viernes, octubre 06, 2006

Incidente en Eden Park

El cuento de hoy puede considerarse como una crónica rosa del pecado original, y también como un homenaje al genial Mark Twain (Fragmentos del diario de Adán y diario de Eva). No es suficientemente conocido que Mark Twain fué un escritor muy comprometido con determinadas causas: el pacifismo y la abolición de la pena de muerte, por ejemplo. En ocasión de la guerra de Cuba, que él veía como un simple acto de piratería, escribió una carta abierta al presidente de Estados Unidos, en la que proponía cambiar la bandera, sustituyendo las barras rojas por otras negras, y las estrellas por pequeñas calaveras. No cuesta mucho imaginarse cuál habría sido su postura ante la guerra de Irak.

Aunque detesto repetirme, alguna vez he vuelto a tratar un tema, como en el cuento de hoy. Antes lo he calificado de crónica rosa, lo que tal vez no es del todo exacto. Últimamente, lo que se llamó "programas del corazón", especialmente en televisión, se parece más a programas de hígado e intestinos. Pensaba más bien en lo que había sido la crónica de sociedad, puestas de largo y todas esas historias.

INCIDENTE EN EDEN PARK

Lady Eva se paseaba por el jardín. La verdad es que eso es decir muy poco, aunque sea decirlo todo. Efectivamente, había un jardín, demasiado vivo y exhuberante para ser elegante. Lady Eva estaba en él, demasiado bella para ser cierta. Y se paseaba, eso es evidente. Al menos, caminaba lánguida y pausadamente, acariciando al pasar las hojas de los filodendros y las difenbaquias, con la mirada distraída. Es decir: aunque resulte casi insultante resumir la elegante figura, el espléndido escenario y el delicado transcurrir en tan pocas e insulsas palabras, no queda más remedio que decirlo; lady Eva se paseaba por el jardín.
Lor Adam, finalmente, la vió. Podía haberla visto antes; podía no haberla visto en absoluto, aunque este último extremo es sumamente improbable. A fin de cuentas, el secreto propósito del paseo de lady Eva era ser vista por lord Adam. Aunque, como cualquier dama bien educada, habría rechazado ofendida, e incluso horrorizada, una insinuación de tal bajeza. Y si había pasado hasta tres veces por el mismo paraje, mientras lord Adam contemplaba absorto la estructura arborescente de un curioso helecho, ello obedecía, sin duda, a razones demasiado íntimas y elevadas para exponerlas aquí.
Lord Adam, al verla, comprendió de inmediato que la estructura de lady Eva era muchísimo más interesante que la del helecho. Ni punto de comparación, vamos. Sin embargo, esa certeza le produjo una cierta perplejidad. Era la primera vez que sentía un interés tan desusado por algo que no fuese la comida o la caza. Aunque, realmente, no era tan insólito. Porque lady Eva, tal como él la veía, parecía verdaderamente algo que valía la pena cazar. Sin matarla, claro. Había que capturarla viva. Y luego, comérsela. No, no era eso. No era comérsela en sentido literal, era otra cosa, aunque lord Adam no supiera exactamente qué. Pero se le parecía. Así que lord Adam puso unas comillas mentales y decidió que, lo mismo que valía la pena cazarla, valía la pena "comérsela".
Su instinto de cazador le recordó que no todas las presas eran buenas, aunque casi. No todas se podían comer. Algunas eran amargas, o correosas, o tóxicas. Y era posible que lady Eva fuese una de ellas. Lo estuvo pensando un buen rato, y al fin, llegó a la conclusión de que si había que morirse de algo, valía la pena morirse de eso, de lady Eva.
Ella empezaba a impacientarse, es decir, empezaba a parecerle que lord Adam era imbécil, por no decidirse de una vez. Claro que eso no le restaba a lord Adam ninguna posibilidad. Las mujeres son unos seres complejos, en los que el respeto, el amor y el agrado son tres dimensiones independientes, que nada tienen que ver una con otra. De hecho, lord Adam era el mejor de los pretendientes de lady Eva, el más apuesto, el más varonil, el más valiente. El hecho de que fuese el único pretendiente es un simple tecnicismo que no viene al caso.
La verdad es que lord Adam, tal como lo veía lady Eva, era, no patético, pero casi, desde un punto de vista estético. Tenía un cuerpo sin caderas, sin senos, casi sin nalgas. Nada, ninguna anécdota, ningún incidente, una historia en la que nada ocurría. Apenas lo justo para poder decir que tenía un cuerpo. Y por dentro, no es que la cosa estuviese mejor; una simplicidad ante la que una tenía que contenerse para no decir: ¿y eso es todo? Y a pesar de eso...
Lord Adam llegó hasta ella, saltando los parterres, desmedido y estruendoso como siempre, interrumpiendo sus pensamientos, tan inoportuno y entrañable como un desgarbado perro de aguas. Se plantó ante ella, y sin jadear ni dejar colgar la lengua, dijo simplemente:
- Hola.
De hecho, sí que jadeaba, aunque de forma casi imperceptible. Lady Eva apuntó el dato, por si alguna vez le apetecía escuchar cómo jadeaba él. Sospechaba que sí. Fingió un cierto sobresalto ante la súbita aparición de él, por más que lo estuviese esperando, y mirando a su alrededor, como inquieta, preguntó:
- ¿Estamos solos?
La pregunta era prácticamente retórica. Lady Eva sabía de sobras que no había nadie más, y también lo sabía lord Adam. Sin embargo, aquella pregunta parecía matizar la situación, darle un aire íntimo, secreto y apetecible que hizo que lord Adam mirase a su alrededor antes de afirmar:
- Sí, estamos solos.
Ella dijo:
- Es mucho mejor así.
Y tomó la mano de lord Adam, que la dejó hacer indiferente. El cronista se excusa por reseñar el detalle. El cronista sabe de sobras que un caballero jamás se da cuenta de que sea la mujer la que toma la mano del hombre, y que en todo caso, no hace más que ejercer su derecho. Y el cronista, para acabar, sospecha que acaso no sea totalmente un caballero, cosa que lo sume en la más profunda desesperación.
Lady Eva, olvidando los filodendros, concentró toda su atención en lord Adam, y preguntó:
- ¿Qué has hecho hoy? ¿Cómo te ha ido el día?
Lord Adam, bastante sorprendido de que sus mínimas peripecias pudieran interesar a alguien, tuvo que recapacitar. Se había levantado con tortícolis, por haber dormido con la cabeza apoyada en una piedra demasiado alta. Había vigilado un buen rato un rebaño de gamos que iban a abrevar al arroyo, con la arena de la ribera irritándole la rodilla. Había perseguido inútilmente un pequeño animal que saltaba de un árbol a otro, y al que había decidido llamar "ardilla". Finalmente, hacia mediodía, había cazado un tapir, uno de esos animales fofos y estúpidos cuya carne era aún más insípida que su carácter. Resumió todo eso en una frase:
- Como siempre; nada especial.
Lady Eva, escrutándolo para detectar una mentira, preguntó:
- No habrás vuelto a comer carne, ¿verdad?
Lord Adam negó con la cabeza. Pobre tonto, pensó ella, se cree que si no habla será menos mentira. Lady Eva había visto la columna de humo que lord Adam había encendido para asar las costillas del tapir. Bueno, por esta vez, lady Eva podía pasarle la mentira por alto. Ya era mucho que él se avergonzase, hasta el punto de ocultárselo a ella. De todas formas, se sintió obligada a insistir:
- No creo que sea bueno comer carne. Estoy segura de que engorda. Además, que no creo que te siente bien. Y la verdad, no entiendo cómo puede gustarte eso.
La exposición de motivos era muy típica de lady Eva: primero los más superficiales, dejando los de peso para el final. Eso podía dar la impresión, y a lord Adam se la daba, de que lady Eva era frívola, y que valoraba más las tonterías que las cosas importantes. Por lo demás, a lord Adam jamás dejaba de sorprenderle la actitud de lady Eva ante la comida. Para ella, comer parecía ser una desagradable necesidad, que era preciso ennoblecer de algún modo. Lord Adam estaba siempre dispuesto a hablar de comida; de hecho, le encantaba el tema. Claro que sus opiniones iban en la línea de "tal cosa es muy rica, tal otra también, pero lo mejor de todo es..."
En el fondo, lord Adam solía aplicar una filosofía tanto más simple cuanto más importante era la cuestión, y en materia tan vital como la alimentación, su idea era: "o es venenoso, o me lo como". Por eso no acertaba a comprender la sutileza de matices estéticos y filosóficos que lady Eva vertía sobre ello. Lord Adam se veía venir que, ya que ella no podía conseguir que él renunciase, acabaría por prohibirle comer carne los viernes, o algo así.
- En cambio - dijo lady Eva - lo que seguro que es bueno, es la fruta. Toda clase de frutas, ya me entiendes, no importa la forma, el color, o el árbol en el que crezcan.
Lord Adam sintió un escalofrío. O sea, que lady Eva insistía en el tema. Seguramente, había vuelto a leer alguna de las revistas femeninas publicadas por la editorial Serpiente. Alguna vez, él mismo había ojeado algún artículo, por ejemplo, el titulado: "Cómo saber si tu pareja te es infiel". Las pistas que se indicaban eran altamente curiosas, por ejemplo: "¿Es mucho más amable con alguna de tus amigas que contigo? ¿Regresa a casa oliendo a un perfume que tú no usas? ¿Alguna vez lo has sorprendido en actitud comprometida con otra mujer, y te ha dado una excusa poco convincente?". El cronista desea hacer constar que por una vez, no inventa nada. Preguntas así de simples, o más, se pueden encontrar hoy en día en los sitios pertinentes. A beneficio del lector, eludo las referencias a "tu instinto femenino te dice que". Y es todo lo que tengo que decir sobre el tema.
Ultimamente, las publicaciones de editorial Serpiente se habían vuelto un poco más sutiles. Destacaban los beneficios de una alimentación natural. Calcio, peptina, ácidos grasos poliinsaturados, etcétera. El porqué los animales no parecían formar parte de la naturaleza, sigue siendo un misterio. Puede que las mujeres fuesen herbívoras por naturaleza, lo mismo que los hombres eran carnívoros por vocación. De todas formas, para lord Adam seguía habiendo una cosa clara: no se debía comer los frutos del árbol aquel, el que estaba al fondo del jardín.
No resultaba muy difícil comprender cómo el interés de lady Eva por la fruta se había convertido en una casi obsesión por la única fruta que no le estaba permitida. Ello no se debía al hecho de que fuese mujer, sino al otro, mucho más básico, de que era humana. Realmente, la editorial Serpiente no había precisado insistir mucho sobre el tema; le había bastado con señalarlo. Desde luego, a lord Adam también le interesaba el asunto, mejor dicho, lo preocupaba, porque su instinto le decía que aquel árbol tenía forma de problema.
Lord Adam tuvo que rechazar su inquietud, como quien aleja una mosca de un manotazo. A fin de cuentas, aquella sospecha, aquel presentimiento de complicaciones, era de lo más inoportuno, y sólo venía a perturbar la placidez del momento. Estaba en un paraje precioso, tomado de la mano de la mujer que amaba, y estaban solos. ¿Qué más se podía pedir? Lord Adam, por uno de esos sortilegios que lady Eva hacía a veces, estaba convencido de que era él quien tomaba la mano de lady Eva, y no al revés. Realmente, no importaba mucho. Lo importante, lo trascendental, era que aquellas manos estuviesen unidas. Lady Eva, rompiendo sin darse cuenta el encanto de la situación, preguntó:
- Bueno, ¿qué me dices, de la fruta?
Lord Adam sintió una ligera contrariedad, pero tuvo que plegarse a volver a encarar el tema. No le gustaba, pero no tenía otro remedio. Porque lord Adam estaba bajo el influjo de esa fuerza que vuelve sabios a los tontos y tontos a los sabios. Sólo que a lord Adam le era mucho más fácil volverse tonto.
- Eh... bueno, supongo que sí, que debe ser buena - dijo.
Lady Eva tenía sus ojos clavados en él, como si esperase algo más. Es de suponer que aquellos ojos, grandes y profundos, le sirviesen a ella para ver las cosas claramente; al contrario de lo que le ocurría a lord Adam, a quien esos mismos ojos confundían, en especial si se clavaban en él con tanta insistencia. Balbuceó:
- Su... supongo que no podría pasar nada malo por probarlo.
Lady Eva apuntó una ligera sonrisa de triunfo. Lord Adam, en cuanto pudo dejar de preguntarse cómo se las arreglaba ella para estar tan guapa, sintió una fuerte inquietud, en especial cuando ella apuntó:
- Que conste que lo has dicho tú.
Ninguno de los dos dijo a qué se referían; ambos los sabían de sobra. A veces les ocurría eso: que no necesitaban decirse las cosas. Lord Adam tenía la secreta esperanza de que el fruto prohibido tuviese un aspecto, o al menos un olor tan desagradable que los disuadiese de probarlo. Pero esas esperanzas resultaron infundadas. Nada amenazador había en la forma del árbol, en el color de sus hojas, en la textura del tronco. De hecho, habría podido pasar por un árbol cualquiera, y era sólo la prohibición lo que lo hacía especial. Y sus escasos frutos eran también muy anodinos: algo que recordaba vagamente a una esfera, más estrecho por la parte de abajo, con un color que oscilaba entre el verde y el rojo. Lady Eva llegó hasta el pie del árbol, mientras lord Adam se quedaba algo rezagado, como si tuviera los pies clavados en el suelo.
- Anda, ven - dijo lady Eva - No seas tan timorato. Deberías tener una mentalidad más abierta.
Lord Adam, avanzando cautelosamente, se preguntó si ella hablaba de abrirla como se abre una nuez, partiéndola por la mitad, o como se abre una flor, desplegando nuevas formas y colores. Lady Eva miraba atentamente una de las ramas bajas, de la que pendía un fruto al parecer maduro.
- ¿Qué? - dijo ella - ¿Te decides? ¿O voy a tener que hacerlo yo?
Y poniéndose de puntillas, intentó alcanzar el fruto. Ante sus inútiles esfuerzos, lord Adam se adelantó, levantó el brazo y lo arrancó. En contra de lo que él había esperado, no hubo ningún cataclismo, ni el cielo se oscureció, ni se desataron los truenos. Tal vez sus inquietudes eran infundadas, y aquel apetitoso fruto no estaba tan prohibido como parecía. Aún así, un resto de prevención lo hizo contemplarlo, mientras lo sostenía en la mano, frente a sus ojos. Morder o no morder, esa era la cuestión. Ante sus dudas, lady Eva dijo:
- Trae, ya lo pruebo yo.
Tomando la fruta, le dió un mordisco, y manifestó, con la boca llena:
- Mm, qué rico.
De repente, su cara expresó sorpresa, desconcierto, vergüenza. Se miró a sí misma, y le espetó a lord Adam:
- ¿Cómo te atreves a mirarme así? ¡Date la vuelta! ¡Que te des la vuelta, te digo!
Lord Adam, desconcertado, obedeció. La fruta había caído al suelo y llegó rodando hasta sus pies. A su espalda oía ruido de ramas rotas. Espoleado por la curiosidad, recogió la fruta y le pegó un mordisco. Realmente, estaba rica. Pero...
De golpe, lord Adam sintió que su mente se abría, más como una nuez que como una flor. Comprendió de una vez por qué lady Eva lo había hecho volverse: porque estaba desnuda. Y supo a qué se debía el ruido de ramas rotas; ella debía estar arrancando algunas para cubrirse. Una rápida mirada a sí mismo le advirtió que él también haría mejor en taparse, y corrió hacia un arbusto que le llegaba a la cintura. Entonces sonó una Voz que hizo una pregunta de lo más corriente:
- A ver, ¿qué están haciendo?
- No, nada - dijo lord Adam en voz alta.
Lady Eva, que sostenía dos ramas frondosas frente a sí, como si fueran una pantalla, se acercó a lord Adam y le dijo por lo bajo, en tono de reproche:
- Ahora sí que la has hecho buena.
La Voz volvió a hablar:
- ¿Se puede saber por qué se esconden? Vengan donde Yo pueda verlos.
Lord Adam, a un codazo de lady Eva, dijo:
- Es que... no podemos salir. Estamos desnudos.
- ¿Están qué? - preguntó la Voz, con un matiz de extrañeza.
Lord Adam calló. La Voz volvió a preguntar:
- ¿Acaso han estado jugando con el árbol?
Nuevo silencio. La Voz, con un ligero tono de enfado, dijo:
- Vamos a ver, ¿quién ha sido?
Lord Adam y lady Eva se señalaron el uno al otro. Él extendió su brazo hacia ella; ella tuvo que hacer un gesto con la cabeza, necesitaba ambas manos para cubrirse.
- Muy bonito - dijo la Voz - ¿Es eso lo que Yo les he enseñado? ¿A acusarse mutuamente?
Ambos bajaron la cabeza, avergonzados. La Voz habló de nuevo:
- Ya saben cuál es el castigo. Voy a tener que echarlos del jardín.
Y así fué. Mientras se encaminaban a la salida, lady Eva comentó:
- ¡Qué incómodas son estas ramas! Voy a tener que inventar algo para no tener que sostenerlas. No sé, unos tirantes para colgarlas de los hombros, o algo así.
Miró a lord Adam, que se cubría con las manos, y le dijo:
- Y tú, ¿piensas seguir así mucho rato? Más vale que hagas como yo. Al menos, coge una de esas hojas.
Lord Adam asintió, y arrancó una hoja de la parra que había al lado del camino. Lady Eva comentó:
- Te va a sobrar. Con una de geranio habría bastado, pero no importa. Lo que sí me gusta es el color; tengo entendido que esta temporada se va a llevar mucho el verde.
Acabaron de recorrer el camino hasta la puerta, donde les aguardaba el ángel, impaciente, dando golpecitos con el pie en el suelo. Una vez estuvieron fuera, cerró la puerta y conectó la alarma.
A lord Adam se le encogió el corazón al contemplar aquella puerta que ya no podría volver a franquear. Se puso a caminar cansinamente al lado de lady Eva, y en un impulso, le pasó el brazo por los hombros.
Y entonces su pesadumbre empezó a disiparse, y a sus labios asomó una sonrisa melancólica, porque había hallado un pensamiento consolador. Era verdad que lo habían echado, y que no podría volver. Pero no se iba con las manos vacías. Al contrario, se llevaba consigo lo mejor, lo más valioso del Edén; porque lady Eva se iba con él.
Hubo una noche, y una mañana. Y fué el último día.
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