lunes, septiembre 18, 2006

En la frontera

Tengo edad suficiente como para haber vivido algún tiempo, demasiado, en esa época en que lo que se nos decía a todos era: "No pienses por tu cuenta, y limítate a seguir las consignas que se te han dado". No importa demasiado si esas consignas las dictaba el Régimen, la Iglesia, el Comité Central o el Comité de Actividades Antiamericanas. De aquella época, me ha quedado una cierta aversión a permitir que me dicten o me impongan quienes debo considerar mis amigos. Y en buena lógica, no estoy dispuesto a permitir que me dicten quienes debo considerar mis enemigos.

Ante ciertos acontecmientos recientes que parecen demostrar una vez más que somos mucho más hábiles en llegar a la discordia que a la concordia, creo que debo tomar partido, o como mínimo, manifestar que no estoy dispuesto a que me confundan con según quién. Por eso va el cuento de hoy, un cuento en dos partes que en cierto sentido recuerda "Ida y vuelta", ya publicado.

EN LA FRONTERA

Aferró el arma con fuerza, y se irguió cuanto pudo cuando el general pasaba ante él. No era un valiente, pero no saldría huyendo. Vió, sin mirar, la silueta del general, recortada por la luz de las antorchas. No dedicaba mucho tiempo a cada soldado; apenas un vistazo. Aquella no era una revista de compromiso, para verificar la corrección de la postura o la limpieza del equipo. Se esperaba un ataque del enemigo, y era suficiente con comprobar que todos iban armados, e intentar adivinar por el grado de miedo que se leía en los ojos, si la moral era de derrota, si ese miedo era tanto que podía atenazarlos, o si tenía la medida justa para mantenerlos alerta y despiertos.
El general estaba casi al final de la fila, y la inspección estaba a punto de acabar. Él pensó que aquella era una época difícil, y un lugar incómodo. No era fácil, la vida en la frontera, con la presión constante de los infieles. Con frecuencia había escaramuzas aquí y allá, y de vez en cuando, un ataque como el que se esperaba ahora.
Él no era un soldado, en realidad, sino un artesano, que trabajaba el cuero con destreza, y no le faltaba trabajo, fabricando arreos para los caballos. Y llevaba una vida cómoda, protegido por las murallas de la ciudad, desde las que día y noche, los centinelas vigilaban los movimientos del enemigo. Aunque su trabajo no gozaba del prestigio de los herreros, que eran quienes forjaban las armaduras, afilaban las espadas o reparaban las cotas de malla, todo el mundo sabía que en combate, una buena silla o unas riendas podían ser tan importantes como una lanza o un escudo.
El general había acabado la inspección, había subido a caballo para que todos pudieran verlo, y les estaba dirigiendo unas palabras. Advertía a los hombres del peligro de confiarse, ya conocían al enemigo, testarudo y cruel. No se podía esperar de ellos que reaccionasen de modo racional, porque no eran más que unos fanáticos desesperados. No se retirarían en el momento en que lo haría un general prudente, sino mucho más tarde, cuando hubiesen agotado sus fuerzas y las bajas los hubieran puesto al borde del exterminio. No bastaba con rechazar el ataque; debían derrotarlos. La lucha iba a ser dura, pero todos sabían por qué luchaban, qué defendían, y cuál era la suerte que les esperaba si los infieles tomaban la ciudad.
El general concluyó su arenga con los gritos de rigor, dió media vuelta, y cabalgó cuesta arriba por la calle empedrada, en dirección a la muralla. La formación se deshizo, y los hombres se encaminaron, arma en mano, a ocupar sus puestos. Mientras trepaba hacia la muralla, siguiendo los pasos del general, pensó que el discurso había sido muy breve. Realmente, no hacía falta más. Todo lo que les habían dicho lo sabían ya, y apenas era preciso recordarlo. Pero no debía distraerse pensando; la calle era empinada, y convenía fijarse dónde pisaba uno, ya que no era difícil caer, a pesar de que la calle estaba tan bien iluminada como todas las de la ciudad.
Una vez en su puesto, cerca de una de las torres de la muralla, volvió a pensar en las palabras del general. Era inútil escrutar el llano por el que vendrían los infieles, porque la noche era muy cerrada, así que lo mejor era preparar el ánimo, tal vez rezar un poco, y disponerse para el combate. El general había hablado de lo que defendían, y ciertamente, todos ellos lo sabían. La amenaza constante del enemigo, como un inevitable punto de referencia, les había hecho ver y valorar cosas que en circunstancias más tranquilas, habrían considerado normales.
Y por encima de todo, conocían al enemigo. Ya sabían cómo eran. Si había una palabra para describirlos, era “bárbaros”. Sucios, incultos, analfabetos y fanáticos. Corría la broma de que siempre atacaban con el viento de cara, para que no los delatase su mal olor, ya que no se bañaban nunca. Y entre ellos, a lo mejor era uno de cada tres o cuatrocientos el que sabía leer y escribir. Cuando conseguían tomar un pueblo o una ciudad, lo primero que hacían era destruir y quemar cuantos libros y escritos encontrasen, alegando que eran obra del Diablo y que iban contra la verdadera fe. ¿Cómo unas gentes así podían seguir una religión basada en un libro? Lo más probable era que ni siquiera se lo hubiesen planteado. Incluso era dudoso que pudiesen llegar a entender la pregunta.
Pero eso no era lo peor. Había otros pueblos sucios y analfabetos, pero la limpieza y la cultura son cosas que se pueden aprender. Es algo de lo que uno puede mostrar los resultados, y persuadir de que pueden hacer la vida un poco más agradable. Siempre que uno esté dispuesto a ver, claro está. Pero no era ése el caso de los infieles. Él mismo había pensado a veces que, a su manera, torpe y limitada, ellos debían tener también su cultura, si es que a aquello se le podía llamar cultura. Es más, en algunas ciudades, el vaivén de la frontera, al compás de los azares de la guerra, había causado que algunos llegase a convivir con ellos. Y se habían adaptado; los infieles, aislados de su mundo, habían sido capaces de aprender, y todo ello sin renunciar a su religión, que les había sido respetada.
Pero los enemigos que estaban a punto de atacar no eran así, sino bárbaros en estado salvaje, convencidos de que sólo ellos tenían la verdad absoluta. Había oído hablar de cómo eran las ciudades de los bárbaros: grandes y sucios poblachos, apenas más organizados que un montón de casas. En ellas, el que se arriesgaba a salir de noche debía llevar un farol, sólo para no dejarse la piel en una caída por las aquellas calles torcidas y oscuras. Nada que ver con las ciudades de este lado de la frontera, grandes, de calles rectas y bien iluminadas, y en las que casi todos sabían leer y escribir.
Viviendo de forma tan miserable, ¿qué concepto podían tener aquellos infelices de la generosidad, de la tolerancia? Tenía también referencias de cómo trataban a sus mujeres: pobres seres sojuzgados que eran consideradas casi unas esclavas, y a las que les tocaba pagar los celos y la obsesión de los bárbaros por la castidad, hasta el extremo de la crueldad física. No era extraño que a gentes tan fanáticas y cerradas les pareciese que las mujeres de sus adversarios, más cultas, más refinadas y más libres, no eran más que unas viciosas disolutas. Y como a tal las trataban, si llegaban a caer en sus manos.
El general tenía razón: sabían a lo que se enfrentaban. Y sabían lo que defendían, su forma de vida, su civilización, sus comodidades. ¿En qué se convertiría, su patria, si los bárbaros llegase a dominar todo el territorio? ¿Qué sería de Al-Andalus? La voz del capitán, que recorría los puestos, lo sacó de sus pensamientos:
- Estás muy pensativo, Abdul. No tendrás miedo, ¿verdad?
- No tendré miedo, Ibrahim. Alá está con nosotros. Ya pueden venir, los cristianos. Esta vez también los venceremos.
* * * * * *
La noche era fresca, y eso ayudaba bastante. Ahmed sentía casi frío, aunque tal vez aquello también fuese efecto de los nervios. Pero al menos, los escalofríos que de vez en cuando lo recorrían mantenían a raya las náuseas. La barca no paraba de moverse, y él no estaba habituado.
Se incorporó lo justo para asomarse por la borda, hasta poder meter la mano en el agua, y se mojó la cara. Luego volvió a su postura, mientras la brisa de la noche lo secaba y le dejaba una tirante capa de sal sobre el rostro. Frío, náuseas y nervios. Esos eran los ingredientes de la noche más importante, del viaje más importante de su vida. En plena oscuridad, resultaba imposible saber cuántos hombres iban en la barca. Veinte, treinta quizá.
Ninguna comodidad, y ninguna garantía. Al llegar a pocos metros de la costa, en cuanto hicieran pie, deberían saltar de la barca, llegar a tierra firme y dispersarse. Y a partir de ahí, cada uno debería arreglárselas como pudiera. Eso, si había suerte y no los descubrían antes las patrulleras. Y si en la costa no los estaban esperando los guardias. Y si al intentar llegar a cualquier pueblo no los paraba la policía. Bien mirado, era más que suerte lo que les hacía falta; casi un milagro.
Pero aquella era la única posibilidad, la última salida. Y por aquello, sólo por aquello, por la sombra de un reflejo de una ilusión, había emprendido un larguísimo, interminable viaje. Estaba viviendo el último paso, pero el primero había sido meses atrás, cuando junto con su esposa y sus hijos abandonó su pueblecito al pie de las montañas del Atlas.
A pie, para ahorrarse el transporte, comiendo lo imprescindible para no gastar, y durmiendo apenas por el temor de que les robasen sus ahorros, habían recorrido un largo y penoso trecho hasta la costa. Y una vez allí, habían descubierto que el precio del viaje al otro lado era mucho más caro de lo que habían supuesto, y que sus ahorros no bastaban.
Pero habían llegado hasta allí, y no iban a volverse atrás. El camino había resultado ser más largo y más caro de lo que habían supuesto, nada más. Así que apelaron a un primo lejano que los acogió en su casa, y Ahmed buscó trabajo. Él era guarnicionero, y muy hábil trabajando el cuero, pero había vendido sus herramientas para conseguir dinero, y no podía dejar pasar los días, y tuvo que agarrarse a lo primero que encontró. Trabajaba de diez a doce horas diarias por un puñado de dirham. Y su mujer, Yasmina, callaba.
Durante semanas, y a fuerza de llevar casi una vida miserable, sus ahorros fueron aumentando, con una desesperante lentitud. Pronto quedó claro, que a un ritmo como aquel, tardaría meses, quizá años, en reunir la suma necesaria. Y un buen día, perdió el trabajo. No había hecho nada malo, pero el capataz se le acercó con un hombre más joven y más fuerte que él, y le dijo que se fuese, que el nuevo trabajaría más y mejor que él, por el mismo precio.
Su mujer, Yasmina, no dijo nada, aunque sabía muy bien que aquel sueño trabajosamente construído se había roto en pedazos cuando estaban a punto de conseguirlo. Cuando esa noche ella salió después de cenar, él no se atrevió a preguntarle nada. Y cuando ella volvió de madrugada y le entregó silenciosamente un pañuelo en el que había envuelto más dinero del que él ganaba en tres semanas, tampoco se atrevió a hacer preguntas. Ni siquiera cuando la oyó llorar a su lado, en medio del gris de la madrugada. A la noche siguiente, Yasmina salió de nuevo, y cuando volvió, ya tenían dinero suficiente para pagarle el viaje.
Ahmed se sentía incómodo y enfermo al recordarlo. Y aquel no era el momento de sentirse enfermo, con el balanceo de la patera y el frío de la noche. Todo aquello quedaba a su espalda, y la esperanza estaba delante, allá, en medio de la noche, tal vez en aquellas lucecitas que empezaban a verse de cuando en cuando. Porque allá delante estaba Tarifa, y Gibraltar, y Algeciras, y a lo mejor, cuando llegasen de madrugada, la Guardia Civil no los descubriría. Y posiblemente pudieran colarse, y encontrar alguna cosa para sobrevivir. Y él llevaba un paquete de hachís en el bolsillo, que a lo mejor podría vender, que le habían dicho que lo pagaban muy bien.
Es posible que Ahmed no supiera que más de mil doscientos años atrás, las tropas del Islam, al mando de los generales Muza, el moro Muza, y Tarik, habían atravesado aquel mismo estrecho y desembarcado en la península. Y que el nombre de la roca que acechaba a proa había sido “monte de Tarik”, Gebel-Tarik, Gibraltar.
Es posible que no lo supiera. Pero algo sí sabía: tenía que llegar, tenía que entrar. A pesar del riesgo, del frío, del mareo y de los recuerdos. Tenía que llegar.
A fin de cuentas, era lo único que importaba.
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