jueves, octubre 05, 2006

El Camello

Continuando con los animales como excusa, hoy le toca el turno al camello, animal de desierto. En el texto hay una referencia a Istar que tal vez convenga aclarar. El nombre, que podría ser también Ishtar, fué originariamente el de la diosa Astarté, y se asignó a una estrella que no es tal estrella, sino un planeta: Venus, nada menos. Y Venus, o Afrodita, es la diosa que heredó los atributos de Astarté. La estrella que no es tal pasó a designar a todas "las cosas brillantes" del cielo: de ahí el griego "aster", y el latino "astrum". Y es curioso como en euskera se fijó una forma muy próxima a la árabe: itziar, estrella.

EL CAMELLO

No, gracias, yo no fumo, pero no me importa que ustedes lo hagan, si quieren. Ya sé que no va a servir de gran cosa, pero yo me llamo dromedario; aunque todo el mundo me llama camello, y desde hace tanto tiempo, que incluso yo he llegado casi a olvidarlo.
No me gusta hablar de mí mismo; a ninguno de los que vivimos en el desierto nos gusta. Es difícil explicarlo, y aún más difícil que lleguen a entenderlo, porque son ustedes forasteros y no conocen el ambiente. La verdad es que el desierto podría enseñarles unas cuantas cosas, pero me temo que el desierto no sea para ustedes más que unos cuantos puñados de arena desparramada.
Y ése es el primer obstáculo para que lo entiendan: lo que ustedes ven. Porque el desierto no está hecho de arena, sino de voluntad. Por eso, nadie que no la tenga puede vivir en él. Aquí, todo tiene una meta, un objetivo. Siempre estás en ruta hacia algún sitio o hacia algo, aunque no te muevas, aunque no camines. Y lo primero que necesitas es esa conciencia, ese recuerdo de tu destino, esa voluntad de llegar, porque poca ayuda vas a recibir desde fuera. No hay postes indicadores, ni luces a lo lejos. Eres tú el que tiene que saber dónde vas, y hacia dónde debes dirigirte. Y por encima de todo, no puedes olvidar por qué tienes que llegar.
Lo demás, lo de fuera, las dunas cambiantes, el cielo incandescente, carece de importancia. No sólo es arena; también hay rocas, pequeñas plantas a kilómetros unas de otras, porque incluso las semillas saben hasta dónde deben llegar. Y a veces, viento, un soplo loco y salvaje que se lo quiere llevar todo por delante, y te apedrea con un muro de arena, y ante el cual no te queda más remedio que resistir, oponerte a su furia, ir sacando la cabeza para no quedar sepultado. Para poder seguir la ruta, cuando todo haya pasado, también debes permanecer. Estás obligado a sobrevivir, si es que quieres llegar.
Durante el día, no sólo es el sol quien intenta achicharrarte. El aire ardiente, hecho de serpientes incansables que suben y bajan, intenta resecarte y consumirte, y debes estar protegido para evitarlo, para mantener tu pequeño oasis interior. A veces, ese mismo aire intenta volverte loco, ofreciéndote aquello que espera arrebatarte: el agua. Y pinta en un rincón cualquiera, un borrón de cielo, para simular la apariencia de una charca. Pero no debes ir hacia allí; aquello es sólo una mentira, y tú tienes una ruta que seguir.
Y cuando el cielo se vuelve negro, y aparece Istar, antes de que todo quede acribillado de estrellas, y se remansa el fuego, puedes creer que estás perdonado, que puedes renunciar, que no es preciso que sigas. Es posible que incluso tirites de frío, pero debes seguir, porque el momento que invita a descansar es el que debes aprovechar para continuar tu marcha, a través de la noche, bajo la luna, si es que hay luna, hasta que sólo Istar quede en el cielo, cuando casi está a punto el sol de volver a aparecer súbitamente.
Las gentes que atraviesan el desierto conmigo tienen unas extrañas costumbres. Yo he visto cómo vosotros, los forasteros, bebéis a veces algo que no es agua, porque parece provocar la sed en vez de calmarla. Bebéis más y más, aunque ya deberíais estar saciados, y al mismo tiempo, vais perdiendo, primero la vergüenza, y más tarde la conciencia, para acabar cayendo en una especie de sueño en el que no descansáis, a juzgar por cómo estáis al levantaros. No es que me sorprenda; todos hacemos cosas raras, a veces, y tenemos la locura tan cerca como nuestra sombra. Y puede que la locura sea eso, nuestra sombra: algo con nuestro contorno, que se parece a nosotros, pero totalmente oscuro.
Y una de las raras costumbres que decía es que las gentes que viven conmigo jamás prueban esas bebidas que tomáis vosotros. Sólo beben agua, o té. Y una vez al día, se colocan todos en la misma dirección, para inclinarse varias veces hacia un punto lejano e invisible. Y esa dirección no tiene por qué ser la de la ruta que seguimos; de hecho, pocas veces lo es. Pero ese punto, esa otra meta, es siempre la misma.
Y cuando hay agua, que no siempre la hay, se lavan. Pero debe ser algo especial, porque lo hacen de una forma lenta y solemne. Lavarse forma parte del cuidado que uno debe tener hacia sí mismo, pero parece que se trate de algo más. Y por último, a veces hablan solos, aunque no haya nadie que pueda oírlos. Tal vez crean que sí lo hay. Y deben creer además que está muy cerca, porque a menudo sólo susurran sus palabras. Da la impresión de que esas palabras tengan un sentido, aunque sólo ellos lo conozcan.
Creo que a todo eso lo llaman religión: conciencia, orientación, cuidado, finalidad. Puede que todo eso no tenga nada que ver con la ruta, aunque tampoco me atrevería a afirmarlo.
Un buen día, llegas a tu destino. Paso a paso, has consumido todas las etapas de tu ruta, y te encuentras en un pueblo, en una ciudad, en un oasis, en la costa. Y por un momento, o por unos días, dispones de agua, y comida, y tiempo que no sabes cómo gastar. Y estás desorientado, porque no tienes dónde dirigirte: has llegado. Y te das cuenta de que no cuenta, que no es nada, peor, que es mentira. Que te has movido hacia un espejismo, sólo que éste no se escapa de tí, sino que puedes alcanzarlo. Pero al llegar, tus sueños no están allí, sino donde siempre han estado: colgados a tu espalda.
Porque lo que cuenta no es el objetivo, no es la comodidad o la satisfacción. Todo eso es ahora para tí casi un engaño, porque has vivido en ese lugar en el que lo poco que hay es de verdad, y aprendes que lo único de lo que te puedes fiar es de tu rumbo, esa línea invisible que atraviesa el calor y la luz de las estrellas, entre las serpientes del aire, bajo la mirada de Istar. Y comprendes que lo que eres se resume en ese impulso, ese tesón por continuar, esa voluntad de caminar, no para llegar, sino para recorrer. Y como es inevitable, vuelves a ponerte en camino, esta vez hacia otra meta, con otra dirección.
Sólo hay eso; bien poca cosa, como ven. Por eso comprendo que no tengan demasiado interés en el tema, y sospecho que ya he hablado demasiado. Tal vez será mejor que me calle. Y les agradezco que vuelvan a ofrecérmelo, pero ya les he dicho que yo no fumo.

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Como siempre excelente, aunque un final un poco brusco, como casi todos los finales

Ianur

10:37 a. m.  

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