jueves, septiembre 14, 2006

Fort Murat

El de hoy es un relato de aventuras; al menos, eso es lo que parece. Hay acción, dos grupos enfrentados (los moros y la Legión Extranjera), y un ambiente de peligro. No he podido evitar meterle algo más, que ya verá quien lea el cuento. Y una vez más, recurro a un ambiente exótico, algo que siempre es muy relativo. Para los escritores ingleses o rusos de mediados del siglo XIX, Italia, por ejemplo, era un escenario exótico.

Esta vez no voy a dividir el cuento, aunque resulte un poco largo. Si alguien quiere leerlo con toda la calma, sin estar conectado a Internet, siempre queda el recurso de copiarlo. Aquí va el cuento.

FORT MURAT

Se arrastró un poco más, para acercarse a la cúspide de la duna. Estaba en la cara norte, y la arena, consolidada por la humedad del relente, apenas cedía bajo su peso. Pronto amanecería, como anunciaba la claridad grisácea que apuntaba hacia su izquierda. Cuando estuvo a escasos palmos de la cima, se quitó el quepis antes de incorporarse. No tenía ningún sentido ofrecer un blanco mejor a los beduinos, si es que lo estaban acechando, así que era mejor tener la cabeza descubierta.
Ante él, al otro lado de la duna, se extendía una suave pendiente, y en el fondo, desesperadamente lejos, se adivinaban los muros de adobe de Fort Murat. Demasiado espacio, y demasiado descubierto. Y tan poco tiempo: media hora, tal vez tres cuartos antes de que el sol lo iluminase todo súbitamente. Arrastrarse hasta allí habría sido demasiado lento, y correr demasiado arriesgado. Pero no había más alternativas, ni tiempo para buscar otra solución, ni ocasión para volverse atrás y dejar a Jacques y al teniente Lecomte abandonados a su suerte.
Respiró hondo, tanto para hacer acopio de aliento como para serenarse. No había más remedio; debería atravesar a toda carrera el trecho que quedaba hasta el fuerte. Y debía ser ya. En cuanto apareciese el sol, la arena se volvería blanda, y correr por ella se convertiría en un esfuerzo sobrehumano. Se incorporó, se reajustó la mochila y aferró el fusil. Finalmente, echó a correr hacia el fuerte.
Había recorrido casi medio camino cuando sonó el primer disparo, un chasquido sordo. A juzgar por el ruido, era poco probable que le acertasen. El enemigo estaba lejos, y aquella era una distancia en la que la puntería de sus anticuadas carabinas se volvía más que dudosa. Aún así, había que contar con la casualidad y la mala suerte, y la posibilidad de tropezarse con una bala perdida no podía despreciarse. Redobló el ritmo, mientras la cadencia de los disparos aumentaba. Todo el grupo de beduinos debía estar apuntándole. A medida que se acercaba, le pareció ver algún movimiento en las almenas. El tiroteo debía haber alertado a los ocupantes del fuerte. Cuando faltaban escasos metros, vio entreabrirse la pesada puerta, apenas lo suficiente para atravesarla como una bala y caer de bruces en el patio, totalmente exhausto.
Resopló unas cuantas veces, intentando recobrar el resuello antes de volverse. Al hacerlo, reconoció la cuadrada espalda de Jacques, que estaba asegurando los cerrojos de la puerta. La noche se desvanecía rápidamente, presagiando el momento en que una rápida claridad daría paso al día. Así que Jacques, por lo menos, seguía con vida, pensó.
El aludido se volvió hacia él, se cuadró, y llevándose la mano a la visera dijo con sorna:
- Bienvenido a Fort Murat, Pierre. Me temo que si pensabas hacernos una visita, has escogido un mal momento.
Era el mismo Jacques de siempre, empeñado en ser socarrón hasta en la situación más inoportuna. Respirando aún trabajosamente, Pierre preguntó:
- ¿Y el teniente Lecomte?
El rostro de Jacques se ensombreció.
- Tiene una mala herida – dijo – No creo que llegue a la noche, y eso suponiendo que pueda ver salir el sol. Es cuestión de horas, de minutos casi.
Conque esa era la situación, pensó Pierre mientras se incorporaba. Lástima que no hubiera sido al revés, que no fuera Jacques el moribundo. Todo el riesgo, y la determinación y el esfuerzo que había asumido, servirían sólo para salvar a aquel hombre. Pierre era muy consciente de que había llegado el momento de enfrentarse a su destino, un momento que había estado eludiendo durante mucho tiempo, pero del cual ya no podría seguir escapándose. Porque por más que Jacques fuese un compatriota y un compañero de armas, todo eso no contaba en realidad. Para Pierre, él era ante todo y sobre todo el responsable de la muerte de Marie.

* * * * * *

La situación, dentro de lo posible, podía calificarse de normal. De vez en cuando, alguna de las levantiscas tribus del interior decidía protagonizar una algarada, juraban expulsar a los extranjeros y echarlos al mar, y durante unas cuantas semanas se sucedían los ataques y los golpes de mano. Las tropas regulares y especialmente las guarniciones de la Legión resistían la embestida, por regla general con mínimas bajas, muchas menos, en todo caso, que las que sufría el enemigo. Al cabo de un cierto tiempo, fuera por cansancio, fuera porque los más exaltados habían caído bajo el fuego de los fusiles franceses, las tribus se retiraban sin rendirse, y volvían a su errático vagar de un oasis a otro.
Cuando no había guerra, no podía decirse que hubiera paz. Evidentemente, el gobernador militar enviaba floridos memorándums a París, en los que se decía a grandes rasgos, que la región era una balsa de aceite. Era dudoso, de todas formas, que tales informes fueran creídos en la metrópoli, porque los ascensos y los traslados se retrasaban inexplicablemente. Los afectados por dichas promociones no tenían otro remedio que esperar y convivir mientras tanto con los nativos, aparentemente amables, pero que en cualquier momento podían cambiar de idea y cortarles el cuello.
De un tiempo a esta parte, sin embargo, las revueltas eran más frecuentes y prolongadas. En el territorio controlado por los españoles, Abd-el-Krim campaba a sus anchas, y eso constituía un pésimo ejemplo para las tribus. Un buen día, había ocurrido lo que era inevitable que sucediera, tarde o temprano: una nueva revuelta. Mejor dicho, varias revueltas simultáneas y coordinadas. Los ataques se multiplicaban, obligando a dividir las fuerzas. Así era como los beduinos habían casi conseguido tomar Fort Murat.
Sólo la resistencia desesperada de sus defensores había logrado rechazar el ataque y expulsarlos, cuando se había llegado a luchar en el mismo patio. Tras repeler a los atacantes y cerrar la pesada puerta, el patio había quedado sembrado de cadáveres. Los escasos supervivientes se vieron pronto diezmados por las heridas recibidas, que no tardaron en infectarse. Finalmente, sólo quedaron dos hombres en el fuerte: Jacques y el teniente Lecomte.
La situación se había conocido gracias a las palomas mensajeras que habían podido salvarse de las balas enemigas. Y la misión que había llevado a Pierre hasta allí no tenía por objeto mantener o recuperar el fuerte, sino recoger a los supervivientes. Al anochecer, una linterna en el lugar convenido de las almenas indicaría a la patrulla que podían acercarse. Si no había ninguna luz, sería la señal de que no había supervivientes que recoger, ni siquiera Pierre.
Ese era el final de la historia, que había comenzado tres años antes, en Marsella. Jacques no había aparecido aún en escena; Pierre y Marie estaban prometidos. El único requisito que separaba a la joven pareja de la felicidad era que Pierre concluyera sus estudios en la Academia militar, para empezar lo que se preveía iba a ser una brillante carrera en el ejército. Sus estudios lo obligaban a pasar largas temporadas fuera de casa, y fue en uno de esos intervalos cuando Marie conoció a Jacques.
Un sinvergüenza, eso es lo que era el tal Jacques. Un personaje amoral y aprovechado, arropado por el relativo buen nombre de su familia, su aspecto atractivo y su juventud, que hacía suponer erróneamente que sus excesos eran pecadillos y locuras de la edad, y que con el tiempo acabaría sentando cabeza. Pero Jacques no tenía ninguna intención de hacerlo, ni de volverse respetable, ni de heredar el patrimonio familiar. Si por él fuese, hacia los treinta y pocos ya no le quedaría nada que heredar.
Sedujo a Marie y la convenció para fugarse con él, para dejarla abandonada en un tugurio de Orán. Él, acosado por las deudas y algunas causas pendientes con la justicia, acabó alistándose en la Legión Extranjera. Ella, perdida en un ambiente hostil, intentó en vano sobrevivir, y acabó suicidándose. Sólo resta decir que Pierre, al saber de la desaparición de su novia, viajó hasta el norte de África y no cejó hasta descubrir lo ocurrido. Y al saber de la muerte de Marie, juró vengarla, renunció a su carrera militar y entró en la Legión con un nombre falso, sólo para encontrar a Jacques.
Mintió sobre su nombre, su edad y sus estudios, pero no pudo mentir sobre su preparación. Soldado a fin de cuentas, ascendió pronto a sargento, y las perspectivas de llegar a oficial no eran nada desdeñables. Aquello también era el ejército, si bien un tanto irregular y aparte. Así y todo, sus primeros días fueron muy duros. Pierre no se había codeado nunca con personajes como los que formaban la clase de tropa: la morralla del mundo, no todos malos, pero sí marginales. Y entre ellos, había algunos de esos tan machos que acaban por buscar a otros no tan machos, para imponérseles y abusar de ellos. Por suerte, el teniente Lecomte estaba allí, para proteger a Pierre y ofrecerle su amistad. La homosexualidad, o las agresiones de tipo homosexual, era algo que en la Legión, oficialmente no existía, y oficiosamente era castigado de forma tan severa como esporádica. Pierre tuvo mucha suerte.
Pasó un año largo antes de que pudiese localizar a Jacques, y se las arregló para ser destinado al mismo destacamento. No tenía planeada su venganza, porque no era un objetivo lo que lo impulsaba, sino una obsesión, es decir, un sentimiento. Nunca había tenido claros los detalles prácticos de cómo haría pagar a Jacques su culpa; sólo el turbio presentimiento de que sería algo cruel, lento e implacable. Al mismo tiempo, si miraba a su interior, no podía dejar de preguntarse de dónde sacaría la maldad necesaria.
El azar había dispuesto que Jacques, junto con el teniente Lecomte, formasen parte de la patrulla que había ido a reforzar la guarnición de Fort Murat. Y ese mismo azar había llevado a Pierre hasta allí. En cuanto se produjese la probable muerte del teniente, ambos estarían solos y sitiados, enfrentados a su destino.

* * * * * *
Jacques ayudó a Pierre a levantarse. El sol subía rápidamente, inundando el desolado patio de una claridad cegadora. En la cúspide del mástil que se erguía en el centro ondeaban los restos de la bandera, hecha jirones y desteñida por el sol.
- Es una vergüenza que esté así – comentó Jacques, que había seguido la mirada de Pierre – pero no quiero cambiarla por otra. En el momento en que la arriase, esos malditos puercos podrían pensar que nos rendimos.
Cerca de un ángulo se veía un montón de restos carbonizados.
- Es lo que queda de la guarnición – dijo Jacques – Yo solo no me bastaba para enterrarlos, y con este calor... tuve que quemarlos.
Pierre asintió, siguiendo a Jacques hasta el dormitorio de la tropa, una austera edificación de adobe pegada a la muralla. Dentro, una larga hilera de catres, y algunas camas con los jergones recogidos. Pierre se deshizo de la mochila de combate, apoyó el fusil en la pared y se quitó el quepis para enjugarse el sudor de la frente.
- ¿Dónde está el teniente? – preguntó.
- Aquí al lado, en la sala de oficiales – respondió Jacques – No está bien que uno se muera en público, si se puede evitar.
- Vamos a verlo – dijo Pierre.
En la sala de oficiales reinaba una penumbra cortada por los oblicuos rayos de sol que se filtraban por las rendijas de los postigos cerrados. El teniente era un bulto inmóvil, del que llegaba un ronquido irregular.
- Está inconsciente – dijo Jacques – o demasiado débil para reaccionar. Lo mejor que le puede pasar es que no vuelva en sí.
Pierre asintió. Compartía ese deseo, aunque le parecía poco probable. Demasiadas veces había visto recuperarse súbitamente a los moribundos en un último instante de lucidez, justo antes de morir. Por lo visto, la vida era algo que se creía demasiado importante para irse disimuladamente. Al acercarse al cuerpo, Pierre apreció su aspecto vencido y cansado, y su angustiosa semejanza con un perro o un caballo agonizantes.
Aquello ya no era el teniente Lecomte; tan solo lo que quedaba de él, la parte que normalmente pasamos por alto, tanto de los demás como de nosotros mismos. Allí ya no estaban sus risas, sus órdenes, su voz, su mirada. Y tampoco estaba Francia, ni el Imperio, ni el honor militar. Todo eso eran cosas que habían quedado muy lejos, y que pertenecían a otros días. Ya nada se podía hacer por él, salvo dejarlo morir en paz, irse y sustraerse a la vergüenza de la destrucción.
- Vámonos – dijo Pierre.
Volvieron al dormitorio de la tropa, y se sentaron en dos catres contiguos. Jacques encendió un cigarrillo y le preguntó a Pierre:
- ¿Por qué has venido?
- Un destacamento viene conmigo – respondió Pierre – y esta noche nos sacarán de aquí. Pero antes de arriesgar más vidas, había que saber si quedaba alguien vivo.
- Ya ves que sí – dijo Jacques, con una sonrisa – Pero, ¿pensáis abandonar el fuerte? Tal vez sea lo mejor – continuó, sin esperar respuesta – Esto no es una posición estratégica, y lo único que nos jugamos es el prestigio ante esos desgraciados. La verdad es que toda esta tierra no vale un franco.
“¿Sabes? En el fondo me alegro que seas tú quien haya venido. Porque...
Un grito ahogado los interrumpió, un grito que venía de la sala de oficiales. Pierre se incorporó de un salto y se dirigió hacia allí. El teniente Lecomte se había movido. Vuelto hacia un lado, su brazo derecho pendía fuera del lecho, en una postura que a Pierre le recordó el cuadro de Marat en la bañera. Se acercó, y al recoger el brazo del teniente, se dio cuenta de que el ronquido había cesado. Se detuvo un momento, y dejó caer el brazo, inerte. El teniente Lecomte acababa de morir.

* * * * * *

Pierre había insistido en envolver el cuerpo del teniente en la bandera de recambio, antes de rociarlo con las latas de keroseno que Jacques trajo de la cocina y prenderle fuego. Si Jacques hubiera estado solo, pensó Pierre, lo más probable era que no hubiese hecho tanta ceremonia. Y tampoco se habría cuadrado, dedicando un último saludo al oficial muerto, de no verse forzado a imitar a su compañero.
Volvieron al dormitorio de la tropa, tanto para alejarse del humo acre y espeso que desprendía la hoguera, como para huir del insoportable calor, que las llamas acentuaban. Jacques se tentó los bolsillos, buscando un último cigarrillo que no pudo encontrar.
- ¿Sabes? – dijo, dirigiéndose a Pierre – Es una suerte que seas tú el que haya venido. Porque aquí no siempre los tienes delante, a los enemigos. Ya sabes de qué te hablo. A veces, son tus propios compañeros los que te degollarían, con placer. Y si esos cerdos de beduinos fuesen más listos, se quedarían unos años quietos, y sólo tendrían que esperar a que nos matásemos unos a otros, de puro aburrimiento.
“Claro, no somos ningunos angelitos. Y por eso estamos aquí, porque nos toca el trabajo más sucio. Esto son las colonias, las cloacas de Francia. Y ya que somos ladrones y asesinos, ayudamos a la patria a robar unas tierras que eran de otros y a masacrar unas gentes que han tenido la desfachatez de ponerse en medio. ¿No te has preguntado nunca por qué a nadie le interesa tu pasado, cuando entras en la Legión?
“Aunque para casi todos nosotros, no es una mala solución. Es mucho peor tener a toda la policía en contra tuya, que habértelas con un puñado de bereberes mal armados y tres o cuatro tipos peligrosos, que están en tu misma compañía. Por eso me alegro que hayas venido tú. Porque no tienes nada en contra mía.
Hizo una pausa, miró a Pierre a los ojos y añadió:
- Al menos, que yo sepa.
Pierre se sobresaltó, pero aquella era una apelación directa y no podía rehuirla. Preguntó:
- ¿Te suena el nombre de Marie Lefevbre?
- No – mintió Jacques – Uno ha conocido a tantas... ¿Qué pasa con ella? ¿Es algo tuyo?
- Era – corrigió Pierre – Está muerta.
- Ya entiendo – dijo Jacques, poniéndose en pie - ¿Qué era? ¿Tu hermana? ¿Tu novia?
- Mi prometida. Lo era hasta que se fugó contigo.
Jacques, que había dado unos pasos aparentemente al azar, llegó hasta su fusil, lo tomó y encañonó a Pierre.
- Muy bien – dijo – Así que tampoco me puedo fiar de ti. Pero eso lo arreglaremos enseguida. Estamos los dos solos, y a ti puede haberte alcanzado una bala perdida mientras corrías hacia aquí. Y causarte una herida no suficiente para detenerte, pero sí para causarte la muerte al poco rato.
“Pero no necesito matarte, por ahora. Me basta con no perderte de vista. No me caes mal, eres un buen tipo. De los que te hacen un favor, pero también de los que se te ponen en medio, cerrándote el camino. Así que no voy a tener más remedio que apartarte.
“Y en cuanto a Marie, no necesito justificarme, y menos ante ti, pero te voy a decir una cosa. En la vida de toda mujer hay un momento en el que la naturaleza reclama sus derechos. Y lo que será de ellas depende de la clase de persona que tengan a su lado en ese momento. Y de cómo sean ellas, también. Algunas son lo bastante sensatas como para saber qué les ocurre. A fin de cuentas, han estado preparándose para ello durante toda la niñez, e incluso pueden llegar a utilizarlo a favor suyo.
“Y otras son tan estúpidas, o tan ingenuas, que no lo saben, que son incapaces de enfrentarse a ello. Le darán mil nombres distintos, desde “amor” hasta “espiritualidad”, y todos equivocados. La verdad, están pidiendo a gritos que alguien aproveche la ocasión. Y eso fue lo que hice, y no otra cosa.
Pierre tragó saliva. Evocó una vez más el rostro de la dulce y pobre Marie, y se sintió enfurecer. Apretó los dientes, y se dispuso a saltar sobre Jacques. Y en ese preciso momento empezó el ataque. Desde fuera llegó el estampido de los disparos, y los típicos alaridos de los moros. Ambos se precipitaron al exterior, arma en mano. Su enemistad personal había pasado a segundo plano ante la inminencia del peligro. Treparon por la escalera sin barandilla que llevaba a lo alto de la muralla y se apostaron en las aspilleras.
No era un gran grupo el que se acercaba, sino un puñado de hombres sin ningún tipo de formación o plan de combate. Disparaban al aire y corrían despreocupadamente, como si fueran un hatajo de borrachos. Al parecer, no esperaban encontrar resistencia. Un disparo de Jacques abatió a uno de los que avanzaban en cabeza y los persuadió de su error. El grupo se paró en seco. Pierre apuntó cuidadosamente y una nubecilla de arena se levantó a los pies de uno de los atacantes, que dio un salto hacia atrás. Y entonces, el valiente enemigo dio media vuelta y echó a correr de regreso a sus posiciones, perseguido por los disparos de Pierre. No se dio cuenta de que Jacques había dejado de disparar. Y fue preciso que sintiera el cañón del fusil clavándose en su espalda para que recordase la comprometida situación en la que se hallaba.
- No volverán hasta la noche – decía Jacques – y para entonces ya me habré ido. El humo de la hoguera del teniente les debe haber hecho creer que ya no quedaba nadie.
Pierre sintió que en su cuello se apoyaba algo frío. La bayoneta de Jacques, sin duda, tan cuidadosamente afilada como él solía tenerla.
- Lo siento, muchacho – dijo Jacques – No es nada personal; sólo supervivencia. Porque no se puede decir lo mismo de ti. Para ti, sí es personal.
Sin decir más, y con un brusco movimiento, degolló a Pierre. Lo vio caer, y esperó que dejara de moverse. Si es que llegaban a encontrarlo, creerían que había muerto a manos de los moros.

* * * * * *
El beréber contempló el cadáver que yacía a sus pies. Su mano sostenía aún la daga curva con que acababa de cortarle el cuello. Se dirigió al compañero que tenía a su lado y comentó:
- Un infiel menos.
- Míralos – repuso el otro – Se creen superiores a nosotros, cuando la verdad es que no creen en nada. Y sus mujeres son unas desvergonzadas que van por la calle enseñando la cara. Yo lo sé, las he visto.
Jacques ya no podía oírlos, tumbado en el suelo, muerto. Jamás llegaría a comprender por qué no se había presentado la patrulla. Aquella noche no había habido ninguna farola, ninguna señal en las almenas, y el destacamento había partido con la mala noticia de que Fort Murat había caído, y que no había supervivientes.
Y Jacques no sabría jamás que había matado a la única persona que podía salvarle la vida.
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