martes, septiembre 19, 2006

Serpiente

Hoy quiero empezar dando la bienvenida a la blogsfera a una buena amiga, Maria Àngels Filella (www.mirada-violeta.blogspot.com), gran persona y escritora, y una de las voces críticas en ese tema tan controvertido como es "mujer y religión". Enhorabuena.

Como en uno de sus títulos se pregunta qué habría ocurrido si Eva no hubiese comido la manzana del Paraíso, creo que el cuento de hoy es adecuado, aunque no sea un cuento, o sólo sea una segunda versión de un tema harto conocido. La historia, hoy en día, es un tanto irritante, ya que insiste en cargar la culpa sobre la mujer, algo que tiene una larga tradición. Aristóteles dijo que la mujer es un hombre imperfecto, afirmación que sólo demuestra que Aristóteles era un hombre imperfecto.
Sea como fuere, aquí está el cuento. Leerlo en voz alta constituye un buen ejercicio fonético, creo.

SERPIENTE

Pst, pst. Sí, es a ustedes. Ya saben quién soy, seguro. ¿No se acercan? Supongo que sienten una cierta zozobra por su seguridad; ya sé que el sonido de mi silbido asusta, pero deben desechar esa desazón. Soy tan sosegada como silenciosa, se lo aseguro.
Sabrán que siento simpatía por los sonidos sibilantes, y que me expreso de forma suavemente sofisticada, sólo para poder usar ciertas sílabas que me son más sencillas. Así que, si no perciben suficientemente claro lo que aspiro a expresar, les suplico que me lo señalen.
Les supongo sobradamente sabedores de mis vicisitudes, sobre todo del episodio del Paraíso. Pero sepan que en la difusión del suceso, los simples hechos sucumbieron sin solución ante las consignas sectarias de su especie. Siempre les han sobrado excusas para señalarme como responsable; sólo que no fué así. Si lo desean, y se hallan interesados, en seis o siete minutos les hago una reseña, una sinopsis del sumario.
Supongan la escena: una selva frondosa y ensortijada, de sombra apacible, surcada súbitamente por insectos zumbantes o simples aves solitarias. Dos seres, sin más sujección que la de someterse a los designios del Ser Supremo, y sin más sobresaltos, gozar de las sencillas satisfacciones de su situación. Pero son ustedes sumamente soberbios para soportar eso; suelen perseguir la inseguridad, sólo para sentir su excitación.
En ese bosque había un árbol. Siento decepcionarles, pero el árbol no era un manzano, ni un cerezo, ni siquiera un sasafrás, cuya sombra sume a súbditos y soberanos en la simpleza. No sé su especie, sólo sé que era sumamente extenso. Yo reposaba a su sombra, pero me sobrevino sed, y sucumbiendo a la necesidad, subía por su corteza sinuosa, para acceder a los frutos y succionar su zumo. Entonces apareció la señora, que supongo casada. Mostraba, como siempre, la tersa superficie de su piel, es decir, estaba desnuda, pero como si tal cosa. Musitó algo como “ser asqueroso” al divisarme, y casi susurró:
- Eso está prohibido - o algo así.
- Sólo para vosotros - repuse.
- ¿Ah, sí? ¡Silencio, sabandija!
Con una sacudida, consiguió que se precipitase uno de los frutos, ya en sazón, supo cazarlo en su descenso, y empezó a consumirlo con fruición. Súbitamente, una expresión de sorpresa apareció en su faz, que dejó paso a la vergüenza, y se sumergió en un macizo de salvias para que no la viesen. Sollozaba sosamente.
Segundos más tarde, su esposo, soberanamente confuso ante tal situación, quiso saber qué pasaba, y ella simplificó:
- La serpiente consume los sabrosos frutos del árbol de la ciencia, y yo he secundado su sedición. Socórreme, o seremos separados.
Su esposo, indeciso, paseaba su vista de ella a las ramas. Su situación serena se veía súbitamente sacudida, sentenciada, sobreseída, sepultada. Yo sabía que iba a seguir la sugerencia de su semejante, pero esperaba que fuese capaz de sobreponerse. Entonces supe que el Ser Supremo os concedió la conciencia para que poseyéseis sensatez, pero os puso el sexo para compensarlo.
Sin darse cuenta de la trascendencia de su acción, simplemente sustrajo un fruto de una rama saliente, y lo acercó a sus labios. No pudo acabárselo, y se escondió con más presteza que ella; al menos en el aspecto estético, había sobradas razones.
Eso fué sólo el principio; siguió un proceso sumamente vergonzoso, con acusaciones encendidas y desmentidos furiosos. La sentencia fué severa. Ellos fueron desterrados, y yo sometida a serpear por el suelo, como un gusano, ensuciándome y sufriendo de escoliasis. Es muy duro el oficio de ofidio. Y sólo quisiera saber, si es que puede saberse, por qué, sojuzgada como estoy, por qué el escarnio y el sarcasmo de que sólo pronuncie eses, como si fuese sudamericana.
Supongo que es signo del sentido del humor del Juez. Así que soportarlo debe ser la decisión acertada. ¿Saben qué? Váyanse, señores, y déjenme sola. Estaré bien, graciass.
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