martes, octubre 17, 2006

Tango

Si hace unos días publiqué el último cuento que he escrito (El Pirata), hoy publico el primero que escribí, hace más de 10 años. Realmente, fué muy arriesgado hacerlo, ya que tuve que ensayar toda una serie de técnicas que no sabía si iban o no a funcionar. Pero necesitaba librarme de una historia que me había estado obsesionando durante años, una historia que provino de un sueño. Tanto me afectó, que tuve que levantarme y escribir algo. Ese primer apunte resultó ser la letra de un tango que nunca se ha compuesto, de ahí el título.

Con este post cierro una etapa, y durante algún tiempo dejaré de publicar. Necesito algunos días para reflexionar y decidir por dónde sigo (y si sigo o no). Así que hasta pronto.

TANGO

Ya casi no hacía frío. Sobre el patio de la cárcel se veían unas pocas nubes perdidas. Dentro de poco llegaría el verano, el calor, las baldosas del patio ardientes y borrosas, el apiñarse en las escasas sombras como perros cansados, el hedor a todas horas en los pasillos, el dar vueltas hasta la madrugada en el catre, buscando un lugar fresco en las sábanas sudadas.
Pero de momento, eso estaba lejos. Al sol se estaba bien, y ya casi no hacía frío. Juan había pasado otra noche de insomnio, y difícilmente podía pensar en otra cosa que no fuera el frío y el calor. Estaba sentado en el suelo, cerca del pie de la escalera, con las piernas un poco encogidas y la espalda apoyada en la pared.
A su lado se dejó caer un tipo flaco, muy flaco, y bajito, con el pelo alborotado. Juan había oído decir a otros presos que lo llamaban “Pajarito”, posiblemente por su aspecto de poquita cosa. Y a lo mejor, también por el pelo, que no se sabía por qué, le hacía pensar a uno en el penacho de las cacatúas.
No es que importase mucho, allá adentro, cómo llevase uno el pelo. Claro que algunos, por ejemplo los macarras que se las daban de guapos, mojaban el peine o le daban brillantina con el dedo, e insistían hasta que les quedaba el pelo planchado como la piel de una foca.
- Me llaman “Pajarito”.
Juan se sorprendió. De momento, lo habían puesto solo, y los demás presos lo habían dejado de lado. Y ahora aparecía este tipo, y se presentaba.
- Yo, Juan.
No tenía intención de darle conversación, a Pajarito. Bastante tenía con lo suyo. Pero un mínimo de educación había que tener, y no lo iba a dejar con la palabra en la boca.
- ¿Tienes tabaco? - preguntó Pajarito.
- No, no fumo.
- Mejor. Así no tengo que invitarte.
Pajarito sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa, tomó uno, lo encendió y volvió a guardar el paquete, mientras Juan lo miraba.
- Así no se arruga - dijo Pajarito, golpeándose el bolsillo. Y añadió:
- A mí, me han trincao por chorizo. Y tú, ¿por qué estás aquí?
- Asesinato.
- ¡Venga ya! Tú eres nuevo, ¿verdad? Seguro que sí, si no, me habrías dicho “homicidio en segundo”, o en primero, o algo así. Aún no te han juzgado, ¿verdad? ¿Sabes qué juez te va a tocar?
- No.
- No hablas mucho, ¿verdad? Ya te darás cuenta de que aquí dentro sobra tiempo para todo, y charlando, dura lo mismo pero te das menos cuenta.
- No ando muy fino, yo, hoy - dijo Juan.
- Ya. Los primeros días ¿A que hace poco que te han trincao? ¿Lo ves? Si los conozco yo a una legua, los que no son del ramo. ¿Estás asustado?
- Un poco.
- Tranquilo. A los otros no les interesas, ni te haces el chulo, ni tienes pinta de tener dinero, ni eres jovencito, ni te haces el gracioso. Tú te pegas a mí, y tranquilo. Si alguno te molesta, me lo dices y ya le pararé yo los pies. Que me has caído bien, hombre.
A lo mejor no era tan mala idea. No es que Juan fuese un gallina; en el barrio, no se podía ir muy lejos siéndolo, pero no conocía el ambiente, ni sabía con qué se podía encontrar allí dentro. Antes de entrar, se lo había imaginado más sucio y más tenebroso, pero no. No es que fuese un modelo de limpieza, pero en las paredes no había pintadas. Bueno, sí las había, pero eran viejas. Y había bastantes ventanas, y todo estaba iluminado. Por lo visto, a la policía no le gustaban las sombras.
De vez en cuando había algún barullo y se rompían cosas, bancos y bombillas y tubos fluorescentes, y esa noche no dormía nadie, pero al cabo de pocos días estaba todo arreglado de nuevo, como para demostrar que era inútil todo lo que intentasen, que se iban a pudrir allá dentro hasta el final de la condena.
- Anda, cuéntame ¿Cómo fue? Lo del asesinato, digo.
Juan respiró. Atontado por el sueño, había pasado la mañana sin que los recuerdos lo agobiasen, pero ahora, con la pregunta de Pajarito, todo empezaba a removerse de nuevo, y Juan no sabía si quería permitir que eso pasase. Mejor dicho, sabía que no lo quería, pero una vez más, no sabía cómo ponerle un freno a sus obsesiones.
- Si no quieres, déjalo - dijo Pajarito.
- No, si es lo mismo - respondió Juan.
- Que yo sé lo que me digo. Que a tí es mejor no forzarte, que dejándote tranquilo es mejor. Si al final me lo vas a contar todo, hombre, que yo sé cómo van estas cosas. Que es mejor que me lo cuentes a mí, que en el fondo me importa un bledo, que se te quede dentro, como una carcoma ¿Sabes lo que te digo?
Juan asintió, y dijo:
- Me engañaba con otro - y suspiró.
- Tu mujer, ¿verdad? Y te la cargaste, ¿verdad? Hiciste bien. Las mujeres...
- A él - interrumpió Juan.
- ¿Al tipo?
- Sí. Pero fué un accidente. Yo iba a por ella.
- Ya - dijo Pajarito, y se calló. Esperaba que Juan siguiera. Intuía que al fin iba a empezar la historia.
- No lo entiendo, no le faltaba nada - dijo Juan - Y yo no había mirado nunca a otra. Bueno, mirarlas sí, pero nada más. Desde que nos casamos, nada más. No lo entiendo.
Juan hizo una larga pausa. Se pasó una mano por la cara, como para quitarse las telarañas de los ojos. Luego, continuó:
- No estábamos tan mal. Yo he tenido amigos que a la mujer, la trataban poco menos que a patadas, y ellas, venga a aguantar. Y en cambio, la muy... no sé qué le pasó. No le faltaba nada, y yo... si quería algo, a mí me faltaba tiempo para comprárselo, lo que fuera. No es que tuviéramos lujos, eso no, pero... no lo entiendo.
“Al principio no me dí cuenta. Claro que la notaba un poco rara, un poco distraída, ya no era como antes. Al poco de casados, bastaba con que le pusiera la mano en el hombro, y me parecía que se derretía como un helado. Y luego, ya digo, empezó a estar un poco rara. Y luego vinieron las malas caras. Se pasaba días enteros triste, sin decir casi nada. Y yo, venga a preguntarle qué tenía, y ella que nada. Y después, empezó a echarme cosas en cara. Que si volvía muy tarde a casa, que a saber dónde me iba al salir del trabajo, que si no le hacía caso, que si no me ganaba la vida lo bastante. Y claro, empezamos a discutir. No es que yo sea peleón, pero si me pinchan, salto. Y discutíamos.
“Algo raro le rondaba por la cabeza. No sabía qué, pero yo me daba cuenta. Las mujeres... ¿qué les pasa a las mujeres? ¿Qué diablos les pasa por la cabeza?
- A veces, no lo saben ni ellas - apuntó Pajarito.
- Y yo que no me daba cuenta. Me puse a trabajar como un loco. Si había algún trabajo, yo soy mecánico de motos, me quedaba a hacerlo, para conseguir un poco más de dinero. Claro que nos costaba llegar a final de mes, como a todo el mundo. Pero bueno, yo trabajaba, y no me lo gastaba con los amigos en el bar, y trabajaba bien, diez años en el mismo taller, y no me han despedido nunca. Y el dueño lo sabía, y me conocía bien, y me ha ayudado mucho. Es muy buena persona, vale mucho que alguien te eche una mano cuando estás hundido. Y cuando había una reparación comprometida, como con la Harley Davidson, un pedazo de moto, ¿a quien se la daban? A mí. Hice un buen trabajo, te lo digo yo. Y otras cosas; tipos chalados, de esos que se compran una BMW de las de la guerra, una chatarra, y se la hacen reconstruir, me la hacían revisar a mí. Porque más de uno ya había oído hablar de mí.
“Y yo cada día llegaba a casa más cansado, y ¿para qué? Para encontrarme la cena fría, y malas caras. Una tortilla reseca y amarga, y unas palabras aún más amargas. Que si era un desgraciado, que si me explotaban, que si tuviera iniciativa haría tiempo que me habría puesto por mi cuenta.
“Y cada día, mientras me afeitaba, veía que me iba pareciendo más a mi padre, pobre viejo. Y me parecía que se me escapaba algo, que algo se estaba oxidando y corroyéndose, como uno de esos tubos de escape que cuando los tocas se te deshacen entre los dedos como si fueran de papel. Me daba cuenta de que me estaba quedando sin nada.
“Empecé a dormir mal por las noches. Yo nunca había bebido, bueno, lo normal, pero una noche que me harté de dar vueltas en la cama me levanté, me fuí al comedor y me puse un coñac, a ver si me calmaba. Al cabo de poco, acababa la cena con un coñac para poder dormir. Y si discutíamos, eran dos. Empecé a gritarle si algún día se había acabado la botella y no había otra. Y un día que no embalamos más de lo corriente, le levanté la mano. Ella no dijo nada, se fué corriendo al dormitorio, y desde el comedor la oí llorar. Yo me quedé allá, solo, sin saber qué hacer, mirando el vaso vacío. Esa noche me acabé la botella.
“Y un buen día, ella cambió de humor. Primero, no me acuerdo muy bien, pasó varios días nerviosa. Luego se calmó, y parecía que no había nadie en casa. Y poco a poco, volvió a estar de buen humor. A veces la sorprendía sonriendo, sin que viniese a cuento. Aún no sabía que en el fondo se estaba riendo de mí.
“Pasé un tiempo más tranquilo. Dejé en paz la botella de coñac. De vez en cuando, al acercarme a ella, me decía que no estaba de humor o que le dolía la cabeza, pero tampoco era siempre, y no pensé nada raro. Y luego, no es que volviera a cambiar de humor, en el fondo estaba tranquila, pero sí que se volvió más variable. Un día estaba contenta por la mañana y triste por la tarde, o al revés. A veces se ponía seria de repente, o echaba a reir por cualquier tontería.
“Y yo, sin enterarme de nada. Algunos lo sabían. Seguro. Empezaron las risitas en el taller. Y alguno que decía cosas, bromas que no venían a cuento cuando yo estaba delante, y broncas que se armaban sin que yo supiera por qué. Y durante bastante tiempo, nadie me dijo nada.
“Al final, me lo dijo un tipo del taller con el que casi no me hablaba, y no le he vuelto a dirigir la palabra. Un día, al acabar, me agarró por el hombro, y me dijo que tenía que hablar conmigo. Yo lo miré de arriba abajo y le dije que si se trataba de prestarle dinero, que lo sentía, pero que no contase conmigo. Me dijo que no era eso, y que mejor no hablarlo allí. Fuimos a un bar, me acuerdo que pedimos un par de cervezas. El pobre tipo no sabía cómo empezar, estuvo un buen rato dándole vueltas al vaso, hasta que yo le dije que la iba a marear, la cerveza.
“Y me lo soltó de golpe. Que lo sentía mucho, que sabía que yo no se lo iba a perdonar, pero que alguien tenía que decírmelo, que lo habían hablado en el taller y habían decidido que le tocaba a él, que al fin y al cabo tampoco tenía amigos. Y me dijo no sé cuántas cosas más, pero yo ya no lo escuchaba. Me quedé mirando el vaso, la espuma de la cerveza había dibujado un triángulo en el vidrio, con la punta hacia abajo, como el pubis de una mujer, que se iba borrando despacito.
“Creo que se fué. Bueno, seguro que se fué, porque me encontré solo en el bar, con el ruido de una de esas máquinas que hay por todas partes. Me parece que pedí un coñac. No sé qué sentía. Posiblemente nada, como cuando te das un golpe en caliente, que al principio no lo notas, pero por la noche, al llegar a casa, notas un dolor por sorpresa en el brazo, al abrir la puerta, y la mujer te tiene que dar unas friegas.
“No sé si lo pensé entonces o más tarde. Aquel día, aquella tarde, se me borra. Pero me habían hundido, me habían destrozado la vida. Uno lucha, y trabaja, y no se mete en líos, y se porta bien. Y ¿cómo te trata la vida? Como le da la gana. Y, ¿qué sacas de la vida? Nada.
- Sólo lo que le puedas afanar - dijo Pajarito, tras un suspiro.
- Me había quedado sin nada. Porque si uno se ha casado, y ha ido por las buenas, y se ha portado bien, y se ha matado a trabajar, y de repente se encuentra con que ella ha hecho trampa, ¿qué queda? Nada - y Juan se calló, hasta que Pajarito, que esperaba paciente, se vió obligado a decir algo:
- Hay una jota que dice:
Las mujeres y las uvas
es muy fácil compararlas;
las malas, para pisarlas,
y las buenas, pa'colgarlas.
Juan ni siquiera sonrió. Simplemente respiró hondo, y como si se impusiera un desagradable deber, continuó:
- Me había quedado sin nada - repitió - Y de momento, no sabía qué hacer. Pasé unos días muy malos, a veces desesperado, a veces sintiéndome como un idiota que se había dejado tomar el pelo. Había un tipo sin escrúpulos que se había aprovechado de que uno es bueno, pensaba. O también, que a la muy puta le había faltado tiempo para buscarse a otro. Y también, que era un idiota y un cretino, y que uno tiene que darse cuenta de esas cosas. Me parece que esto ya lo he dicho.
- Da igual. Sigue.
- Fueron unos días muy malos. En el taller ni sabía lo que me hacía, hasta el dueño, muy buena persona, me dijo que me tomase unos días, que no pasaba nada, no faltaba más, a cuenta de vacaciones, claro.
“Y me tomé unos días. Pero claro, no me podía quedar en casa, ella se habría dado cuenta. Así que me sentaba en un banco de una plaza, al lado de los jubilados que hablaban de sus cosas y tomaban el sol, o paseaba, por el barrio o más lejos. Uno de esos días, pasé por delante de una tienda de artículos deportivos, y de golpe, me paré y me quedé mirándolo. Una belleza. Veinticinco centímetros de acero cromado. Fabricado en España. Con sierra, anzuelo, cable de nylon, fósforos antiviento, una brújula en la tapa del mango. Un cuchillo de monte, más bien de guerra, como si uno fuera el protagonista de una película de Hollywood.
“Entré y pregunté el precio. No llevaba bastante dinero encima, pero de todas formas entré. Yo aún no había decidido nada, me parece. A lo mejor sí. El caso es que volví al cabo de un par de días y me lo llevé.
“No lo llevé a casa. En el taller, tenía un armarito para cambiarme y dejar la ropa, y lo guardé allá. Tenía que esperar. Tenía que llegar el momento oportuno. Aunque estuviese loco de celos, o a lo mejor, precisamente por eso, llegué a darme cuenta de que los días en los que ella estaba más nerviosa, antes, y más tranquila, después, eran los martes y los jueves. Y fué un jueves.
“Era a medio invierno, ya era de noche a las seis de la tarde. No sé qué excusa dí en el taller, el dueño me dijo que sí, me apreciaba, el caso es que me fuí al armario, tomé el cuchillo y me fuí delante de casa, a esperar. Por suerte, había un banco en el que pude sentarme. Me subí el cuello como si tuviera frío, de hecho, hacía frío, y hundí la cabeza en el pecho como si me encontrase mal, de hecho, me encontraba mal.
“Ya era de noche, y aún era temprano, cuando ella salió. No miró alrededor, estaba tranquila, como segura de que nadie, ni siquiera su conciencia, iba a decirle nada. Con paso decidido, tomó la dirección contraria a la que yo había previsto, y se fué.
“Me ayudó que fuese de noche. Bueno, de hecho, no me ayudó, porque ella no se volvió ni una sola vez para comprobar si alguien la seguía. Yo me fuí escondiendo en las sombras, hasta que me dí cuenta que no hacía ninguna falta. No sé cuánto rato caminamos los dos. Las casas, las tiendas, las calles, habían ido cambiando. Iban a encontrarse en el centro, donde nadie conoce a nadie. Había mucha más luz, pero a ella no la preocupaba, así que a mí tampoco. Al final, llegamos a una esquina menos iluminada que las otras, delante de un banco.
“Y allá había un tipo alto, sin sombrero, con abrigo, que estaba fumando y paseando arriba y abajo. Un señorito. Uno de esos que se creen que pueden pisotear a todo el mundo y pedir perdón luego. Me daba lo mismo. No me importaba que fuese alto o bajo, rico o pobre. Para mí, era un hijo de la gran puta, y nada más.
“Ella se acercó, le puso la mano en el hombro, y él se volvió. Se besaron, él la agarró por los brazos, como si fuera más urgente darse un beso que nada en el mundo, luego la soltó y se abrazaron.
“Entonces salí de las sombras. Había abierto el cierre de la funda del cuchillo, lo había agarrado por el mango y lo llevaba en la mano, ya sin importarme nada. Y me fuí para ellos.
“Él me vió venir, ella me quedaba de espaldas. Con un gesto brusco, volvió a agarrarla por los brazos, la apartó y la puso detrás de él. Yo venía con el cuchillo en la mano, ciego, loco. Y me llegué hasta donde estaban, y acuchillé. Y lo hice otra vez. Y otra más.
“Es curioso lo que pasa en estos casos. Te mueves y haces cosas, pero casi no te das cuenta de nada.
- Lo sé. Me lo han contado - replicó Pajarito.
- Eso es lo que parece. Pero en el fondo, te das cuenta de todo, hasta de los detalles más chicos.
“He vuelto a ver aquella escena montones de veces. Y es raro, siempre la veo desde fuera, como en esos sueños en los que uno puede ver cómo le pasan las cosas. Me veo en aquella esquina, acuchillando al tipo, y todo pasa muy despacio. Le hundo el cuchillo, y él se dobla. Vuelvo a clavarlo, y pega una sacudida. La tercera ya no hacía falta, ya estaba muerto.
“Total, tres cuchilladas, y el tipo se volvió un fardo. Se cayó al suelo, tan como una cosa, que hasta me pareció que rebotaba. Oí el ruido que hizo al pegar contra el pavimento. Y me dije: ya está. Había ido a matarla a ella, pero se me había acabado la cuerda. Me quedé quieto, y ella se arrodilló a su lado, extendió una mano y lo tocó. Supe que lloraba. No la oía, pero le temblaban los hombros.
“Me quedé allá, mirándolos a los dos. Y me dí cuenta de que pasaba algo que no entendía, no sabía qué. Algo que me tenía inquieto, como una sospecha. Una de esas cosas que no sabes agarrar con las manos.
“Pasó un buen rato, parecía que nadie se hubiese dado cuenta. Miré alrededor, y ví cómo algunos se paraban, pegaban una ojeada y seguían. Poco a poco se fué formando un coro de gente, que se mantenían lejos; yo aún tenía el cuchillo en la mano. Lo dejé caer.
“Y vino la policía, se me llevaron, en fin, esas cosas. Y empezó una serie de días que me parecieron todos iguales. Un coche, y una sala de espera, un banco, unas horas vacías, otra sala, y preguntas. Y otro coche, la celda. Desayuno, almuerzo, cena, y a dormir. Y más coches, más salas, más esperas, más preguntas. Pero hombre de Dios, estas cosas se hablan antes, que luego no hay remedio, me dijo un comisario. A veces, sentado en el banco, me pegaba el sol, y tenía que entornar los ojos. Y cada vez que me tocaba esperar me ponía a pensar. Al principio sólo conseguía recordar aquella escena, en aquella esquina. Luego, empecé a revisar toda la historia, los reproches de ella, sus impaciencias. Pero por encima de todo, aquella sospecha inconcreta, como si me hubieran tendido una trampa.
“Las cosas se fueron calmando. Ya me aburría de contestar siempre las mismas preguntas. Las salidas se fueron espaciando, y estaba más tiempo solo. Poco a poco, me dí cuenta de que podía recordar la escena sin volver a sentir la misma rabia. Ya no era el protagonista. Aquella esquina mal iluminada era un escenario sin sentimientos, con tres títeres representando una función.
“Al verlo con más calma, más desde fuera, pude empezar a pensar en el papel de cada uno. El tipo esperando, ella corriendo una aventura, yo con el cuchillo. Ya le daba mucha menos importancia a todo. Y entonces, poquito a poco, la sospecha que me atormentaba empezó a concretarse, y al final pude verlo claro.
“El tipo me había visto venir; ella me daba la espalda, pero él no. Y la apartó y se puso delante. Le pegó una ojeada al cuchillo, y se quedó quieto, esperando. Yo no soy un gallina, pero yo no me encaro así, a pecho descubierto, contra un tipo armado con un cuchillo. Pero no era un valiente. Pude verle la cara de miedo cuando lo tuve cerca. Y no se movió. Yo estaba ciego de rabia, pero él tenía la cabeza fría, y miedo, y aguantó. Yo mataba por ella, pero el otro se había echado a morir por ella.
“La quería más que yo. Y si la quería más, ¿para qué lo había matado? ¿De qué servía? Podía ser un buen tipo, lo bastante bueno para quererla de ese modo. Hasta podíamos haber sido amigos, de no estar ella por en medio. De verdad que había caído en una trampa. De verdad que no servía para nada todo lo que había hecho. Ni el matarme a trabajar, ni la bebida, ni el cuchillo, ni seguirla por la calle. No había castigado a nadie. El tipo aquel se había muerto de pura mala suerte, y nada más. Pero yo había matado a uno, y me tocaba pagarlo.
Juan bajó la cabeza, abatido, y durante unos momentos no dijo nada. Luego, concluyó:
- La he perdido a ella. Ya la había perdido antes. Y me he perdido yo. Ya no me queda nada. Sólo un montón de años para pasarlos solo.
Pajarito abrió la boca, como si fuera a decir algo, y la cerró de nuevo. Se había nublado, volvía a hacer frío. En una radio lejana sonaba la letra de un tango.
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