martes, octubre 31, 2006

Regreso a Bundar (5)

Tras unos días de pausa, y con un año más, aquí estoy de nuevo, con otro capítulo.

5. PERDIDO

Man se había perdido en el bosque. Impaciente, había abandonado el sendero, buscando un atajo, y había atravesado un bosquecillo ralo y espacioso, hasta llegar a una barrera de matorral espeso que privaba de cualquier perspectiva. En esas condiciones, no podía uno orientarse, y lo más sensato habría sido desandar sus pasos y volver a un punto desde el que se divisase el valle y el curso del río, allá abajo.
Pero Man, en cambio, había penetrado en el matorral, cometiendo lo que, benévolamente, podría calificarse de error de apreciación. Tras un rato de apartar ramas, eludir espinas y pisotear hierbajos, se encontró inmerso en la espesura. Miró a su alrededor, teniendo buen cuidado de no mover los pies. El curso que había seguido, y su continuación, era la única referencia mínimamente fiable que podía tener. Aunque no excesivamente, porque el trabajoso avance lo había obligado a plegarse a un trazado errático, en el cada vez era más dudoso que siguiese en la dirección correcta.
Intentó mantener la calma. No había forma de saber cuánto trecho tendría que recorrer para salir de entre los arbustos, ni el esfuerzo que tendría que emplear, así que no tenía sentido derrochar sus fuerzas en tentativas al azar. Tras una vida de trabajar la tierra, conocía el nombre de los árboles y las plantas, pero se había alejado tanto de su región, que la vegetación había cambiado, y los arbustos que le rodeaban, más altos que él, le eran desconocidos. Y la hora era cercana al mediodía, con lo que el sol estaba demasiado alto para dar una clara indicación de dirección.
Pensó en gritar, pero se contuvo. Lo más probable era que nadie le oyese. Estaba lejos de pueblos y tierras de labor, y alejado del camino. Para salir del matorral y recuperar el rumbo, sólo podía contar consigo. Estaba solo, y esa soledad no era un concepto abstracto o una situación pasajera y accesoria. Al contrario, era una concreta y obsesionante limitación física. Eran miles de pequeños impulsos espontáneos, mirar, hablar, comentar, compartir, apreciar, que se veían truncados y cercenados en el vacío por falta de compañía, mensajes sin papel para ser escritos, regalos sin destinatario.
Si nadie lo veía, lo mismo podía haberse vuelto invisible. Si nadie lo llamaba, tal vez era porque se había quedado sin nombre. Si no podía ver la huella de su existencia en los demás, entonces era bien poca cosa, una vida precaria e incierta. Era la vacilante y mísera llama de una sola vela, demasiado insignificante para habérselas con toda la oscuridad de la noche, el trino de un pájaro intentando hacerse oir por encima del retumbar del trueno. Respiró hondo y sacudió la cabeza, intentando desechar esos pensamientos. Si se dejaba llevar, si consentía, sabía muy bien que la indecisión se enroscaría en sus tobillos, impidiéndole dar un paso. Tenía que actuar, ahora mismo, decidirse y manifestarse, reafirmarse aunque fuese cometiendo un error.
Apartó unas ramas, se escabulló entre los arbustos, volvió a surcar trabajosamente la espesura. No tenía más armas que su voluntad y su memoria. Por más que el sol y la vegetación diesen sólo indicios confusos y cambiantes, había una convicción básica que él podía seguir. Man estaba bajando la ladera de una montaña, y la misma tierra que lo sostenía le indicaba el camino. Se trataba de seguir la dirección que lo llevase hacia abajo. Tal vez no fuese el camino más fácil, ni el más corto. Tal vez acabase en el fondo de un barranco que debería volver a remontar. Pero al menos, era una alternativa posible y clara.
Durante una fracción de segundo, se dijo que no era más que una idea tonta, una solución poco elaborada, algo lo bastante simple para que él pudiera entenderlo. Pero fué sólo una fracción de segundo, y cuando hubo pasado, se dedicó a seguir esa tonta idea. Avanzó y bajó, atravesó los matojos, tuvo que aferrarse a los endebles troncos para salvar un desnivel demasiado prolongado, lo rasguñaron las ramas rotas, tropezó y estuvo a punto de caerse. Pero siguió bajando.
El sol, allá arriba, lucía implacable, y el constante esfuerzo lo hacía sudar copiosamente. En algún momento tuvo la tentación de renunciar a todo y dejarse caer, y quedarse allí para siempre, como un pingajo abandonado en el bosque. Pero se dijo a sí mismo: “Este sitio es muy incómodo. Sería mejor un poco más abajo, junto a aquella mata”. Y al llegar a la mata, se propuso como meta definitiva un arbusto algo lejano, y luego otro y otro. Eslabón a eslabón fué encadenando su descenso. Ya no pensaba. Si lo hubiese hecho, se habría dado cuenta de que se había quedado sin ánimos para seguir. Pero no se había quedado sin piernas, y por eso continuaba.
Su trayecto, si hubiese podido verlo dibujado en un diagrama, le habría parecido azaroso e indeciso, como el inconstante vuelo de una mariposa. Porque el descenso más rápido no siempre era posible, y debía adaptarse al desnivel que era capaz de salvar. Cada uno de sus pasos tenía al menos dos medidas: la del espacio ganado, desesperadamente pequeña, y la del desgaste que le costaba, mucho mayor. Si se hubiese detenido a reflexionar, la desproporción de esas dos medidas lo habría desalentado. Y bien mirado, por angustiosa que fuese aquella situación, seguía constituyendo un incidente demasiado trivial para ser narrado.
Él no era más que un pobre hombre perdido en el matorral de un bosque cualquiera, en no importa qué rincón del planeta. No había fieras salvajes amenazándole, ni estaba herido, ni lo perseguía nadie. No era más que una anécdota sin interés, una de esas historias que uno ya sabe de antemano cómo van a acabar: generalmente bien. Pero para él, aprisionado por el desánimo y el matorral, desorientado, magullado y cansado, la situación tenía otro color. Él no tenía ninguna certeza, no sabía si sus fuerzas bastarían para llevarlo hasta el borde de la espesura. Ni siquiera sabía si se estaba desviando poco o mucho de su camino; tan sólo que estaba haciendo lo único que podía, bajar. Afortunadamente, no se detuvo a reflexionar, y continuó.
Su trayecto duró más de lo que había previsto, y más incluso de lo que él se habría supuesto capaz de hacer. No lo empujaron la determinación o la valentía, tan solo la ciega mecánica de las alternativas. Y su único mérito fué asumirlo, no rehuir su situación, no refugiarse en una actitud insensata o infantil, no renunciar a la renuncia, y responder. Finalmente, uno de aquellos enfadosos arbustos resultó ser el último, y al apartar sus ramas, apareció ante sus ojos una suave ladera cultivada que llegaba hasta el camino, allá lejos.
Man salió del matorral, se sentó un momento para recuperar el resuello y recompuso su figura. Se sacudió las hojas y ramitas que se le habían prendido a las ropas, alisó sus cabellos despeinados en la liza con las matas. Luego se puso en pie, se irguió, y ayudado por su cayado, se encaminó hacia el sendero.
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