miércoles, octubre 04, 2006

Al pie de la letra

Tras unos días de elucubraciones y divagaciones, hoy quiero volver a proponer un cuento de los de verdad, o si se prefiere, convencionales. Y esta vez es un cuento que escribí sin otra intención que la de distraerme un rato. Intentaba que fuera actual, así que metí una sociedad secreta. También intentaba ser original, así que no tiene nada que ver con los templarios. Si el lector lo dsifruta, me daré por bien pagado.

AL PIE DE LA LETRA

Fue una maldita casualidad. Si esa tarde no hubiese ido a la biblioteca, nada habría ocurrido. Y si no hubiese hecho tanto calor, habría tenido un motivo menos para aprovechar el aire acondicionado del local. Lo más probable era que lo hubiese aplazado por enésima vez. Sí, es cierto que yo necesitaba material para escribir el artículo, pero hasta ese día la pereza había podido más que yo. El tema era interesante, al menos para mí: la vida de los balleneros de New Bedford en particular y de Nueva Inglaterra en general. Y su relación con Herman Melville, y Moby Dick. Por más que un auxiliar de cátedra de literatura necesita ampliar su currículum, y publicar es una de las formas, no era un tema urgente, algo que fuera a perder actualidad si se postergaba una semana.
No sólo fue cuestión de fecha; también de hora. Sólo con que me hubiese acercado al mostrador un poco antes o un poco después, no habría oído la pregunta que ella hizo:
- ¿Tienen algo sobre los letrados?
El bibliotecario puso la misma cara de sorpresa que yo. La pregunta era demasiado obvia, o tal vez demasiado sutil. Un letrado, así en frío, es un abogado, y nada más. El bibliotecario le contestó en un susurro:
- Si se refiere a abogados, tenemos toda una sección de derecho...
- No, no es eso – dijo ella sacudiendo su corta melena pelirroja – Los Rosacruz, los masones, los letrados.
- ¿Una... sociedad secreta? – preguntó el bibliotecario.
- Sí.
- A la izquierda – indicó el bibliotecario – Último pasillo, detrás de religiones no convencionales. Allí tenemos ocultismo, prácticas mágicas y sociedades secretas. Mire a ver si encuentra algo allí, pero lo dudo.
Ella asintió, con un gesto de disgusto, y se apartó del mostrador. Y yo, en un impulso, la seguí. En ese momento, no sabía exactamente si me interesaba ella o la sociedad de los letrados. Pero a los pocos pasos, me detuve. ¿Qué estaba haciendo? No sabía nada de esa sociedad secreta, ni siquiera si había existido. Y fuese cual fuese mi propósito, necesitaba un mínimo de información, incluso para entablar una conversación con ella. Así pues volví sobre mis pasos y me encaminé al pasillo de las enciclopedias.
Mi primer intento fue un fracaso. La enciclopedia, tomo Larra-Lugash, me informó que letrado, en su sentido original, designaba a aquel que “sabía de letra”, como se decía antes. En ese aspecto, había heredado el sentido que durante la Edad Media habían tenido palabras como “escolar” o “escolástico”. Y por ese motivo, “iletrado” seguía designando a la persona ignorante e inculta. Posteriormente, con la especialización de la justicia, había acabado por designar a los que tenían conocimiento de leyes, primero, y más tarde a los abogados.
Ni una palabra sobre sectas o sociedades secretas. No desistí, y acudí al tomo Era-Espada. La entrada “escritura”, en el artículo histórico, me fue de más ayuda. Desde un principio, cuando la distinción con la pintura no era clara, un cierto aire mágico había acompañado a la escritura. Si bien las escrituras ideográficas eran teóricamente explícitas (el dibujo de un ciervo significaba “ciervo”), las escrituras fonéticas ya suponían el conocimiento de un código. El hecho que durante mucho tiempo fuese la casta sacerdotal la única que conocía dicho código aumentó, si cabe, su aura de misterio.
La democratización del alfabeto, que empezó con los fenicios y creció con los griegos, no consiguió acabar con esas ideas. Desde círculos religiosos o heréticos, aparecieron nuevos intentos de cargar la escritura de tintes trascendentales. No sólo a un nivel puramente supersticioso, como los pueblos sajones que creían en el poder de la escritura rúnica. Un buen ejemplo lo constituye la Cábala, la interpretación judaísta de la esencia de los seres como un nombre secreto; quien supiera dicho nombre tendría un poder total sobre la cosa. De hecho, los cabalistas sostenían que Dios había creado los seres pronunciando sus nombres.
La escritura se atesora en libros. Y a este respecto, cabe mencionar, en la teología musulmana, la idea de que el libro es un atributo de la Divinidad. Es decir, que de la misma forma que los cristianos afirman que Dios es bueno, los mahometanos sostienen que Dios es Libro. Esa creencia en el poder del libro pasó luego a las distintas escuelas de brujería y magia, dando origen a los libros de conjuros. En determinado momento, simultáneamente a la creación de la Inquisición, la Iglesia oficial decidió tomar cartas en el asunto e impedir la circulación de “libros peligrosos”. Así nació el Silabus, el índice de libros prohibidos.
El auge del racionalismo acabó por arrinconar todas esas creencias a círculos muy minoritarios. De todas formas, el artículo concluía sin dar ninguna referencia de los letrados. Estaba pensando en acercarme a la sección de ocultismo y sociedades secretas, pero al levantar la vista, ví a una pelirroja con el pelo corto dirigiéndose hacia la puerta. Era ella, y el poco tiempo que había empleado indicaba que no había encontrado lo que buscaba.
Me levanté y la seguí, sin tener un propósito claro. No sabía aún si me fascinaba más el tema de los letrados, o haber descubierto a una persona que investigaba un misterio del que nadie parecía saber nada. La alcancé en la calle, cuando acababa de cruzar la puerta, y la abordé directamente:
- Perdone, pero necesito hablar con usted.
Su cara llena de pecas reflejó una cierta alarma. Apretó la carpeta contra su pecho, sus ojos verdes me escrutaron atentamente, y preguntó:
- ¿Qué es lo que quiere?
- Los letrados – dije, echando el anzuelo - ¿Puedo invitarla a un café?
Ella esbozó una leve sonrisa, y dijo:
- Bueno. Mejor un té.
Cuando estuvimos sentados ante dos tazas de té, me sentí perdido por un momento. No sabía por dónde empezar, así que me puse a parlotear acerca de lo primero que se me ocurrió:
- ¿Sabe? “Té” es una de las palabras que menos cambia de un idioma a otro. De hecho, sólo conozco dos formas: “chá” en chino, y en portugués, “chai” en ruso. Y “té” o “ti” en francés, inglés, alemán, italiano...
- ¿Hablas gaélico? – me interrumpió ella.
- ¿Eres escocesa? – repliqué.
No estaba seguro de si el gaélico se hablaba en Escocia o en Irlanda, pero los ojos, el pelo y las pecas me sugerían la primera posibilidad.
- Irlandesa – respondió ella – Bueno, mi padre. Pero no has contestado a mi pregunta. Y juraría que no sabes nada de los letrados.
- No hablo gaélico – admití – Y es verdad, no sé nada de los letrados. Pero puedo ayudarte.
Tal vez era un error revelar mi ignorancia, pero recordando la fama de impulsivos que tienen los pelirrojos, había decidido que la sinceridad era la mejor táctica.
- Puedo tener acceso a bibliotecas cerradas al público, tengo carnet de investigador. Me ofrezco a buscar toda la información que te interesa.
Ella mostró una sonrisa de superioridad.
- No creo que encuentres nada. Más de lo que he buscado yo...
- Pero algo sabes, alguna pista has encontrado.
- Oh, sí. Una referencia a un personaje del siglo dieciocho, del que se dice que pertenecía a los letrados.
- ¿Qué personaje era ese?
- Un tal O’Hara.
- Bueno, podemos empezar por ahí.
Ella se echó a reir.
- ¿Sabes cuántos O’Hara puede haber en Irlanda? Además, no hablas gaélico.
- En primer lugar – dijo defendiéndome – por muchos que hayan, en el siglo dieciocho habría menos. Y en segundo lugar, en Irlanda, también se habla inglés.
- Lo que estoy buscando – dijo ella pacientemente – no estará en inglés, en la lengua oficial. Se trata de la pertenencia a un grupo clandestino, seguramente mal visto por las fuerzas ocupantes. Estará en gaélico.
Por primera vez, se me ocurrió preguntarme si ella no sería simpatizante del IRA.
- ¿Qué sabes de Irlanda? – dijo ella.
- Poca cosa – admití – Las películas de John Ford...
- Sean Aloysius O’Fearna – replicó ella – Toreros y panderetas, si hablásemos de España. Vamos a ver si puedo resumir la situación: me ofreces ayuda, en un tema que desconoces, del que la última pista que hay apunta a un país del que no tienes ni idea, en una lengua que no hablas, y se refiere a un personaje casi imposible de localizar. ¿Es eso?
Su sonrisa de triunfo tenía sin embargo un punto de amabilidad.
- Más o menos – tuve que admitir – Es decir, que rechazas la oferta.
- Yo no he dicho eso – dijo ella, y tomó un sorbo de té.
- ¿Entonces?
- Haces demasiadas preguntas. Digamos que no eres desagradable. No estás mal. Pruébalo, si quieres. Dentro de una semana, veremos lo que has conseguido.
- ¿Cómo te localizo? – pregunté, mientras asentía.
- Muy hábil – volvía a sonreir – pero no te creas que te voy a dar mi teléfono tan fácil. Mejor dame el tuyo. No me llames, ya te llamaré yo.
Se levantó y se fue. Yo pasé un buen rato pensando por dónde empezar. Finalmente tuve una idea, y me fui a casa de mi amigo Octavio.
- Tienes que hacerme un favor – le dije – buscarme algo por Internet.
- Para el carro – dijo – Antes tienes que explicarme de qué se trata.
Octavio no era en general mala persona, pero de vez en cuando tenía el día tonto y se hacía rogar. Me miraba con aire de superioridad, todo el que puede tener alguien con casi cien kilos de peso que vista una camiseta con manchas de café.
- Es sobre una sociedad secreta – empecé.
- Hay una chica, ¿verdad? – dijo él.
- ¿Por qué lo preguntas?
- Normalmente, no te miras en los espejos – repuso – ni te preocupas por ir despeinado, cosas que haces hoy. Así que tenemos a una chica que pertenece a una sociedad secreta. Y quieres saber cómo puedes camelártela, ¿no?
- Más o menos – era una excusa tan buena como cualquier otra.
- Jo, macho, lo difícil que se ha puesto ligar – soltó – Esa sociedad secreta, ¿tiene un nombre?
- Letrados.
- ¿Estás de broma? Si busco “letrados” en Internet, me van a salir dos millones de referencias. ¿Algo más?
- No tiene nada que ver con abogados.
- Ya. Ni con leyes, justicia, derecho, fiscales o jueces – Octavio era hábil cuando quería – Pero no me ayuda mucho. Eso nos puede dejar en unas trescientas mil referencias. ¿A qué se dedican? ¿Qué creen?
- En el poder mágico de la escritura – aventuré, y ante su mirada interrogativa, le resumí lo que había leído en la enciclopedia.
- En ese artículo – comentó – faltan como mínimo tres conceptos importantes. El primero, que no se puede confundir la magia de la palabra con la de la escritura. En las palabras, en su magia, han creído todas las culturas. Pero la escritura añade la permanencia. Las palabras escritas duran más que las personas, luego su magia es diferente. Perdurable, diríamos.
“En segundo lugar, no habría estado de más una cita del evangelio de San Juan: al principio era el Verbo, la palabra. Y en tercer lugar, las mentes más racionalistas del siglo veinte inventaron lenguajes para programar los ordenadores. Eso también es creer en la magia de la escritura. A lo mejor, Kemeny y Kurtz, los creadores del Basic, eran letrados.
Octavio hizo una pausa, como para dejar que yo admirase y asimilase su sabiduría, y añadió:
- No creo que encontremos nada, en Internet. Y si esa sociedad existe aún, no le queda mucho tiempo de vida.
- ¿Por qué?
Octavio me miró con actitud socarrona.
- ¿No hablas con la gente? La televisión ha desplazado a la prensa. Las cosas ocurren cuando son vistas, no cuando son leídas. La magia de la imagen ha acabado con la magia de la escritura. El patrón cultural es el cine, no los libros. Para que algo tenga éxito, hoy en día, debe ser rápido, efímero, fácil y superficial. Los letrados tienen tanto porvenir como los dinosaurios.
“Por eso no creo que encontremos nada en Internet. La gente como ellos no cree en esas cosas. Mírate: te moverías por una biblioteca de un millón de volúmenes como pez en el agua, pero para buscar algo en la red, me lo vienes a pedir a mí. Desengáñate: el ratón se ha comido la pluma.
- Pero Internet – protesté - ¿No es una especie de biblioteca electrónica universal?
- No – dijo él – Se parece más a un quiosco de suburbio, atiborrado de revistas porno, y con unas pocas publicaciones serias que tienen poca salida.
- Pero aunque el medio sea electrónico, el mensaje sigue siendo literario.
Octavio soltó una risotada.
- ¡Por favor! No me vengas con MacLuhan, a estas alturas. Cuando aparece un nuevo medio, no se limita a traducir los contenidos de los medios anteriores. No tarda en crear sus propios contenidos. Cada vez ponen menos películas en televisión, no les hacen falta para llenar horas de emisión. Pero nos hemos ido por los cerros de Úbeda, y tú me has pedido un favor. Vamos a ello.
Desplazó su silla hasta una mesa en la que había una pantalla, un teclado y un ratón. Tras una serie de rápidas pulsaciones, apareció en pantalla lo que evidentemente era una lista. Lanzó un silbido y dijo:
- Me he quedado corto. Te dije dos millones, y aquí me aparecen tres y medio. Claro que buscar un sinónimo de abogado, en español, es como buscar un Pérez en el listín telefónico.
- Busca “magia” – sugerí.
Al cabo de un momento, Octavio dijo:
- Bien. Sólo nos quedan veinte mil. ¿Qué hacemos?
- ¿Puedes eliminar los que tengan la palabra “legal”?
- Eso está hecho.
Las veinte mil se convirtieron en cinco.
- Hay cuatro que no parecen tener sentido. Páginas basura, errores del sistema. Están llenas de cosas incoherentes, y a veces engañan al buscador. Pero aquí hay una “Asociación de Letrados”. Qué curioso, por la extensión de la página debe ser del Uruguay.
Dí un respingo.
- Esa es. Espera. Puede que yo no sepa nada de Irlanda, pero algo sé del Uruguay. Es un país ferozmente laico. El único de Latinoamérica que ha llegado a prohibir la Navidad. Si en algún sitio una sociedad en pugna con la religión puede tener rango oficial, es allí.
Octavio no me escuchaba. Había entrado en la página, y estudiaba el contenido.
- Está llena de publicidad. Míralo tú mismo.
- No importa – dije - ¿Hay algún texto?
- Sí, muy corto. “Si creés en la magia de la escritura, ponéte en contacto con nosotros”. Y una dirección de correo electrónico. Bueno, están en Internet, pero lo menos que se puede estar.
Cogió un recorte de papel, copió un par de líneas de la pantalla y me lo tendió.
- Aquí tienes el correo electrónico, y la dirección de la página. Es todo lo que hay. Pero si quieres creerme, no esperes que te contesten.
Pasé buena parte de la semana muy inquieto. Había enviado no uno, sino tres correos electrónicos, explicando mi trabajo como auxiliar de cátedra de literatura, y mi interés en las implicaciones y consecuencias de la influencia de la literatura. En vista de que los dos primeros no tenían respuesta, en el tercero adopté un tono más dramático. Aproveché la visión pesimista de Octavio, insinué que a la vuelta de dos o tres generaciones los niños ya no sabrían leer, y ya no digamos escribir. Ante esa situación, todos los que aún creíamos en la letra debíamos unirnos, y no era razonable que rechazasen cualquier ayuda que pudieran conseguir. Defendíamos una situación desesperada, éramos guerreros al pie de una fortaleza. Al pie de la letra, exactamente.
Por más que no consiguiera establecer contacto, tenía al menos algo que ofrecerle a Maureen. No me había dicho que se llamase así, pero me recordaba un poco a Maureen O’Hara, la única actriz de la que sabía que era irlandesa. Y además, coincidía el apellido con el del presunto letrado irlandés. Por fin, sonó el teléfono, momentos antes de que empezase a subirme por las paredes. Era ella.
- Tengo algo para ti – le dije.
- ¿Qué es?
Tuve un impulso, pero lo contuve a tiempo. Después de lo que yo había pasado por culpa de esa niña, tenía que aprovechar cualquier ventaja que tuviera.
- Si quieres saberlo, Maureen – le dije en un alarde – tendrás que venir a mi casa.
- ¿Qué me está proponiendo, profesor? – ella se hacía la ingenua.
- No te lo pienso decir. Si quieres saberlo, vienes y te lo cuento. Y para que puedas venir, tendré que darte la dirección – me salía el carácter metódico – que es...
Al colgar el teléfono, miré a mi alrededor, desolado. Mi piso estaba impresentable. Tenía dos libros sobre el escritorio, uno de ellos abierto. Las cortinas estaban aún descorridas, aunque ya era casi de noche. Y mil detalles más, cosas poco llamativas, pero que yo sabía que no eran absolutamente correctas. No tenía tiempo de arreglarlo todo, así que me resigné y me limité a lo más aparente. Dejé el ordenador en marcha; podía necesitarlo para demostrar que la asociación existía.
Ella llegó al fin, con un enorme bolso colgado del hombro. Examinó descaradamente el piso y dijo:
- Vaya, eres muy ordenado.
La invité a sentarse en el sofá.
- ¿Te apetece un whisky? – pregunté.
Ella se echó a reir.
- No, gracias – dijo – Aunque sea medio irlandesa, no lo tomo a todas horas. Preferiría una cerveza, si la tienes.
Le serví la bebida, y me puse otra para mí.
- No te vas a creer lo que he encontrado – empecé – Existe una asociación de letrados en el Uruguay. La encontré en Internet. Ya me he puesto en contacto con ellos.
Ella estaba sorprendida, sin duda. Caviló unos momentos y preguntó:
- ¿Qué hora es?
Sacudí la cabeza como si me hubieran pegado un mazazo. Si aquello tenía algún sentido, se me escapaba.
- Las once y media – dijo después de consultar el reloj.
Ella sacó un pequeño teléfono del enorme bolso y me dijo:
- Voy a hacer una llamada. No te vayas, quiero que lo oigas.
Marcó el número y dijo:
- Hola, soy yo. Llamaba para decirte que he ganado la apuesta. Aún no son las doce, y estoy en su casa. Si no me crees, puedes hablar con él. Sí está aquí, a mi lado. No, no me importa que lo oiga. Los juegos están bien, pero en algún momento se han de acabar. ¿Quieres que te lo pase? ¿No hace falta? Bueno, pues ya nos veremos. Hasta luego.
Yo me había hecho una idea bastante exacta, pero me quedaban algunas preguntas.
- Así – dije – que se trataba de una apuesta. ¿Qué tipo de apuesta?
- Tenía que conseguir que te fijases en mí, y que me invitases a salir. Antes de hoy a las doce.
- ¿Por qué?
- ¿Nunca se te ha insinuado una alumna, profesor? Seguramente sí, pero no te habrás dado cuenta. Eres una persona muy retraída, y no tienes ni idea del efecto que les causas a las chicas. Te ven tan tranquilo, tan educado y tan solito, que a más de una le encantaría hacerte compañía. Unos cuantos años, quiero decir.
- Tú no eres una de mis alumnas. Te recordaría.
- Gracias. Pero es cierto, no soy alumna tuya. Te ví en una conferencia, sobre Bernard Shaw, me parece. Y comenté con una amiga que tal vez valdría la pena acercarse a ti. Ella me lo pintó como poco menos que imposible, así que tenía que hacerlo.
- ¿Por qué no me abordaste directamente? ¿Por qué todo este teatro?
- Si te hubiera abordado directamente, te habrías asustado. Eres así de tonto. Te tienes que creer que llevas la iniciativa, que vas a conquistar a tu dama. Tenía que inventarme algo que te llamase mucho la atención, un misterio. ¿Conoces “El Misterio de Edwin Troot”?
- Sí, es de Dickens. Empezó una novela policíaca y se murió antes de decir quién era el asesino.
- Pues algo así. ¿Por qué no una sociedad secreta? Pero muy metida en la literatura. Así me inventé los letrados. Te seguí a la biblioteca, me colé delante de ti, que no te diste ni cuenta, y te eché el anzuelo.
No sé por qué, recordé el comentario de Octavio: “Jo, macho, lo difícil que se ha puesto ligar”.
- Pero los letrados existen. Están en Uruguay – dije.
- ¿Y a quién le importan los letrados? ¿Qué existen? Pues muy bien. Ya sabes que es muy difícil inventarse un argumento nuevo.
- Y ahora que has ganado la apuesta, ¿qué?
- Al diablo la apuesta. Te he ganado a ti. Tú me has invitado a venir, o sea, que no puedes protestar por lo que pase. Y ahora voy a darte un beso, a ver qué tal.
En cuanto a lo que sucedió después, Bécquer fue capaz de expresarlo con una sola palabra: “fue”. No se puede competir con eso, así que no voy a hacerlo.
Horas más tarde, mientras Nora (no se llamaba Maureen, después de todo) dormía plácidamente, me levanté a beber agua. Al pasar ante el ordenador, ví que tenía un nuevo mensaje en el correo electrónico. La Asociación de Letrados de Uruguay empezaba excusándose por contestarme con tanto retraso. Explicaban que eran una asociación de escritores aficionados (y disparatadamente retóricos, a juzgar por el estilo), y que estarían encantados de recibir mis artículos para publicarlos en su boletín. Me imaginé el boletín: una docena de páginas ciclostiladas, con una cubierta de cartulina como mucho.
Los brazos de Nora me rodearon el cuello, y su voz susurró en mi oído:
- ¿Qué estás haciendo?
- Nada. Perder el tiempo.
- Anda, ven.
Mientras volvíamos a la cama, le dije:
- ¿Te puedo hacer una pregunta? ¿Cómo se dice “té” en gaélico?
- No te lo pienso decir – dijo ella, riéndose – Ya no lo vas a necesitar para impresionar a las chicas.
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