Regreso a Bundar (4)
Otro nuevo capítulo; continúan las aventuras y desventuras de Man, camino de Bundar.
4. LECCIONES
Man se detuvo, dejando de prestar atención por un momento a las irregularidades del camino, y levantó la vista. Más arriba, vió una roca en la que podía sentarse, y se dirigió a ella. Necesitaba hacer una pausa y recuperar el resuello. Él era un hombre del llano, y subir por la escarpada senda que llevaba al monasterio era un esfuerzo al que no estaba acostumbrado.
Se sentó en la piedra y contempló el paisaje. Se dijo a sí mismo que no podía concederse mucho rato. Era ya media tarde, y quería llegar al monasterio antes que se hiciese de noche.
El monasterio no era un gran centro espiritual y cultural, como lo eran otros de más al norte. Pocos peregrinos pasaban por allí. Pero por eso mismo, por no ser tan importante y conocido, parecía encarnar mejor el espíritu ascético y de recogimiento propio de esos lugares. La sabiduría crece en el silencio y se agosta en el ruido, se dijo repitiendo una máxima que había oído precisamente allí, cuando pasó en su anterior viaje. Aleb y él habían pasado unos días orando y meditando, y escuchando las lecciones que el maestro daba a los novicios y a todo el que quisiera escucharlas.
Al igual que la fama de Bundar trascendía las comarcas, sus enseñanzas y su fe llegaban hasta muy lejos, y aquel monasterio era, en su modesta escala, un anticipo de lo que se guardaba en el gran templo. Claro está que uno debía llegar hasta Bundar si quería subir por la escalinata que daba acceso a la extensa terraza, y escuchar el tañir de la gran campana de oro. Pero eso era sólo el aspecto material, que a la impaciencia de la juventud le es tan fácil despreciar. Las otras joyas de Bundar, los secretos consejos que se guardaban en los libros sagrados, podían escucharse allí. Y allí era donde se formaban, en oculta y dura disciplina, los futuros sacerdotes.
Man reanudó el camino, preguntándose si el maestro seguiría allí. Seguramente, los años transcurridos en aquellas montañas habrían acrecentado su sabiduría y depurado su espíritu. Era muy probable que, si aún estaba vivo, Man se encontrase cara a cara con un ser extraordinario, que resplandecería de luz interior, un cuerpo a punto de convertirse en pura llama.
Absorto en sus pensamientos y en las dificultades del camino, no supo estar atento a las nubes que llegaban y se acumulaban en el cielo. Y poco habituado al tiempo cambiante de la montaña, no habría sabido prever que se avecinaba una tormenta. Por suerte, las primeras gotas de lluvia lo sorprendieron cuando ya estaba cerca del monasterio. Aún así, su rápida carrera hasta la puerta no lo salvó de llegar empapado.
Tuvo que hacer sonar varias veces la aldaba para que alguien acudiese a atenderlo. Finalmente, un monje joven, casi un muchacho, abrió a medias la puerta y le preguntó receloso:
- ¿Quién eres? ¿Qué buscas?
- Soy un peregrino - dijo Man - Me dirijo a Bundar. ¿Podéis darme cobijo?
El monje asintió con desgana, y acabó de abrir la puerta para darle paso. Man entró, y esperó pacientemente mientras el monje volvía a echar el cerrojo. Luego lo siguió por un oscuro pasillo.
- La puerta, antes, estaba siempre abierta - comentó Man.
- No lo sé - respondió el monje - Llevo muy poco tiempo aquí. De todas formas, las órdenes del maestro son muy claras: tener la puerta bien cerrada, y vigilar con cuidado a quién se deja entrar.
Man pensó que algo debía haber cambiado en aquellos años. Tal vez la zona se había vuelto insegura. Al final del pasillo, atravesaron un patio que Man creía recordar; allí es donde daba sus lecciones el maestro. Pero ahora estaba desierto bajo la lluvia. Todo el edificio le parecía a Man más pequeño, más triste y pobre que las imágenes que él guardaba en su memoria. Quizás era a causa del día desapacible.
Llegaron por fin a una sala, iluminada débilmente por lamparillas de aceite. Un corro de monjes sentados en el suelo rodeaba una butaca situada en una pequeña tarima. Y en esa butaca estaba sentado el maestro. A Man no le costó reconocerlo. Tenía la misma mirada penetrante, y hacía los mismos ademanes medidos y precisos. Pero aún siendo el mismo, había cambiado. Sus cabellos eran ahora grises, y en su cara se dibujaba un rictus enérgico. Ante la llegada de Man, interrumpió su prédica y le repitió las preguntas que le había hecho el joven monje:
- ¿Quién eres y qué buscas?
- Soy un peregrino, y voy camino de Bundar - volvió a decir Man - Buscaba cobijo, y me he dirigido aquí porque ya conocía el lugar. Había estado aquí, hace muchos años.
Man notó que la actitud suspicaz del maestro se suavizaba un tanto, y añadió:
- La vez anterior, pude escuchar tus lecciones, y quería también revivir aquellos días.
El maestro lo miró, como evaluándolo, y dijo:
- Tú debías ser muy joven, entonces. Y si eras joven, lo más probable es que hayas olvidado mis enseñanzas. Los jóvenes raras veces escuchan, y aún son menos las que llegan a aprender algo. No queda más remedio que esperar a que sea la vida la que les enseñe, a golpes. Anda, siéntate y escucha.
Man obedeció, y el maestro continuó su discurso:
- Tal como decía, el hombre está amasado con barro y mentiras, por eso le es tan difícil alcanzar la sabiduría. No sólo tiende a dejarse engañar, tomando las apariencias por certezas; también tiende a engañar a los demás, en muchas y variadas formas. Miente cuando afirma como verdades lo que tan solo pueden ser sospechas. Miente para medrar, para conseguir un beneficio, para ahorrarse un esfuerzo o una incomodidad. Y con ser todo eso tan malo, no es lo peor, porque no sólo es capaz de engañar a los demás, sino que se engaña a sí mismo.
“Miente cuando cree desear el bien. Se engaña al valorar sus virtudes, al transigir con sus defectos, al reivindicar sus intenciones. Y se engaña al pensar que pueda haber otro ideal tan digno de dedicarle la vida como el duro y áspero acceso a la sabiduría. Porque la sabiduría no se regala, no basta con vivir y observar y sacar conclusiones. Porque las conclusiones pueden ser engañosas, las observaciones superficiales, y la vida misma una mentira, si no es auténtica.
El maestro habló durante un largo espacio de tiempo, en parecido tono. Man sentía el frío y el silencio a su espalda, y notaba que se le encogía el ánimo. Él mismo empezaba a ser más pequeño, más triste y más pobre que cuando había llegado. Dirigió una mirada furtiva a los discípulos, en su mayoría jóvenes, y en todos pudo ver una expresión marchita y unos ojos sin esperanza.
Al acabar la lección, los discípulos se pusieron en pie y se marcharon, desapareciendo en las profundidades del edificio. Man, a una señal del maestro, esperó hasta que quedaron solos, y luego se acercó a él. El maestro se incorporó trabajosamente.
- Ayúdame a bajar de la tarima - le pidió.
Man obedeció. Visto de cerca, el viejo maestro parecía mucho más frágil. Empezó a caminar con pasos vacilantes, apoyándose en el hombro de su acompañante.
- Estas lecciones se me hacen cada vez más largas - dijo - Pero no puedo renunciar a mis obligaciones. Antes me has dicho que ya habías estado en Bundar. ¿Me equivoco al suponer que estás repitiendo un peregrinaje de juventud?
- No, maestro, no os equivocáis - dijo Man - Y quería preguntaros una cosa. La vez anterior, la puerta siempre estaba abierta, y ahora la he encontrado cerrada. ¿Por qué?
- ¿Por qué? - dijo el maestro, con un punto de irritación - Mira a tu alrededor. Debemos protegernos, debemos aislarnos de un mundo descreído que ha perdido sus valores.
“Ya nadie busca la sabiduría, sólo el dinero, el beneficio, el placer. Me equivoco: casi nadie. Porque tú, por ejemplo, veo que vuelves a Bundar, después de tantos años, para profundizar en las verdades que aprendiste en tu primer viaje. Y eso está bien. Hay que profundizar. Uno de nuestros discípulos, un joven muy dotado para la matemática, está intentando encontrar una nueva demostración de un teorema que fué probado hace trescientos años. Eso es un ejemplo de lo que quiero decir.
- Pero - dijo Man - si ya está probado, ¿no sería mejor dejarle investigar libremente? Podría descubrir algo nuevo.
- Lo nuevo - replicó el maestro, con un leve sarcasmo - o bien es mentira, o bien es un aspecto de lo viejo que no habíamos sabido ver. La primera posibilidad no la necesitamos; ya hay suficiente mentira en el mundo. Y la segunda, puede conseguirse igualmente aceptando la sabiduría y profundizando en ella, Nunca sabremos más; sólo lo sabremos mejor. La sabiduría sólo crece hacia dentro. Y servir, lo que se dice servir, no sirve para nada. Sólo para sí misma. No aporta consuelo, ni soluciones, ni beneficios. Porque, afortunadamente, es ajena a nuestras miserias, a nuestros problemas, a nuestras penas.
“Que otros, los que no sirven para otra cosa, se ocupen de esos temas. La pobre gente, que se ocupe de la pobre gente. Los elegidos, los que servimos a la sabiduría, tenemos otra misión. Y la cumpliremos.
Man se detuvo en seco. Ya había caminado bastante al lado del maestro, y era el momento de recuperar su propio camino. Hay dioses en los que es mejor no creer, aunque la alternativa sea no creer en nada. Improvisó algunas excusas, declinó el ofrecimiento de pasar la noche con ellos. Se despidió con toda la cortesía que fué capaz de reunir, y abandonó el monasterio.
Afuera lo acogió la noche fría y transparente. Se sentía el aire al respirar, un aire fresco y limpio, inocente y tonto. Tan tonto como todos los imbéciles que no se dedicaban a perseguir la sabiduría, y en vez de eso, araban la tierra, deseaban a las mujeres, cuidaban a sus hijos y ayudaban a sus semejantes. Man se durmió a un lado del camino, encogido en sus ropas, bajo el manto azul de las estrellas. Y soñó con su casa.
4. LECCIONES
Man se detuvo, dejando de prestar atención por un momento a las irregularidades del camino, y levantó la vista. Más arriba, vió una roca en la que podía sentarse, y se dirigió a ella. Necesitaba hacer una pausa y recuperar el resuello. Él era un hombre del llano, y subir por la escarpada senda que llevaba al monasterio era un esfuerzo al que no estaba acostumbrado.
Se sentó en la piedra y contempló el paisaje. Se dijo a sí mismo que no podía concederse mucho rato. Era ya media tarde, y quería llegar al monasterio antes que se hiciese de noche.
El monasterio no era un gran centro espiritual y cultural, como lo eran otros de más al norte. Pocos peregrinos pasaban por allí. Pero por eso mismo, por no ser tan importante y conocido, parecía encarnar mejor el espíritu ascético y de recogimiento propio de esos lugares. La sabiduría crece en el silencio y se agosta en el ruido, se dijo repitiendo una máxima que había oído precisamente allí, cuando pasó en su anterior viaje. Aleb y él habían pasado unos días orando y meditando, y escuchando las lecciones que el maestro daba a los novicios y a todo el que quisiera escucharlas.
Al igual que la fama de Bundar trascendía las comarcas, sus enseñanzas y su fe llegaban hasta muy lejos, y aquel monasterio era, en su modesta escala, un anticipo de lo que se guardaba en el gran templo. Claro está que uno debía llegar hasta Bundar si quería subir por la escalinata que daba acceso a la extensa terraza, y escuchar el tañir de la gran campana de oro. Pero eso era sólo el aspecto material, que a la impaciencia de la juventud le es tan fácil despreciar. Las otras joyas de Bundar, los secretos consejos que se guardaban en los libros sagrados, podían escucharse allí. Y allí era donde se formaban, en oculta y dura disciplina, los futuros sacerdotes.
Man reanudó el camino, preguntándose si el maestro seguiría allí. Seguramente, los años transcurridos en aquellas montañas habrían acrecentado su sabiduría y depurado su espíritu. Era muy probable que, si aún estaba vivo, Man se encontrase cara a cara con un ser extraordinario, que resplandecería de luz interior, un cuerpo a punto de convertirse en pura llama.
Absorto en sus pensamientos y en las dificultades del camino, no supo estar atento a las nubes que llegaban y se acumulaban en el cielo. Y poco habituado al tiempo cambiante de la montaña, no habría sabido prever que se avecinaba una tormenta. Por suerte, las primeras gotas de lluvia lo sorprendieron cuando ya estaba cerca del monasterio. Aún así, su rápida carrera hasta la puerta no lo salvó de llegar empapado.
Tuvo que hacer sonar varias veces la aldaba para que alguien acudiese a atenderlo. Finalmente, un monje joven, casi un muchacho, abrió a medias la puerta y le preguntó receloso:
- ¿Quién eres? ¿Qué buscas?
- Soy un peregrino - dijo Man - Me dirijo a Bundar. ¿Podéis darme cobijo?
El monje asintió con desgana, y acabó de abrir la puerta para darle paso. Man entró, y esperó pacientemente mientras el monje volvía a echar el cerrojo. Luego lo siguió por un oscuro pasillo.
- La puerta, antes, estaba siempre abierta - comentó Man.
- No lo sé - respondió el monje - Llevo muy poco tiempo aquí. De todas formas, las órdenes del maestro son muy claras: tener la puerta bien cerrada, y vigilar con cuidado a quién se deja entrar.
Man pensó que algo debía haber cambiado en aquellos años. Tal vez la zona se había vuelto insegura. Al final del pasillo, atravesaron un patio que Man creía recordar; allí es donde daba sus lecciones el maestro. Pero ahora estaba desierto bajo la lluvia. Todo el edificio le parecía a Man más pequeño, más triste y pobre que las imágenes que él guardaba en su memoria. Quizás era a causa del día desapacible.
Llegaron por fin a una sala, iluminada débilmente por lamparillas de aceite. Un corro de monjes sentados en el suelo rodeaba una butaca situada en una pequeña tarima. Y en esa butaca estaba sentado el maestro. A Man no le costó reconocerlo. Tenía la misma mirada penetrante, y hacía los mismos ademanes medidos y precisos. Pero aún siendo el mismo, había cambiado. Sus cabellos eran ahora grises, y en su cara se dibujaba un rictus enérgico. Ante la llegada de Man, interrumpió su prédica y le repitió las preguntas que le había hecho el joven monje:
- ¿Quién eres y qué buscas?
- Soy un peregrino, y voy camino de Bundar - volvió a decir Man - Buscaba cobijo, y me he dirigido aquí porque ya conocía el lugar. Había estado aquí, hace muchos años.
Man notó que la actitud suspicaz del maestro se suavizaba un tanto, y añadió:
- La vez anterior, pude escuchar tus lecciones, y quería también revivir aquellos días.
El maestro lo miró, como evaluándolo, y dijo:
- Tú debías ser muy joven, entonces. Y si eras joven, lo más probable es que hayas olvidado mis enseñanzas. Los jóvenes raras veces escuchan, y aún son menos las que llegan a aprender algo. No queda más remedio que esperar a que sea la vida la que les enseñe, a golpes. Anda, siéntate y escucha.
Man obedeció, y el maestro continuó su discurso:
- Tal como decía, el hombre está amasado con barro y mentiras, por eso le es tan difícil alcanzar la sabiduría. No sólo tiende a dejarse engañar, tomando las apariencias por certezas; también tiende a engañar a los demás, en muchas y variadas formas. Miente cuando afirma como verdades lo que tan solo pueden ser sospechas. Miente para medrar, para conseguir un beneficio, para ahorrarse un esfuerzo o una incomodidad. Y con ser todo eso tan malo, no es lo peor, porque no sólo es capaz de engañar a los demás, sino que se engaña a sí mismo.
“Miente cuando cree desear el bien. Se engaña al valorar sus virtudes, al transigir con sus defectos, al reivindicar sus intenciones. Y se engaña al pensar que pueda haber otro ideal tan digno de dedicarle la vida como el duro y áspero acceso a la sabiduría. Porque la sabiduría no se regala, no basta con vivir y observar y sacar conclusiones. Porque las conclusiones pueden ser engañosas, las observaciones superficiales, y la vida misma una mentira, si no es auténtica.
El maestro habló durante un largo espacio de tiempo, en parecido tono. Man sentía el frío y el silencio a su espalda, y notaba que se le encogía el ánimo. Él mismo empezaba a ser más pequeño, más triste y más pobre que cuando había llegado. Dirigió una mirada furtiva a los discípulos, en su mayoría jóvenes, y en todos pudo ver una expresión marchita y unos ojos sin esperanza.
Al acabar la lección, los discípulos se pusieron en pie y se marcharon, desapareciendo en las profundidades del edificio. Man, a una señal del maestro, esperó hasta que quedaron solos, y luego se acercó a él. El maestro se incorporó trabajosamente.
- Ayúdame a bajar de la tarima - le pidió.
Man obedeció. Visto de cerca, el viejo maestro parecía mucho más frágil. Empezó a caminar con pasos vacilantes, apoyándose en el hombro de su acompañante.
- Estas lecciones se me hacen cada vez más largas - dijo - Pero no puedo renunciar a mis obligaciones. Antes me has dicho que ya habías estado en Bundar. ¿Me equivoco al suponer que estás repitiendo un peregrinaje de juventud?
- No, maestro, no os equivocáis - dijo Man - Y quería preguntaros una cosa. La vez anterior, la puerta siempre estaba abierta, y ahora la he encontrado cerrada. ¿Por qué?
- ¿Por qué? - dijo el maestro, con un punto de irritación - Mira a tu alrededor. Debemos protegernos, debemos aislarnos de un mundo descreído que ha perdido sus valores.
“Ya nadie busca la sabiduría, sólo el dinero, el beneficio, el placer. Me equivoco: casi nadie. Porque tú, por ejemplo, veo que vuelves a Bundar, después de tantos años, para profundizar en las verdades que aprendiste en tu primer viaje. Y eso está bien. Hay que profundizar. Uno de nuestros discípulos, un joven muy dotado para la matemática, está intentando encontrar una nueva demostración de un teorema que fué probado hace trescientos años. Eso es un ejemplo de lo que quiero decir.
- Pero - dijo Man - si ya está probado, ¿no sería mejor dejarle investigar libremente? Podría descubrir algo nuevo.
- Lo nuevo - replicó el maestro, con un leve sarcasmo - o bien es mentira, o bien es un aspecto de lo viejo que no habíamos sabido ver. La primera posibilidad no la necesitamos; ya hay suficiente mentira en el mundo. Y la segunda, puede conseguirse igualmente aceptando la sabiduría y profundizando en ella, Nunca sabremos más; sólo lo sabremos mejor. La sabiduría sólo crece hacia dentro. Y servir, lo que se dice servir, no sirve para nada. Sólo para sí misma. No aporta consuelo, ni soluciones, ni beneficios. Porque, afortunadamente, es ajena a nuestras miserias, a nuestros problemas, a nuestras penas.
“Que otros, los que no sirven para otra cosa, se ocupen de esos temas. La pobre gente, que se ocupe de la pobre gente. Los elegidos, los que servimos a la sabiduría, tenemos otra misión. Y la cumpliremos.
Man se detuvo en seco. Ya había caminado bastante al lado del maestro, y era el momento de recuperar su propio camino. Hay dioses en los que es mejor no creer, aunque la alternativa sea no creer en nada. Improvisó algunas excusas, declinó el ofrecimiento de pasar la noche con ellos. Se despidió con toda la cortesía que fué capaz de reunir, y abandonó el monasterio.
Afuera lo acogió la noche fría y transparente. Se sentía el aire al respirar, un aire fresco y limpio, inocente y tonto. Tan tonto como todos los imbéciles que no se dedicaban a perseguir la sabiduría, y en vez de eso, araban la tierra, deseaban a las mujeres, cuidaban a sus hijos y ayudaban a sus semejantes. Man se durmió a un lado del camino, encogido en sus ropas, bajo el manto azul de las estrellas. Y soñó con su casa.
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