Regreso a Bundar (2)
Aquí está el segundo capíulo de la novela (de un total de 13). Espero que lo disfruten
2. FORTUNA
Tiempo atrás, apenas habría merecido el nombre de pueblo; no era más que un puñado de casas alrededor de un cruce de caminos. Cuando Man se detuvo allí en su primer viaje, todos sus habitantes vivían de una u otra forma de los viajeros que pasaban. Había una destartalada posada, un herrero, un burdel, un establecimiento de baños y poco más.
Gradualmente, el nombre de aquel lugar había empezado a sonar cada vez con mayor frecuencia, y Man había sospechado que la importancia del lugar había crecido de forma paralela. Pero el recuerdo que conservaba de Tora, que así se llamaba el pueblo, le había impedido imaginar que se encontraría con casi una ciudad. Sus calles eran anchas y rectas, lo que indicaba un trazado reciente y organizado. Y en esas calles había todo tipo de comercios que ofrecían las más variadas mercancías. De vez en cuando se veían algunos guardias uniformados, lo que proclamaba que la ciudad era lo bastante rica para temer los robos y para protegerse de ellos.
Realmente, en un lugar tan grande iba a ser un problema encontrar a Aleb, su compañero en el viaje anterior. Se había quedado en Tora cuando ambos regresaban, con la intención de establecerse por su cuenta. Man empezó sus indagaciones en pequeños comercios, cercanos al cruce de caminos que ahora era el centro de la ciudad. Pero los comerciantes de aquella zona acostumbraban a ser gentes venidas hacía poco, que habían adquirido una tienda de tercera o cuarta mano. No era preciso ser un lince para darse cuenta de que aquellos negocios no les permitirían más que malvivir, y que tarde o temprano volverían a cambiar de dueños.
Tras mucho entrar y preguntar y decepcionarse, Man se vió detenido e interpelado por uno de los guardias uniformados, que le dijo:
- Hace rato que te veo entrar y salir de todas las tenduchas de la calle. Y lo que me parece es que puedes ser un ladrón, que busca poder llevarse algo en un descuido. O aún peor: podrías ser un mendigo, porque tal parece que vayas pidiendo de puerta en puerta. Y un mendigo es peor que un ladrón, que al menos tiene iniciativa. Así que más vale que me digas qué eres y qué buscas. Si eres un mendigo, tan solo te echaremos de la ciudad. Y si eres un ladrón, te encarcelaremos, aunque no hayas robado nada, hasta que decidamos de qué te acusamos. De conducta desordenada, por ejemplo.
Man se irguió como ofendido, intentando revestirse con un poco de dignidad, y dijo con firmeza:
- Me llamo Man, y soy forastero. Y estoy intentando encontrar a un antiguo amigo que vive aquí. Tal vez lo conozcas: se llama Aleb.
El guardia adoptó una expresión entre sorprendida y desconfiada, y dijo:
- O eres un ingenuo, al suponer que voy a creerme semejante tontería, o estás diciendo la verdad. Pero si es verdad que conoces a Aleb, el comerciante, no entiendo cómo has venido a preguntar aquí. Seguro que ninguno de éstos ha oído hablar de él. ¿Qué pueden saber estos pobretones de alguien tan importante?
Man comprendió que el guardia no acababa de creerlo, y añadió:
- Hace muchos años que no nos vemos, y no sabía que hubiese llegado a ser tan importante. Éramos amigos cuando jóvenes.
El guardia, aún receloso, dijo:
- Eso ya me parece más cierto. Yo diría que él es bastante más joven que tú, pero la verdad es que no sé exactamente su edad.
- Y un hombre rico - apuntó Man - siempre parece más joven que un campesino.
- Es cierto - dijo el guardia - Está bien. Pronto veremos si es verdad que lo conoces; te llevaré hasta él.
Aleb vivía casi en las afueras de la ciudad, en una de las calles nuevas. A medida que se alejaban del centro, las casas parecían mejores, más amplias y limpias, y había menos bullicio en la calle. Por fin, llegaron a una zona en la que apenas se veía a nadie. Man contemplaba las casas del otro lado de la calle, ignorando la monótona tapia que iban siguiendo, y que ocupaba todo el largo de la manzana. Intentaba en vano adivinar cuál de aquellas bonitas casas podía ser la de Aleb. De pronto, la pared inacabable se vió interrumpida por un pórtico, y el guardia dijo:
- Bien, ya hemos llegado.
Man pudo ver entonces que la larga pared que habían seguido no era más que la cerca que ceñía el jardín de la casa de Aleb. Un criado les franqueó la puerta, y siguieron un camino de gravilla para llegar hasta el porche. Al atravesar el jardín, los ojos de campesino de Man pudieron apreciar que aquel terreno, por su extensión, habría bastado para que una familia viviera holgadamente en su pueblo. Y la exuberante floración de los arbustos, la regularidad de los parterres, la frondosidad de los árboles le dió una idea de los cuidados que se prodigaban, de las horas que se invertían. Debían ser precisos tres, puede que cuatro jardineros, y no para obtener algo comestible, sino tan solo para mantener y conservar un escenario agradable.
La casa, cuando finalmente llegaron a ella, resultó acorde con el ambiente. Era un poco ostentosa, pero solamente por sus dimensiones, ya que en sus paredes amarillas no había ningún tipo de adorno. La columnata que formaba el amplio porche era sobria y estrictamente funcional, pero su altura desmesurada lo hacía sentirse a uno pequeño. Esperaron allí, mientras uno de los criados iba a avisar que “el señor Man”, como dijo el guardia, deseaba ver al dueño.
Lo que no esperaban era que fuese el mismo Aleb el que salió a recibirlos al porche. Mientras el guardia se deshacía en reverencias, Man contempló a su antiguo compañero. Un poco mayor, algo más grueso, y mucho mejor vestido de lo que Man recordaba haberlo visto en toda su vida. Aleb le dedicó a Man una cordial sonrisa, que pareció cuartear el aire de gravedad, de dignidad, con que iba revestido.
Aleb despidió al guardia, tomó afectuosamente del brazo a Man y lo condujo al interior. Atravesaron estancias pintadas con todos los colores posibles: azul, verde, rosa. Llegaron a una amplia sala blanca, en la que había unas cuantas butacas, dispuestas en círculo. Aleb se sentó en una de ellas, y le indicó a Man la contigua.
- Habrás visto - dijo - que cada una de las habitaciones de la casa está pintada de un color diferente. ¿Sabes por qué? No se trata de ningún capricho; más bien es un truco.
“Cuando construí esta casa, me dí cuenta de que tendría que aprenderme los nombres de los lugares, aunque sólo fuera para poder dar órdenes al servicio. Lo malo es que yo jamás he sabido qué diferencia a un vestíbulo de un recibidor, o a una sala de un salón. Y por aquel entonces no tenía una mujer a mi lado, que les habría puesto nombre a todas en un abrir y cerrar de ojos. Así que mandé pintar cada habitación de un color, y ahora, si tengo que nombrarlas, digo: “la sala verde” o “la sala azul”. No está mal, ¿verdad? Incluso tiene una cierta solemnidad.
- Pero - dijo Man - las paredes de fuera son todas amarillas. No es un color muy corriente.
- Eso fué una broma - dijo Aleb, sonriendo - El amarillo es el color de los locos. Ya sabes que les hacen vestir una túnica de ese tono. Y cuando empecé aquí, me dijeron tantas veces que estaba loco, que al final decidí darles la razón. Y tal como ellos esperaban, he acabado envuelto en amarillo. Pero no te estoy dejando hablar. Dime, ¿te ha costado mucho encontrarme?
- Un poco, esa es la verdad. Empecé preguntando en las tiendecitas del centro.
Aleb se rascó la cabeza, un gesto que ni los años ni su nueva posición social había conseguido desarraigar, y dijo:
- No ibas tan mal encaminado. De hecho, empecé allí. Conseguí que me arrendasen una de las tiendas. Pero no tardé en darme cuenta de que no conseguiría salir adelante, si no cambiaba de ambiente.
“Ya por aquel entonces, la mayoría de tiendas no estaban en manos de sus dueños, sino que las habían cedido a otros a cambio de un alquiler abusivo. Muchos eran gentes venidas de fuera, que no conocían a nadie en la ciudad, y que sólo pensaban en hacer dinero lo más rápidamente que les fuera posible, y sin importarles demasiado los medios. Uno difícilmente estafa a un amigo, pero aquellos no había tenido tiempo de hacerse amigos, y cada mes tenían la obligación de pagar una buena cantidad al dueño.
“Las perspectivas no eran nada buenas. Tenía que irme de allí. Si te mueves entre ladrones, es difícil que tengan buena opinión de tí. Y un comerciante vive de su prestigio. ¿Sabes? Para triunfar en los negocios no es preciso ser deshonesto, pero ayuda bastante que seas tonto, o al menos que lo parezcas. La gente no se fía de los listos, y mucho menos de los inteligentes; siempre creen que los van a engañar.
“La verdad es que tuve suerte. Me han ido bien las cosas, y he prosperado al mismo tiempo que la ciudad.
- Sospecho - dijo Man - que algo has tenido que ver con ello, que si este lugar ha crecido tanto ha sido en parte gracias a tí.
Aleb sonrió complacido y dijo:
- Yo sólo he puesto mi granito de arena. No puede decirse que tenga poder, y tampoco me tienta. Pero sí que tengo alguna influencia. Fuí yo quien sugirió que se hicieran nuevas calles, anchas y rectas, en vez de permitir que cada uno edificase a su antojo. Me hicieron caso, pero me temo que no fué una buena idea. Cuando sopla el viento, se pasea a sus anchas, sin nada que lo detenga, y en según qué calles, y depende de la hora, no encuentras ni un palmo de sombra para resguardarte del sol. Pero ya está bien de hablar de mí mismo. Cuéntame algo de tí.
- Me casé. Tengo dos hijos. Trabajo la tierra - dijo Man, escueto.
- Son muchas cosas, y muy importantes, para decirlas en tan pocas palabras - comentó Aleb - ¿Llevas mucho tiempo casado?
- Pues sí, mucho tiempo. Casi tanto como lo que hemos estado sin vernos.
- Eso es toda una vida. Y en esos años habrás tenido de todo: momentos buenos, y no tan buenos. No te estoy hablando de oídas; yo también me casé, pero no funcionó.
- Lo siento - dijo Man.
- No te preocupes - respondió Aleb - No habría sido justo que todo me saliese bien. Aquello fué una historia absurda desde el principio. Ella era hija de una de las familias más distinguidas de Tora. Mejor sería decir que creían serlo, porque ya sabes que esto no era más que un poblacho. Pero se consideraban con derecho a mirar por encima del hombro a un pobre comerciante como yo. Cuando dejé de ser pobre, pude convencer a la familia para que me aceptase. La verdad es que les convenía mucho tener un yerno con dinero; el orgullo es un vicio muy caro.
“Pero no pude conseguir que ella me aceptase, por más que se casó conmigo. Nunca llegó a quererme. Después de los años que pasé con ella, me dí cuenta de que no toda la culpa era mía. Era incapaz de querer, de entregarse. Supongo que en el fondo, no era más que una niña malcriada y consentida.
Aleb meneó la cabeza, como intentando sacudirse aquella historia, y dijo:
- ¿Te acuerdas del viaje que hicimos a Bundar? Allí aprendí algo muy importante para mí: el valor de la propia dignidad. Y decidí que no iban a arrinconarme e ignorarme. Que en cualquier cosa que emprendiese, iba a lograr lo suficiente como para hacerme respetar. Claro, allí oímos y pudimos aprender muchas otras cosas, pero esa fué la más importante para mí.
- Y eso lo has conseguido - dijo Man.
- Puede que sí. Pero todo tiene sus limitaciones. Por ejemplo: soy demasiado rico para tener muchos amigos. Aquellos a quienes no intimida mi fortuna buscan aprovecharse de ella, de alguna forma. Por suerte, aún me quedan algunos como tú.
“No acabo de entender por qué, cuando volvimos de Bundar, no quisiste establecerte aquí, conmigo. Ahora seríamos socios, y compartiríamos todo esto. Y si quieres, aún podemos compartirlo.
- Te lo agradezco - dijo Man - pero no sabría cómo moverme en tu ambiente. No es que lo desprecie; es que tu ofrecimiento es mucho más de lo que yo soy capaz de aceptar. No creo que te hayas equivocado, ni que puedas considerarte un fracasado en cualquier aspecto, no más que yo. Pero nuestros caminos, ya lo ves, no coincidían. Cada uno buscaba cosas diferentes, y el precio a pagar también era distinto. Pobreza y amigos, soledad y riqueza. Sé que me entiendes, que eres de los pocos que, sin vivir como yo, saben comprenderlo. Muchas gracias, pero tengo que decirte que no.
- Muy bien - dijo Aleb, pensativo - pero acepta al menos ser jefe de mis jardineros. Tú trabajas la tierra, y ya has visto mi jardín.
- Está muy bien llevado - dijo Man - ¿Cuántos hombres lo cuidan? ¿Cuatro?
- Seis - respondió Aleb - Sé que bastaría con cuatro, pero creo que es mejor que no los agobie el trabajo. De esa forma, pueden dedicarle más cariño. Ya me imagino lo que debes pensar, que no es más que el capricho de un rico, pero te diré un secreto: en la parte de atrás hay un pequeño huerto, que visito a menudo. A veces, incluso me entretengo despurgando o recogiendo alguna verdura. Y estoy tan orgulloso de él como de toda mi fortuna. A fin de cuentas, yo también soy de pueblo.
Aún antes de que Man contestase, Aleb ya conocía su respuesta. Y una vez más, la respuesta era no. Man pasaría el resto del día con él, sería agasajado y provisto para el resto del viaje, pero al día siguiente partiría, y de nuevo desaparecería de su vida.
2. FORTUNA
Tiempo atrás, apenas habría merecido el nombre de pueblo; no era más que un puñado de casas alrededor de un cruce de caminos. Cuando Man se detuvo allí en su primer viaje, todos sus habitantes vivían de una u otra forma de los viajeros que pasaban. Había una destartalada posada, un herrero, un burdel, un establecimiento de baños y poco más.
Gradualmente, el nombre de aquel lugar había empezado a sonar cada vez con mayor frecuencia, y Man había sospechado que la importancia del lugar había crecido de forma paralela. Pero el recuerdo que conservaba de Tora, que así se llamaba el pueblo, le había impedido imaginar que se encontraría con casi una ciudad. Sus calles eran anchas y rectas, lo que indicaba un trazado reciente y organizado. Y en esas calles había todo tipo de comercios que ofrecían las más variadas mercancías. De vez en cuando se veían algunos guardias uniformados, lo que proclamaba que la ciudad era lo bastante rica para temer los robos y para protegerse de ellos.
Realmente, en un lugar tan grande iba a ser un problema encontrar a Aleb, su compañero en el viaje anterior. Se había quedado en Tora cuando ambos regresaban, con la intención de establecerse por su cuenta. Man empezó sus indagaciones en pequeños comercios, cercanos al cruce de caminos que ahora era el centro de la ciudad. Pero los comerciantes de aquella zona acostumbraban a ser gentes venidas hacía poco, que habían adquirido una tienda de tercera o cuarta mano. No era preciso ser un lince para darse cuenta de que aquellos negocios no les permitirían más que malvivir, y que tarde o temprano volverían a cambiar de dueños.
Tras mucho entrar y preguntar y decepcionarse, Man se vió detenido e interpelado por uno de los guardias uniformados, que le dijo:
- Hace rato que te veo entrar y salir de todas las tenduchas de la calle. Y lo que me parece es que puedes ser un ladrón, que busca poder llevarse algo en un descuido. O aún peor: podrías ser un mendigo, porque tal parece que vayas pidiendo de puerta en puerta. Y un mendigo es peor que un ladrón, que al menos tiene iniciativa. Así que más vale que me digas qué eres y qué buscas. Si eres un mendigo, tan solo te echaremos de la ciudad. Y si eres un ladrón, te encarcelaremos, aunque no hayas robado nada, hasta que decidamos de qué te acusamos. De conducta desordenada, por ejemplo.
Man se irguió como ofendido, intentando revestirse con un poco de dignidad, y dijo con firmeza:
- Me llamo Man, y soy forastero. Y estoy intentando encontrar a un antiguo amigo que vive aquí. Tal vez lo conozcas: se llama Aleb.
El guardia adoptó una expresión entre sorprendida y desconfiada, y dijo:
- O eres un ingenuo, al suponer que voy a creerme semejante tontería, o estás diciendo la verdad. Pero si es verdad que conoces a Aleb, el comerciante, no entiendo cómo has venido a preguntar aquí. Seguro que ninguno de éstos ha oído hablar de él. ¿Qué pueden saber estos pobretones de alguien tan importante?
Man comprendió que el guardia no acababa de creerlo, y añadió:
- Hace muchos años que no nos vemos, y no sabía que hubiese llegado a ser tan importante. Éramos amigos cuando jóvenes.
El guardia, aún receloso, dijo:
- Eso ya me parece más cierto. Yo diría que él es bastante más joven que tú, pero la verdad es que no sé exactamente su edad.
- Y un hombre rico - apuntó Man - siempre parece más joven que un campesino.
- Es cierto - dijo el guardia - Está bien. Pronto veremos si es verdad que lo conoces; te llevaré hasta él.
Aleb vivía casi en las afueras de la ciudad, en una de las calles nuevas. A medida que se alejaban del centro, las casas parecían mejores, más amplias y limpias, y había menos bullicio en la calle. Por fin, llegaron a una zona en la que apenas se veía a nadie. Man contemplaba las casas del otro lado de la calle, ignorando la monótona tapia que iban siguiendo, y que ocupaba todo el largo de la manzana. Intentaba en vano adivinar cuál de aquellas bonitas casas podía ser la de Aleb. De pronto, la pared inacabable se vió interrumpida por un pórtico, y el guardia dijo:
- Bien, ya hemos llegado.
Man pudo ver entonces que la larga pared que habían seguido no era más que la cerca que ceñía el jardín de la casa de Aleb. Un criado les franqueó la puerta, y siguieron un camino de gravilla para llegar hasta el porche. Al atravesar el jardín, los ojos de campesino de Man pudieron apreciar que aquel terreno, por su extensión, habría bastado para que una familia viviera holgadamente en su pueblo. Y la exuberante floración de los arbustos, la regularidad de los parterres, la frondosidad de los árboles le dió una idea de los cuidados que se prodigaban, de las horas que se invertían. Debían ser precisos tres, puede que cuatro jardineros, y no para obtener algo comestible, sino tan solo para mantener y conservar un escenario agradable.
La casa, cuando finalmente llegaron a ella, resultó acorde con el ambiente. Era un poco ostentosa, pero solamente por sus dimensiones, ya que en sus paredes amarillas no había ningún tipo de adorno. La columnata que formaba el amplio porche era sobria y estrictamente funcional, pero su altura desmesurada lo hacía sentirse a uno pequeño. Esperaron allí, mientras uno de los criados iba a avisar que “el señor Man”, como dijo el guardia, deseaba ver al dueño.
Lo que no esperaban era que fuese el mismo Aleb el que salió a recibirlos al porche. Mientras el guardia se deshacía en reverencias, Man contempló a su antiguo compañero. Un poco mayor, algo más grueso, y mucho mejor vestido de lo que Man recordaba haberlo visto en toda su vida. Aleb le dedicó a Man una cordial sonrisa, que pareció cuartear el aire de gravedad, de dignidad, con que iba revestido.
Aleb despidió al guardia, tomó afectuosamente del brazo a Man y lo condujo al interior. Atravesaron estancias pintadas con todos los colores posibles: azul, verde, rosa. Llegaron a una amplia sala blanca, en la que había unas cuantas butacas, dispuestas en círculo. Aleb se sentó en una de ellas, y le indicó a Man la contigua.
- Habrás visto - dijo - que cada una de las habitaciones de la casa está pintada de un color diferente. ¿Sabes por qué? No se trata de ningún capricho; más bien es un truco.
“Cuando construí esta casa, me dí cuenta de que tendría que aprenderme los nombres de los lugares, aunque sólo fuera para poder dar órdenes al servicio. Lo malo es que yo jamás he sabido qué diferencia a un vestíbulo de un recibidor, o a una sala de un salón. Y por aquel entonces no tenía una mujer a mi lado, que les habría puesto nombre a todas en un abrir y cerrar de ojos. Así que mandé pintar cada habitación de un color, y ahora, si tengo que nombrarlas, digo: “la sala verde” o “la sala azul”. No está mal, ¿verdad? Incluso tiene una cierta solemnidad.
- Pero - dijo Man - las paredes de fuera son todas amarillas. No es un color muy corriente.
- Eso fué una broma - dijo Aleb, sonriendo - El amarillo es el color de los locos. Ya sabes que les hacen vestir una túnica de ese tono. Y cuando empecé aquí, me dijeron tantas veces que estaba loco, que al final decidí darles la razón. Y tal como ellos esperaban, he acabado envuelto en amarillo. Pero no te estoy dejando hablar. Dime, ¿te ha costado mucho encontrarme?
- Un poco, esa es la verdad. Empecé preguntando en las tiendecitas del centro.
Aleb se rascó la cabeza, un gesto que ni los años ni su nueva posición social había conseguido desarraigar, y dijo:
- No ibas tan mal encaminado. De hecho, empecé allí. Conseguí que me arrendasen una de las tiendas. Pero no tardé en darme cuenta de que no conseguiría salir adelante, si no cambiaba de ambiente.
“Ya por aquel entonces, la mayoría de tiendas no estaban en manos de sus dueños, sino que las habían cedido a otros a cambio de un alquiler abusivo. Muchos eran gentes venidas de fuera, que no conocían a nadie en la ciudad, y que sólo pensaban en hacer dinero lo más rápidamente que les fuera posible, y sin importarles demasiado los medios. Uno difícilmente estafa a un amigo, pero aquellos no había tenido tiempo de hacerse amigos, y cada mes tenían la obligación de pagar una buena cantidad al dueño.
“Las perspectivas no eran nada buenas. Tenía que irme de allí. Si te mueves entre ladrones, es difícil que tengan buena opinión de tí. Y un comerciante vive de su prestigio. ¿Sabes? Para triunfar en los negocios no es preciso ser deshonesto, pero ayuda bastante que seas tonto, o al menos que lo parezcas. La gente no se fía de los listos, y mucho menos de los inteligentes; siempre creen que los van a engañar.
“La verdad es que tuve suerte. Me han ido bien las cosas, y he prosperado al mismo tiempo que la ciudad.
- Sospecho - dijo Man - que algo has tenido que ver con ello, que si este lugar ha crecido tanto ha sido en parte gracias a tí.
Aleb sonrió complacido y dijo:
- Yo sólo he puesto mi granito de arena. No puede decirse que tenga poder, y tampoco me tienta. Pero sí que tengo alguna influencia. Fuí yo quien sugirió que se hicieran nuevas calles, anchas y rectas, en vez de permitir que cada uno edificase a su antojo. Me hicieron caso, pero me temo que no fué una buena idea. Cuando sopla el viento, se pasea a sus anchas, sin nada que lo detenga, y en según qué calles, y depende de la hora, no encuentras ni un palmo de sombra para resguardarte del sol. Pero ya está bien de hablar de mí mismo. Cuéntame algo de tí.
- Me casé. Tengo dos hijos. Trabajo la tierra - dijo Man, escueto.
- Son muchas cosas, y muy importantes, para decirlas en tan pocas palabras - comentó Aleb - ¿Llevas mucho tiempo casado?
- Pues sí, mucho tiempo. Casi tanto como lo que hemos estado sin vernos.
- Eso es toda una vida. Y en esos años habrás tenido de todo: momentos buenos, y no tan buenos. No te estoy hablando de oídas; yo también me casé, pero no funcionó.
- Lo siento - dijo Man.
- No te preocupes - respondió Aleb - No habría sido justo que todo me saliese bien. Aquello fué una historia absurda desde el principio. Ella era hija de una de las familias más distinguidas de Tora. Mejor sería decir que creían serlo, porque ya sabes que esto no era más que un poblacho. Pero se consideraban con derecho a mirar por encima del hombro a un pobre comerciante como yo. Cuando dejé de ser pobre, pude convencer a la familia para que me aceptase. La verdad es que les convenía mucho tener un yerno con dinero; el orgullo es un vicio muy caro.
“Pero no pude conseguir que ella me aceptase, por más que se casó conmigo. Nunca llegó a quererme. Después de los años que pasé con ella, me dí cuenta de que no toda la culpa era mía. Era incapaz de querer, de entregarse. Supongo que en el fondo, no era más que una niña malcriada y consentida.
Aleb meneó la cabeza, como intentando sacudirse aquella historia, y dijo:
- ¿Te acuerdas del viaje que hicimos a Bundar? Allí aprendí algo muy importante para mí: el valor de la propia dignidad. Y decidí que no iban a arrinconarme e ignorarme. Que en cualquier cosa que emprendiese, iba a lograr lo suficiente como para hacerme respetar. Claro, allí oímos y pudimos aprender muchas otras cosas, pero esa fué la más importante para mí.
- Y eso lo has conseguido - dijo Man.
- Puede que sí. Pero todo tiene sus limitaciones. Por ejemplo: soy demasiado rico para tener muchos amigos. Aquellos a quienes no intimida mi fortuna buscan aprovecharse de ella, de alguna forma. Por suerte, aún me quedan algunos como tú.
“No acabo de entender por qué, cuando volvimos de Bundar, no quisiste establecerte aquí, conmigo. Ahora seríamos socios, y compartiríamos todo esto. Y si quieres, aún podemos compartirlo.
- Te lo agradezco - dijo Man - pero no sabría cómo moverme en tu ambiente. No es que lo desprecie; es que tu ofrecimiento es mucho más de lo que yo soy capaz de aceptar. No creo que te hayas equivocado, ni que puedas considerarte un fracasado en cualquier aspecto, no más que yo. Pero nuestros caminos, ya lo ves, no coincidían. Cada uno buscaba cosas diferentes, y el precio a pagar también era distinto. Pobreza y amigos, soledad y riqueza. Sé que me entiendes, que eres de los pocos que, sin vivir como yo, saben comprenderlo. Muchas gracias, pero tengo que decirte que no.
- Muy bien - dijo Aleb, pensativo - pero acepta al menos ser jefe de mis jardineros. Tú trabajas la tierra, y ya has visto mi jardín.
- Está muy bien llevado - dijo Man - ¿Cuántos hombres lo cuidan? ¿Cuatro?
- Seis - respondió Aleb - Sé que bastaría con cuatro, pero creo que es mejor que no los agobie el trabajo. De esa forma, pueden dedicarle más cariño. Ya me imagino lo que debes pensar, que no es más que el capricho de un rico, pero te diré un secreto: en la parte de atrás hay un pequeño huerto, que visito a menudo. A veces, incluso me entretengo despurgando o recogiendo alguna verdura. Y estoy tan orgulloso de él como de toda mi fortuna. A fin de cuentas, yo también soy de pueblo.
Aún antes de que Man contestase, Aleb ya conocía su respuesta. Y una vez más, la respuesta era no. Man pasaría el resto del día con él, sería agasajado y provisto para el resto del viaje, pero al día siguiente partiría, y de nuevo desaparecería de su vida.
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