martes, septiembre 12, 2006

Judith

Recientemente, han ocurrido algunos sucesos en Madrid que han vuelto a poner en cuestión la libertad de expresión, o al menos, eso parece. Pero cuando las cosas van mal, es la ocasión de ser valiente, lo mismo que cuando van bien, es la ocasión de ser generoso. El hecho es que la apelación a la libertad de expresión me ha hecho descartar los escrúpulos que tenía para publicar el cuento de hoy.

Se trata de una revisión de la historia bíblica de Judith. Cuando lo escribí, pensaba que formase parte de un grupo de relatos bajo el título de "Apócrifos". Sea como fuere, de lo que ocurrió entre Judith y Holofernes sólo conocemos la versión de Judith. Holofernes no pudo dar la suya por un problema de garganta: se la habían cortado. Respecto al título, supongo que según las recientes normas de la Real Academia, debería ser "Judí", al igual de lo que ocurre con carné (acreditación), parqué (entarimado), buqué (aroma) o vermú (vino aperitivo). Pues bien, me niego en redondo. Y nada más, aquí está el cuento:

JUDITH

Al despertarse, abrió los ojos, y aturdida como estaba, tardó algún tiempo en sentirse culpable. La invadía aún una incómoda placidez, pero afortunadamente ya era de día, y la magia de la noche se había desvanecido. Intentó reunir todas sus fuerzas para recapacitar, y arrepentirse, y pasar a la acción. En cualquier momento, el hombre que dormía a su lado podía despertarse; no debía perder tiempo.
Sin embargo, se sentía incapaz de actuar y desorientada. Sentía haber vivido un sueño, pero uno no es culpable de sus sueños, y ella se sabía culpable. Debía arrepentirse, revisar sus actos, rectificar, recuperar el ánimo. Era mucho lo que se esperaba de ella. Fuera, más allá de las espesas telas de la tienda, el sol debía estar ya alto, y en Betulia, las gentes de su pueblo mirarían una vez más al cielo desnudo, buscando una nube que les llevase la promesa de saciar su sed. Las tropas de Holofernes habían tomado los manantiales, y desde entonces la ciudad se consumía lentamente. Ese era el por qué.
Ella había tomado una determinación, y había hablado con los ancianos, y había salido de la ciudad, ataviada con sus mejores galas, hacia el campamento de Holofernes. Y ese era el cómo.
Las cosas no había salido exactamente como ella esperaba. Los hombres de Holofernes la habían capturado antes de que pudiera avistar al primer centinela. Y la habían llevado a la tienda del general, la misma tienda en la que estaba ahora. Tan sólo hacía unas horas de eso. Y esos eran el dónde, y el cuándo.
Holofernes la había mirado con condescendencia, y le había preguntado:
- ¿Quién eres? Una guerrillera, supongo. Un pueblo tan obstinado como el tuyo tenía que intentar algo así; enviar a una mujer, creyendo que seríamos tan confiados como para dejarte llegar hasta mí. ¿Qué pretendías? Matarme, sin duda. Como si eso tuviera algún sentido - se dirigió a los hombres que la custodiaban - ¿Lleva armas?
- No le hemos encontrado ninguna, señor.
- Está bien. Claro que una mujer jamás está desarmada, aunque no lleve puñal. Podéis retiraros, no os preocupéis. Me siento lo bastante fuerte como para defenderme de una mujer. Dejadnos solos.
Una vez a solas, Holofernes le indicó que se sentase, y dijo:
- Muy bien, si tienes algo que decir, habla. Te escucho.
Judith respiró hondo, y dijo:
- Señor, he venido a indicarte la forma en que puedes tomar Betulia, sin que te cueste la vida de muchos hombres. Porque conozco un camino secreto, que te permitirá entrar en la ciudad burlando la guardia de los centinelas. Cuando tus fuerzas estén dentro, será sin duda muy fácil rendir la ciudad.
- Sin duda - repitió Holofernes, y la miró de nuevo - Dime, ¿por qué haces esto?
Judith meditó apenas un instante, y repuso:
- El asedio es muy duro. Mi pueblo se muere de sed, y Dios no nos socorre. Podemos morir todos antes de que Yahvé se digne escucharnos. Y no tiene sentido oponerse a un ejército vencedor, más numeroso, mejor armado. Tal vez Yahvé nos ha abandonado, pero nuestro señor Nabucodonosor cuida de sus súbditos, y no nos abandonará.
Holofernes escrutó sus ojos, y dijo:
- No está mal. Es mentira, pero no está mal. Casi he estado a punto de creérmelo.
- ¿Por qué cree mi señor que digo mentiras? - preguntó Judith.
- Por muchas razones. En primer lugar, deja de llamarme "mi señor". Si te oyeras decirlo, como lo he oído yo, notarías la repugnancia con que lo pronuncias. Y a mí tampoco me gusta el tratamiento. Delante de la tropa, no tengo otro remedio que aceptarlo, cuestión de disciplina, pero ahora estamos a solas.
- ¿Cómo debo llamaros?
- Como quieras. Mi nombre es Holofernes, aunque teniendo en cuenta cómo lo pronunciáis vosotros, casi es mejor que me llames "general".
Hizo una pausa, y continuó:
- No me creo tu historia. Entre otras cosas, porque os conozco. Un buen general debe conocer el terreno en el que se mueve. Sé muy bien cómo sois, qué pensáis, en qué creéis. Aún así, no os entiendo. Pero ese no es mi trabajo. Sois un pueblo duro, seco, obstinado, furiosamente entregados a vivir tan poco como os sea posible, y de la manera más ascética que podáis soportar. La primera palabra de vuestra lengua es "no", y no creo que haya muchas más. A lo que nosotros llamamos "ley", vosotros llamáis "prohibición".
"Debe ser cosa del paisaje, de esta tierra polvorienta y rocosa que llamáis patria. Aquí, las hojas de los arbustos son grises, y no hay nada entre vosotros y el cielo, ni una nube, ni la copa de un árbol. Estáis indefensos ante un cielo inclemente y enfurecido, como un enorme escudo esmaltado de azul. Y habéis sucumbido ante él. Habéis llegado a creer que Dios es el cielo, y que es como el cielo, infinito, inmutable, amenazador, ajeno a vuestros sufrimientos. El sol os castiga de día y la luna os vigila de noche, como si este lugar fuese una prisión. Aquí no hay matices, no hay más que luz cegadora y sombras profundas. Y eso os ha vuelto fanáticos. Sois los esclavos de Yahvé, pero no aceptáis otro tirano más que Él. Pertenecéis a la tribu, al Pueblo, a Dios, a tantas cosas, que no podéis ser dueños de vosotros mismos.
"Sí, debe ser cosa del paisaje. Por aquí no he visto flores, ni verdes prados, ni nada que sugiera que la vida puede ser dulce y fácil. Esto es prácticamente un desierto, y en este roquedal, lo ^nico que puede crecer es el orgullo. Hace unos días, probé el fruto de ese árbol atormentado y retorcido al que llamáis olivo. Unas pequeñas aceitunas - miró a Judith - Tenían casi el mismo color que tus ojos, y eran casi igual de amargas.
Holofernes se interrumpió, esperando en vano alguna reacción de Judith. Luego continuó:
- No, un pueblo como el tuyo no cría traidores como tú. Porque yo puedo entender las razones que me has dado, pero tu pueblo no. Ni tú misma podrías admitirlas, si fueran ciertas. Preferirías el sacrificio de toda la ciudad. Y empiezo a sospechar que eso es lo que de verdad te ha movido, el sacrificio. Una mujer virtuosa, posiblemente virgen, va a entrevistarse con el bárbaro, para ganarse su confianza, seducirlo si es preciso, entregársele si no hay otro remedio, y acabar con su vida. Sí, creo que ese es tu plan, guerrillera.
- Me llamo Judith, y soy viuda.
- Muy bien, Judith. Ya ves que te he descubierto. Pero era mi obligación. No es un buen soldado el que no sabe advertir el peligro. Pero te diré algo: tu plan ya no tiene objeto. En un par de días pensaba levantar el asedio, y partir.
"Betulia no tiene ningún valor estratégico para nosotros. No es más que un poblacho perdido en una montaña perdida. No te negaré que una rápida victoria aquí nos habría convenido; habría corrido la voz, y las demás ciudades se habrían rendido fácilmente. Y por eso mismo no nos conviene seguir aquí; llevamos demasiado tiempo encallados en estas peñas, y cada día que pasa trabaja a favor vuestro. Las gentes ya deben estar hablando de la heroica resistencia de Betulia, como si hubiéseis escogido algo que os ha sido impuesto. No, no me interesa crear mártires. No hay forma de sacárselos de encima.
"Ya estaba decidido. Levantaremos el asedio y avanzaremos hacia el oeste. Me interesa ocupar los valles, establecer las líneas de avituallamiento, llegar a un acuerdo con las autoridades locales y colocar gobernadores militares en cada ciudad. Esto es una ocupación, no una conquista. No queremos saquear, ni matar a nadie, ni intervenir en vuestra vida. Podréis seguir con la lapidación de las adúlteras, y todas vuestras entrañables costumbres. Las tropas tienen orden de confraternizar con la población civil. Esta zona tiene una economía desequilibrada, como la nuestra. Vosotros producís demasiado vino y aceite, y nosotros demasiado trigo. En Asiria, un campo de cien codos puede producir veinte medidas de trigo en cada cosecha. La apertura de una ruta comercial libre, protegida por las tropas de Nabucodonosor, nos beneficiaría a todos. Nos portaremos bien, seremos buenos chicos, y si hace falta, cantaremos las excelencias de esta hermosa tierra, aunque para ello nos hagan falta unas cuantas jarras de vino. Y hablando de vino, ya casi es hora de cenar.
Holofernes se levantó y se dirigió a la entrada de la tienda, mientras Judith, confusa, intentaba poner en orden sus ideas. Aquel bárbaro era su enemigo y el de su pueblo. Y sin embargo, no era grosero, ni arrogante, ni estúpido. Incluso parecía un hombre honrado, haciendo un trabajo como otro cualquiera. Y parecía saber tanto como ella de su tierra, quizás más que ella. Había una cierta nota de cinismo, de amargura en su voz, y se preguntó a qué se debería. En Asiria debía ser alguien respetado y apreciado, posiblemente un buen marido y padre. Y aunque fuese un idólatra, y adorase a dioses fabricados por el hombre, no se le veía tan distinto de los hombres de su pueblo. Sólo con que hubiese nacido en Betulia, en vez de hacerlo en Nínive...
Holofernes volvió, diciendo:
- Ahora nos traerán la cena. No sé lo que habrá, tenemos que adaptarnos a las circunstancias. No es que me importe, por mí, pero me molesta no poder atender a una dama como es debido.
Se dejó caer ante ella, sentándose en el suelo, y dijo:
- ¿Sabes? Me interesas. Creo que si consigo entenderte, sabré cómo gobernar este país. Me has dicho que eras viuda.
Judith asintió.
- Supongo que amabas a tu marido, hasta el punto en que os es permitido amar a alguien que apoye sus pies en la tierra ¿Has tenido hijos?
- No.
- Yo tampoco - dijo Holofernes, e hizo una larga pausa - No es que me hayan faltado ocasiones, pero no lo tengo nada fácil, en Nínive. Ni siquiera vivo allí, sino en Mosul, al otro lado del río. Supongo que soy demasiado inquieto, y me pregunto demasiadas cosas, y no acepto por obediencia todos los detalles del sistema. El caso es que Nabucodonosor está más tranquilo cuando me tiene lejos, en una tierra perdida como ésta. Pero soy un soldado, y mi oficio es obedecer.
En ese momento entraron los sirvientes, trayendo la cena, y Holofernes calló. Más tarde, tras beber un sorbo de un cuenco de vino, dijo:
- La verdad es que no acabo de entenderos. Y para mí es importante. La gracia de conocer a otros pueblos es aprender algo de ellos. Y vosotros, bueno, no acabo de comprender qué es lo que tenéis en contra de los asirios. Os debemos parecer extraños y lejanos. Nuestros niños, cuando nacen, son tan tiernos, inocentes, encantadores e indefensos como los vuestros; nuestras madres cuidan y quieren a sus hijos; nuestros campesinos labran la tierra y sufren por las cosechas. Y nuestros hombres trabajan y tienen el consuelo de la familia. Pero todo eso no basta. Por lo visto, somos tan diferentes que estamos condenados a odiarnos, a ser enemigos. No tenemos una alianza con vuestro Dios, de acuerdo, pero ¿qué más hay?
- Sois idólatras - dijo Judith - Adoráis a estatuas hechas por la mano del hombre.
Holofernes tenía una expresión entre sorprendida y divertida.
- ¿De verdad os creéis eso? Por favor, una estatua de Astarté no es más que un pedazo de madera, o de piedra, eso lo sé yo y lo sabe todo el mundo. No es más que una representación. Nosotros no adoramos a la estatua; adoramos a Astarté. Y Astarté no es más que un nombre que le hemos dado a algo que existía antes que nosotros, más allá de nosotros. Una fuerza de la naturaleza. Vamos a ver: ¿qué hace una piedra suelta, en una ladera?
- Precipitarse pendiente abajo - dijo Judith.
- Muy bien. Una judía a la que no le asusta pensar. Y ¿por qué?
- Es la voluntad de Yahvé.
Holofernes dijo, pensativo:
- Supongo que eso quiere decir que está en la naturaleza de las cosas. Y ¿qué fuerza une al hombre y la mujer?
- La voluntad de Yahvé.
- Está claro, va a hacer falta una nueva edición del diccionario judeo-asirio. Nosotros, a eso, lo llamamos sexo.
Judith bajó la cabeza para decir:
- Nosotros también.
- Vaya, veo que podemos entendernos, a pesar de todo. Pero sigo sin entender una cosa. Ya me imagino qué valoración podéis tener del sexo, pero, según tengo entendido, no valoráis la virginidad. ¿Por qué?
Aunque estaba ante un bárbaro, Judith sintió la necesidad de justificarse, y de justificar a su pueblo:
- Un día vendrá el Mesías, después de cierto número de generaciones. Y cuanto antes se consuman esas generaciones, antes será liberado mi pueblo.
Holofernes dijo:
- Claro. Tenía que haber una razón. Sois orgullosos y testarudos, y no hacéis nada sin que exista un motivo. La verdad, no sé si seríais buenos soldados, aunque vuestros guerrilleros nos han dado más de un disgusto.
Judith bebió un sorbo de vino y preguntó:
- ¿Puedo haceros una pregunta, se... general?
- Dí lo que sea.
- Yo creía que los asirios os pintábais los ojos.
Holofernes rió.
- En campaña, podemos prescindir de esos detalles. Claro que no se me ocurriría asistir a una fiesta en Nínive sin haberlo hecho. Allí - suspiró - las cosas son de otra manera.
- ¿Cómo son?
- Distintas. Para vosotros, la unión entre el hombre y la mujer debe ser algo así como un zarpazo en la noche. Algo súbito, inesperado, quizás doloroso, pero inevitable. No tenéis ni idea de lo que puede ser - Holofernes tenía ya la lengua torpe, por el vino - Deberías vivir el plenilunio de Mayo en Mosul. A lo lejos, se ven brillar las aguas del Tigris. Las palmeras se balancean, y uno no sabe si el tibio aliento que le acaricia el rostro es la brisa nocturna, o está hecho de los suspiros de deseo que se escapan de miles de gargantas. La noche parece hecha de sudor, y de sangre latiendo, y de pieles humanas que se entrecruzan, y casi se puede oir el quejido lastimero de la luna, porque le toca pasar la noche sola, allá arriba, en el cielo.
Judith, conmovida a su pesar, fué a sentarse al lado de Holofernes. Él continuó:
- Y vosotros os creéis que sabéis algo, y no sabéis nada, porque nadie sabe nada. A veces creo que los hombres amamos a las mujeres por la misma razón por la que las mujeres odiáis a los hombres: porque tenemos aquello que os falta. No podéis ver lo que nos falta a nosotros; lo tenéis demasiado cerca. De hecho, lo lleváis puesto.
Judith, al lado de él, tomó su cabeza y la apoyó en su seno. Ya no pensaba. Sólo sabía que aquel bicho torpe, enorme y velludo, era un hombre, que a la luz del día había sido su enemigo. Holofernes se empeñaba en hablar:
- En mi país hay mujeres que son maestras en la ciencia del placer, tanto para sentirlo como para hacerlo sentir; pero seguro que a tí ni se te ha ocurrido que eso pueda ser. Porque eres una rosa del desierto, hija de un pueblo indómito y atrasado, dispuesto a luchar a muerte con el que quiera traerles un poco de civilización.
"Pero las cosas no tendrían por qué ser así; todo podría ser mucho más simple. El mundo es tan grande, y con tanto espacio para todos, que lo fácil es perderse. Y sin embargo, nos dedicamos a buscarnos unos a otros para cortarnos el cuello, sólo porque dos grupos nos hemos empeñado en ocupar el mismo peñasco. Y eso debería entenderlo alguien con ojos de aceituna.
Judith inclinó su rostro hacia él, y lo besó suavemente. Él la abrazó. Y a partir de ese momento, Judea y Asiria iniciaron la lucha. Había pasado mucho tiempo desde que ella había enviudado, tanto, que casi había olvidado lo que era sentirse rodeada por los brazos de un hombre. Pero los recuerdos volvieron a ella, y se vieron incluso superados. Holofernes no estaba tan ebrio como parecía, a juzgar por su dedicación y constancia. Su oficio era la conquista, y lo demostraba. Ella no imaginaba que él pudiera guiarla por los recovecos de su propio cuerpo, miembro a miembro, pliegue a pliegue, recodo a recodo. Él, tenaz y delicado, ensayaba nuevas caricias, y ella intentaba resistirse, pero sus pensamientos y su voluntad iban y venían, mientras que las sensaciones que él provocaba permanecían, y se hacían habituales, aceptables, familiares, confortables, necesarias, y crecían y se afianzaban hasta hacerla desear que no se interrumpiesen.
En las múltiples estrofas que tuvo la noche, fueron pájaro y árbol, sol y desierto, sediento y manantial, puño y espada, noche y misterio, arco y flecha, cebo y presa, cuerda y nudo, mar y cielo y horizonte. Y ella se perdió en un país desconocido, más ancho y grande de lo que se había imaginado, con caminos inesperados que aparecían de pronto, con recodos sorprendentes, y se precipitó del negro al blanco a través de una vertiginosa catarata de colores. Y sonaron extrañas voces de júbilo, y generosidad, y entrega, y confianza. Y pasó de la delicadeza a la ternura, del contacto a la entrega, del placer a la pasión, de la inquietud al vértigo, del ansia al frenesí, del éxtasis a la placidez. Y por un momento se volvía a hacer de día, y era un sol interior el que los abrasaba y los iluminaba y lucía por un instante, para apagarse después en un lento ocaso. Y después, Judea y Asiria se rindieron, renunciando a la lucha.
Y ahora, a la mañana siguiente, a ella le tocaba desandar todo el camino que la había llevado tan lejos. A su lado, yacía dormido su verdugo, su víctima, su pecado, su tentación. Se dijo que había traicionado a su pueblo, al rendirse. Que él la había hecho cautiva, aunque sin cadenas ni ataduras ni prisión. Podía haberla forzado a renunciar a sus propósitos, pero había hecho algo peor: convencerla. Le había arrebatado su causa y su ideal, al hacerle ver que no tenían sentido. No sólo la había convertido en una traidora, sino que la había hecho sentir feliz por ello. Era terrible lo que le había ocurrido. No sólo la había seducido; la había violado además, aunque ella consintiese. Por un momento, tuvo la tentación de hacer definitiva su rendición, y de ser a partir de entonces, tan sólo una mujer, unida a un hombre. Pero se dijo que no, que eso que parecía tanto era en realidad muy poco, o que eso que era tan poco era en realidad demasiado. No le estaba permitido. Tal como había dicho él, ella pertenecía a la tribu, al pueblo, y a Dios.
Se incorporó cautelosamente, y fué a coger la espada de él. Volvió a su lado. Desnuda, de pie, lo miró largamente. Levantó la espada sobre su cabeza. En ese momento, Holofernes se volvió, abrió los ojos, la miró y sonrió. Y Judith descargó la espada con todas sus fuerzas, dejándola caer sobre el cuello de él. No sabría hasta muchos años después qué lamentaría más, a lo largo de su vida: si haberse rendido a Holofernes, o haber renegado de esa rendición. Volvió a levantar la espada, y la descargó de nuevo. Y ese fué el qué.
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