miércoles, septiembre 20, 2006

A un lado del camino

El cuento de hoy vuelve a ser del tipo de historias en las que ocurre algo. No me acaban de convencer esos relatos en los que el único propósito parece ser la descripción de un ambiente o de una situación. Lo sé, yo también he escrito alguno, mea culpa, pero todos tenemos nuestros momentos de debilidad. Y el dogma cristiano del pecado original afirma que no hay nadie incapaz de pecar, de igual manera que el dogma de la redención afirma que no hay nadie incapaz de salvarse.

Otra forma de presentarlo sería decir que es algo a medio camino entre el cuento clásico de los tres deseos y la escena de las brujas de Macbeth. Y sin más dilación, aquí va el cuento:

A UN LADO DEL CAMINO

Nadie sabía exactamente cuánto tiempo hacía que la vieja casa estaba allí. Rufo había oído alguna vez que la había construído un antepasado, el abuelo del abuelo, o algo así. Pero si le preguntaba a su padre, la respuesta que obtenía era:
- ¿Y eso qué importa? Es nuestra, ¿no? Y siempre ha sido nuestra. Y no nos ha ido tan mal en ella.
En efecto, no les había ido mal. Las tierras que se extendían tras la casa, alejándose del camino, eran suyas. No tenían que darle a nadie una parte de la cosecha, fuese buena o mala. Sabían que si araban más campos o criaban más ganado vivirían un poco mejor, con sólo esforzarse. Y algún día, Rufo heredaría todo aquello.
No había ninguna prisa en que eso ocurriera. Con Rufo y su padre trabajando los campos, tenían más que suficiente para vivir. Y si padre empezaba a notar el paso de los años y ya no podía arar tantas fanegas, Rufo se limitaba a sonreir y se esforzaba un poco más. Rufo había crecido como crecen los muchachos en el campo: con obligaciones y libertades absolutamente distintas a las de un chico de ciudad. De pequeño, había cazado pájaros, ranas, grillos, y casi cualquier cosa capaz de moverse. Había correteado por el bosque y apedreado a los vagabundos. Pero todo eso era ya el pasado.
Un buen día, Rufo estaba sentado en uno de los pilares de piedra a la puerta de la casa, viendo pasar las últimas horas de la tarde. Por el camino se acercó una vieja gitana, con paso cansino. Al llegar a su altura, señaló con un nudoso bastón el cántaro que Rufo tenía al lado, y preguntó con voz ronca:
- ¿Me puedes dar un poco de agua, payo?
Rufo asintió y sin levantarse tomó el cántaro y se lo alargó. La gitana, después de beber, dijo:
- Estoy muy cansada. ¿Te importa que me siente un momento?
Rufo asintió nuevamente, y la gitana fue a sentarse en el pilar que hacía pareja con el que ocupaba Rufo, al otro lado de la puerta.
- No te preocupes, me iré enseguida – dijo la mujer – Los gitanos, ya sabes, nunca estamos quietos. No vaya a ser que nos encariñemos con un sitio y nos queramos quedar. Que no puede ser, claro. No se iban a fiar de nosotros.
“Y así andamos, desde no sé cuándo. Hemos tenido que aprender cien lenguas, pero todas las hablamos mal, menos la que es nuestra. Llevamos siglos haciendo lo que los payos no se atrevían a hacer, cosas de mal fario: enterrar a los muertos, hacer calderos. Y decir la buenaventura.
Rufo pensó que el cansancio no le había quitado las ganas de hablar. La gitana se volvió hacia él y dijo:
- Tú has sido bueno conmigo. Seguramente, hace años, cuando eras un crío, me tiraste alguna piedra, pero de eso, ¿quién se acuerda? Anda, dame la mano, que te voy a leer el futuro.
Rufo, escéptico, negó con la cabeza.
- ¿Qué pasa, te ha comido la lengua el gato? – dijo la gitana – Qué pena, un muchacho tan guapo.
- No – dijo Rufo – Es que no creo en esas cosas.
- ¿Y quién te dice que creas? Yo te aviso de lo que veo. Si no quieres hacerme caso, allá tú. Anda, trae para acá esa mano.
Rufo alargó la derecha, que la gitana tomó y examinó concienzudamente.
- Virgen santísima, lo que veo – dijo finalmente – Es de no creer. ¡La de cosas buenas que te van a pasar, so entraña! Muertos de envidia, los vas a dejar a todos.
Rufo tuvo una media sonrisa incrédula, pero prestó mucha atención a lo que decía la gitana.
- Lo mejor de todo, es que te va a pasar en cuatro, no, espera, en cinco años. Cinco años, eso es. Primero, que vas a ser un artista famoso. Ya se ve, con esos dedos tan largos y finos que tienes. Por tus manos vas a ganar dinero, ya verás.
Tras una mirada furtiva a Rufo, añadió:
- Claro que a ti lo que te preocupa es otra cosa, ¿no? ¡Qué le vas a contar a esta vieja! Pero no te preocupes, que también veo una mujer. Una real hembra, sí señor, lo que se merece un muchacho tan guapo. Hasta puede que sea una señorita de esas de la ciudad, ya sabes cuáles digo. De esas tan peripuestas que llevan guantes, y que te sueltan un “por favor” cada vez que abren la boca.
“Total, que va a venir y te va a pedir que le hagas caso. De rodillas te va a suplicar, si hace falta. Pero tú no seas malo, ¿eh? No me la hagas sufrir, pobrecilla. Que lo mismo que va a venir volando, volando se puede ir. Así que ándate con ojo.
“Y otra cosa más. Veo mucho dinero, pero mucho. Escúchame bien: tú, pase lo que pase, no te dejes perder la casa. Tú consérvala, que eso es lo que te va a dar el dinero. Pero sobre todo, no te la vendas, que todo ese dinero iría a parar a otro.
Rufo, inconscientemente, había cambiado de expresión, y ahora era de puro asombro. ¿Por qué se había inventado todo aquello la gitana? Seguramente, todo era mentira, pero para conseguir ¿qué? La gitana, como si le leyese el pensamiento, dijo:
- Nada. No te voy a pedir nada, rey. Pero dentro de cinco años voy a volver, para ver cómo te ha ido. Tú habrás cambiado mucho, y yo estaré casi igual; privilegios de ser vieja. Y cuando vuelva, puede que quieras ser un poco agradecido.
Sin más, la gitana se puso en pie, dijo “Con Dios” y reanudó su camino, con el mismo paso con el que había llegado.
A pesar de su escepticismo inicial, las profecías de la mujer impresionaron a Rufo, que en los días siguientes no paró de darles vueltas. Respecto a dos de ellas, nada podía hacer: el dinero y la novia debían llegar por su propio pie. Pero sí podía, en cambio, descubrir y perfeccionar sus dotes artísticas. Hasta entonces, lo único levemente artístico que Rufo había hecho era marcar los arreos. Dado que a veces los labriegos de la zona se ayudaban unos a otros, y se prestaban aperos y guarniciones, existía la costumbre de pintarles o grabarles ciertas sencillas marcas para identificarlos: círculos, triángulos, cuadrados, espirales, ondas y otras señales geométricas.
Evidentemente, aquello tenía muy poco de arte, así que Rufo decidió ensayar otra cosa. Una tarde, al acabar el trabajo, tomó un trozo de tizón del hogar y una vieja tabla y empezó a trazar garabatos en ella. Su primera idea fue hacer un dibujo de la casa, pero erró las proporciones, y trazó el portal tan grande que tuvo que achicar mucho las ventanas del piso alto, para que le cupieran las cuatro.
Acabó por acostumbrarse a aquel pasatiempo. Tras innumerables pruebas, consiguió esbozar algo levemente parecido a su casa. Habría sido incluso un resultado aceptable, salvo en el aspecto legal: iba en contra de las leyes de la perspectiva. En cierta ocasión, mientras luchaba con la enésima tentativa de conseguir un dibujo decente, un automóvil se detuvo frente a él. Un hombre bajó del coche, se le acercó y le dijo:
- ¿Son suyas esas... cosas?
El hombre señalaba unos correajes colgados de un gancho, junto al portal. Rufo asintió, y el hombre dijo:
- ¿Me los vendería? ¿Cuánto pide?
Rufo lo miró de arriba abajo. Aquel era un tipo de ciudad, no había duda. Preguntó:
- ¿Para qué los quiere?
El hombre se rascó la cabeza, señaló el pilar al lado de la puerta y dijo:
- ¿Puedo?
Rufo se limitó a encogerse de hombros. El hombre se sentó y dijo:
- Está bien, ya veo que no voy a poder engañarle. Hace tiempo que no veía unas correas tan bien decoradas. En la ciudad se venderían muy bien, ¿sabe?
El hombre se levantó, tomó una de las correas y se la mostró a Rufo. En la cinta se veían dos líneas onduladas, con un círculo entre ambas.
- Culebras y un lunar – dijo Rufo – Es mi marca.
El hombre sonrió y dijo:
- Desde luego, no pretendo estafarle, y tampoco que se quede sin recibir su parte. Si no quiere venderme éstas, ¿qué le parece si yo le traigo otras nuevas y usted las pinta, o las graba, o lo que sea? Le pagaría bien. Ya buscaría algún guarnicionero de por aquí cerca...
- Dígame – interrumpió Rufo - ¿Para qué las quieren, en la ciudad? No tienen campos que labrar, ni animales.
- Son bonitas – dijo el hombre, como si eso fuera razón suficiente.
Rufo meneó la cabeza. Decididamente, en la ciudad había muchos locos. De repente, tuvo una idea. Se levantó y le dijo al hombre:
- Espere un momento.
Segundos después, le enseñaba al hombre la tabla con su penúltimo dibujo, diciendo:
- Si anda buscando cosas bonitas, ¿qué me dice de esto?
El hombre puso un gesto rarísimo y dijo:
- Está muy bien, pero me temo que no es exactamente... ¿qué me dice de las correas?
- Que no – dijo Rufo, contrariado – Yo las marco porque no me queda más remedio. No me apetece perder más tiempo en eso, ni aunque me paguen.
Ante la negativa, el forastero, con un gesto de resignación, volvió a su automóvil y se marchó.
Rufo continuó por algún tiempo con sus garabatos, pero acabó por cansarse. Aquello no conducía a nada, y no era más que una forma de perder el tiempo. Además, se acercaba la época de la cosecha, y el tiempo no era algo que le sobrase. Durante un par de meses, estuvo constantemente ocupado, ayudando a su padre a segar, hacer gavillas y recoger la fruta de los árboles.
Era costumbre, al acabar la cosecha, que los labriegos de los alrededores se reuniesen y celebrasen una pequeña fiesta en un cobertizo del pueblo. Aquella era una buena ocasión para escuchar algo de música, bailar, que los mozos y mozas se conocieran, y si había ocasión, averiguasen de qué estaban hechos unos y otras. Fue en esa ocasión en la que a Rufo se le acercó una muchacha que él recordaba de otros años. Pero le costó reconocerla, porque estaba muy cambiada. Ya no era tan delgaducha, parecía más alta, y no se comportaba como una chiquilla, aún sin dejar de ser animosa y alegre.
- Hola, tonto – le dijo a modo de saludo.
- Me llamo Rufo – respondió él, mientras intentaba recordar su nombre - ¿Se puede saber por qué me llamas tonto... Rosaura?
Ella rió. Su risa también era bonita.
- Casi lo has acertado – dijo – Es Rosalía, no Rosaura. Y te llamo tonto porque si no piensas bailar y quedarte ahí toda la noche, como un pasmarote, la verdad, no sé para qué has venido.
Rufo no supo qué contestar. Viendo que no se daba por aludido, Rosalía insistió:
- Anda, ven, vamos a bailar.
- No sé bailar – dijo Rufo.
- ¿Y eso qué importa? – dijo ella – Caminar sí que sabrás, ¿no? Venga, no seas ganso. Vamos a probar.
Lo cogió de la mano y lo arrastró hasta la pista de baile. Mientras Rufo intentaba dar unos pasos dispersos, ella dijo:
- Si me pisas, chillaré – y sonriendo añadió – Y si te me acercas demasiado... me lo pensaré.
Rufo lo interpretó como una invitación y la atrajo hacia sí, sin que ella opusiera resistencia. Ella dijo:
- Vaya, eres muy fuerte. Pero no te hagas ilusiones. Aún me lo estoy pensando.
Rufo estaba confuso, porque pensaba varias cosas al mismo tiempo. Por una parte, que tal vez sus pasos deberían intentar seguir el ritmo de la música; por otro, que Rosalía olía bien, y era muy agradable tenerla tan cerca. Y por otra, que los demás mozos de su edad debían estar riéndose de él, por ir con mujeres. Seguramente estaban poniendo en duda su hombría. Pero pronto dejaron de preocuparle los mozos y la música, y sólo quedó la presencia próxima de la muchacha, con sus cabellos acariciándole la mejilla. Ella, en voz baja, le dijo:
- Ni se te ocurra meterme mano aquí, delante de todo el mundo. En todo caso, espera a que no nos vean.
Al acabar la pieza, Rosalía comentó:
- Hace mucho calor aquí dentro, ¿no crees?
- ¿Quieres que vayamos afuera? – preguntó Rufo.
- Ya que insistes – concedió ella.
Al salir al exterior, tal vez por efecto del fresco de la noche, Rufo sintió una ligera inquietud. Se dijo que las cosas estaban yendo demasiado deprisa, y no estaba seguro de estar de acuerdo. Rosalía se había acercado a una callejuela lateral al local del baile, y Rufo se le acercó, indeciso. Ella lo miró y preguntó:
- ¿Qué te pasa? Ahí dentro parecías tan decidido... ¿Es que no te gusto?
- Sí me gustas – respondió Rufo, sin pararse a pensarlo.
- ¿Entonces?
- No quiero echarme novia aún. Y no me gusta ir tonteando por ahí. Cuando conozca a la mujer adecuada, ya veremos.
Rosalía, con tono contrariado, preguntó:
- ¿Y cómo tiene que ser la mujer adecuada? Lo digo porque supongo que te habrás hecho una idea. Y me gustaría saber por dónde no encajo yo.
- Pues... – dijo Rufo - Una señorita.
- Yo no soy señora, si es por eso. Pero supongo que quieres decir una de esas muñequitas bobas de la ciudad, ¿no? Una de esas que van a la última moda y se ponen guantes.
Rufo asintió, y ella siguió:
- Pero, vamos a ver: para hacerte una caricia, tendrá que quitarse los guantes, ¿no? Vamos, eso espero.
“¿Pero es que no te das cuenta que no vas a poder abrazarla, por miedo a estropearle su ropa carísima? ¿Que cuando más guapa se va a poner será cuando la tengan que ver los demás? ¿De verdad crees que es eso lo que te conviene?
Rufo se limitó a encogerse de hombros, enfurruñado.
- Ya veo – dijo Rosalía, resignada – que eres aún más tonto de lo que yo creía. No hay nada que hacer, ¿no?
Rufo no se tomó la molestia de contestar, y dejó que la muchacha volviera sola a la fiesta.
Un año más tarde, el padre de Rufo murió, y él heredó la casa y las tierras. Para él no representó un aumento significativo de trabajo; en los últimos tiempos, se había acostumbrado a llevar casi todo el peso de la gestión. Aún así, a veces se preguntaba si valía la pena tanto esfuerzo. Tenía tierras suficientes como para ser uno de los ricos del lugar, y habría podido vivir bien si hubiera tenido tiempo para ello.
Desde hacía un tiempo, había ido llegando gente nueva al pueblo, inmigrantes con poco más que sus manos y una familia que mantener. Un día, uno de esos inmigrantes, más decidido que los otros, fue a verlo y le pidió tierras que cultivar. Rufo aceptó. Las cosas fueron tan bien que otros se animaron, y en un par de años, la casi totalidad de las tierras de Rufo estaban cuidadas por aparceros.
Rufo tenía ya el tiempo que antes le faltaba, y las rentas de las tierras le permitían vivir cómodamente. Pasaba los días cultivando el pequeño huerto anexo a la casa, y soñando con el día en que se presentase una enguantada señorita de ciudad. Cuando por fin se presentó, no venía sola. Iba al volante de un descapotable, acompañada de un hombre orondo. Tanto ella como él lucían unas ostentosas gafas de sol.
El automóvil se detuvo frente a la casa, el hombre bajó y se plantó con los brazos en jarras, observando el edificio. La mujer, mientras tanto, se levantó las gafas de sol hasta el cabello, y se puso a revisar su aspecto en el retrovisor. Rufo pensó: “Gente de ciudad. Ni siquiera saludan”. El hombre, en voz demasiado alta, dijo:
- Es perfecta, querida.
- Ajá – dijo ella, sin dedicar ni una mirada a la casa.
El hombre se acercó a Rufo y le dijo:
- Oiga usted, buen hombre, ¿sabe usted si esta casa está en venta?
- No – respondió Rufo.
- ¿No lo sabe? ¿O no está en venta? – preguntó la mujer, desde el coche.
- Mire – dijo Rufo al hombre, algo molesto – Si quiere una respuesta clara, empiece por hacer una pregunta clara. La casa es mía, así que yo sabré si quiero venderla o no, ¿no cree? Y no quiero venderla.
La mujer había bajado del coche, se acercó al hombre y le dijo en voz baja:
- Déjame a mí, que tú no tienes mano para estas cosas.
Después se encaró a Rufo, le tendió la mano y dijo:
- Buenos días. Me llamo Adela.
“Bueno”, pensó Rufo, “al menos ella sí sabe por dónde empezar. Aunque no se haya quitado el guante”.
- Tiene usted una casa muy bonita – decía ella – Y bien situada, además: cerca del cruce, y no muy lejos del pueblo. No sé si habrá pensado alguna vez en desprenderse de ella...
- No – dijo Rufo – No pensaba venderla.
- Ya comprendo. Pero no nos engañemos, la casa ya tiene sus años, y dentro de nada va a necesitar reparaciones. Usted es un hombre joven, y querrá disfrutar de las comodidades que hoy en día son de lo más corrientes. Pero en esta casa le va a resultar muy complicado. No quiero ni pensar en cómo estará la instalación eléctrica. Y apuesto a que en el cuarto de baño no le cabría un jacuzzi.
La mujer hizo una pausa. Rufo, como no sabía exactamente qué podía ser eso de un jacuzzi, no creyó necesario contestar. La mujer continuó:
- Todo eso se puede arreglar, gastando dinero, claro. Pero le resultaría más práctico venderla e irse a vivir a una casa cómoda en el pueblo, o hasta en la ciudad, si le apetece.
“Sé lo que está pensando. Si tiene todos esos problemas, ¿para qué la va a querer alguien? Pues se lo voy a decir: para convertirla en un restaurante, puede que con dos o tres habitaciones. Evidentemente, habrá que gastar dinero para ponerla en condiciones, pero a la larga, se puede acabar ganando mucho más.
Nueva pausa. Al ver que Rufo no reaccionaba, Adela siguió:
- Así que ya lo ve. Ponga un precio, el que le parezca bien, y empezamos a hablar. No se trata de que nadie salga perdiendo, ni usted ni nosotros, ¿entiende?
Rufo estaba pensando en las palabras de la gitana: “Pase lo que pase, conserva la casa”. Sacudiendo la cabeza, dijo:
- Me parece que va a ser que no.
- ¿Le puedo preguntar por qué?
- Siempre he vivido aquí. Y por ahora no tenía pensado cambiar.
Adela abrió el bolso que llevaba colgado al hombro, sacó una tarjeta y se la alargó a Rufo, diciendo:
- Aquí tiene mi número de teléfono. Si cambia de idea, llámeme.
- No voy a cambiar – dijo Rufo, sin coger la tarjeta.
- No importa. Guárdela igual, por si acaso.
Obligó a Rufo a recoger la tarjeta, se volvió hacia el hombre y dijo:
- Anda, vámonos, que se hace tarde.
El hombre masculló un “buenas tardes” y se apresuró a subir al coche. Momentos más tarde, se habían perdido de vista.
A finales del verano, cuando las tardes empezaban a acortarse, apareció de nuevo la vieja gitana. Cuando la tuvo cerca, Rufo le gritó:
- ¿Qué vienes a hacer por aquí? ¿A engañarme otra vez?
La gitana esperó a estar cerca para responder:
- ¿Por qué dices eso, mi alma?
Cuando Rufo abrió la boca para contestar, la gitana ya se había sentado en el pilar al lado de la puerta, como si aquel asiento le perteneciera. Rufo dijo:
- Todo lo que me dijiste no eran más que mentiras.
La gitana suspiró, meneó la cabeza y dijo:
- Yo no digo mentiras. Todo lo más, verdades engañosas. Cuando una dice la buenaventura, no puede dar demasiados detalles. ¿Sabes a cuántas de nosotras han quemado como brujas por no tenerlo en cuenta? Si lo que anuncias es demasiado exacto, siempre hay alguien que piensa: “Si lo sabía, es porque lo ha provocado ella”.
Rufo se levantó, entró en la casa y salió llevando una tabla tiznada de negro.
- Me dijiste que sería artista, y que me ganaría dinero. Pero cuando vino aquel hombre y le enseñé este dibujo, no quiso saber nada. Sólo le interesaban las correas.
- ¿Correas? – preguntó la gitana.
- Sí, esto – replicó Rufo cogiendo de un manotazo unas riendas colgadas al lado de la puerta.
- Déjame ver – dijo la mujer, y tras examinarlas preguntó – Las marcas, ¿quién las ha hecho?
- Yo – dijo Rufo – Pero eso no es arte.
- Ya – dijo la gitana – Porque tú lo dices. Que yo recuerde, te dije lo de artista, pero no de qué clase. Y si tú te empeñas en querer lo que no tienes, no es culpa mía.
“Pero ¿qué hay de las mujeres? No me puedo creer que a un muchacho guapo como tú no se le haya acercado ninguna.
- Pues – dijo Rufo – una hubo que quería tontear.
- ¿Lo ves?
- Pero no le hice ni caso. Acabó casándose con otro. No era una señorita de ciudad.
- Yo no te dije que lo sería – puntualizó la vieja – Sólo que podía serlo. ¿Y la casa? Veo que aún la tienes.
- Hace poco me la querían comprar, y habrían pagado lo que yo pidiese. Pero tú me dijiste que no la vendiera.
- Claro. Que no la fueses a vender. Pero si en vez de eso te la vienen a comprar, y te dan un buen dinero, ¿por qué no? Por eso te dije que la conservaras, para esperar la buena ocasión.
La gitana se puso en pie, y con voz seria dijo:
- Más te hubiera valido no tirarme tantas piedras cuando eras un crío. ¿O es que no sabes que nosotras sabemos echar maldiciones?
Con paso cansino se dirigió hacia el camino. Pero antes de reanudar la marcha, se volvió hacia Rufo y a modo de despedida le dijo:
- Pero a ti no vale la pena echarte una maldición. Ya tienes una.
“Y la tuya es de nacimiento.
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