miércoles, septiembre 27, 2006

El Regreso

Existe en Europa una vieja balada, creo que francesa, acerca de un caballero que vuelve a casa, tras una larga guerra. El caballero llega a una granja, lo recibe una mujer y empiezan a hablar. El caballero cuenta que está volviendo a casa, que ha pasado mucho tiempo en la guerra. A su vez, la mujer le explica que su marido se fué también a la guerra, hace mucho tiempo, tanto que ya ha perdido la esperanza de que algún día vuelva. Por ese motivo, ella está ahora viviendo con otro hombre que ocupe su lugar. El caballero, al ver la situación, no dice nada más, recoge sus cosas y continúa su camino. No hay que ser un lince para adivinar que el caballero es ese marido que no volvía, y que ya nunca volverá.

El cuento de hoy es mi propia versión sobre esa balada. "Oidá" es una palabra sin sentido, utilizada para completar la métrica de los versos; una especie de precedente del "yeah, yeah" de piezas musicales más recientes.

EL REGRESO

Había pasado mucho, mucho tiempo. Tal vez demasiado. Sin embargo, al volver el recodo del camino y descubrir de un vistazo la casa y los campos, el caminante se vió asaltado por una confusa mezcla de emociones. Tuvo que detenerse para calmarse y poder tomar una decisión. Aquella casa era su hogar, y aquellos campos, su tierra. Y dentro de muy poco se vería cara a cara con la mujer que era su esposa.
El caballero, como en la vieja balada, volvía de la guerra, oidá. Y al igual que en la vieja balada, pensaba no darse a conocer, ver si ella estaba bien, y sólo en el caso de que ella aún lo esperase, sólo si estuviese sola, sólo si no se hubiese vuelto a casar, quedarse con ella. Pero si alguna de esas condiciones no se cumplía, seguiría su camino hacia ninguna parte.
Había pasado tanto tiempo y habían ocurrido tantas cosas que era razonable esperar que ella no lo reconociese. A fin de cuentas, él era otro, alguien muy diferente de aquel hombre joven que había partido, lleno de entusiasmo, años atrás. Como seguramente le habría ocurrido a ella. De la misma forma que la casa y el paisaje le parecerían otros, distintos de sus recuerdos.
Pero al acercarse, el camino, los árboles que flanqueaban el sendero hasta la casa, el viejo roble, le resultaron tristemente familiares, como si todo el tiempo que él había faltado hubiese sido en vano. Y aquella figura menuda que estaba sentada en la bancada de piedra, frente a la casa, era ella, sin lugar a dudas. La reconoció de inmediato. Adivinó que ella entornaba los ojos al divisarlo, la vió ponerse en pie de un salto, iniciar una carrera que interrumpió bruscamente a los pocos pasos. Y allí se quedó, de pie en el sendero, esperando a que él se le acercase. Aquel corto trecho hasta ella era más difícil y costoso de recorrer que media legua a la descubierta, hasta las posiciones enemigas. Su voluntad luchaba sin descanso para imponerse a sus sentimientos. Debía recordar su determinación, y seguir disfrazado de extraño, como si jamás hubiese visto a aquella mujer, que era sin embargo la misma cuyo rostro había contemplado cada noche al cerrar los ojos, a modo de consuelo. Ella lo había hecho sobrevivir, pero ahora no podía reconocerla. Finalmente, cuando apenas los separaban unos pasos, se detuvo, y procurando que su tono no lo traicionase, dijo:
- Perdonad, señora. ¿Socorreríais a un pobre soldado que vuelve de la guerra?
La reacción de ella fué de sorpresa, luego de disgusto, pero las contuvo enseguida. Porque ella también conocía la vieja balada, oidá. Dijo:
- Perdonad. Porque en un primer momento, me habéis recordado a mi marido, soldado como vos, al que espero desde hace años. Tenéis su mismo porte, su mismo andar. Pero no sois él. Él no habría sabido contenerse, habría recorrido corriendo el sendero para llegar hasta mí y abrazarme muy fuerte, tan fuerte como yo anhelo. Por eso os pido de nuevo que me perdonéis. ¿Qué puedo hacer por vos?
- ¿Podríais darme un mendrugo de pan y un sorbo de vino?
- Por el cuerpo y la sangre - respodió ella, santiguándose - Venid conmigo, caballero.
Entraron en la casa, atravesaron el amplio portal en el que estorbaba un viejo carro desvencijado, y llegaron a la cocina. A un lado, el hogar, con el trípode forjado para sostener la olla sobre las brasas, y en el centro, la mesa inabarcable, ocupada por jofainas, manojos de berros, pilas de platos, cuchillos, jarras. Y en la que, sin embargo, siempre había un rincón libre, en el que poder colocar una jarra y dos tazas, para poder beber un sorbo de vino sentados en el banco.
Pero esta vez, ella colocó sólo una taza junto a la jarra. El caballero se sirvió mientras ella cortaba una rebanada de la hogaza que apretaba contra su pecho, y que puso en un plato junto a una porción de queso.
- Tened cuidado con el vino - dijo ella, al ver beber al caballero - Es más fuerte que parece. Yo misma, alguna vez... pero, qué importa eso. Eran otros días, y puede que otras personas.
El caballero, al paladear el vino, sintió flaquear sus fuerzas una vez más. Aquel líquido había destilado recuerdos, momentos, situaciones. El caballero, sin poder evitarlo, suspiró, aunque ella pareció no notarlo.
- Decidme - dijo ella - ¿volvéis a casa?
- Eso temo - respondió él, sin pensarlo.
- ¿Lo teméis? ¿Por qué?
- Porque - el caballero hizo una pausa, como para ordenar sus ideas - jamás vuelve el mismo que se fué. No ocurre en ninguna guerra, pero en ésta, aún menos.
Ella se sentó a horcajadas en el banco, para no perderlo de vista. Y preguntó:
- ¿Acaso os han herido en la guerra?
- Sí - dijo él - Nada importante, rasguños, alguna cicatriz. Pero lo peor son las heridas que no se ven a simple vista.
Entonces, ella hizo algo extraño. Tomó la taza del caballero, bebió un buen sorbo de vino, volvió a dejarla, y dijo:
- Hablad.
- No sabéis lo que es la guerra - empezó él.
- La vuestra, no. Sólo conozco la mía.
- Yo... no creo que pueda volver a creer en nada. Ni en la lealtad de los hombres, ni en la dulzura de las mujeres, ni en la inocencia de los niños.
“Un buen día, ocupamos un pueblo, que no nos acogió como a enemigos. Sometidos durante siglos al capricho de su señor, nuestras peticiones les parecieron razonables y civilizadas. Pero al cabo de unos días, ante una ofensiva del enemigo, debimos retroceder. Reconquistamos el pueblo, pero algo había cambiado. Parecían conocer algún secreto al que nosotros éramos ajenos. Más tarde supimos que habían sufrido castigos horribles por no haberse resistido más a nosotros. Pero entonces no lo sabíamos. Sólo veíamos que las mujeres, y perdonad, señora, eran aún más accesibles que la primera vez. Los soldados son humanos, y vos, señora, que sois casada, sabéis de lo que estoy hablando. Muchos cayeron en la trampa, porque no era más que una trampa. Muchos cedieron a la tentación, sólo para ser cruelmente degollados cuando su candor los había vuelto indefensos.
“La verdad, no quedaban muchos, a la mañana siguiente, para salir airosos de aquella situación. Nos replegamos como pudimos. Tres cuartas partes de mis hombres perdí en ese avatar. Más tarde, cuando llegaron refuerzos y volvimos al pueblo con más seguridad, pude hablar con una de aquellas mujeres. Me dijo: 'Vosotros sois los malditos que habéis hecho que pierda a mi marido y a mis hijos. No descansaré hasta veros a todos muertos'.
“Los niños, esos mismos niños a los que uno intenta respetar, y no hacer daño, porque cree que no son culpables de nada, nos odiaban también. Fueron ellos los que envenenaron las fuentes del camino. Lo supimos a tiempo, pero ello nos obligó a largas y agotadoras jornadas sin agua.
“He visto a honrados vecinos venir a denunciarnos al cofrade, al rival, al adversario. No les importa usar la calamidad de la guerra para su venganza personal. He visto los brotes tiernos de la cosecha pisoteados por los cascos de los caballos de la tropa. Los caballos no saben escribir, pero aquellos, con sus cascos, firmaron una sentencia de hambre.
“Lo peor de la guerra, señora, no es la lucha. No soy un cobarde, y al menos, cara a cara con un soldado enemigo, hay cierta justicia. Porque él puede tener tanto valor como uno mismo, y está igualmente armado y preparado. Ambos hacemos la misma apuesta. No, lo peor es lo otro, la miseria, la degradación. No es el miedo, es que te vuelves inhumano, como todo a tu alrededor.
- Pero esas cosas - dijo la mujer, al ver que él callaba - las hace la guerra. No son ellos; es lo que les ocurre. Las gentes no son así, no serían así, si pudiesen vivir en paz.
- ¿Paz? Eso es imposible. Ahora ha acabado una guerra, pero mañana mismo puede empezar otra, por orgullo, por ambición, por venganza, por capricho. ¿De qué sirve querer vivir en paz, si no depende de nosotros? En este mundo, sólo los poderosos pueden hacer su voluntad.
“Por eso temo volver, porque una buena parte de mí, de aquello en lo que creía murió en la guerra. No sé siquiera si queda algo de aquel que se fué un día, hace años.
- Algo debe quedar - dijo ella - Seguramente, más de lo que creéis. Vos tendréis una esposa, y una casa, y unas tierras. Y allí, con los vuestros, sabréis recuperar vuestra vida. Si es que de verdad queréis volver, claro está. Porque también podría ocurrir que la hubiéseis olvidado.
- También ella puede haberme olvidado - dijo el caballero - Puede haber buscado nuevas compañías, puede haberme dado por muerto. Puede estar casada con otro.
- Oidá, como en la vieja balada - bromeó ella - Puede, pero no lo habrá hecho. Seguro que no os ha olvidado, y puedo jurar que aún os espera. Y os seguirá esperando, hasta que decidáis volver.
“Esperar, ese ha sido nuestro destino, muchas veces. No sabéis cómo han ido las cosas por aquí, no sabéis lo solas que nos hemos quedado. Hasta aquí no han llegado los soldados, pero sí ha llegado la guerra. Podéis verlo vos mismo. La mayor parte de la tierra está en barbecho, por falta de brazos para cultivarla. Yo misma me he limitado a labrar sólo lo imprescindible para comer. He tenido que hacer yo sola las tareas del campo, y ahora mis manos están encallecidas y ya no son tan tiernas y delicadas como eran. Pero no os apenéis: ahora mis manos se parecen un poco a las de él, y si me acaricio en la soledad de la madrugada, puedo soñar que son sus manos las que me acarician.
“¿Qué otra cosa puedo hacer, si estoy tan sola? Repetirme su nombre, como un dulce secreto. Guardar su recuerdo en mí, para que pueda reconocerse cuando vuelva. Luchar contra la pena, para que no me desgaste, para que no se pierda nada de mí, nada que él pueda recordar y echar en falta a su regreso.
- Tal vez - dijo el caballero - si regresase, prefiriese no darse a conocer, aunque sólo fuera para poder deciros desde fuera por qué puede ser imposible el regreso.
- Si él hiciera tal cosa - repuso ella - puede que yo aparentase no reconocerlo, para que pudiera explicarse libremente. Aunque no puedo concebir qué motivo podría darme para no volver, salvo que su amor por mí se haya perdido.
- Ese podría ser precisamente el motivo: su amor por vos. Podría no querer cargaros con alguien que haya perdido la ilusión y la esperanza, y que dude de poder recuperarlas algún día. Podría querer evitaros esa carga.
- Si eso hiciese, es que habría olvidado lo que es un matrimonio. En lo bueno y en lo malo. En la salud y en la enfermedad. Hasta que la muerte nos separe. La muerte, no el miedo, el cansancio o la desilusión. Puedo admitir que tenga esos sentimientos; pero no que sean razones para dejarme sola.
“No importa que se sienta triste. No importa que crea haber olvidado la manera de hacerme feliz. Pobre tonto, puede haber creído que mi alegría dependía de lo que él hiciese, cuando lo que de verdad contaba era que estuviese a mi lado, que yo tuviese a alguien a quien dedicar mis días. Lo que cuenta, y me gustaría poder decírselo, aunque lo tuviese frente a mí fingiendo ser un extraño, es que esté vivo y pueda regresar.
El caballero, con la mirada baja, dijo:
- No regresará, señora. Vuestro marido murió en la guerra.
Era el último recurso, desesperado y cruel. Continuó:
- Yo lo conocí, y nos hicimos amigos. Teníamos el mismo nombre: Alvaro. Y pude admirar su valor, porque fué un valiente y murió como un valiente, defendiendo una posición para salvar a sus hombres. En sus últimos momentos, vuestro nombre estaba en sus labios, Mariana. Me pidió que viniera a veros, y que os dijese que lo recordáseis con amor, y también con orgullo, porque moría como un héroe.
- Lo habría preferido cobarde, pero vivo - replicó Mariana, reprimiendo un sollozo.
- Tal vez sea mejor así - dijo Alvaro - Es mejor que haya muerto en la guerra. Es mejor ser la viuda de un héroe que la esposa de un desarraigado.
- Dejadme decidir a mí lo que prefiero ser, si no os importa. Si aún estuviese vivo, no renunciaría a convencerlo. Aunque creyese no ser digno de amarme. Porque debe haber olvidado también que es el propio amor el que nos hace dignos de sentirlo.
Hubo unos tensos momentos de silencio. Después, Mariana preguntó:
- ¿Qué pensáis hacer?
- Continuar mi camino - respodió Alvaro.
- No lo hagáis - dijo Mariana - Quedaos aquí, conmigo.
Ella levantó una mano, como para atajar las objeciones que él estaba a punto de soltar, y continuó:
- Al parecer, vos no tenéis a dónde ir. Y al parecer,yo ya no tengo a nadie a quien esperar. Los dos estamos solos. Compartamos nuestra soledad. No os pediré nada, porque nada me debéis. Sois un extraño, y nada os obligará a dejar de serlo. Pero aquí tendréis un techo, y una tierra que si se desbrozase y se labrase, podría dar una magnífica cosecha.
“Y, ¿quién sabe? Vos me recordáis mucho a mi Alvaro, porque os parecéis mucho a él. Más de lo que pensáis. Os parecéis tanto, que incluso podría llegar a creerme que sois él. ¡Si ni siquiera tendría que habituarme a un nuevo nombre! Sí, podría confundiros con él, como me ocurrió antes, cuando llegábais por el camino. Yo podría creérmelo. Pero decidme, ¿podríais vos?
Alvaro no respondió. Se puso en pie, dudó unos instantes, se dirigió a la puerta. Y antes de salir, se detuvo. Aquel era el momento decisivo, el punto en el que, en un sentido u otro, debía tomar una determinación. Y por fin, se decidió.
No acierto a saber cuál fué, su decisión. Y tal vez prefiera no saberla. Oidá.
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