lunes, octubre 09, 2006

El Sueño

Uno no puede renunciar a su formación. Y como soy licenciado en Ciencias Físicas, tarde o temprano tenía que escribir un cuento como el de hoy, que es básicamente una evocación de Albert Einstein. Y el tema del cuento no podía ser otro que la teoría de la relatividad... aplicada a los sueños.
Tal vez a alguno le extrañe que teniendo una formación de ciencias me haya acercado a la literatura. Pero existen ilustres precedentes. Por ejemplo, Omar Jayam, conocido poeta persa del siglo XVI. En Occidente es conocido principalmente como poeta, y por el tema y tono de sus poemas (los "rubai") me aventuro a creer que era sufí, aunque no lo he confirmado. Pues bien, antes que poeta era médico, y según descubrí recientemente, matemático, y no precisamente un matemático trivial. Otro ejemplo sería Isaac Asimov, del que no necesito dar más datos que su nombre.Y por último, en otra de las artes, un químico profesional, que trabajaba para el Ejército Imperial ruso. Fué él quien descubrió la forma de obtener un halógeno a partir de sus sales. Es decir, si hoy en día disponemos de cloro para las piscinas y para potabilizar el agua, es gracias a él. Es mucho más conocido por su afición de tiempo libre: la música. Se llamaba Aleksándr Borodin.

EL SUEÑO

Un buen día, al dormirse, Albert Einstein se encontró en una oficina, lo que le contrarió bastante. Por una parte, porque él, de forma consciente o no, esperaba una pista sobre cómo atacar el problema del campo unificado. Por otro lado, porque aquello se parecía tanto a la oficina de patentes de Zurich, en la que había trabajado mucho tiempo, que enseguida percibió que aquella burda ficción no podía ser más que un sueño. E incluso en sueños, uno necesita creer en algo. La consecuencia fué que adoptó una predisposición escéptica e irónica. Miró a su alrededor, sólo para cerciorarse de que no habían olvidado incluir la enorme y anticuada estufa, y se dirigió al joven que había tras el mostrador, diciendo:
- Perdone, joven. Soy Albert Einstein. Supongo que tendrán algo para mí.
Einstein conservó hasta el fin de sus días un suave acento alemán, nada seco y cortante como, por ejemplo, el de Hannover, sino más parecido al del sur, concretamente al austríaco del Salzkammergut: una especie de alemán a la mejicana. A pesar de su tono apacible, sus palabras asustaron al joven, un muchacho pálido y delgado, con acné. Parecía reunir todos los rasgos que los prejuicios señalaban como indicadores de la inclinación a la complacencia solitaria. Y sólo por esa razón, a Einstein le cayó simpático.
- ¿Albert? Yo creía que era usted judío - dijo el joven - ¿Cómo es que no se llama usted Isaac, o Abraham, o Mordecai?
O sea, pensó Einstein, que tenía que habérselas con un... no hallaba el término, algo que mezclase ingenuidad y estupidez, y cierto tonillo pedante además, un badulaque, eso era, un badulaque. De acuerdo, era un término anticuado, pero Einstein presumía a veces de ser del siglo XIX.
- Me parece que con el apellido basta - dijo - Claro, usted tiene sus ideas preconcebidas, y cree que es sensato ateniéndose a ellas, incluso listo. Hasta puede que se crea inteligente. Pero si no se le ha ocurrido pensar que las cosas pueden ser de otra manera, entonces no es tan listo. Al fin y al cabo, la imaginación es más importante que la inteligencia.
- Supongo - replicó el muchacho - que tratándose de inteligencia, sabrá usted de lo que está hablando, claro. Aunque debo confesarle que no me esperaba una respuesta de ese tipo. Es usted físico, es decir, un materialista.
- Pero joven - dijo Einstein - está usted muy equivocado. Los físicos somos todos unos idealistas. Nos pasamos la vida convirtiendo la realidad en leyes, principios, ecuaciones. Yo vivo en los Estados Unidos, un país en el que me admiran, pero en el que son incapaces de entenderme. ¿Sabe? Para nosotros, los físicos, las magnitudes fundamentales son longitud, masa y tiempo. Eso quiere decir que preguntamos ¿cuánto mide?, ¿cuánto pesa?, ¿cuánto dura? Pero nunca se nos ocurre preguntar ¿cuánto cuesta?
- O ¿para qué sirve?, supongo - apuntó el joven.
Einstein sonrió, por toda respuesta. Era posible que aquel joven no fuese tan badulaque como aparentaba.
- En el fondo - dijo Einstein - es como un juego. El Gran Viejo ha inventado las normas, Él es quien sabe quién es el asesino. Y nosotros tenemos que descubrirlo a partir de las pistas.
- ¿Nada más que eso? ¿Un juego? - preguntó el muchacho.
- ¿Por qué "nada más"? - repuso Einstein - ¿Por qué no "nada menos"? Pregunte a cualquier chiquillo, él le dirá, y usted tiene edad para recordarlo, que un juego puede ser importante. La misma vida es un juego, y lo más importante de un juego es que es divertido, y además, se puede perder, lo mismo que se puede ganar.
"Y realmente, a las personas sólo se las valora por su forma de jugar. Por nada más. Los hay que juegan limpio. Y hay otros que juegan sucio, que hacen trampas para ganar. Y con esos, es mejor no jugártela.
- Y el Gran Viejo, como usted lo llama - dijo el joven - ¿qué tal juega?
Einstein, tras una pausa, replicó:
- Bien. ¿Sabe una cosa? No le costaría nada inventarse un enigma que nos tuviese ocupados unos cuantos milenios. Pero no lo hace. Se inventa cosas a nuestra medida, o un poquito por encima. No sólo juega limpio; es que además es un jugador leal. Jamás nos da pistas falsas. Dios puede ser sutil, pero no malicioso. No creo que necesite demostrar que es mucho más inteligente, ni que tiene mucha más imaginación que nosotros. Por siglos que yo viviese, jamás se me podría ocurrir una sorpresa como la mujer, por poner un ejemplo. Y lo mejor de todo es que, aunque nos lo ponga difícil, nos deja demostrar lo imaginativos e inteligentes que somos. Por eso me cuesta tanto creer que le pueda gustar un juego tan estúpido como los dados, en el que todo depende del azar.
El joven lo escuchaba con atención, en actitud respetuosa, y de vez en cuando asentía. Sin embargo, Einstein empezaba a impacientarse, y dijo:
- Verá usted, no es que me queje, la charla es muy agradable, pero me imagino que yo habré venido aquí para algo. Quiero decir que será mejor que dejemos las cosas claras. Yo sé que esto es un sueño, y no demasiado original, por cierto. Puestos a crear una oficina, no tenía por qué parecerse tanto a la mía, pero eso son detalles que podemos pasar por alto.
"Mi amigo Sigmund Freud le diría que todos los sueños tienen una finalidad, pero no acierto a comprender cuál pueda se la de éste. Este sueño no me está diciendo nada, y puede decirse que hasta ahora sólo he hablado yo.
- Bueno - el joven parecía algo avergonzado - me temo que he sido un poco descortés. Debería haberlo avisado antes. Éste no es su sueño. No, no lo estoy echando, al contrario. Lo que quiero decir es que lo estoy soñando yo, y es usted un invitado. Por una vez, no es usted el observador, no sé si me comprende.
- Ya - dijo Einstein - esta vez soy el sistema inercial, el observado. Y desde luego que le comprendo. ¿Se cree que no he oído hablar nunca de observadores y sistemas en movimiento? Claro que tal como estoy, calificarme de sistema en movimiento es como mínimo una exageración, y le aseguro que estoy muy lejos de alcanzar la velocidad de la luz. Pero quiero decirle que esto sí que es una sorpresa. No me imaginaba que la teoría de la relatividad fuese aplicable a los sueños. Lástima que no pueda contárselo a Freud. Aunque él, allá donde esté, ya debe saberlo, claro.
- ¿Y por qué no iba a poder aplicarse a los sueños? - preguntó el joven - A fin de cuentas, es muy posible que la realidad sea sólo una, y que lo que consideramos diferentes campos de la ciencia no sean más que distintos aspectos de esa realidad. Al igual que las distintas fuerzas podrían ser diversas manifestaciones de una misma cosa.
- El campo unificado - saltó Einstein, con un súbito interés - ¿Qué sabe usted? ¿Qué puede decirme de eso?
- Nada - respondió el joven - yo no sé nada, y nada puedo decirle. Eso, seguramente, forma parte del sueño de Otro. Y puede que no consiga usted soñar esa parte, pero tal vez otro lo logre, alguien que venga después de usted. Los físicos cuánticos, por ejemplo.
- ¡Por favor! - exclamó Einstein, un tanto despectivamente - No me hable de ellos. Aparte de creerse que las leyes físicas pueden parecerse a jugar a la ruleta, se han metido en un callejón sin salida. Estudian las partículas elementales, y ¿qué sacan en claro? Casi nada. Es como un idioma en el que fueran apareciendo nuevas letras cada día; una tarea inacabable. Tal vez algún día lleguen a descubrir que lo que habían creído letras son en realidad palabras, es decir, compuestas de otro alfabeto más sencillo. Y si les llega a pasar eso una vez, nada les garantiza que no les pueda ocurrir muchas más veces.
- Lamento no haber podido darle respuestas - dijo el joven.
- No lo lamente - respondió Einstein - Al menos para mí, eso es lo normal, no tener respuestas. Por eso me dedico a buscarlas. Me preocuparía mucho más haberme quedado sin preguntas, porque eso querría decir que me estoy haciendo viejo.
Al ver la expresión sorprendida del joven, Einstein añadió:
- Puede que crea que ya soy viejo, pero en eso se equivoca. De acuerdo, estoy arrugado y canoso. Y no soy ningún Adonis; nunca lo he sido. Pero no soy viejo. Uno empieza a ser viejo en el momento en que cree que ya no vale la pena aprender nada nuevo. Cuando pierde la ilusión. Cuando cree que ya ha hecho bastante. En pocas palabras: cuando renuncia a ser joven. Y yo aún no he renunciado.
El joven volvía a asentir, con admiración. Parecía que le urgiese manifestar algo, y por fin dijo:
- Veo que no me había equivocado. Es usted un sabio.
- Si fuese usted judío, como yo - repuso Einstein, con paciencia - habría aprendido a no tomar a la ligera palabras como "sabio" o "justo". Lo que esas palabras encierran es mucho más que su masa por el cuadrado de la velocidad de la luz. Yo no soy sabio. Lo único que ocurre es que me hago una idea aproximada de la enormidad de cosas que no sé. Pero eso no me hace sabio; apenas un poco menos ingenuo.
"Así que ya lo ve. Yo no voy a poder revelarle el sentido de la vida, porque seguramente es cada uno quien debe hallarlo. Y el mío ha sido intentar resolver algunos problemas curiosos con los que me he encontrado; contribuir a probar que los humanos, en contra de lo que parece a veces, somos capaces de aprender un poquito. Y me temo que estoy hablando demasiado, y que si sigo así, se va a cansar usted de soñarme, y nos tendremos que despertar los dos. Puede que ya se haya cansado usted, y que éste sea el momento de marcharme. No me gsutaría molestar.
Einstein, amablemente, esperó una respuesta del joven, que parecía indeciso. Finalmente, le oyó decir:
- Tal vez podamos vernos otro día.
- Tal vez - dijo Einstein - pero no aquí. Zurich es una ciudad muy bonita, con un lago, y gaviotas. Tal vez sería mejor que nos encontrásemos allí.
- Lo tendré en cuenta.
- Gracias - dijo Einstein.
Y se despertó en su cama. Vaya un sueño absurdo, pensó. Lástima que no pudiera escribirle a Freud para contárselo. Aunque no valía la pena preocuparse. No volvería a soñar con aquel joven, tal vez. Sólo tal vez.
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