miércoles, octubre 25, 2006

Regreso a Bundar (3)

Tercera entrega de la novela. Hasta pronto.

3. CLAVEL

El viejo barquero canturreaba una antigua melodía, variando el ritmo y adaptándolo al esfuerzo de palear y hundir el remo en el río, para dirigir la almadía. Man, en un rincón, estaba silencioso. La mañana era fría, y el manto de niebla que flotaba sobre el agua lo calaba a uno, haciendo penetrar ese frío hasta los huesos.
- Hace unos años - dijo el barquero, empezando a explicar una historia sin pedir permiso a nadie - cuando la gran crecida, se ahogó una muchacha un tanto más abajo. Yo trabajaba entonces por allí. Por lo visto, intentaba atravesar el río para ir a ver a su novio. Por cierto, yo lo conocía. El día antes intentó convencerme para que lo llevase al otro lado. No lo hice, claro. Habría sido una locura, tal como bajaba el río.
“Lo raro del caso es que él estaba al otro lado cuando la encontraron. No imagino cómo pudo pasar. Y cuentan que la escena era tan triste, que incluso un viejo cocodrilo que andaba por allí se echó a llorar. Lágrimas de cocodrilo, ya se sabe.
La voz del barquero se extinguió, sin que esta vez nadie dijese “Ah”, ni “Oh”, ni hubiese murmullos, y sólo existió de nuevo la niebla, el frío y el chapoteo del remo en el agua gris. Allá delante empezaba a dibujarse la incierta silueta de la otra orilla, y en ella, los muelles de Cial. Al contrario de lo que ocurría con Tora, el nombre de Cial sonaba cada vez menos, lo que constituía un mal presagio. La ciudad debía haberse quedado detenida en el tiempo, soñando en los días de esplendor. Cial había sido un importante puerto fluvial, al que llegaban multitud de mercancías con destino a las ricas ciudades del interior. Y allí se embarcaban los productos que sustentaban aquella riqueza: maderas, granos, té.
Las grandes sequías de años atrás habían acabado por arruinar aquellas ciudades, que arrastraron a Cial en su caída. Cuando Man desembarcó y empezó a recorrer las calles, vió que se había equivocado, y que el tiempo, lejos de haberse detenido, había atravesado la ciudad como un vendaval. Había muchos locales cerrados, muchas casas vacías. No se veían niños por las calles, y casi todo tenía un aire caduco, con una tristeza nostálgica, semejante a la de un amor perdido.
Seguramente, cuando las cosas empezaron a ir mal, fueron los grandes los primeros en marcharse. Y más tarde, los medianos que vivían a la sombra de los grandes. Pero los pequeños que vivían a la sombra de los medianos, esos no habían podido irse. Les faltaban los medios, y a menudo la resolución. Y aún debían estar allí, dudando, sin acabar de creérselo, o tal vez esperando un milagro que hiciese volver la prosperidad. Toda la ciudad era como una gran mansión de la que se hubiese ausentado el dueño, mientras la servidumbre languidecía e intentaba mantener las apariencias, guardando una casa vacía.
Man recorrió las calles ahora tranquilas más lentamente de lo que había previsto, dejándose ganar por el ambiente de decadencia. Las avenidas, por su escasa actividad, eran más paseo que camino. Mientras tanto, un sol tibio conseguía levantar la niebla y empezar el día, pero no consiguió reavivar el ánimo marchito de Man. Al igual que en Tora, Man buscaba a alguien. Pero esta vez, temía más que deseaba el encuentro. Porque con Aleb había existido un vínculo de amistad que los años podían haber debilitado. Pero en lo referente a Clavel, cualquier posible vínculo había sido sopesado y rechazado antes de empezar.
Como suele ocurrir, aquello que Man temía sucedió fácilmente. Sus pasos, aparentemente casuales, lo llevaron a una posada que por algún motivo le pareció aceptable, más aún, mejor que las otras. Y en ella, naturalmente, estaba Clavel. Los años habían sido benévolos con ella. Algún quilo de más, no muchos, constituían el peaje que había tenido que pagar por no tener casi arrugas. Pero esos quilos, al mismo tiempo, subrayaban su atractivo primario. Sus ojos, tal vez un poco menos espectaculares, conservaban su brillo, y su sonrisa era igual de fácil y cordial. Estaba detrás del mostrador, dando órdenes, disponiéndolo todo, y defendiéndose de las bromas procaces de los clientes con una ágil e ingeniosa esgrima verbal. Nada parecía capaz de salvar aquella barrera inmaterial de paradas, molinetes y estocadas. Salvo la aparición de Man.
Hacía algunos segundos que él había entrado, los suficientes para apreciar cuánto se parecía Clavel a la que él recordaba. Ella, simplemente, no lo había visto. Pero al divisarlo, a punto de servir una jarra, el efecto fué como el de un mazazo. El brusco silencio de ella, y su inmovilidad, con la jarra a medio aire, sorprendieron a los parroquianos, y no tardaron en extenderse como una mancha de aceite por toda la taberna. Cuando por fin salió de su estupor y habló, la voz de ella pudo oirse perfectamente:
- Bienvenido, forastero. Me alegro de volver a verte.
Sus palabras venían subrayadas por una franca y atractiva sonrisa. Man se acercó hasta ella y dijo:
- Buenos días, Clavel. ¿Habrá posada para un peregrino?
- Claro que sí - respondió ella, con una chispa en los ojos - Ya te encontraremos una habitación. Si es preciso, te haré un hueco en la mía. De momento, busca una mesa y siéntate, que te llevaré algo de comer.
Man obedeció. Fué ella en persona quien le sirvió un plato de sopa humeante, y al hacerlo, le dijo:
- Ni se te ocurra desaparecer. Tenemos mucho que hablar, tú y yo.
Pero hubo que esperar un buen rato hasta que pasó la intensa actividad del almuerzo. Cuando la tarde ofreció un panorama más tranquilo, ella se sentó a la mesa de Man, lo miró afectuosamente y dijo:
- Han sido muchos años sin verte, Man. Y siempre es una alegría volver a ver a un amigo. Deja que te mire. Veo que los años no te han tratado mal.
- A tí tampoco - dijo Man.
- No seas adulador - protestó ella - Sé muy bien que he cambiado. Que tengo los ojos más pequeños, y los pechos más grandes. Y que la mayoría de los hombres opina que vale más lo que he ganado que lo que he perdido.
Man sonrió, un tanto incómodo. Ella continuó:
- Aún me acuerdo de cuando pasásteis por aquí, camino de Bundar. Tú y tu amigo, ¿cómo se llamaba?
- Aleb - respondió Man.
- ¿Qué ha sido de él? - preguntó ella.
- Hace unos días lo ví - contestó él - Ahora es un rico comerciante, en Tora. Estuvimos hablando todo el día y buena parte de la noche.
- ¿Está casado?
- Lo estuvo - dijo Man - ¿Sabes lo que me dijo? Que el matrimonio es una enfermedad leve, y que lo que de verdad puede acabar contigo es un divorcio. Por lo visto, la cosa no funcionó.
- ¿Y qué me dices de tí? - volvió a preguntar Clavel - Estarás casado, supongo.
- Sí - dijo él - Desde hace años. Bastantes años. Tengo dos hijos.
Clavel pareció meditar un momento antes de preguntar:
- ¿Eres feliz?
Man dudó un poco antes de responder:
- Creo que puede decirse que sí.
Clavel sonrió.
- No pareces muy convencido. Pero tampoco me dirías que eres desgraciado. Debes estar en algún sitio entre lo uno y lo otro. Más o menos como todo el mundo.
Hubo unos instantes de silencio. Después, Clavel empezó a decir, tímidamente:
- ¿Sabes? Hace años, cuando pasásteis por aquí, camino de Bundar... no sé cómo decirlo, tuve la impresión de que yo te gustaba, que tú y yo podíamos llegar a ser amigos, puede que algo más.
- Debías gustar a muchos - comentó Man - Y aún sigues haciéndolo.
- Es verdad - dijo ella, con una chispa de orgullo en los ojos - Supongo que era porque, siendo casi una niña, ya tenía forma de mujer. Pero la verdad es que la mayoría no me importaban, como no me importan ahora. Pero no entiendo cómo pude equivocarme tanto contigo. Porque tú hiciste todo lo posible por evitarlo. Casi llegaste a ser grosero.
Clavel hizo una pausa, y ante el silencio de Man, lanzó una pregunta directa:
- ¿Te importaría explicarme qué te ocurrió?
Man dudó unos segundos.
- Bueno - empezó - La verdad es que me dabas un poco de miedo. No por tí; por lo que yo sentía. No puede decirse que me despertases los mejores sentimientos. Eras demasiado atractiva para eso. Me provocabas pasión, más que ternura.
“Me hacías venir ganas de portarme como un salvaje. Habría querido abrazarte violentamente, estrujarte entre mis manos, morderte.
Clavel lanzó un suspiro que parecía de alivio y lo interrumpió:
- Es decir, que mis esperanzas no eran infundadas, que sentías exactamente lo que yo deseaba que sintieras. Después de tantos años, sigue siendo bueno saberlo. Aunque ahora ya no cuente.
Man intentó ignorar la sonrisa de triunfo de ella, y continuó:
- Al mismo tiempo, yo me avergonzaba de sentir todo eso. Despertabas mi lado malo. Y no podía permitirlo. No sé hasta dónde habría llegado, si me hubiese dejado llevar. Te habría hecho daño.
Man calló, y al cabo de unos momentos, ella dijo:
- Eres demasiado bueno para hacerme daño. Y puede que ese fuese tu lado malo, pero es el que yo quería. ¡Si supieras las fantasías que yo tenía entonces! Me habría gustado ser un juguete entre tus manos, que me apretases y me manoseases. Puede que pienses que habría acabado siendo un juguete roto. Pero en eso te equivocas. No me habría roto; soy más resistente de lo que crees. Cometiste un error. Porque eso que tanto miedo te daba, no me habría hecho daño. En todo caso, mucho menos que el daño que te habrá hecho a tí, todos estos años, por tenerlo encerrado.
Clavel le lanzó una extraña mirada, le tendió su brazo desnudo y dijo:
- ¿No dices que te habría gustado morderme? Pues aquí me tienes, anda, muerde.
Man dudó un momento, tomó el brazo de ella y depositó un beso.
- ¿Lo ves? - dijo ella, conmovida - En eso habría acabado tu maldad.
Respiró un par de veces profundamente, y dijo en tono serio:
- Esta noche la pasarás conmigo. Sé - cortó con un gesto de la mano la inminente protesta de Man - que tienes una familia. Sé que mañana te irás, y que no volveré a verte. Y no quiero robarle nada a nadie. Pero tienes una deuda, una deuda con el destino, por así decirlo, y vas a tener que pagarla.
Man despertó de madrugada, junto al cuerpo desnudo de Clavel. Ella dormía plácidamente. Paseó su vista por la habitación, e intentó centrarse. Se sentía culpable, y se repetía que lo que había ocurrido la noche anterior, por bonito que hubiese resultado, tenía algo de malo. No porque hubiese habido sexo; era por otro motivo. Era cierto que aquellos brazos que lo habían acogido, aquellos pechos que temblaban bajo sus caricias, aquella piel que sus manos habían recorrido de forma cautelosa al principio, y más tarde desenfrenada, no eran un territorio familiar. No eran su casa y su patria, como lo era el cuerpo de su esposa.
En cierto modo, había sido una infidelidad, pero sólo en cierto modo. Se preguntó a quien había dañado el hecho. No a Clavel, ciertamente. Aquella mujer que ahora dormía a su lado, recordaría seguramente aquel encuentro fugaz como una flor que la vida le había regalado cuando ella ya no esperaba nada. Y su esposa jamás llegaría a saberlo, Man se lo juró a sí mismo.
Aún así, más que una infidelidad, a Man le parecía que había algo más básico, y por tanto más grave: una deslealtad. A menudo, el que acaba siendo infiel ha empezado siendo desleal, ocultando un problema o una insatisfacción que acaban por dar su fruto. Pero no era el caso de Man. No quería engañarse, y debía admitir que si se sentía culpable era por no tener remordimiento, por estar extrañamente tranquilo. Para él, una vieja herida se había cerrado por fin, y a partir de entonces debería llevar un secreto que ocultase la cicatriz.
Pero tenía por delante un largo viaje, y mucho tiempo para meditar. Debía marcharse. Se levantó, y procurando no hacer ruido, se visitó y recogió sus cosas. Estaba a punto de salir silenciosamente de la habitación cuando oyó la voz de Clavel a su espalda:
- Adiós, querido.
Man dudó un momento. Realmente, había pagado ya su deuda, y habría podido irse sin más. Pero precisamente porque se sentía en paz, era el momento de ser generoso. Se acercó a ella, la besó, y acariciándole la mejilla, le dijo:
- Adiós.
Y partió de nuevo.
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