jueves, septiembre 07, 2006

La Iniciación (1)

Quisiera empezar el post de hoy agradeciendo a MI lector (vorsicht) su gentileza; no es que lo considere de mi propiedad, es que ha sido el único que ha dado señales de vida. Gracias, y a ver si alguien más se decide. En la cabecera del blog se dice que dejen sus opiniones, pero eso no quiere decir que las abandonen o las pierdan, sino que las expresen.

Pasando a otra cosa: cuando yo tenía ocho años, quería ser explorador. Más tarde descubrí los inconvenientes de la profesión: se requiere buena forma física, el sueldo no es gran cosa, y el lugar de trabajo está lejísimos de casa. Eso, sin contar el aire de colonialismo que ha ido tomando el tema. A la larga, sin embargo, he acabado explorando, pero no ríos o selvas, sino lo que podríamos llamar "la cara oculta de la Tierra": lo que está ahí, pero nadie parece ver. El cuento de hoy va de una tribu lejana (pero no salvaje). Intento, entre otras cosas, dar una pincelada de lo que es el pensamiento mágico. Entre nosotros, esa forma de pensar ya no existe, aunque hay quien cree que el hecho de comer carne puede volvernos tan salvajes y agresivos como el lobo o el jaguar.

Como ya hice en una ocasión (y posiblemente reincidiré), he dividido el cuento en dos partes: la mitad hoy, y la otra mitad mañana. Aquí va la primera parte:

LA INICIACION

El viejo hechicero, con la vista fija en el fuego, supo, aún sin volverse, que habían entrado los dos jóvenes. Tomó la rama medio carbonizada que descansaba a su lado y jugueteó con las brasas. Dilatar la espera de aquellos dos era una de tantas maneras de hacerles comprender la importancia del momento. Por fin, se volvió y les echó una mirada. Uno era pequeño y delgado, el otro alto y fuerte. Ambos, más jóvenes de lo que se acostumbraba para la iniciación.
Había sin embargo buenos motivos para someterlos a la prueba. Pequeño había sido propuesto por sus padres, sus hermanos, un puñado de amigos y bastantes vecinos del poblado. Sin duda, debía tener cualidades valiosas para la tribu. En cuanto a Grande, se había presentado por sí mismo. Y eso probaba que tenía un espíritu resuelto, característica asimismo valiosa. Quizás estaba destinado a ser el futuro jefe de la tribu.
Evidentemente, no se llamaban Pequeño y Grande, pero eso no importaba mucho. Tenían, desde luego, sus nombres sociales, con los que los conocía toda la tribu. Y tenían cada uno su nombre propio y secreto, impronunciable, un nombre que sólo conocían ellos y el hechicero; el nombre de su alma. Después de la prueba, el hechicero les daría nuevos nombres, los que llevarían de allí en adelante. Y a partir de ese acto, serían considerados miembros activos de la tribu, y podrían sentarse en las reuniones del consejo.
Pero de momento, como estaban a punto de perder su nombre viejo y aún no se habían ganado el nuevo, el hechicero pensaba en ellos como Pequeño y Grande. Ni siquiera se le ocurrió apelar a los nombres de sus almas; eso era peligrosísimo, y podía dejarlos convertidos en fantasmas.
- Pasad - les dijo.
Los dos muchachos fueron a situarse al fondo de la choza, y a una señal de la mano del brujo, se sentaron en el suelo. El brujo masculló unas palabras en voz baja, que nada significaban, para darse tiempo a pensar. Debía decidir qué prueba imponerles. Y esa prueba debía tener sentido, debía demostrar de alguna forma su capacidad.
Para el brujo, lo mismo que para los demás miembros de la tribu, el mundo era un lugar perfectamente ordenado, una colosal combinación de cosas, hechos y leyes que se ajustaban entre sí en un minucioso encaje. Había los tres reinos: el de arriba, el de en medio y el de abajo. Y había todas las relaciones entre las cosas de cada reino, y de los reinos entre sí. Cada objeto tenía su lugar, y de entre todos los seres, sólo el hombre podía equivocar su naturaleza, porque sólo él era un animal desorientado. Y la tarea más importante era no perderse, hallar su sitio y adaptarse a él.
Si el brujo hubiera querido, por ejemplo, llegar a volar, habría adoptado un conjunto de medidas razonables y coherentes, siguiendo un principio evidente. Se habría alimentado de bayas y frutos de árbol, evitando las raíces. No habría probado el ñame o la mandioca, que crecen hacia abajo. Habría cazado y comido aves, pero ninguno de los animales que caminan. Se habría vestido con plumas y hojas de árbol. Habría procurado dormir sentado, no tumbado. Se habría dado a sí mismo el nombre de Nube. Y habría esperado, en buena lógica, que todas esas cosas lo hiciesen participar de su cualidad aérea y elevada, del mismo modo que unas plumas en la cola ayudaban a que las flechas volasen mejor.
El brujo miró a los dos muchachos y les dijo:
- Deberéis ir a buscar la raíz blanca, y traérmela.
Y con un gesto, les indicó que podían irse. La raíz blanca era uno de los muchos remedios que el brujo usaba habitualmente, si bien era de naturaleza un tanto especial, porque modificaba el ánimo. Bastaba masticar una pequeña porción de esa raíz, no mayor que una uña, según rezaba la fórmula no escrita, para sentirse primero tranquilo, y luego levemente eufórico. En pocas palabras, deshacía la tristeza y devolvía la alegría. Y eso, en la tribu y en cualquier parte, tenía su valor. Porque la alegría es algo que vuela, y puede irse fácilmente. En cambio, la tristeza se arrastra por el suelo, y le cuesta mucho más marcharse.
Al salir de la cabaña del brujo, Grande dijo:
- Será mejor que nos separemos. Así será más sencillo que uno de los dos la encuentre.
Pequeño tuvo que asentir, aunque había esperado que la prueba la pasasen juntos. No le gustaba la idea de buscar por separado, aunque ello aumentase las posibilidades. Él, desde luego, estaba dispuesto a compartir la raíz blanca con Grande, si es que lograba encontrarla. Pero no estaba muy seguro de que Grande pensase lo mismo, aunque apenas lo conocía.
Se adentraron en el bosque. Pequeño caminaba agachado, escrutando la base de los árboles y los matorrales. El ruido que hacía Grande al apartar los arbustos se fué alejando y debilitando cada vez más, hasta perderse por completo. La búsqueda resultó infructuosa durante horas. Finalmente, Pequeño, cansado y dolorido por la postura, decidió sentarse.
Además de la fatiga, a Pequeño le pesaba una cierta preocupación. Existía la posibilidad del fracaso, ya que era sabido que la raíz blanca no era fácil de encontrar. Bien mirado, era justo que la prueba fuese difícil, ya que por algo era una prueba. Y si había un mérito en superarla, era porque había un riesgo, el de la derrota. Y la derrota podía ser dolorosa y humillante. No para sí mismo: podía distinguir fácilmente entre el valor y la prueba del valor. Y al no tener aún la edad prescrita para la iniciación, disponía de una segunda oportunidad futura. Si no lograba ser extraordinario, aún podía ser ordinario. Pero perder era también decepcionar a otros, a todos los que lo habían apoyado. Y eso era ya más difícil de tragar.
Pequeño apartó un momento la atención de sus pensamientos, y la volvió hacia afuera, hacia el árbol que había frente a él, al otro lado del sendero. Algún reguero de agua, de las últimas lluvias, había descarnado la base, descubriendo parte de las raíces. Y dentro de aquella maraña de torpes dedos vellosos que se hundían en la tierra, había una nota discordante, un leve trazo blanco, una raíz blanca.
Pequeño la reconoció de inmediato, pero al igual que hemos hecho todos alguna vez, fingió no haberla visto, sólo por repetir el placer del descubrimiento. Un instante tan importante merecía ser paladeado, lo mismo que repetimos a otra persona que la queremos, aunque ella ya lo sepa. Pero por mucho que quisiera renovar el momento, ya había pasado, y ante él tenía algo más sólido: un hecho. Así que se arrodilló y empezó a escarbar con las manos, hasta conseguir arrancar la raíz.
A simple vista, no parecía gran cosa: un simple trozo de raíz blancuzca. El mismo caudal que la había puesto al descubierto la había limpiado en parte, desvelando su color, y gracias a ello había podido verla. Bien, ya la lavaría en el primer arroyuelo que encontrase. La búsqueda lo había alejado del poblado más de lo prudente, por lo que decidió emprender el camino de regreso. Ya que estaba en un paraje del bosque que desconocía, lo más sensato era volver sobre sus pasos hasta llegar a algún sitio familiar.
Al poco de caminar, un modesto curso de agua apareció a un lado del sendero, y allí lavó como pudo la raíz, secándola luego con las hojas de los arbustos. Siguió su camino, y al volver un recodo, se encontró con un hombre sentado, un cazador, de aspecto abatido.
- Dime, ¿qué te ocurre? - preguntó.
- He fallado la presa - dijo el hombre - Mi vista no es tan aguda como antes, ni mi brazo tan fuerte. Y sé muy bien que cuando las fuerzas empiezan a debilitarse, se entra en un camino por el que no se puede regresar.
"A partir de ahora, dependeré cada vez más de los demás, cuando antes eran ellos los que confiaban en mí. Llegará el día en que no podré cazar, y mis hijos pasarán hambre.
Pequeño dudó un instante. Sabía que las cosas no eran como se las imaginaba el cazador. Sabía que los cazadores viejos acompañaban a los jóvenes, para que aprovechasen su experiencia. Y sabía que la tribu jamás habría permitido que se pasase hambre en una de las chozas, mientras hubiese comida. Pero la desesperación hacía que el cazador no pudiese verlo. Por fin, Pequeño sacó el cuchillo que llevaba al cinto, cortó un pedacito de raíz, no mayor que una uña, y lo dió a masticar al hombre. Y siguió escuchando sus quejas mientras esperaba que el remedio hiciera efecto. Las protestas del cazador se fueron volviendo cada vez menos convencidas, hasta que el hombre calló. Entonces, Pequeño dijo:
- Aún tienes mucho que dar, y puedes ayudar mucho. Y tus hijos no pasarán hambre, porque ellos serán los que te ayudarán a cazar. Enséñales a seguir un rastro, y a lanzar una flecha, y tendrás unos nuevos ojos, y nuevos brazos.
El cazador, ya tranquilo, agradeció a Pequeño sus atenciones. Y el muchacho continuó su camino. Un poco más allá, había una mujer sentada, con la cara entre las manos. Pequeño tuvo que acercarse mucho para poder oir sus sollozos ahogados; le preguntó:
- Mujer, ¿qué te ocurre?
La mujer, que no lo había oído llegar, levantó la cara, sobresaltada. Sus mejillas estaban cubiertas de lágrimas.
- Mi hijo ha muerto - dijo.
Pequeño se sentó a su lado. La mujer continuó:
- El brujo no pudo hacer nada. Dijo que un mal espíritu había entrado en él mientras dormía, posiblemente por la picadura de un insecto. Y yo tuve que ver cómo se me iba.
- Pero, ¿por qué has venido hasta aquí a llorar? - preguntó Pequeño.
- Para que no me vean mis otros hijos. Porque si me ven llorar, ellos también se ponen tristes. Y yo no sólo lloro por el que se fué, sino por ellos, por los que se han quedado. Si yo no supe cuidar a su hermano, ¿cómo voy a cuidarlos a ellos?
Había algo que Pequeño no acababa de comprender, lo que lo decidió a preguntar:
- Dime, ¿cuánto hace que murió?
- Hará ya tres lunas - dijo la mujer.
Pequeño pensó que era demasiado tiempo. En la tribu, las ceremonias fúnebres y el tiempo de duelo no solían durar tanto.
- No puedo cuidar de ellos - decía la mujer - No me veo capaz, y no me veo digna. Sé que debería superarlo, pero no consigo encontrarle un sentido.
Pequeño suspiró, desgajó una nueva porción de raíz y se la dió a la mujer.
- Habría llegado a ser un muchacho como tú - decía ella, mientras Pequeño aguardaba - Tu madre debe estar orgullosa de tí.
Cuando Pequeño notó que su forma de respirar había cambiado, con la expansión que sigue al llanto, le dijo:
- Tus otros hijos te necesitan. Permite que ellos te consuelen, y te sentirás un poco menos sola. Cuida de ellos, como habrías cuidado de él, y así honrarás su memoria.
Una sombra de preocupación nubló la faz ahora apacible de la mujer, y dijo:
- Mis otros hijos también están tristes.
Pequeño comprendió, y cortó un trozo mediano de la raíz, para dárselo a la mujer. Ella le agradeció sus atenciones y lo dejó seguir su camino.
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