Regreso a Bundar
Tras unos días de pausa y reflexión, y en la semana en la que voy a cumplir los 60 años, he tomado la decisión de cambiar el contenido de este blog. A partir de hoy, y de forma consecutiva, iré publicando los capítulos de mi única novela (hasta ahora).
No diré nada acerca del tema y el contenido; es algo que ya se irá viendo. Sólo espero ser capaz de mantener la atención de lectores y lectoras a lo largo de varios días. Gracias de antemano.
1. ECOS
Érase una tarde cuando Man, después de tantos años, volvió a oir el nombre del lejano templo de Bundar. La ocasión, la improvisada reunión de vecinos al regresar de las faenas del campo, no tenía nada de especial. Y mucho menos el escenario: las grullas alborotaban en las copas de los sicomoros, presagiando que una numerosa bandada alzaría el vuelo dentro de un instante. Los chiquillos apuraban los últimos momentos de juego antes de que sus madres los llamasen, obligándolos a retirarse a sus casas. Aquí y allá se encendía una luz temprana, rompiendo la penumbra creciente del crepúsculo. Y el cielo, en un rapto de frivolidad, se probaba nuevos colores: rosa, escarlata, violeta.
El calor del día empezaba a remitir, presagiando la tibieza de la noche, y el cansancio se pegaba a la piel de los hombres, tan habitual y conocido como la voz de la esposa. Y en ese lugar, en ese tiempo, alguien había pronunciado el nombre conocido y largo tiempo olvidado: Bundar. Al parecer, alguien, un pariente de un amigo de un conocido, había muerto hacía días. Alguien que había abandonado su aldea de joven, para irse a vivir cerca de Bundar. Y esa mención casual hizo mella en Man, despertando antiguos ecos en estancias no visitadas durante años.
Man, en su juventud, ya lejana, había peregrinado a Bundar. Y ese recuerdo, casi desvanecido, era una de las pocas cosas que aún subsistían de la vida que había llevado entonces. Porque los días de su mocedad le eran ahora tan extraños como la vida de otra persona, y todo lo que le rodeaba lo ataba al hilo de otra historia, la que había empezado después, y que llegaba hasta el momento presente. Tras su peregrinaje, había regresado a su pueblo, había tenido hijos, y se había dedicado a labrar la tierra. Su vida había sido tan plácida y llena de pequeñas batallas como la de tantos hombres del pueblo. Nada a destacar, excepto la continuidad y la constancia.
Pero habían existido otros días, y en esos días había unos compañeros, un viaje, unos incidentes y unas esperanzas. Y ahora, todo eso se había convertido en ruinas actualmente deshabitadas, en las que un retazo aún conservado sugería lugares y sucesos, y en cierta medida, un propósito general, como el plano de una ciudad. Y esa ciudad tenía un norte, y una avenida principal: el camino que conducía a Bundar. Porque de aquel pálido cuadro, un solo trazo era lo bastante enérgico y concreto para ser aún distinguible: el motivo, el objetivo del viaje. Man, cumpliendo ese rito que tantos han creído necesario para llegar a la edad adulta, había partido lleno de fe, en busca de las revelaciones básicas que pudieran orientarlo y sostenerlo a lo largo de los días. Había visto mucho y escuchado mucho, y mucho se le había prendido a la piel, seguramente más de lo que era consciente de haber recogido con sus jóvenes brazos. Pero de eso hacía tanto, que apenas habría podido formular, de todo aquel bagaje, más que cuatro afirmaciones triviales, más fuertes por la convicción que por las palabras. Aunque, ¿hasta qué punto seguían siendo válidas? ¿Hasta qué punto podía fiarse del criterio de aquel espectro, cada vez más pálido, que era para él el joven y olvidado Man?
Esos pensamientos, esas impresiones ocupaban el ánimo de Man mientras la tarde se hacía noche y transcurría el tiempo de las oraciones finales del día, la cena y la charla familiar. Cuando los niños se fueron a dormir, su esposa le dijo:
- ¿Qué te ocurre? Has estado distraído toda la cena. ¿Te preocupa algún problema?
Man contuvo una sonrisa, y la contempló. Seguía siendo aquella jovencita que había aprendido a amar, y sin embargo, había cambiado, revelando los rasgos que tiempo atrás no eran más que promesas. Su rostro no tenía ya la tersura de los sueños, sino que era más real, se había enriquecido. Tenía la mirada comprensiva de la madre, la mandíbula decidida de la mujer valerosa, las arrugas en la comisura de los ojos fruto de tantas risas. Y tenía también la entonación cordial de la compañera. Man había sido un tonto al suponer que podría disimular algo ante ella. E hizo lo único que podía hacer: explicarse.
- Hoy, alguien ha mencionado el templo de Bundar. Ya te he contado que yo fuí una vez en peregrinación hasta allí. Y estaba pensando que algún día tendré que volver. Aquel viaje cambió mi vida; tú no puedes saberlo, porque te conocí cuando ya lo había hecho y era otra persona. Pero yo, antes, era muy diferente.
- Lo sé - dijo ella - Recuerdo la época, a poco de conocerte, en que me habría gustado saber de tí mucho antes, que hubiésemos crecido juntos, desde niños. Tenía celos de todos esos años que habías pasado sin mí. Pero eso ahora ya no importa. Lo único que yo quería entonces era tener un pasado contigo, un puñado de recuerdos nuestros. Y ahora ya los tengo.
- La verdad es - continuó Man - que no podría describirte cómo era yo entonces. Casi no lo recuerdo. Supongo que debía ser de alguna manera, claro. Y que después de aquel viaje, algo se perdió.
- Podrías haber tenido otra vida - dijo ella, tras una fugaz mirada - Quieres decir eso, ¿verdad?
- No lo sé - repuso Man - Quizás sí. Ultimamente, tengo la impresión de que la vida es sobre todo algo que te ocurre, y que puedes decidir muy pocas cosas. Que son el sol y la lluvia los que ponen el color, y en el collar de los días, son muy pocas las cuentas en las que has podido dejar tu huella. Si contemplo toda mi vida, e intento buscar los trazos, aquello que la marca como mía, me temo que no sabría encontrarlo.
- Porque no lo ves - dijo ella, pensativa - como no ves el aire que respiras. Y es algo que no hace ruido, como no lo hace el tiempo al pasar. Pero no podrías vivir sin respirar, y el tiempo es el papel en el que se escriben los días.
“Has hecho un montón de pequeñas cosas: todos los ratos en que has jugado con tus hijos, todas las ocasiones en que me has apoyado y ayudado. Todas las veces que nos hemos abrazado, todas las mañanas en que te has sacudido la pereza para irte a trabajar. Es algo tan evidente como el día, por eso no reparas en ello. No es que no lo sepas; es que lo has olvidado, de tan sabido.
Lanzó un suspiro, que sorprendió a Man y le hizo preguntarse cuánto le faltaba para llegar a conocerla.
- Pasan los días - continuó ella - y pasan cada vez más deprisa. Tal vez sólo nos morimos porque llega un momento en que ya no somos capaces de seguir su ritmo. Y el tiempo parece llevárselo todo, incluso lo que somos y lo que creemos.
“Tal vez deberías repetir el viaje ahora, cuando te asaltan las dudas. Por lo que veo, no puedes evitar preguntarte si no te has equivocado. Y si no puedes evitar la pregunta, no evites tampoco la respuesta. Ve a buscarla. Si no respondes tú, la duda lo hará por tí, y su respuesta será confusa y amarga. No puedo permitir que pases los días con la insinuación de un fracaso, de una equivocación. Tengo que defender tu felicidad: recuerda que está trenzada con la mía.
En los ojos de ella brillaba una lágrima, que Man enjugó con un beso antes de abrazarla. Aquella noche tuvieron una intensa y apasionada despedida. Y a la mañana siguiente, Man partió camino de Bundar.
No diré nada acerca del tema y el contenido; es algo que ya se irá viendo. Sólo espero ser capaz de mantener la atención de lectores y lectoras a lo largo de varios días. Gracias de antemano.
1. ECOS
Érase una tarde cuando Man, después de tantos años, volvió a oir el nombre del lejano templo de Bundar. La ocasión, la improvisada reunión de vecinos al regresar de las faenas del campo, no tenía nada de especial. Y mucho menos el escenario: las grullas alborotaban en las copas de los sicomoros, presagiando que una numerosa bandada alzaría el vuelo dentro de un instante. Los chiquillos apuraban los últimos momentos de juego antes de que sus madres los llamasen, obligándolos a retirarse a sus casas. Aquí y allá se encendía una luz temprana, rompiendo la penumbra creciente del crepúsculo. Y el cielo, en un rapto de frivolidad, se probaba nuevos colores: rosa, escarlata, violeta.
El calor del día empezaba a remitir, presagiando la tibieza de la noche, y el cansancio se pegaba a la piel de los hombres, tan habitual y conocido como la voz de la esposa. Y en ese lugar, en ese tiempo, alguien había pronunciado el nombre conocido y largo tiempo olvidado: Bundar. Al parecer, alguien, un pariente de un amigo de un conocido, había muerto hacía días. Alguien que había abandonado su aldea de joven, para irse a vivir cerca de Bundar. Y esa mención casual hizo mella en Man, despertando antiguos ecos en estancias no visitadas durante años.
Man, en su juventud, ya lejana, había peregrinado a Bundar. Y ese recuerdo, casi desvanecido, era una de las pocas cosas que aún subsistían de la vida que había llevado entonces. Porque los días de su mocedad le eran ahora tan extraños como la vida de otra persona, y todo lo que le rodeaba lo ataba al hilo de otra historia, la que había empezado después, y que llegaba hasta el momento presente. Tras su peregrinaje, había regresado a su pueblo, había tenido hijos, y se había dedicado a labrar la tierra. Su vida había sido tan plácida y llena de pequeñas batallas como la de tantos hombres del pueblo. Nada a destacar, excepto la continuidad y la constancia.
Pero habían existido otros días, y en esos días había unos compañeros, un viaje, unos incidentes y unas esperanzas. Y ahora, todo eso se había convertido en ruinas actualmente deshabitadas, en las que un retazo aún conservado sugería lugares y sucesos, y en cierta medida, un propósito general, como el plano de una ciudad. Y esa ciudad tenía un norte, y una avenida principal: el camino que conducía a Bundar. Porque de aquel pálido cuadro, un solo trazo era lo bastante enérgico y concreto para ser aún distinguible: el motivo, el objetivo del viaje. Man, cumpliendo ese rito que tantos han creído necesario para llegar a la edad adulta, había partido lleno de fe, en busca de las revelaciones básicas que pudieran orientarlo y sostenerlo a lo largo de los días. Había visto mucho y escuchado mucho, y mucho se le había prendido a la piel, seguramente más de lo que era consciente de haber recogido con sus jóvenes brazos. Pero de eso hacía tanto, que apenas habría podido formular, de todo aquel bagaje, más que cuatro afirmaciones triviales, más fuertes por la convicción que por las palabras. Aunque, ¿hasta qué punto seguían siendo válidas? ¿Hasta qué punto podía fiarse del criterio de aquel espectro, cada vez más pálido, que era para él el joven y olvidado Man?
Esos pensamientos, esas impresiones ocupaban el ánimo de Man mientras la tarde se hacía noche y transcurría el tiempo de las oraciones finales del día, la cena y la charla familiar. Cuando los niños se fueron a dormir, su esposa le dijo:
- ¿Qué te ocurre? Has estado distraído toda la cena. ¿Te preocupa algún problema?
Man contuvo una sonrisa, y la contempló. Seguía siendo aquella jovencita que había aprendido a amar, y sin embargo, había cambiado, revelando los rasgos que tiempo atrás no eran más que promesas. Su rostro no tenía ya la tersura de los sueños, sino que era más real, se había enriquecido. Tenía la mirada comprensiva de la madre, la mandíbula decidida de la mujer valerosa, las arrugas en la comisura de los ojos fruto de tantas risas. Y tenía también la entonación cordial de la compañera. Man había sido un tonto al suponer que podría disimular algo ante ella. E hizo lo único que podía hacer: explicarse.
- Hoy, alguien ha mencionado el templo de Bundar. Ya te he contado que yo fuí una vez en peregrinación hasta allí. Y estaba pensando que algún día tendré que volver. Aquel viaje cambió mi vida; tú no puedes saberlo, porque te conocí cuando ya lo había hecho y era otra persona. Pero yo, antes, era muy diferente.
- Lo sé - dijo ella - Recuerdo la época, a poco de conocerte, en que me habría gustado saber de tí mucho antes, que hubiésemos crecido juntos, desde niños. Tenía celos de todos esos años que habías pasado sin mí. Pero eso ahora ya no importa. Lo único que yo quería entonces era tener un pasado contigo, un puñado de recuerdos nuestros. Y ahora ya los tengo.
- La verdad es - continuó Man - que no podría describirte cómo era yo entonces. Casi no lo recuerdo. Supongo que debía ser de alguna manera, claro. Y que después de aquel viaje, algo se perdió.
- Podrías haber tenido otra vida - dijo ella, tras una fugaz mirada - Quieres decir eso, ¿verdad?
- No lo sé - repuso Man - Quizás sí. Ultimamente, tengo la impresión de que la vida es sobre todo algo que te ocurre, y que puedes decidir muy pocas cosas. Que son el sol y la lluvia los que ponen el color, y en el collar de los días, son muy pocas las cuentas en las que has podido dejar tu huella. Si contemplo toda mi vida, e intento buscar los trazos, aquello que la marca como mía, me temo que no sabría encontrarlo.
- Porque no lo ves - dijo ella, pensativa - como no ves el aire que respiras. Y es algo que no hace ruido, como no lo hace el tiempo al pasar. Pero no podrías vivir sin respirar, y el tiempo es el papel en el que se escriben los días.
“Has hecho un montón de pequeñas cosas: todos los ratos en que has jugado con tus hijos, todas las ocasiones en que me has apoyado y ayudado. Todas las veces que nos hemos abrazado, todas las mañanas en que te has sacudido la pereza para irte a trabajar. Es algo tan evidente como el día, por eso no reparas en ello. No es que no lo sepas; es que lo has olvidado, de tan sabido.
Lanzó un suspiro, que sorprendió a Man y le hizo preguntarse cuánto le faltaba para llegar a conocerla.
- Pasan los días - continuó ella - y pasan cada vez más deprisa. Tal vez sólo nos morimos porque llega un momento en que ya no somos capaces de seguir su ritmo. Y el tiempo parece llevárselo todo, incluso lo que somos y lo que creemos.
“Tal vez deberías repetir el viaje ahora, cuando te asaltan las dudas. Por lo que veo, no puedes evitar preguntarte si no te has equivocado. Y si no puedes evitar la pregunta, no evites tampoco la respuesta. Ve a buscarla. Si no respondes tú, la duda lo hará por tí, y su respuesta será confusa y amarga. No puedo permitir que pases los días con la insinuación de un fracaso, de una equivocación. Tengo que defender tu felicidad: recuerda que está trenzada con la mía.
En los ojos de ella brillaba una lágrima, que Man enjugó con un beso antes de abrazarla. Aquella noche tuvieron una intensa y apasionada despedida. Y a la mañana siguiente, Man partió camino de Bundar.
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