jueves, septiembre 28, 2006

Pastas Dante

El cuento de hoy, como algunos telefilmes estadounidenses, está basado en una historia real. Y por una vez, se habla de dinero, y de una transacción comercial, un tem que no está prohibido en narrativa, aunque a veces parece que haya sobre él un tabú no escrito, es decir, un prejuicio. Aquí está el cuento:

PASTAS DANTE
Don Tadeo L. Rouco era uno de los más conspicuos críticos de arte de la ciudad, y eso le reportaba no sólo ventajas, sino también inconvenientes. Por ejemplo, tener que acudir a un montón de exposiciones y actos supuestamente culturales, sin el mero interés. En los últimos 40 años, el concepto de arte había sido tan vapuleado, zarandeado, descartado y redefinido que nadie sabía ciencia cierta a qué carta quedarse. En su fuero interno, Tadeo estaba convencido de que si se vallase una calle y se cobrase entrada para contemplar la distribución casual de basuras, podría ser un éxito. Arte es todo aquello que se puede vender a precios de obra de arte, había dicho alguien. Y no era Tadeo el primero dispuesto a llevarle la contraria.
Para descansar de tan penosas obligaciones, Tadeo se tomaba un par de tardes libres a la semana, un par de tardes sin copas de cava, canapés de diseño y conversaciones tan pedantes como insustanciales con señoras riquísimas y operadísimas. En esas tardes se dedicaba a pasear y a visitar a algún amigo anticuario. Le fascinaba descubrir, en aquellas tiendas abigarradas, muebles antiguos y nobles, que sus propietarios debían haber heredado de los abuelos, y que habían acabado cambiando por utensilios minimalistas. Fue una de esas tardes, posiblemente un miércoles, cuando lo descubrió. Estaba curioseando, mientras su amigo atendía a un cliente, cuando se topó en un rincón de la tienda con lo que parecía una carpeta enorme.
- ¿Qué es esto? – preguntó al anticuario, cuando se hubo marchado el cliente.
- Una colección de carteles. Si te interesa, puedes verla, pero ya la tengo medio vendida.
Tadeo asintió, sin mucho interés, y su amigo empezó a desatar los cordones que aseguraban la carpeta, mientras decía:
- Son carteles publicitarios, todos de la misma marca. Del archivo de la empresa. Tengo entendido que la están liquidando. Bueno, ya está.
Abrió la carpeta, y pasó la primera página amarillenta, revelando el primer cartel. Lo que más saltaba a la vista eran las grandes letras amarillas sobre fondo verde: “Pastas Dante”. La tipografía era del tipo lleno de curvas y volutas que se usaba hacia 1900.
- Esa marca... – dijo Tadeo – Me resulta familiar, pero no sé de qué. Veamos otro.
El anticuario pasó el cartel, y apareció otro, que inmediatamente dejó fascinado a Tadeo. Un fondo verde veteado, como una pieza de mármol de Prato, sobre el que se recortaba una inequívoca silueta blanca de Dante, con su nariz aguileña, su típica capucha y las hojas de laurel. Las letras, perfectamente visibles, eran mucho más pequeñas y discretas que en el cartel anterior, y en un tipo de letra totalmente distinto. Tadeo, sacudido por la impresión estética, recordó al fin de dónde provenía esa sensación familiar: era la marca de pasta que usaba su abuela, aquellos deliciosos fideos que sólo ella sabía preparar. En un ángulo del cartel se podía leer una pequeña firma en amarillo: Anfani. La sorpresa de Tadeo aumentó de grado.
- Es un Anfani – dijo, admirado.
- No lo conozco – dijo el anticuario - ¿Debería?
- En realidad, no – dijo Tadeo, reponiéndose – Es un seudónimo. Te sonará más su auténtico nombre: Pietro Fallone.
- ¿Fallone? No sabía que hubiese hecho carteles.
- Es una larga historia – dijo Tadeo – Tuvo que salir de Italia al subir Mussolini al poder, y vino aquí. Ya tenía un cierto nombre como pintor, y al parecer no quería que se le asociase con las artes gráficas. Pero tenía que comer. No sabía que hubiese trabajado para esta marca. Veamos más.
El anticuario, solícito, fue pasando páginas, deteniéndose cuando Tadeo se lo indicaba. Había varios Anfani, algunos verdaderas obras maestras, pero eso no era todo. La colección incluía obras de varios de los más importantes artistas y diseñadores gráficos del último siglo, y a menudo eran de una calidad extraordinaria. Tadeo, en una apresurada evaluación, creyó descubrir precedentes del pop, del realismo fotográfico, de la abstracción geométrica y del arte concreto. Aquella colección de carteles era una auténtica joya, un tesoro escondido.
Tadeo se quedó aparentemente ensimismado ante una de las piezas a las que había pedido echar una segunda ojeada: una magnífica República que blandía un paquete de fideos Dante. A Tadeo debería habérsele hecho la boca agua al recordar los fideos de su abuela, pero sus pensamientos iban por otros derroteros. Si conseguía convencer a las personas adecuadas, aquel hallazgo podía ser el acontecimiento artístico del año. Y habría sido mérito suyo. Tal vez eso le permitiría dar el gran salto, mejorar su posición y superar por fin al pedante de López. ¡Qué gran expectativa! Llegar a ser una autoridad, poder olvidarse de la fastidios rutina de las exposiciones, y tener el poder de dictar el éxito o el fracaso de cualquier artista. Tenía que conseguirlo, fuese como fuese.
- ¿Dices que ya está medio vendida? – procuró que su voz no delatase los nervios.
- Bueno, el otro día vino un tipo por aquí, un americano, que estaba interesado, y me dijo que volvería. Me ofreció dos millones y medio, aunque me parece que puedo sacarle tres, fácilmente. ¿Te interesa a ti?
Tadeo reflexionó un instante. Tres, por algo que valía al menos cincuenta, bien vendido. Había que tener cuidado, que el anticuario no se diese cuenta del verdadero valor, no se le ocurriese subir el precio. Era un amigo, pero el negocio nada no tiene nada que ver con la amistad.
- Verás – dijo – me parece una lástima que salga del país. Es una buena representación de lo que ha sido la obra gráfica publicitaria del último siglo. No es que tenga un valor exagerado, a fin de cuentas es un arte menor, pero sí que puede tener un cierto interés, más sentimental que otra cosa. No me gusta la idea de que se lo lleve un coleccionista sin criterio, sólo para impresionar a cuatro palurdos.
- No sé, visto así... – dijo el anticuario – No esperaba sacar mucho, la verdad. Para lo que me costó... ¿No conocerás tú a alguien que me pueda mejorar la oferta?
- Hombre, puedo intentarlo, pero no te prometo nada. No te negaré que tengo mis contactos, pero estas cosas son difíciles. A la gente le cuesta mucho gastarse el dinero, y no digamos si son organismos más o menos oficiales. Y eso que ni siquiera es suyo.
El anticuario se acariciaba la barbilla, pensativo.
- Así – dijo – si vuelve el tipo ese, ¿qué le digo?
- Dile que tienes una oferta en firme – dijo Tadeo, un tanto molesto – Y que has cobrado un anticipo. Ahora mismo te hago un cheque.
- No, no hace falta. Me fío de ti. Somos amigos, ¿no?
Tadeo sonrió. Bien estaba, pero había que asegurarse.
- Mira – dijo – muy mal han de ir las cosas si no consigo que te paguen cinco. Y de lo contrario, me lo quedo yo, por tres. ¿De acuerdo?
- De acuerdo.
Tadeo salió a la calle, exultante. Aquella había sido una tarde bien aprovechada. Ante él tenía la oportunidad de su vida. Se veía capaz de conseguir que el museo pagase veinte, de los que él se quedaría quince, comisión aparte. Un negocio redondo.
* * * * *
La fábrica se había construído, por así decirlo, muy metida en las afueras de la ciudad, en medio de un descampado. Pero el paso del tiempo había causado que la cuidad, al crecer, acabase por alcanzarla y englobarla en un barrio periférico. Entretanto, sucesivas reformas y ampliaciones había cambiado su aspecto y extensión. Aún conservaba la fachada original, sobre la antigua carretera que ahora era una avenida, pero actualmente ocupaba toda una manzana. En lo más alto de esa fachada, un letrero luminoso algo deteriorado rezaba: Pastas Dante.
El nombre de Dante se había escogido, según contaban las crónicas, por asociación con la pasta italiana. Aunque la verdad era que en un principio, el repertorio de productos de la firma era muy limitado, y ni de lejos alcanzaba a la amplia panoplia de formas y variedades que eran corrientes en Italia. Nada de tallarines, lasgna, mafalde o conchiglie, por no hablar de la pasta rellena: nada de ravioli, agnolotti, capeletti o fagottini. Dante fabricaba fideos, tres o cuatro tipos de pasta para sopa, y macarrones. Nada más. Con el tiempo, se fue ampliando lentamente el repertorio, pero ciertas líneas de producto ni siquiera se iniciaron. Jamás se produjo pasta al huevo, a las espinacas, o pasta fresca.
Desde hacía años, las cosas iban mal. La cartera de pedidos se mantenía, pero no crecía. Incluso iba menguando lentamente. La marca, que durante años se había labrado una imagen de calidad, tenía sus adeptos, que se mantenían fieles, pero no conseguía capta nuevos clientes, especialmente en las grandes ciudades. Pastas Dante era un producto de tiendas de barrio, de ciudades pequeñas y provincianas, pero estaba del todo ausente de supermercados y grandes centros comerciales. En un intento de reducir gastos, se suprimieron las costosas campañas publicitarias, lo que ocasionó un descenso de las ventas. El personal de la fábrica estaba inquieto. Los más decididos y preparados empezaron a marcharse, sin que se sustituyesen sus vacantes. Durante una época, pareció que la reducción de la plantilla era lógica, a la vista de la menor cifra de ventas, y que la empresa lograría sobrevivir al precio de ser más pequeña y contentarse con menos.
Pero no fue así. A las grandes marcas de la competencia no les bastaba con tener como clientes a los principales grupos de distribución. Pronto empezaron a entrar en las tiendas de barrio, pequeños supermercados, zonas y provincias enteras. Evidentemente, buscaban un mercado que les diese un mejor margen de beneficios, y los compensase de los drásticos descuentos a los que les obligaban los grandes clientes. Las ventas de Dante cayeron cada vez más deprisa. La desbandada fue general. Los pocos empleados jóvenes que quedaban empezaron a referirse a la fábrica como “el asilo”, por la avanzada edad de los que quedaban, gente que sólo esperaba que aquello durase hasta poder llegar a la jubilación.
La situación económica se hizo cada vez más crítica, hasta que se produjo la suspensión de pagos. Corrió el rumor de que los actuales dueños se habían vendido todo lo que podía venderse. Incluso, se decía, la histórica colección de carteles de la marca. El ambiente entre los empleados era progresivamente más tenso. El “sálvese quien pueda” lo dio el mismo gerente, en un parlamento a los obreros. Manifestó que la empresa ya no tenía expectativas de futuro, y que el equipo directivo no dudaría en respaldar cualquier iniciativa que tuviesen los trabajadores, con tal de mejorar su situación. Y al día siguiente, después de una asamblea, quedó convocada la manifestación.
* * * * *
El coche oficial se detuvo bruscamente al encontrar el tráfico bloqueado. En su interior, Tadeo tuvo que interrumpir su conversación con el director del museo. Vaya un fastidio, pensó, cuando casi lo tenía convencido. El director bajó la ventanilla y llamó a un policía cercano, que se acercó al reconocerlo.
- Dígame, agente, ¿qué es lo que ocurre?
- Es una manifestación, señor director – dijo el policía – Un grupo de obreros, que protestan por el cierre de la fábrica. Pastas Dante, o algo así, me parece.
El director dio las gracias, subió la ventanilla y le dirigió una mirada irónica a Tadeo, que se sintió incómodo. No se le había ocurrido que la empresa pudiera estar aún en activo. Para él, Pastas Dante era sólo un recuerdo antiguo y entrañable, además de una oportunidad de éxito profesional. Era de lo más inoportuno que se mezclasen aspectos como conflictos laborales, regulaciones de plantilla, expedientes de crisis o protestas sindicales.
¿Cómo se atrevían? Aquellos desaprensivos no sólo venían a desvirtuar la imagen privada e intachable de su abuelita, sino que lo hacían aparecer como un canalla que intentaba aprovecharse de la desgracia ajena. Sintió que debía decir algo.
- No tenía ni idea de que tuviesen problemas. Yo...
- No se apure – dijo el director - ¿Sabe? Me parece que será mejor que compremos esa colección de carteles. Por lo que veo, dentro de poco va a ser lo único que quede de la empresa. Me hablaba usted de unos veinte millones, ¿no es cierto?
- Sí, pero posiblemente se podría rebajar algo – tanteó Tadeo – Podríamos conseguirla por 18, tal vez 15.
- No – dijo el director, cortante – Se equivoca de dirección. A ver si puedo hacérselo entender: a mí no me importa cuánto vaya a recibir finalmente el vendedor. Usted va a gestionar la compra, y ya me imagino que se compensará por las molestias. Así que si yo solicito 25 en vez de 20, espero que sabrá ser discreto. No nos interesa que ciertas cifras se hagan públicas, ¿no es así?
Tadeo asintió con la cabeza, sintiendo algo parecido al vértigo. Se dijo que debía ser muy cuidadoso, si no quería acabar teniendo que poner dinero de su bolsillo. La manifestación ya había pasado, y el automóvil se puso nuevamente en marcha.
* * * * *
Seis meses más tarde, y en el mismo día, ocurrieron dos acontecimientos. Por la mañana, un equipo de demoliciones empezó el derribo de la fábrica. El terreno debía ser despejado para empezar la construcción de un bloque de viviendas de alto nivel. Por la tarde, en el Museo de Arte Contemporáneo se inauguraba una exposición sobre orba gráfica y cartelismo del siglo XX. El grueso de la muestra lo constituía la colección Dante.
- Gracias a los buenos oficios de don Tadeo L. Rouco – declaró el director a los medios de comunicación – hemos podido reunir una buena parte de las obras expuestas. Y quisiera destacar el agradecimiento que debemos a esas empresas que durante años han promovido y financiado el desarrollo de una actividad en la que el aspecto artístico se une a la utilidad. Podría citar muchos nombres, pero bastará con uno, que verán repetido a menudo en esta exposición: Pastas Dante. A ellos, muchas gracias.
Los obreros aseguraron el cable de la grúa al andamiaje que sostenía el luminoso de la fachada. Un tirón, y los postes metálicos, carcomidos por el óxido, se partieron. El letrero, roto en dos, tres trozos, cayó al vacío. Al llegar al suelo, los tubos de vidrio, ya sin gas, se hicieron añicos.
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