El Juicio
Este es mi post número 50, y tal como hice al llegar al número 25, invito a todos los visitantes a expresar libremente sus opiniones acerca del blog. Tal vez Internet no sea el mejor vehículo para textos escritos; si crease videos, seguramente tendría más visitantes. Por desgracia, me inclino más por la letra que por la imagen.
El cuento de hoy es una fantasía que a lo mejor tiene muy poco que ver con la realidad. O tal vez sea sólo una exhortación a complicarse la vida, un defecto que debo confesar como propio. ¿Por qué, si no, me iba yo a meter en esta historia?
EL JUICIO
Lo soñé la otra noche, fué una cosa muy extraña, la verdad. No es que yo piense mucho en la muerte y esas cosas; supongo que como todos, procuro que no me obsesione. Así es que no entiendo a qué venía todo aquello, cómo se me ocurrió soñarlo. Y aparte de lo raro que me pareció, y que me parece, me dejó la impresión de que en el fondo tenía algún sentido. Que había algo que entender, un mensaje que descifrar, como si me hubiese topado con un enorme cartelón escrito en una lengua desconocida.
El caso es que yo me había muerto, y estaba en el cielo, o en no sé dónde, y que tenía que pasar un juicio. O unas pruebas, un interrogatorio, un examen, o algo así. No estaba muy claro. Bueno, para mí no estaba muy claro, porque ellos parecían saber exactamente de qué se trataba. Todo era muy raro. Lo más extraño de todo era que no había nada insólito: ni nubes, ni dos palmos de niebla flotando a ras del suelo, ni gente con alas, ni música de fondo, ni todas esas cosas que se ven en las películas. Al contrario, las paredes desconchadas, el banco de madera, el tipo del fondo con una colilla en los labios que escribía en una vieja máquina que parecía una Underwood, recordaban uno de esos destartalados edificios oficiales que no tienen bastante presupuesto. Recuerdo que pensé que se habían equivocado, y me habían enviado a la sección encargada de alguno de los países de Europa del Este.
Era de noche, o por lo menos, las luces estaban encendidas. Hay que reconocer que la cosa estaba muy tranquila. Ni llegaba desde fuera el ruido del tráfico, ni había nadie por ahí leyendo un diario deportivo, ni sonaban los teléfonos, ni se oía a un niño preguntando: “Papá, ¿cuándo nos vamos?” una y otra vez. No, todo estaba muy tranquilo. De hecho, no había nadie más que el tipo de la colilla y la Underwood (una auténtica pieza de museo, la máquina, quiero decir) y yo. El tipo estuvo escribiendo un buen rato, y por fin, sacó la hoja de la máquina, cric, cric, cric, la repasó de un vistazo y se levantó. Tomó una carpeta, puso la hoja dentro, y me dijo:
- ¿Quiere venir, por favor?
Todo muy frío, no sé, muy profesional. Abrió una puerta y pasamos a una pequeña salita, con una mesa y dos sillas. Me señaló una de ellas para que me sentase y él se situó al otro lado de la mesa. Se oían voces, que parecían venir de la habitación contigua.
- Espero que no nos molesten demasiado - comentó - Aquí al lado están celebrando un juicio, alguien importante. En fin, vamos a lo nuestro. Usted se llama...
Repasamos los datos básicos de filiación: nombre, domicilio, fecha de nacimiento, etcétera. Después adoptó un aire más distendido, se recostó en la silla y me espetó:
- En una puntuación de uno a veinte, ¿cómo valoraría su vida?
Me quedé perplejo, tal vez porque esperaba respuestas en vez de preguntas. De todas formas, y tras reflexionarlo, aventuré:
- ¿Un... seis?
No me escuchó, simplemente porque estaba atento al coro de risas que llegaba de la habitación de al lado. Por su expresión, parecía evidente que hubiera preferido estar en la otra sala, en vez de tener que ocuparse de mí. Así que carraspeé para llamar su atención, y repetí:
- Un seis.
Se echó hacia adelante, apoyando los codos en la mesa, y me dijo, casi en un tono confidencial:
- Es curioso. Tantos años, y aún me sorprende la respuesta. He visto a gentes absolutamente envidiables que no se concedían más de un dos o un tres. He visto a tipos mezquinos y miserables que creían ser modestos al limitarse a un quince o un diecisiete. Pero lo más chocante es que alguien aparentemente tan desorientado como usted acierte con la puntuación exacta: un seis. Ni más ni menos.
Volvió a apoyarse en el respaldo, y preguntó:
- ¿Por qué sólo un seis? ¿O acaso debería preguntarle cómo ha conseguido llegar tan alto?
Decidí pasar por alto la ironía de su voz, y empecé a argumentar:
- Bueno, uno no siempre consigue todo lo que se propone. Supongo que podía haber aspirado a más, pero claro, también hay que ser realista y conocer las propias limitaciones. ¿De qué sirve plantearse imposibles? Y aunque uno se proponga cosas, también cuenta la suerte, y algunas cosas pueden salir mal. Y lo más sensato es resignarse.
El otro callaba, así que seguí:
- ¿Qué se cree, que no he tenido mis sueños? Claro que sí, como todo el mundo. Todos los tenemos. Y los defendemos, aunque no nos entiendan. Aunque a veces, ni nosotros mismos sepamos muy bien qué demonios estamos defendiendo, o por qué. Incluso podemos llegar a creer en nuestra superioridad moral, tal vez porque tomamos la testarudez por firmeza. Pero tarde o temprano, uno se cansa. Se cansa de su propia integridad, de la soledad, de que no te entiendan, de ver que las guapas de van con el que tiene más dinero o más labia, de ser un muermo, de ver que todos tus principios no te dan ni un céntimo más para llegar a final de mes, de darte cuenta de que día a día te vas volviendo más anticuado y más ridículo, de ver que siempre ganan los malos, y no se puede hacer nada para pararles los pies.
Me había dejado llevar y me había pasado, así que me paré. El tipo, sin dejar de juguetear con el bolígrafo, comentó:
- Me temo que así no vamos a ninguna parte.
De la habitación de al lado llegó el sonido de una tanda de aplausos, y tuvimos que esperar a que acabase. Luego, el tipo continuó:
- Me está usted dando las mismas excusas de siempre, las mismas que se ha repetido tantas veces que casi ha acabado por creérselas. Cree que ha caído en una trampa, y en eso tiene razón. Lo malo es que esa trampa la ha construído usted solito. Ha renunciado sin que nadie le obligue, pero intenta no ser culpable por ello. Le parece que los demás son insolidarios, sólo porque no son lo bastante respetuosos con su egoísmo. Intenta parecer más pequeño de lo que es, para que sus culpas lo sean también.
En la habitación de al lado, risitas. El tipo hizo una pausa, casi inconsciente, para escucharlas, y yo, un poco irritado, aproveché para decir:
- Muy bien, ¿de qué se me acusa?
El otro me miró con sorna y dijo:
- No me venga con esos aires de dignidad ofendida. Lo sabe usted muy bien. Pero seamos claros: nadie lo acusa desde fuera. Bastante tienen los demás, con lo suyo. No, es usted mismo el que se da cuenta del problema, del obstáculo. Algunos lo llaman pereza. Yo prefiero llamarlo simplemente miedo.
“Podría haber sido más generoso, si hubiera creído que tenía algo que ofrecer. Podría haber sido más simpático, si no se hubiera considerado tan poco atractivo. Podría haber sido más afectuoso, si hubiera valorado sus propios sentimientos y no hubiera tenido tanto miedo al ridículo. Sólo ve usted la mitad triste de las cosas, pero la ve tan clara, que resulta muy difícil convencerle de que no ve bien.
“Cuando está usted a solas consigo mismo, es decir, el noventa y nueve por ciento del tiempo, se siente acompañado por un desagradable personaje al que soporta porque no le queda más remedio. Y el resultado de todo eso está muy claro: un seis pelado.
Los de la habitación de al lado parecían haberse muerto, porque no se oía absolutamente nada. El tipo siguió:
- No se ha arriesgado jamás. No le ha hecho daño a nadie, pero sólo porque nunca ha estado lo bastante cerca de alguien como para poder darle una bofetada, o un abrazo. Y cuando se siente solo en la cumbre de su montaña particular, acusa a los demás, quejándose de que hayan ido a vivir tan lejos.
“Si no fuese tan melodramático, se habría dado cuenta de que no es preciso que un amigo te salve la vida para demostrar que lo es; basta con que te haga compañía. La vida está hecha de pequeñas cosas, como el desierto está hecho de pequeños granos de arena, y eso no quiere decir que la vida, o el desierto, sean pequeñas cosas. Céntimo a céntimo, también se llega a amasar una fortuna.
El tipo se calló, como si no tuviera nada más que decir. Habría habido un pesado silencio, si de la habitación contigua no hubiese llegado el sonido de algunos murmullos. Me creí obligado a hablar:
- Muy bien, no he conseguido gran cosa. De acuerdo, sólo tengo un seis, o valgo un seis, lo que sea. Digamos que soy una oportunidad perdida, y que habría podido conseguir más, hacer más, ser más. ¿Qué más da? Ahora ya no tiene remedio. Yo me lo he perdido.
El tipo dió un respingo.
- ¿Pero qué dice? ¿De verdad se cree usted que eso es todo? ¿Se cree que sólo es usted el que ha perdido? - meneó la cabeza - Sigue igual, viendo sólo la mitad de las cosas. Se olvida de los demás. Lo que usted se ha perdido, se lo han perdido también ellos. Y todos esos que usted considera extraños e indiferentes, han tenido la delicadeza de no reprochárselo.
“No tiene usted idea. Nadie sabe hasta dónde llegan las consecuencias de lo que uno hace, y de lo que uno deja de hacer. Que usted sólo tenga un seis, es algo que hace bajar el promedio. Cada paso que usted ha dejado de dar, es un paso atrás para todos. Es sencillamente imposible medir las penas que habría podido consolar, las risas que habría regalado, los afectos que habrían surgido, el ejemplo que habría dado, los enfados que habría podido calmar, de no ser tan cobarde.
“Cree usted que no sirve de nada aspirar a imposibles, y eso es mentira. Si fuesen más los que tuviesen esa aspiración, si fuesen muchos, muchísimos, podrían dejar de ser imposibles. Pero cada vez que alguien se dice que no vale la pena, está restando en vez de sumar. Cada vez que alguien cree que no se puede detener a los malvados, hay un malvado más que se escapa.
“Hace algún tiempo, en su ciudad, surgió una iniciativa de protesta contra una de esas guerras que son lo bastante lejanas como para permitirnos creer que seguimos en paz. Al cabo de cierto tiempo, decidieron abandonar la protesta, porque, según dijeron, no servía para nada, ni se obtenía ningún resultado.
- Me acuerdo - dije.
- Usted no los apoyó, no hizo nada, aunque estaba de acuerdo con ellos. Tal vez si hubiera actuado, eso los habría decidido a seguir.
- No habría servido de nada conmigo, como no sirvió de nada sin mí. Ese tipo de cosas no son más que una gota de agua en el mar.
- Precisamente, si no fuera por las gotas de agua, no habría mar. Y no diga que no sirvió de nada; esa gente tenían hijos, y esos hijos vieron lo que pasaba, y que sus padres no se quedaban cruzados de brazos. Y esos hijos crecerán, están creciendo, con ese recuerdo en el corazón. Y dentro de quince, o de veinte años, cuando estalle una nueva guerra, sabrán qué han de hacer, cómo han de reaccionar. Y tal vez entonces tengan más fuerza, y puedan conseguir algo. Pero si usted dice, y piensa, que no sirvió de nada, les está arrebatando parte de esa fuerza futura.
De la sala de al lado llegó un nuevo aplauso, breve. El tipo, como cambiando de tema, dijo:
- Lo más triste de todo es cómo ha podado usted el mundo que le rodea. Sus limitaciones, las barreras que no se ha atrevido a franquear, lo han encerrado en un rinconcito tranquilo, casi aburrido. Se le ha escapado el tamaño, la riqueza del mundo, porque no se ha atrevido a verlo. Y hay miles, millones de cosas que saber, que conocer, que descubrir.
“¿Sabía usted que las arañas cantan? No todas, claro. Pero algunas especies provocan una especie de chirrido frotando su abdomen con una de las patas, un poco como hace el grillo. Pero aún hay más. Determinadas especies de América Central, que los indígenas llaman “arpistas”, tocan música con sus telas. El macho, siempre es el macho, situado cerca del centro de la tela, pulsa uno de los radios, haciéndolo vibrar. Las cuerdas de la misma longitud se ponen a vibrar por simpatía, reforzando el sonido. Usando distintos radios, y a veces los travesaños, en un frenético ir y venir por la red, el macho va dando pulsaciones aquí y allá; las cuerdas oscilan, y las gotas de rocío que las cubren saltan despedidas en todas direcciones. Y así se va desgranando la melodía. En la época de celo, cuando todos los machos se ponen a tocar, a través de la selva silenciosa se extiende una delicada canción, inaudible para nosotros, como si se tejiese una invisible telaraña de llamadas y complicidades. Tan sólo las arañas hembra, con su fina sensibilidad, pueden oir, o mejor, percibir la vibración, por medio de unos órganos situados en su costado.
El tipo calló, como si se lo hubiese llevado su ensoñación. Medité unos momentos, intentando evocar la insólita imagen, y al final, tuve que preguntar:
- Dígame, ¿es verdad lo que me ha contado? ¿Es cierto que las arañas cantan?
El tipo me miró con una expresión desagradable y admitió:
- La verdad es que no. De hecho, no cantan. Ninguna.
Y luego, casi desafiante, añadió:
- Pero, ¿qué más da? Si usted fuese capaz de desearlo, tal vez ocurriese. Debería concederse más espacio para sus sueños. Debería recordar que uno no debe ser tan insensato como para soñar sólo con imposibles, pero tampoco tan mezquino como para no soñar con ninguno.
A través de la puerta se oyó el repiqueteo de la Underwood. Comprendí que estábamos a punto de acabar, porque ya se preparaba la siguiente entrevista.
- Deberíamos dejarle un poco más de tiempo - dijo el tipo, pensativo, como hablando para sí mismo - Creo que tiene posibilidades de mejorar. Y tal como le había dicho, que usted no progrese nos perjudica a todos. Así que decidido. Tiene usted una segunda oportunidad. No la desaproveche.
El juicio de al lado había acabado también, porque se oía ruido de sillas, murmullos, gente saliendo. Ví cómo el tipo ponía cara de resignación ante aquel sonido, y sentí que no aguantaba más. Pregunté:
- Dígame, ¿quién es, el del juicio de al lado? ¿Quién es, alguien capaz de provocar murmullos, risas y aplausos? ¿Quién es capaz de levantar tanta expectación que incluso usted habría preferido estar aquí al lado en vez de tener que ocuparse de mí? - y al decir esto, el otro asintió de forma casi inconsciente - ¿Quién es?
Su respuesta es lo último que recuerdo con claridad. Me miró con aire irónico y dijo:
- Bueno, una cosa está clara: no es usted.
Y con una expresión casi compasiva, concluyó:
- Por lo menos, aún no.
El cuento de hoy es una fantasía que a lo mejor tiene muy poco que ver con la realidad. O tal vez sea sólo una exhortación a complicarse la vida, un defecto que debo confesar como propio. ¿Por qué, si no, me iba yo a meter en esta historia?
EL JUICIO
Lo soñé la otra noche, fué una cosa muy extraña, la verdad. No es que yo piense mucho en la muerte y esas cosas; supongo que como todos, procuro que no me obsesione. Así es que no entiendo a qué venía todo aquello, cómo se me ocurrió soñarlo. Y aparte de lo raro que me pareció, y que me parece, me dejó la impresión de que en el fondo tenía algún sentido. Que había algo que entender, un mensaje que descifrar, como si me hubiese topado con un enorme cartelón escrito en una lengua desconocida.
El caso es que yo me había muerto, y estaba en el cielo, o en no sé dónde, y que tenía que pasar un juicio. O unas pruebas, un interrogatorio, un examen, o algo así. No estaba muy claro. Bueno, para mí no estaba muy claro, porque ellos parecían saber exactamente de qué se trataba. Todo era muy raro. Lo más extraño de todo era que no había nada insólito: ni nubes, ni dos palmos de niebla flotando a ras del suelo, ni gente con alas, ni música de fondo, ni todas esas cosas que se ven en las películas. Al contrario, las paredes desconchadas, el banco de madera, el tipo del fondo con una colilla en los labios que escribía en una vieja máquina que parecía una Underwood, recordaban uno de esos destartalados edificios oficiales que no tienen bastante presupuesto. Recuerdo que pensé que se habían equivocado, y me habían enviado a la sección encargada de alguno de los países de Europa del Este.
Era de noche, o por lo menos, las luces estaban encendidas. Hay que reconocer que la cosa estaba muy tranquila. Ni llegaba desde fuera el ruido del tráfico, ni había nadie por ahí leyendo un diario deportivo, ni sonaban los teléfonos, ni se oía a un niño preguntando: “Papá, ¿cuándo nos vamos?” una y otra vez. No, todo estaba muy tranquilo. De hecho, no había nadie más que el tipo de la colilla y la Underwood (una auténtica pieza de museo, la máquina, quiero decir) y yo. El tipo estuvo escribiendo un buen rato, y por fin, sacó la hoja de la máquina, cric, cric, cric, la repasó de un vistazo y se levantó. Tomó una carpeta, puso la hoja dentro, y me dijo:
- ¿Quiere venir, por favor?
Todo muy frío, no sé, muy profesional. Abrió una puerta y pasamos a una pequeña salita, con una mesa y dos sillas. Me señaló una de ellas para que me sentase y él se situó al otro lado de la mesa. Se oían voces, que parecían venir de la habitación contigua.
- Espero que no nos molesten demasiado - comentó - Aquí al lado están celebrando un juicio, alguien importante. En fin, vamos a lo nuestro. Usted se llama...
Repasamos los datos básicos de filiación: nombre, domicilio, fecha de nacimiento, etcétera. Después adoptó un aire más distendido, se recostó en la silla y me espetó:
- En una puntuación de uno a veinte, ¿cómo valoraría su vida?
Me quedé perplejo, tal vez porque esperaba respuestas en vez de preguntas. De todas formas, y tras reflexionarlo, aventuré:
- ¿Un... seis?
No me escuchó, simplemente porque estaba atento al coro de risas que llegaba de la habitación de al lado. Por su expresión, parecía evidente que hubiera preferido estar en la otra sala, en vez de tener que ocuparse de mí. Así que carraspeé para llamar su atención, y repetí:
- Un seis.
Se echó hacia adelante, apoyando los codos en la mesa, y me dijo, casi en un tono confidencial:
- Es curioso. Tantos años, y aún me sorprende la respuesta. He visto a gentes absolutamente envidiables que no se concedían más de un dos o un tres. He visto a tipos mezquinos y miserables que creían ser modestos al limitarse a un quince o un diecisiete. Pero lo más chocante es que alguien aparentemente tan desorientado como usted acierte con la puntuación exacta: un seis. Ni más ni menos.
Volvió a apoyarse en el respaldo, y preguntó:
- ¿Por qué sólo un seis? ¿O acaso debería preguntarle cómo ha conseguido llegar tan alto?
Decidí pasar por alto la ironía de su voz, y empecé a argumentar:
- Bueno, uno no siempre consigue todo lo que se propone. Supongo que podía haber aspirado a más, pero claro, también hay que ser realista y conocer las propias limitaciones. ¿De qué sirve plantearse imposibles? Y aunque uno se proponga cosas, también cuenta la suerte, y algunas cosas pueden salir mal. Y lo más sensato es resignarse.
El otro callaba, así que seguí:
- ¿Qué se cree, que no he tenido mis sueños? Claro que sí, como todo el mundo. Todos los tenemos. Y los defendemos, aunque no nos entiendan. Aunque a veces, ni nosotros mismos sepamos muy bien qué demonios estamos defendiendo, o por qué. Incluso podemos llegar a creer en nuestra superioridad moral, tal vez porque tomamos la testarudez por firmeza. Pero tarde o temprano, uno se cansa. Se cansa de su propia integridad, de la soledad, de que no te entiendan, de ver que las guapas de van con el que tiene más dinero o más labia, de ser un muermo, de ver que todos tus principios no te dan ni un céntimo más para llegar a final de mes, de darte cuenta de que día a día te vas volviendo más anticuado y más ridículo, de ver que siempre ganan los malos, y no se puede hacer nada para pararles los pies.
Me había dejado llevar y me había pasado, así que me paré. El tipo, sin dejar de juguetear con el bolígrafo, comentó:
- Me temo que así no vamos a ninguna parte.
De la habitación de al lado llegó el sonido de una tanda de aplausos, y tuvimos que esperar a que acabase. Luego, el tipo continuó:
- Me está usted dando las mismas excusas de siempre, las mismas que se ha repetido tantas veces que casi ha acabado por creérselas. Cree que ha caído en una trampa, y en eso tiene razón. Lo malo es que esa trampa la ha construído usted solito. Ha renunciado sin que nadie le obligue, pero intenta no ser culpable por ello. Le parece que los demás son insolidarios, sólo porque no son lo bastante respetuosos con su egoísmo. Intenta parecer más pequeño de lo que es, para que sus culpas lo sean también.
En la habitación de al lado, risitas. El tipo hizo una pausa, casi inconsciente, para escucharlas, y yo, un poco irritado, aproveché para decir:
- Muy bien, ¿de qué se me acusa?
El otro me miró con sorna y dijo:
- No me venga con esos aires de dignidad ofendida. Lo sabe usted muy bien. Pero seamos claros: nadie lo acusa desde fuera. Bastante tienen los demás, con lo suyo. No, es usted mismo el que se da cuenta del problema, del obstáculo. Algunos lo llaman pereza. Yo prefiero llamarlo simplemente miedo.
“Podría haber sido más generoso, si hubiera creído que tenía algo que ofrecer. Podría haber sido más simpático, si no se hubiera considerado tan poco atractivo. Podría haber sido más afectuoso, si hubiera valorado sus propios sentimientos y no hubiera tenido tanto miedo al ridículo. Sólo ve usted la mitad triste de las cosas, pero la ve tan clara, que resulta muy difícil convencerle de que no ve bien.
“Cuando está usted a solas consigo mismo, es decir, el noventa y nueve por ciento del tiempo, se siente acompañado por un desagradable personaje al que soporta porque no le queda más remedio. Y el resultado de todo eso está muy claro: un seis pelado.
Los de la habitación de al lado parecían haberse muerto, porque no se oía absolutamente nada. El tipo siguió:
- No se ha arriesgado jamás. No le ha hecho daño a nadie, pero sólo porque nunca ha estado lo bastante cerca de alguien como para poder darle una bofetada, o un abrazo. Y cuando se siente solo en la cumbre de su montaña particular, acusa a los demás, quejándose de que hayan ido a vivir tan lejos.
“Si no fuese tan melodramático, se habría dado cuenta de que no es preciso que un amigo te salve la vida para demostrar que lo es; basta con que te haga compañía. La vida está hecha de pequeñas cosas, como el desierto está hecho de pequeños granos de arena, y eso no quiere decir que la vida, o el desierto, sean pequeñas cosas. Céntimo a céntimo, también se llega a amasar una fortuna.
El tipo se calló, como si no tuviera nada más que decir. Habría habido un pesado silencio, si de la habitación contigua no hubiese llegado el sonido de algunos murmullos. Me creí obligado a hablar:
- Muy bien, no he conseguido gran cosa. De acuerdo, sólo tengo un seis, o valgo un seis, lo que sea. Digamos que soy una oportunidad perdida, y que habría podido conseguir más, hacer más, ser más. ¿Qué más da? Ahora ya no tiene remedio. Yo me lo he perdido.
El tipo dió un respingo.
- ¿Pero qué dice? ¿De verdad se cree usted que eso es todo? ¿Se cree que sólo es usted el que ha perdido? - meneó la cabeza - Sigue igual, viendo sólo la mitad de las cosas. Se olvida de los demás. Lo que usted se ha perdido, se lo han perdido también ellos. Y todos esos que usted considera extraños e indiferentes, han tenido la delicadeza de no reprochárselo.
“No tiene usted idea. Nadie sabe hasta dónde llegan las consecuencias de lo que uno hace, y de lo que uno deja de hacer. Que usted sólo tenga un seis, es algo que hace bajar el promedio. Cada paso que usted ha dejado de dar, es un paso atrás para todos. Es sencillamente imposible medir las penas que habría podido consolar, las risas que habría regalado, los afectos que habrían surgido, el ejemplo que habría dado, los enfados que habría podido calmar, de no ser tan cobarde.
“Cree usted que no sirve de nada aspirar a imposibles, y eso es mentira. Si fuesen más los que tuviesen esa aspiración, si fuesen muchos, muchísimos, podrían dejar de ser imposibles. Pero cada vez que alguien se dice que no vale la pena, está restando en vez de sumar. Cada vez que alguien cree que no se puede detener a los malvados, hay un malvado más que se escapa.
“Hace algún tiempo, en su ciudad, surgió una iniciativa de protesta contra una de esas guerras que son lo bastante lejanas como para permitirnos creer que seguimos en paz. Al cabo de cierto tiempo, decidieron abandonar la protesta, porque, según dijeron, no servía para nada, ni se obtenía ningún resultado.
- Me acuerdo - dije.
- Usted no los apoyó, no hizo nada, aunque estaba de acuerdo con ellos. Tal vez si hubiera actuado, eso los habría decidido a seguir.
- No habría servido de nada conmigo, como no sirvió de nada sin mí. Ese tipo de cosas no son más que una gota de agua en el mar.
- Precisamente, si no fuera por las gotas de agua, no habría mar. Y no diga que no sirvió de nada; esa gente tenían hijos, y esos hijos vieron lo que pasaba, y que sus padres no se quedaban cruzados de brazos. Y esos hijos crecerán, están creciendo, con ese recuerdo en el corazón. Y dentro de quince, o de veinte años, cuando estalle una nueva guerra, sabrán qué han de hacer, cómo han de reaccionar. Y tal vez entonces tengan más fuerza, y puedan conseguir algo. Pero si usted dice, y piensa, que no sirvió de nada, les está arrebatando parte de esa fuerza futura.
De la sala de al lado llegó un nuevo aplauso, breve. El tipo, como cambiando de tema, dijo:
- Lo más triste de todo es cómo ha podado usted el mundo que le rodea. Sus limitaciones, las barreras que no se ha atrevido a franquear, lo han encerrado en un rinconcito tranquilo, casi aburrido. Se le ha escapado el tamaño, la riqueza del mundo, porque no se ha atrevido a verlo. Y hay miles, millones de cosas que saber, que conocer, que descubrir.
“¿Sabía usted que las arañas cantan? No todas, claro. Pero algunas especies provocan una especie de chirrido frotando su abdomen con una de las patas, un poco como hace el grillo. Pero aún hay más. Determinadas especies de América Central, que los indígenas llaman “arpistas”, tocan música con sus telas. El macho, siempre es el macho, situado cerca del centro de la tela, pulsa uno de los radios, haciéndolo vibrar. Las cuerdas de la misma longitud se ponen a vibrar por simpatía, reforzando el sonido. Usando distintos radios, y a veces los travesaños, en un frenético ir y venir por la red, el macho va dando pulsaciones aquí y allá; las cuerdas oscilan, y las gotas de rocío que las cubren saltan despedidas en todas direcciones. Y así se va desgranando la melodía. En la época de celo, cuando todos los machos se ponen a tocar, a través de la selva silenciosa se extiende una delicada canción, inaudible para nosotros, como si se tejiese una invisible telaraña de llamadas y complicidades. Tan sólo las arañas hembra, con su fina sensibilidad, pueden oir, o mejor, percibir la vibración, por medio de unos órganos situados en su costado.
El tipo calló, como si se lo hubiese llevado su ensoñación. Medité unos momentos, intentando evocar la insólita imagen, y al final, tuve que preguntar:
- Dígame, ¿es verdad lo que me ha contado? ¿Es cierto que las arañas cantan?
El tipo me miró con una expresión desagradable y admitió:
- La verdad es que no. De hecho, no cantan. Ninguna.
Y luego, casi desafiante, añadió:
- Pero, ¿qué más da? Si usted fuese capaz de desearlo, tal vez ocurriese. Debería concederse más espacio para sus sueños. Debería recordar que uno no debe ser tan insensato como para soñar sólo con imposibles, pero tampoco tan mezquino como para no soñar con ninguno.
A través de la puerta se oyó el repiqueteo de la Underwood. Comprendí que estábamos a punto de acabar, porque ya se preparaba la siguiente entrevista.
- Deberíamos dejarle un poco más de tiempo - dijo el tipo, pensativo, como hablando para sí mismo - Creo que tiene posibilidades de mejorar. Y tal como le había dicho, que usted no progrese nos perjudica a todos. Así que decidido. Tiene usted una segunda oportunidad. No la desaproveche.
El juicio de al lado había acabado también, porque se oía ruido de sillas, murmullos, gente saliendo. Ví cómo el tipo ponía cara de resignación ante aquel sonido, y sentí que no aguantaba más. Pregunté:
- Dígame, ¿quién es, el del juicio de al lado? ¿Quién es, alguien capaz de provocar murmullos, risas y aplausos? ¿Quién es capaz de levantar tanta expectación que incluso usted habría preferido estar aquí al lado en vez de tener que ocuparse de mí? - y al decir esto, el otro asintió de forma casi inconsciente - ¿Quién es?
Su respuesta es lo último que recuerdo con claridad. Me miró con aire irónico y dijo:
- Bueno, una cosa está clara: no es usted.
Y con una expresión casi compasiva, concluyó:
- Por lo menos, aún no.
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