miércoles, noviembre 15, 2006

Falsas expectativas

El cuento de hoy podría llevar como epígrafe la frase, creo que de Robert Blake, según la cual las más tristes palabras son: "pudo haber sido". Aunque en realidad, estoy absolutamente en contra de tal idea, como se verá.

FALSAS EXPECTATIVAS

El aspecto exterior de la tienda era deplorable: una estrecha vidriera, con cordeles tendidos de parte a parte, con las revistas colgadas de pinzas, como piezas de ropa secándose. Entre ellas, se adivinaba lo que podía ser una mesa o caja, con un montón desordenado de libros en rústica. La tienda en sí era uno de esos habitáculos que brotaban en los zaguanes amplios de antaño, y que conseguían un espacio comercial a costa de limitar el paso a un estrecho pasillo.
No era lo más adecuado para poner una librería de lance, porque dos clientes que entrasen a un tiempo ya se estorbaban, y la mecánica de la venta, en esos locales, suele ser lenta. Uno mira y remira, lee todos los títulos de los lomos, inclinando la cabeza a un lado y a otro, remueve y escarba en la montaña caótica de “Oferta especial”, y finalmente, con suerte, sale de allí con un libro que le ha costado la mitad que uno actual, y que tiene la cuarta parte de interés.
Por lo visto, al dueño no le preocupaba la poca agilidad del negocio. Todo aquel papel había quedado encallado allí de forma temporal, en su inexorable viaje hacia el olvido. Eran los desechos de lo superfluo, y todo el beneficio que pudieran dar sería extra. Sólo era preciso esperar a que entrase alguien con un resto de ilusión y espíritu aventurero, a quien no le importase revisar opiniones superadas y puntos de vista descartados. Alguien dispuesto a explorar la obra de ilustres desconocidos, buscando con la suerte del profano ese tesoro escondido que los críticos no habían sabido ver. Por desgracia, cada vez queda menos gente así, y aquello era un mal negocio.
Aún así, me decidí a entrar. Tengo ya la edad suficiente para la nostalgia, y a veces me tienta comprar alguna obra poco conocida de autores que hace cincuenta años eran célebres: Papini, Somerset Maugham o Pearl S. Buck. Incluso Jardiel Poncela, un autor capaz de superar en desvergüenza y gracia a más de uno de hoy en día.
Al principio creí haberme equivocado. Paraísos perdidos del Tibet, Los archivos secretos de los Rosacruz, Historia de la guerra de Argelia, La alternativa nuclear. Que habían sido libros de actualidad, lo demostraba lo anticuados que se habían quedado. Eran el reflejo de la pasión de un momento que había pasado hacía mucho. A su lado, hasta una edición escolar, resumida e ilustrada de la Divina Comedia parecía más atractiva. De repente, en uno de los estantes, ví “Una hoja en la tormenta”, de Lin Yutang, y a su lado, un título familiar: “Tu Vida”, de Tomás Álvarez Uriarte. Un perfecto desconocido, salvo por el hecho de que yo tenía la vaga sensación de haberlo leído. Lo tomé del estante, parecía en buen estado. Lo abrí, y en la primera página me sorprendió la dedicatoria: “Para Antonio, con afecto de Lola”. Yo me llamo Antonio, eso en primer lugar. Y Lola era el nombre de una compañera de estudios, muy buena amiga, aunque nada más. Pero eso no es todo, no era una simple coincidencia. Era su letra. Habría reconocido esas eles caprichosas en cualquier sitio.
Lo único que fallaba era que Lola jamás me había regalado aquel libro, y mucho menos dedicado. De eso estaba seguro. ¿Tal vez se trataba de otro Antonio? Era posible. Aunque no cabía descartar que ella llegase a comprarlo y a escribir la dedicatoria, pero que se echase atrás en el momento de dármelo. Pero si era así, ¿por qué? ¿Qué historia había tras aquel intento frustrado? El librero me observaba.
- Si no le interesa mucho – dijo – se lo puedo alquilar, en vez de vendérselo.
- ¿Cómo dice?
- Mire, usted me paga doscientas, se lo lleva, lo lee y dentro de una semana me lo devuelve. Así no tiene que comprarlo. No se crea, antes se hacía mucho, con novelas sentimentales y del Oeste. Claro que con esto de la tele, ya casi nadie lee.
Asentí con la cabeza y lo abrí al azar. Empecé a leer:
“ – Mira, Antonio – dijo el tío Luis – Anita no te conviene. No tiene temple, y en esta vida hay que tener temple. En cuanto tengáis problemas se va a amargar, y acabará por cansarse de ti. Tú haz lo que quieras, pero te iría mejor con Lola.”
Me quedé estupefacto. Estaba convencido de haber leído el libro, pero no recordaba aquel pasaje en absoluto. Como no recordaba que el protagonista se llamase como yo. Ni que tuviese un tío que no sólo se llamaba Luis, como el mío, sino que hablaba como él. Eso de “tener temple” era muy característico. Además, mi mujer se llamaba Anita, aunque mi tío jamás me había dicho lo que decía en el libro.
Tenía que leérmelo entero. Me acerqué al mostrador y le dije al librero:
- Me lo quedo.
- Como quiera – se encogió de hombros – Son quinientas. Sería mejor que lo alquilase; no es muy bueno. Total, la historia de un idiota que arruina su vida por una serie de equivocaciones y acaba mal. Pero en fin, usted sabrá. ¿Se lo envuelvo?
Salí de allí inquieto, con el libro en el maletín, y me fui rápidamente a casa. Sentía una extraña impaciencia por releer aquel libro, si de verdad lo había leído alguna vez. Por el camino, entre los traqueteos del autobús, se me ocurrió que el título tal vez no fuera casual: “Tu vida”. ¿Y si fuese cierto? ¿Si de verdad el libro explicase mi vida? Ya sé, parecía tan improbable como adivinar el futuro. Pero esa extraordinaria coincidencia de nombres no dejaba de preocuparme. Antonio, Anita, Luis. Incluso Lola.
¿Acaso Lola había acariciado la idea de llegar a ser algo más que amiga? La dedicatoria parecía apuntar en ese sentido. Y lo que decía el tío Luis en el trozo que había leído era dolorosamente cierto. Habían bastado unos cuantos reveses para que nuestra relación se enfriase. Desde entonces, nos habíamos limitado a un ir tirando, y a procurar no hacernos excesivamente desgraciados.
En cuanto llegué a casa, me faltó tiempo para empezar a leer. Mejor dicho, a hojear. Pasaba la vista por encima, capturando tres o cuatro palabras por página, sin profundizar, sin paladear, como si tuviese que preparar un informe. Y aún así, sin entrar a fondo en el texto, lo que veía era cada vez más inquietante. No sólo era mi vida, haciendo honor al título. Además, estaba vista desde un ángulo que me era totalmente ajeno, que jamás habría imaginado. El episodio de mi primer trabajo, por ejemplo, que yo recordaba como una decisión sensata, estaba presentado como un acto de cobardía. No se decía claramente, pero se insinuaba que había escogido la alternativa más cómoda, negándome un mejor porvenir laboral.
Cerré el libro de golpe. Estaba asustado. Para dudar de mis decisiones, para pensar que me había equivocado, que había fracasado, me bastaba yo solo. No necesitaba verlo impreso. No debía leer más. Aquel libro era algo maligno, perverso. Tal vez lo mejor fuera quemarlo. Vamos, no exageremos, me dije. Con deshacerte de él, basta. Mañana lo tiras a la basura, y listo.
De momento, y para ahorrarme tentaciones, lo guardé en un cajón de mi escritorio. Pero la desazón y el malhumor que me había causado persistían, hasta el punto de que Anita me preguntó durante la cena:
- ¿Qué te pasa? Estás raro, hoy.
Improvisé una excusa, alegando preocupaciones del trabajo, que ella pareció aceptar. Me pregunté si aquella escena que vivíamos también estaría en el libro. Y hasta qué punto de mi vida llegaría. Y qué diría de Lola, y de Anita. Supongo que muy pocos de nosotros estaríamos dispuestos, así, en frío, a exhibirnos desnudos ante los demás. Quien más, quien menos, tiene sus defectillos, cosas que prefiere no mostrar. Gracias a Dios, habitualmente sabemos muy poco de los demás, e incluso las personas más próximas tienen algo de desconocidas.
Con esas ideas rondándome en la cabeza, no tuvo nada de extraño que me despertase en medio de la noche, angustiado por no sé qué sueño opresivo. Me levanté, paseé por la casa, y fatalmente acabé con el maldito libro en las manos, en un sillón, leyendo ávidamente a la luz de una lámpara de sobremesa. Siempre hay algo de excitante y aventurero en esas lecturas furtivas de la noche, más allá de lo que la prudencia aconseja como hora de irse a dormir. El lector, solo en la oscuridad, amo y señor del destino, se adentra valerosamente en una trama que el silencio y la noche vuelven casi real, sin saber si podrá salir con vida. En medio de durmientes, sólo él escoge su sueño.
Pero aquella aventura era demasiado peligrosa para mí. Más que arriesgarme, me rasgaba. Lo que leía me estaba cambiando la vida, literalmente, porque alteraba todo mi pasado. No cambiaban los hechos, pero variaba su significado. Algunas escenas, como la despedida de Lola en un café, en una tarde lluviosa, no habían existido. O tal vez, simplemente no las recordaba, porque encajaban tan bien en la historia que era lógico, incluso previsible que ocurriesen. ¡Pobre Lola! Aquella despedida había sido una ruptura prematura, antes de que hubiese algo que romper. El trazo general que se desprendía de la historia era que el protagonista, es decir yo, estaba constantemente a punto de conseguir la felicidad, o al menos una vida aceptable, ya cada vez que se le presentaba una alternativa, escogía la peor opción, la que le condenaba a la mediocridad y el fracaso.
Aquella noche, la verdad, pensé en el suicidio. Si no lo llevé a cabo fue porque vestía un pijama bastante gastado, con los codos a punto de romperse, y no le podía hacer eso a Anita. No podía dejar que el juez me encontrase tan mal vestido. ¿Qué iban a pensar de ella? Cerré el libro, apoyé la cabeza en el respaldo, e intenté preguntarme qué iba a hacer. Sólo lo intenté; antes de poderme contestar, ya me había quedado dormido.
El día siguiente fue confuso, complicado y desagradable. Todos los problemas que llevaban tiempo queriendo salir parecían haberse puesto de acuerdo. Un día de esos como para borrarlo de la agenda, vamos. Al fin, más tarde y más cansado de lo que había previsto, pude acabar y volver a casa. Nada más entrar, me dí cuenta de que Anita estaba rara. A veces estaba de mal humor, como todo el mundo, pero no era eso. Más bien se le notaba una cierta preocupación, como si tuviese algo gordo que decirme. Lo malo era que yo no estaba precisamente como para tener paciencia. Me harté pronto, y le dije:
- ¿Se puede saber qué te pasa?
Me miró y me dijo:
- Podías habérmelo dicho.
- Decirte, ¿qué?
- Que tenías ese libro.
Maldición. Ella lo había visto. Debía haberlo olvidado en el sillón. No me hacía ninguna gracia que lo hubiese podido leer, sólo para ver confirmado lo que yo sospechaba que ella pensaba de mí. Antes de que pudiera hablar, ella dijo:
- Lo de la dedicatoria, puedo explicártelo. Andrés era un amigo de antes de conocerte. Nunca hubo nada, y de hecho, ni siquiera llegó a darme el libro.
Yo me mantenía a la expectativa. Ella seguía:
- No se puede decir que lo que pone el libro no sea cierto. Pero es que lo presenta de una manera... Es verdad que si yo me casé contigo fue por egoísmo, porque te necesitaba. Pero nunca fue algo tan premeditado como dice ahí. La verdad, aunque lo hubiese sabido antes, no me habría importado si te casabas conmigo por lástima.
Aparte de la sorpresa que me causaba oírla hablar así, una idea me amenazaba. Aunque fuese el mismo libro, no tenía el mismo contenido. Lo que ella había leído era, evidentemente, su vida. Y al parecer, presentada de una forma tan decepcionante como la mía. ¿Qué libro era aquel, que cambiaba según el lector? ¿Qué clase de trampa infernal era aquella? Anita continuaba:
- Sé que debería haberte apoyado más, cuidado más. No debía haber estado de tan mal humor, y tan a menudo. Pero, ¿qué quieres? Tú eres fuerte, y no me necesitas. Sales adelante siempre, te defiendes bien, y no te hace falta mi ayuda. Por eso entiendo que te hayas ido cansando de mí. Pero yo sí te necesito, y por eso me asusta que Lola haya vuelto a aparecer. Sé que no tenga nada con qué convencerte, pero por favor, no me dejes sola.
Su voz, que temblaba cada vez más, se quebró del todo cuando me dijo, entre el grito y el sollozo:
- ¡No te vayas con Lola!
Al infierno el libro. Antes de que me diese cuenta de lo que hacía, la estaba abrazando. Ella lloraba abiertamente, intentando aún hablar entre hipos. Le dí unas palmaditas en la espalda y empecé a decirle:
- Anita, cariño, Lola no me importa, nunca me importó.
Me guardé mucho de decirle que no había vuelto a aparecer en mi vida, y que probablemente no lo haría. Porque al día siguiente los hechos podían desmentirme, especialmente si ella también tenía un ejemplar del libro.
- Yo no me casé contigo por lástima – dije – Estaba muy enamorado, y aún lo estoy. Y te necesito más de lo que te puedas figurar. Pero siempre te he visto tan poco ilusionada... He procurado con todas mis fuerzas que no tuviéramos problemas, que las cosas no te fueran demasiado difíciles. Pero me he equivocado muchas, demasiadas veces. ¿Te acuerdas de cuando empecé a trabajar? Si hubiera aceptado la oferta de Sistemas Reunidos, posiblemente nos hubieran ido mejor las cosas.
Anita dejó de llorar de golpe, me miró a la cara y me dijo:
- Si hubieras aceptado la oferta de Sistemas Reunidos, ahora estarías sin trabajo. Quebraron hace dos semanas, y los empleados se están manifestando para que intervenga el gobierno. Lo he visto hoy por la tele.
Aquello fue como un mazazo. Me quedé sin saber qué decir. Antes de que pudiera reaccionar, Anita dijo:
- ¿De verdad que no me dejarás por Lola?
- Claro que no – protesté - ¿Cómo se te ocurre?
- Es que – dijo – el libro lo presentaba tan evidente... no sé, pensé que...
- Escucha – me puse serio – ese libro es una invención, una mentira. Cuenta cosas que no han ocurrido, que no existen.
- Pero...
- ¿No has encontrado algo, lo que sea, presentado de forma muy distinta a como pasó? Cosas que tú recordabas de una manera, y el libro las cuenta como si fuesen malas. ¿No hay nada de eso?
Anita pensó unos momentos.
- Bueno, hay algo que... yo no pensaba eso de mi madre. Ya sé que desde fuera puede parecer que sí, visto lo que hice. Pero no era como lo cuenta el libro.
- ¿Lo ves? – dije yo, aliviado – me parece que empiezo a entenderlo. El que lee ese libro ve su vida explicada como una historia idiota, negativa. Cada suceso significa otra cosa, algo distinto a lo que uno creía, y siempre peor.
Paré unos instantes. Docenas de ideas se me agolpaban en la cabeza, y tenía que dejarlas salir por orden.
- Yo leo el libro, y veo mi vida, y es un asco de vida, sólo porque está contada así. Tú lo lees, y te pasa lo mismo. Pero si lo que nos pasó, lo que creíamos, se puede revisar, y puede resultar algo peor de lo que creíamos, ¿por qué no puede ser mejor?
“Si tú me necesitas, ¿qué mejor noticia puedes darme? Si yo te necesito, ¿cómo me iba a casar por lástima? ¿No lo ves? Ese libro no es el único que puede cambiarnos el pasado; nosotros también podemos. Y no tenemos por qué sacar la peor conclusión.
Miré a mi alrededor, y ví el libro abandonado sobre la mesa. Fui a cogerlo y le dije a Anita:
- Este libro, si yo lo leo, cuenta mi vida. Si lo lees tú, la tuya. ¿Qué contará si lo leemos juntos?
Anita me miró inquieta. Le pasé el brazo por los hombros, para tranquilizarla, y abrí el libro. La sorpresa que tuvimos hizo que nos mirásemos. Sonreímos, insinuamos una risita, y acabamos soltando una abierta y franca carcajada, de pura alegría.
Estábamos salvados. Todas, absolutamente todas las páginas estaban en blanco.

1 Comments:

Blogger Unknown said...

actually, "las mas tristes palabras que he conocido: pudo haber cido" is a translation of John Greenleaf Whittier's poem "For of all sad words of tongue or pen, The saddest are these: “It might have been!”".

Funnily enough, I had learned this poem in Spanish, from my late mother, and was just tracing the quote.

4:58 p. m.  

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