a verlo, para que me aclare mis dudas. Puede ser un poco largo, pero creo que tengo que explicarle toda la historia.
Conocí a don Anselmo hace bastantes años. Ya entonces era mayor, lo bastante como para no hacer caso de ciertos prejuicios sociales. Era serio, de carácter fuerte. Realmente fuerte, quiero decir; no necesitaba pegar gritos. Al contrario, era tranquilo y amable. No le dolían prendas a la hora de reconocer que se había equivocado. Pero lo más importante de su carácter es que era ateo. Convencido, además.
Antes de conocerlo, no me imaginaba cómo ese simple rasgo podía llegar a tener tanto peso. Los ateos que había conocido sólo lo eran porque en el fondo no les interesaba el tema, no querían meterse en honduras. Y a pesar de no creer, algunos celebraban el día de su santo. No creían en el santo, pero sí en la fiesta.
Con don Anselmo, la cosa era distinta. Como él mismo me había comentado más de una vez, no creía en un Dios que le perdonase los pecados, así que no tenía más remedio que seguir una conducta irreprochable. No tenía otra forma de conservar su dignidad. "Yo soy huérfano", decía, "así que lo que yo pueda valer sólo depende de lo que haga". Lógicamente, su agudo sentido de la ética lo llevaba a enfurecerse por la conducta de muchos que se declaraban buenos cristianos. La hipocresía y la intolerancia lo sacaban de quicio. Una vez me dijo: "Ya sé que eres creyente, pero parece que eso no te impide ser buena persona".
Estoy convencido de que necesitamos a los santos; pero también creo que unos cuantos ateos como don Anselmo no nos irían nada mal. A raíz de sus comentarios, me encontré revisando algunos aspectos de mi conducta y de mis creencias que no eran tan correctas como yo pensaba. No sé si es preciso aclarar que éramos amigos. A mí me parecía admirable en muchos aspectos. Y él me consideraba digno de confianza. En ocasiones, llegábamos incluso a ponernos de acuerdo.
Claro está que ante algo que le pareciese injusto, falso o degradante, se plantaba y no había quien le moviese. Uno de los puntos en que era inflexible era el celibato de los sacerdotes. Decía: "Si Dios, sea eso lo que fuere, ha creado al hombre, se supone que algo debe saber de cómo está hecho. Y no le puede pedir que vaya en contra de su naturaleza". Y añadía: "No es que el celibato sea malo. Es que no debería ser obligatorio". Y del papel de la mujer en la Iglesia, mejor me callo sus opiniones.
Gozaba de una posición desahogada, sin ser escandalosamente rico. Y se rumoreaba que ayudaba a mucha gente; sólo podían ser rumores, porque conociéndolo, estoy seguro de que impondría el más absoluto anonimato como condición para prestar su ayuda. Vivía solo; se había quedado viudo hacía años. No había tenido hijos, y su única familia era un sobrino por el que sentía un entrañable odio. Hablando de él, decía:
- Mi sobrino es de esos que creen que pueden contratar a Dios y tenerlo en nómina. Se le paga con unas cuantas misas al mes, y Él te da a cambio una apariencia de persona respetable.
El sobrino, al que yo no conocía, era por lo visto alguien muy encariñado con el prestigio social, miembro de algunas organizaciones tan distinguidas como piadosas. Tener un tío como don Anselmo sólo le servía para poder dar muestras de cristiana resignación.
El tiempo, que no perdona, fue pasando. Yo fui haciéndome mayor. Don Anselmo, que ya era mayor, fue envejeciendo, aunque conservó durante mucho tiempo su energía. Pero nada dura eternamente. Un buen día, sin motivo aparente, cayó enfermo. Podía haber ocurrido unos meses antes, o unos años después. Pero había burlado al destino demasiadas veces como para no tener que rendir cuentas. Su sobrino se aprestó a cuidarlo, digamos, pero don Anselmo decayó rápidamente. Fui a visitarlo varias veces, y en cada ocasión me parecía más apagado. Daba pena ver en qué había acabado todo aquel carácter y fortaleza. A ratos miraba hacia la ventana, con la mirada perdida, como si ya no hubiese nada capaz de interesarle.
El sobrino, que se había instalado con su esposa en la casa, para mejor cuidarlo, resultó ser mucho menos desagradable de lo que pregonaba su tío. No me sorprendió; estaba ya acostumbrado a las críticas y exabruptos del anciano. Creo que me gané su simpatía cuando le comenté que rezaría por don Anselmo.
- Usted me entenderá, entonces – me dijo – No está bien que dejemos que se nos vaya sin darle la oportunidad de rectificar, de ponerse a buenas con Dios.
- No creo que se presente ante Dios con las manos vacías – dije – después de todo lo que ha hecho.
- Precisamente – dijo el sobrino – Usted y yo, y todos los que lo conocen, sabemos que es una gran persona. Y es por eso que su actitud de ateo militante puede causar mucho daño. A los creyentes, a la Iglesia, no nos preocupan gran cosa dos o trescientos descreídos que sean viciosos, estúpidos o cobardes. Les falta fuerza moral. Pero un solo ateo decente es para ponerse a temblar.; es la prueba viva de que no es imprescindible la fe para ser bueno.
"Además, mi tío ha sido motivo de escándalo. Su falta de tacto le ha dado cierta fama en los círculos bienpensantes. Fama que por cierto me ha perjudicado a mí. Pero ya no es el mismo, creo que se habrá dado cuenta. Y tal vez ahora sea el momento de reparar parte del daño que ha causado.
- Bueno, no lo sé – dije – Tendría que pensarlo.
- Usted es una persona de fiar – continuó – Mi tío así lo cree. Confío en que cuando llegue el momento, sabrá ayudarnos.
No dijo más, y yo tampoco. La conversación me había dejado perplejo. Comprendía sus argumentos, pero no podía compartirlos, aunque no pudiera decir por qué. Entendía muy bien que alguien, viendo el ejemplo de don Anselmo, pensase que no era necesario creer para ser honesto. Y de ahí a pensar que la fe no es ninguna garantía de rectitud, hay un paso. En cierta forma, mi amigo podía haber puesto a todos los creyentes, yo incluído, bajo sospecha.
Pensé eso, pero enseguida rectifiqué. Que alguien sea bueno, ¿me convierte a mí en malo? De ninguna manera. La entereza de don Anselmo podía ser un reto, pero no una amenaza. Allá cada cual con su conciencia. No se puede pretender que todos sean enanos para poder sentirse gigante.
Días más tarde, volví de visita, y me abrió la puerta el sobrino, muy alterado.
- Gracias a Dios que está aquí – dijo – Es cuestión de horas, puede que de minutos. El médico está con él, hay muchos detalles que resolver, y ni mi esposa ni yo podemos movernos. Por favor, vaya usted a buscar al párroco de la Merced. Está ya al corriente. Por suerte, mi tío está inconsciente y no protestará. No sé si lograremos salvar su alma, pero al menos podremos poner en la esquela que ha muerto cristianamente.
Asentí, y salí a toda prisa hacia la Merced. Mi primer pensamiento fue preguntarme si habría tiempo para la extremaunción, o si el párroco se limitaría a darle la absolución, con confesión o sin ella. Me acudieron a la mente las escenas del teatro clásico, en las que la muerte sin confesión equivalía a la condenación eterna.
Y entonces me detuve. No me había alejado más de dos manzanas. ¿Qué estás haciendo?, me pregunté. Y tomé una decisión. Volví tranquilamente sobre mis pasos. Frente a la casa, al otro lado de la calle, había un banco, y allí me senté a esperar el desenlace.
No sé si sabré expresar claramente lo que sentía. Pero eso no quiere decir que el sentimiento no fuese claro, firme, evidente. No tenía dudas sobre lo que debía hacer. Y lo que debía hacer era quedarme allí, sin ir a buscar cura alguno. Probablemente, el sobrino creería que yo estaba a punto de llegar hasta que fuese demasiado tarde. Tanto mejor. Yo sentía respeto por don Anselmo, era su amigo. Y estaba obligado con él. Y pagaba esa obligación, esa deuda, del único modo que podía: ayudándolo a morir como había vivido. No iba a colaborar para que en el último momento claudicase, y fuese en contra de lo que siempre había creído. Mejor dicho: de lo que nunca había creído.
Pensé, y la idea me llenó los ojos de lágrimas y me hizo sonreir a un tiempo, que don Anselmo, al encontrarse cara a cara con Dios, tal vez aparentaría no verlo. No era nada fácil de convencer, no señor.
No sé cuánto tiempo pasó. En determinado momento, se abrió la puerta de la casa, y se asomó el sobrino, mirando inquieto a uno y otro lado. Al verme, se quedó de piedra. Tras unos instantes, sacudió la cabeza y volvió a entrar. Yo me despedí mentalmente de mi amigo antes de irme.
En la esquela que se publicó al día siguiente, se decía que había muerto cristianamente. No importaba. Nadie que lo hubiera conocido iba a creérselo.
Actué según mi conciencia, padre, y no tuve dudas. Las tengo ahora. Tal vez debí darle otra oportunidad de rectificar. Pero no podía hacerlo sin beneficiar al sobrino. Dígame, padre, ¿actué correctamente?
Free counter and web stats