Regreso a Bundar (6)
Un día más, y un capítulo más. Hasta mañana.
6. PROPILEO
Cuando Man llegó al poblado, era media mañana. Habría podido fácilmente pasar de largo, porque el pueblo se hallaba al otro lado del riachuelo que bordeaba el camino, y quedaba oculto tras los árboles de la ribera. Una pequeña casucha a un lado del camino era el único indicio de la presencia humana en aquellos parajes, y fué lo que hizo que Man se detuviese a preguntar. Siguiendo las indicaciones, enfiló por el sendero, atravesó un puentecillo, y llegó al pueblo.
No podía decirse que fuese gran cosa. Apenas un puñado de calles en las que se alineaban unas cuantas casas de adobe, chiquillos correteando aquí y allá, algún que otro perro desorientado, y una plaza con un enorme árbol, que parecía el lugar de reunión. Aparte de los chiquillos, no se veía a nadie más. Man supuso que los hombres debían estar en los campos, ocupados en cualquiera de las innumerables tareas que requería la tierra, y las mujeres, tal vez en el río. Pero, como ocurría en todos los pueblos, en aquel no podía faltar el holgazán, el que se creía demasiado listo para levantarse temprano y ponerse a trabajar como los demás, el que siempre resultaba estar ocupado en algo más importante, más descansado y que sólo él podía llevar a buen término.
Pero, aunque Man estaba convencido de que tarde o temprano se toparía con él, de momento no daba señales de vida. Tal vez fuese demasiado pronto, tal vez habría que esperar a que volviesen las mujeres del río para que se dejase ver. Le pareció oir unos golpes, a lo lejos, y se dirigió hacia allí. Los chiquillos le dedicaban sólo un momento de atención al pasar, y después volvían a sus juegos. Los golpes sonaban cada vez más cerca. Se asomó a una callejuela, vió una puerta abierta y se acercó.
Lo que pudo ver fué un cobertizo, al fondo del cual se divisaba una pequeña fragua, y cerca de la puerta, un yunque en el que trabajaba un hombre, golpeteando el interior de una gran perola. Un calderero, sin duda. Man iba a efectuar un saludo en el momento en que el hombre levantó la vista hacia él, pero no lo hizo, ni el hombre le preguntó nada, porque entonces resonó un grito que sorprendió a los dos. Se miraron, y sin decirse nada salieron precipitadamente a la calle. El calderero miró a derecha e izquierda, y se oyó un segundo grito, más apagado. Echaron a correr en aquella dirección.
Unas casas más allá, en una plazuela, había un pozo sin pretil, y asomados a su boca, tres o cuatro chiquillos. El calderero se acercó a ellos y preguntó:
- ¿Qué ha pasado?
- Fili se ha caído dentro - dijo una niña - Le he dicho que no se asomase, pero no me ha hecho caso. Nunca me hace caso.
El calderero hizo caso omiso de las quejas de la niña, que seguía protestando, recogió una cuerda que yacía atada a un cubo y la tensó, como evaluando su resistencia.
- Es demasiado pequeño - comentó - y estará demasiado asustado como para echarle una cuerda. Tendré que bajar por él.
- Espera - dijo Man.
El calderero lo interrogó con la mirada. Man dijo:
- Yo soy más delgado, y tú eres más fuerte. Yo bajaré, y tú me sostendrás.
El calderero asintió. Man dejó sus cosas en el suelo, se ciñó la cuerda a la cintura y se acercó a la boca del pozo, asomándose. Del fondo llegaba un ruido de chapoteo.
- No tenemos mucho tiempo - dijo - Sólo hasta que se canse de chapotear. Vamos, deprisa.
Apoyó los pies en el borde, colgándose de la cuerda, e hizo una señal al calderero, que se había pasado la cuerda por la espalda, entre la cintura y un hombro.
- Vamos - dijo, y el calderero empezó a soltar cuerda.
Man pudo apoyar sus pies en la pared del pozo, al principio, pero ese soporte pronto le falló, y se encontró descendiendo a oscuras, colgado por la cintura, con los brazos y la cabeza más bajos que los pies. El trayecto era más largo y el pozo más hondo de lo que había supuesto. El ruido de chapoteo se oía cada vez más cerca, pero su ritmo empezaba a decaer.
La situación, la posición, la oscuridad y aquel ruido declinante, como una vida que se apaga, todo se confabulaba para que a Man lo atenazase la angustia. Con los brazos extendidos, manoteaba en todas direcciones, esperando encontrar el cuerpo del niño, o al menos la superficie del agua. Las pausas entre un “chap” y el siguiente eran cada vez más desesperadamente largas.
Finalmente, tocó el agua, dió un grito para que no lo bajasen más, y su manoteo se volvió frenético. Allí, en algún punto de aquella penumbra, había un niño como los suyos, ahogándose. Y él era incapaz de encontrarlo.
Por fin sonó un “chap”, probablemente el último, y alargó la mano en aquella dirección. Tocó algo, demasiado húmedo y frío para saber de qué se trataba, pero inmediatamente unas manitas, unos bracitos pequeños, resbaladizos y helados se aferraron a su mano. Man gritó:
- ¡Lo tengo!
Dobló el brazo para acercarlo, o acercarse a él. Metió el otro brazo en al agua, palpó unas ropas flotantes a media agua, y las aferró. Intentó darse la vuelta y abrazarlo, para poder subirlo con seguridad, y no pudo. Entonces gritó:
- ¡Arriba!
Al principio no ocurrió nada. Luego, un brusco tirón, que casi logró que se desprendiera de Fili. Después, una tensión más suave, más controlada, más lenta. Gritó:
- ¡Deprisa!
La tensión aumentó gradualmente, y con una amenazadora lentitud, el cuerpo de Fili fué ganando peso a medida que se despegaba del agua. Man intentó todo tipo de maniobras para poder asirlo de forma más segura, pero en vano. A su mano izquierda seguían enroscados aquellos brazos tan pequeños y tan increíblemente tenaces. Y su mano derecha aferraba hasta el agarrotamiento un pliegue inquietantemente indefinido de sus ropas. Palmo a palmo, metro a metro, fueron ganando altura, en una situación cada vez más insegura y más cerca de la salvación, todo a un tiempo.
Man empezaba a notar que su mano derecha, la que agarraba al niño por sus ropas, se volvía insensible. Que en cualquier momento, aquellos dedos acartonados por la tensión podían aflojarse por su cuenta, incapaces ya de obedecer a la voluntad. La oscuridad se hacía ya menor. Y entonces, los bracitos del niño resbalaron un poco de su mano, apenas unos milímetros.
- ¡Vamos! - gritó Man, con desesperación.
El último impulso casi lo partió por la mitad, pero sacó a ambos a la luz del sol. Una docena de manos los recogieron, los auxiliaron, los acompañaron. Man se dejó caer al suelo, temblando. El sol calentaba de lo lindo, pero él no podía dejar de tiritar, y casi no podía ver nada. Una voz dijo a su lado:
- Bien hecho, amigo.
Volvió la cabeza y pudo vislumbrar a medias al calderero, que yacía a su lado en el suelo, boca abajo. Man pensó que debía tener la espalda en carne viva, por el roce de la cuerda. De pronto, lo asaltó una inquietud, intentó incorporarse y preguntó:
- ¿Fili?
Una silueta negra, la de una mujer envuelta en su túnica, recortada contra un cielo resplandeciente, le contestó:
- Está aquí, conmigo. Está bien. Gracias.
Man cerró los ojos, tranquilo. Estaba increíblemente cansado.
Sólo al despertarse se dió cuenta de que se había dormido. Estaba tendido en un modesto jergón, en una habitación que habría estado en penumbra si las paredes encaladas no hubiesen multiplicado la más mínima rendija de sol, inundándolo todo de una claridad íntima. En el exterior se oía una voz que cantaba. Man se levantó y se asomó a la puerta, apartando la cortina. Al verlo, una mujer le sonrió y le dijo:
- Bienvenido, forastero. Y gracias de nuevo por haber salvado a mi hijo. Me llamo Tala.
Man asintió, un tanto incómodo, con una inclinación de cabeza. Luego dijo:
- Mi nombre es Man. ¿Dónde está el niño?
- ¿Fili? - dijo la mujer - Por ahí andará, jugando. No te preocupes, su hermana cuidará de él.
Man pensó que era dudoso que Fili obedeciese más a su hermana que antes del accidente. A fin de cuentas, no importaba demasiado. Los niños hacían bien en jugar lejos de la mirada de sus padres, que así no veían las innumerables ocasiones de peligro en que se colocaban, y de las que acostumbraban a salir ilesos. Sólo muy de tarde en tarde ocurría un percance como el de aquella mañana.
Man dudaba aún entre permanecer en el exterior o volver a resguardarse del sol en el interior de la casa, cuando apareció ante él un personaje rechoncho, jadeante y bien vestido. Más parecía un habitante de la ciudad que un campesino. Sus manos cargadas de anillos gesticulaban exageradamente, y hablaba alto y con palabras rebuscadas, para demostrar su importancia.
- Soy Propileo - dijo - Ayudo a estas pobre gentes a salir adelante, en lo que yo puedo. Y ahora quería agradecerte, en nombre de todo el pueblo, el haber salvado la vida de Fili.
- ¿Eres el alcalde? - preguntó Man.
- No, no soy el alcalde. Él no puede venir, de hecho está en el campo desde muy temprano y no sabe nada de lo acontecido. Por eso me he tomado la prerrogativa de agasajártelo yo en su circunspección.
Man creyó entender confusamente el significado de sus palabras, y dijo modestamente:
- No habría podido hacer nada sin el calderero. Espero que a él también se lo... agasajarás.
- Ah, justamente - dijo Propileo - Nadie como yo puede tener la menor incredulidad de que se lo merecería, si no fuera como es, claro. Ya comprendo que en momentos de precipitación y ansiedad uno no tenga la suficiente intimidad como para escoger quién lo ayuda, pero...
Propileo cruzó sus dedos ensortijados y miró al suelo. Tala dijo:
- No os quedéis ahí, hablando de pie. Sentaos.
Entró en la casa y sacó dos banquetas, que colocó a un lado de la puerta. Una vez sentados, Man preguntó:
- Así pues, ¿qué pasa con el calderero?
- Bueno - dijo Propileo - no es una personalidad muy recomendable. No quiero decir que sea maligno, eso no. Mas bien un tanto incrédulo, ecléctico. Es muy soliviantado; no parece necesitar a nadie. Y por más que yo me haya acercado a veces con la mejor intencionalidad, todo ha sido caduco.
- Perdonad un momento - interrumpió Tala - Os dejo solos, voy a echar una mirada a mis niños.
Se levantó y se fué. Propileo, viéndola alejarse, comentó:
- ¡Pobre mujer! No, no quiero hablar de ella, seguro que no. Pero ya habrás visto que no tiene un matrimonio, quiero decir que en esta casa no hay un hombre. Ella vino de otro pueblo con los niños, diciendo que era viuda. Y claro, yo tengo que creerme que es verdad. A veces pienso que si los niños que no han nacido de un matrimonio llevasen algún tipo de señal, la vida sería más fácil para las personas decentes como yo. Que algo malo habría, en la forma de engendrarlos. Y estoy convencido de que el mal se hereda.
“Y la estupidez”, pensó Man, y preguntó:
- ¿No tienes hijos?
Propileo manoteó afanosamente y dijo:
- No. La verdad es que los niños sólo dan problemas, como ese Fili. Perdona que te lo diga, pero que tú lo hayas salvado hoy es bastante inútil. Seguro que no tardará en meterse en otro lío. No sé por qué su madre lo quiere tanto.
Man no quería oir más, e intentó desviar el tema:
- Dime, ¿qué tal es este pueblo?
- Bueno - dijo Propileo, dubitativo - No está mal. Está bien, aunque esté lleno de gente desagradecida. Aquí la gente es muy criticona, ¿sabes? Se pasan el día hablando mal unos de otros. Maleficencia, ya sabes.
“Y se creen que lo saben todo. Cualquiera se ve con animadversión de decirte que tal o cual cosa la has hecho mal. Porque no te creas que a mí no me critiquen, y los muy ignominiosos lo hacen usando palabras que ni siquiera saben lo que significan.
- ¡Qué injusticia! - dijo Man, mordiéndose la lengua.
- Después de todo lo que yo he hecho por ellos - dijo Propileo - que no salgo ganando nada con ello. ¿O acaso te he peticionado yo algo?
- No, nada - dijo Man. Has sido muy amanuense.
Man sacudió la cabeza al acabar la frase. Se temía que Propileo lo había contagiado. Pero el otro sonreía.
- Celebro reconocer que eres magnificiente - dijo - aunque seas un forastero. Y perdóname, pero me temo que te he diseccionado un rato excesivamente extemporáneo. Tengo muchísimas obligatoriedades que atemperar, así que te dejo. Hasta otra.
Se puso en pie, saludó con una reverencia, y se marchó. Un momento más tarde, apareció la madre de Fili, ya de vuelta. Se sentó en la banqueta que había dejado Propileo, y le dijo a Man:
- Me he cruzado con él. Dime, ¿qué te ha dicho de mí?
Ante la mirada sorprendida de Man, explicó:
- Es verdad, tú no lo sabes. Verás, en este pueblo, después de bastantes problemas, adoptamos la decisión de decirnos unos a otros lo que Propileo andaba contando de nosotros.
“Ninguno de nosotros acaba de entender qué puede salir ganando con ese juego perverso. Pero si no lo vigilamos, si lo escuchamos, nos puede hacer daño, simplemente porque no sabe con lo que está jugando. Y para que te convenzas, te diré lo que me ha dicho de tí. Me ha dicho: 'Yo no me fiaría mucho de él. Es muy callado, y alguien callado, lo más probable es que esté cavilando mentiras'.
Man asintió, y dijo:
- Me dijo que tú decías ser viuda, pero que habías venido de otro pueblo y no había forma de comprobarlo. Y que Fili no tardaría en meterse en otro lío.
La mujer se mordió el puño, en un gesto de impotencia. Con una lágrima a punto de caer, dijo:
- ¿No habrá forma de hacerlo callar?
Man reflexionó un rato, y al final respondió:
- Sí. Hay una forma.
Esa noche hubo resonar de gongs y pequeños platillos, y largas trompas tibetanas en la calle principal del pueblo. Y un extraño cortejo de gentes con túnicas naranja, caras blancas y labios negros avanzaba lentamente hacia la casa de Propileo. El estruendo iba creciendo de tono al acercarse, y al llegar ante la puerta se hizo insoportable. Finalmente, Propileo, medio adormilado, se asomó a la puerta y empezó:
- ¿Qué...?
No pudo acabar. El insólito espectáculo lo había dejado sin habla. Un altísimo personaje, con un extravagante sombrero igualmente desmesurado, dió unos pasos un tanto vacilantes, levantó los brazos al cielo y clamó con voz tonante:
- ¡Propileo!
El aludido, aterrorizado, intentó contestar, pero de su garganta no salió más que un ridículo gorjeo.
- ¡Ha llegado tu hora! - volvió a bramar el personaje.
Propileo cayó de rodillas. El personaje hizo un gesto, y uno de los espectros, tan corpulento como el calderero, se acercó a él, asió una de sus manos enjoyadas y empezó a forcejear para arrancarle uno de sus anillos. Propileo intentó resistirse, pero el gigante gritó:
- ¡Despréndete de todo lo terrenal!
El anillo cedió al fin, y el espectro corpulento lo arrojó a una hoguera que ardía en medio de la calle. Propileo palideció.
- ¡Propileo! - bramó la voz - ¡Sólo una cosa puede salvarte!
El aludido, con la cara vuelta hacia el suelo, farfulló algo incomprensible.
- Tienes tres semanas - dijo el gigante - Si en ese tiempo no has conseguido hacer tres amigos, si no puedo encontrar al menos a tres personas que hablen bien de tí, te llevaré conmigo y no se volverá a saber de tí. Y ahora, ¡retírate!
Propileo se apresuró a esconderse en su casa, gateando. El cortejo se retiró dignamente en silencio.
Un poco más tarde, cuando Man se hubo quitado la túnica y desprendido de los zancos que llevaba atados a las piernas, le dijo a Tala:
- Apuesto a que en las próximas semanas, Propileo parecerá otra persona. Seguro que se desvive por ayudar a los demás.
- Eso espero - dijo ella - pero no le va a ser nada fácil.
- Me lo imagino - dijo Man - por eso querría pediros que lo ayudéis. Que los hombres le hablen como si ya fuese su amigo, que las mujeres le sonrían. Eso será muy bueno para él, y también será bueno para vosotros.
“En el fondo, Propileo se comporta así porque tiene muy pobre concepto de sí mismo. Gesticula para que lo vean, va enjoyado para poder creerse que es importante, y habla mal de todos para no verse tan despreciable.
- Pero habla muy bien - dijo ella - Usa palabras que nadie de por aquí sabe qué significan.
- Ni siquiera él - dijo Man - Hablar bien es hacerse entender, y no confundir. Seguro que si se siente apreciado dejará de decir tonterías. Y vosotros tendréis un problema menos. Me temo que es la única forma de resolverlo. Nunca se habría marchado, porque sabe de sobras que fuera de aquí no es nadie. Y si hubiéseis empezado a hacerle caso, las cosas habrían ido cada vez peor.
- Ahora te debemos no uno, sino dos favores - dijo Tala, sonriendo.
- No me debéis nada. Tan solo con que me déis cobijo esta noche, será suficiente. Mañana debo partir.
Y a la mañana siguiente, Man se puso nuevamente en marcha.
6. PROPILEO
Cuando Man llegó al poblado, era media mañana. Habría podido fácilmente pasar de largo, porque el pueblo se hallaba al otro lado del riachuelo que bordeaba el camino, y quedaba oculto tras los árboles de la ribera. Una pequeña casucha a un lado del camino era el único indicio de la presencia humana en aquellos parajes, y fué lo que hizo que Man se detuviese a preguntar. Siguiendo las indicaciones, enfiló por el sendero, atravesó un puentecillo, y llegó al pueblo.
No podía decirse que fuese gran cosa. Apenas un puñado de calles en las que se alineaban unas cuantas casas de adobe, chiquillos correteando aquí y allá, algún que otro perro desorientado, y una plaza con un enorme árbol, que parecía el lugar de reunión. Aparte de los chiquillos, no se veía a nadie más. Man supuso que los hombres debían estar en los campos, ocupados en cualquiera de las innumerables tareas que requería la tierra, y las mujeres, tal vez en el río. Pero, como ocurría en todos los pueblos, en aquel no podía faltar el holgazán, el que se creía demasiado listo para levantarse temprano y ponerse a trabajar como los demás, el que siempre resultaba estar ocupado en algo más importante, más descansado y que sólo él podía llevar a buen término.
Pero, aunque Man estaba convencido de que tarde o temprano se toparía con él, de momento no daba señales de vida. Tal vez fuese demasiado pronto, tal vez habría que esperar a que volviesen las mujeres del río para que se dejase ver. Le pareció oir unos golpes, a lo lejos, y se dirigió hacia allí. Los chiquillos le dedicaban sólo un momento de atención al pasar, y después volvían a sus juegos. Los golpes sonaban cada vez más cerca. Se asomó a una callejuela, vió una puerta abierta y se acercó.
Lo que pudo ver fué un cobertizo, al fondo del cual se divisaba una pequeña fragua, y cerca de la puerta, un yunque en el que trabajaba un hombre, golpeteando el interior de una gran perola. Un calderero, sin duda. Man iba a efectuar un saludo en el momento en que el hombre levantó la vista hacia él, pero no lo hizo, ni el hombre le preguntó nada, porque entonces resonó un grito que sorprendió a los dos. Se miraron, y sin decirse nada salieron precipitadamente a la calle. El calderero miró a derecha e izquierda, y se oyó un segundo grito, más apagado. Echaron a correr en aquella dirección.
Unas casas más allá, en una plazuela, había un pozo sin pretil, y asomados a su boca, tres o cuatro chiquillos. El calderero se acercó a ellos y preguntó:
- ¿Qué ha pasado?
- Fili se ha caído dentro - dijo una niña - Le he dicho que no se asomase, pero no me ha hecho caso. Nunca me hace caso.
El calderero hizo caso omiso de las quejas de la niña, que seguía protestando, recogió una cuerda que yacía atada a un cubo y la tensó, como evaluando su resistencia.
- Es demasiado pequeño - comentó - y estará demasiado asustado como para echarle una cuerda. Tendré que bajar por él.
- Espera - dijo Man.
El calderero lo interrogó con la mirada. Man dijo:
- Yo soy más delgado, y tú eres más fuerte. Yo bajaré, y tú me sostendrás.
El calderero asintió. Man dejó sus cosas en el suelo, se ciñó la cuerda a la cintura y se acercó a la boca del pozo, asomándose. Del fondo llegaba un ruido de chapoteo.
- No tenemos mucho tiempo - dijo - Sólo hasta que se canse de chapotear. Vamos, deprisa.
Apoyó los pies en el borde, colgándose de la cuerda, e hizo una señal al calderero, que se había pasado la cuerda por la espalda, entre la cintura y un hombro.
- Vamos - dijo, y el calderero empezó a soltar cuerda.
Man pudo apoyar sus pies en la pared del pozo, al principio, pero ese soporte pronto le falló, y se encontró descendiendo a oscuras, colgado por la cintura, con los brazos y la cabeza más bajos que los pies. El trayecto era más largo y el pozo más hondo de lo que había supuesto. El ruido de chapoteo se oía cada vez más cerca, pero su ritmo empezaba a decaer.
La situación, la posición, la oscuridad y aquel ruido declinante, como una vida que se apaga, todo se confabulaba para que a Man lo atenazase la angustia. Con los brazos extendidos, manoteaba en todas direcciones, esperando encontrar el cuerpo del niño, o al menos la superficie del agua. Las pausas entre un “chap” y el siguiente eran cada vez más desesperadamente largas.
Finalmente, tocó el agua, dió un grito para que no lo bajasen más, y su manoteo se volvió frenético. Allí, en algún punto de aquella penumbra, había un niño como los suyos, ahogándose. Y él era incapaz de encontrarlo.
Por fin sonó un “chap”, probablemente el último, y alargó la mano en aquella dirección. Tocó algo, demasiado húmedo y frío para saber de qué se trataba, pero inmediatamente unas manitas, unos bracitos pequeños, resbaladizos y helados se aferraron a su mano. Man gritó:
- ¡Lo tengo!
Dobló el brazo para acercarlo, o acercarse a él. Metió el otro brazo en al agua, palpó unas ropas flotantes a media agua, y las aferró. Intentó darse la vuelta y abrazarlo, para poder subirlo con seguridad, y no pudo. Entonces gritó:
- ¡Arriba!
Al principio no ocurrió nada. Luego, un brusco tirón, que casi logró que se desprendiera de Fili. Después, una tensión más suave, más controlada, más lenta. Gritó:
- ¡Deprisa!
La tensión aumentó gradualmente, y con una amenazadora lentitud, el cuerpo de Fili fué ganando peso a medida que se despegaba del agua. Man intentó todo tipo de maniobras para poder asirlo de forma más segura, pero en vano. A su mano izquierda seguían enroscados aquellos brazos tan pequeños y tan increíblemente tenaces. Y su mano derecha aferraba hasta el agarrotamiento un pliegue inquietantemente indefinido de sus ropas. Palmo a palmo, metro a metro, fueron ganando altura, en una situación cada vez más insegura y más cerca de la salvación, todo a un tiempo.
Man empezaba a notar que su mano derecha, la que agarraba al niño por sus ropas, se volvía insensible. Que en cualquier momento, aquellos dedos acartonados por la tensión podían aflojarse por su cuenta, incapaces ya de obedecer a la voluntad. La oscuridad se hacía ya menor. Y entonces, los bracitos del niño resbalaron un poco de su mano, apenas unos milímetros.
- ¡Vamos! - gritó Man, con desesperación.
El último impulso casi lo partió por la mitad, pero sacó a ambos a la luz del sol. Una docena de manos los recogieron, los auxiliaron, los acompañaron. Man se dejó caer al suelo, temblando. El sol calentaba de lo lindo, pero él no podía dejar de tiritar, y casi no podía ver nada. Una voz dijo a su lado:
- Bien hecho, amigo.
Volvió la cabeza y pudo vislumbrar a medias al calderero, que yacía a su lado en el suelo, boca abajo. Man pensó que debía tener la espalda en carne viva, por el roce de la cuerda. De pronto, lo asaltó una inquietud, intentó incorporarse y preguntó:
- ¿Fili?
Una silueta negra, la de una mujer envuelta en su túnica, recortada contra un cielo resplandeciente, le contestó:
- Está aquí, conmigo. Está bien. Gracias.
Man cerró los ojos, tranquilo. Estaba increíblemente cansado.
Sólo al despertarse se dió cuenta de que se había dormido. Estaba tendido en un modesto jergón, en una habitación que habría estado en penumbra si las paredes encaladas no hubiesen multiplicado la más mínima rendija de sol, inundándolo todo de una claridad íntima. En el exterior se oía una voz que cantaba. Man se levantó y se asomó a la puerta, apartando la cortina. Al verlo, una mujer le sonrió y le dijo:
- Bienvenido, forastero. Y gracias de nuevo por haber salvado a mi hijo. Me llamo Tala.
Man asintió, un tanto incómodo, con una inclinación de cabeza. Luego dijo:
- Mi nombre es Man. ¿Dónde está el niño?
- ¿Fili? - dijo la mujer - Por ahí andará, jugando. No te preocupes, su hermana cuidará de él.
Man pensó que era dudoso que Fili obedeciese más a su hermana que antes del accidente. A fin de cuentas, no importaba demasiado. Los niños hacían bien en jugar lejos de la mirada de sus padres, que así no veían las innumerables ocasiones de peligro en que se colocaban, y de las que acostumbraban a salir ilesos. Sólo muy de tarde en tarde ocurría un percance como el de aquella mañana.
Man dudaba aún entre permanecer en el exterior o volver a resguardarse del sol en el interior de la casa, cuando apareció ante él un personaje rechoncho, jadeante y bien vestido. Más parecía un habitante de la ciudad que un campesino. Sus manos cargadas de anillos gesticulaban exageradamente, y hablaba alto y con palabras rebuscadas, para demostrar su importancia.
- Soy Propileo - dijo - Ayudo a estas pobre gentes a salir adelante, en lo que yo puedo. Y ahora quería agradecerte, en nombre de todo el pueblo, el haber salvado la vida de Fili.
- ¿Eres el alcalde? - preguntó Man.
- No, no soy el alcalde. Él no puede venir, de hecho está en el campo desde muy temprano y no sabe nada de lo acontecido. Por eso me he tomado la prerrogativa de agasajártelo yo en su circunspección.
Man creyó entender confusamente el significado de sus palabras, y dijo modestamente:
- No habría podido hacer nada sin el calderero. Espero que a él también se lo... agasajarás.
- Ah, justamente - dijo Propileo - Nadie como yo puede tener la menor incredulidad de que se lo merecería, si no fuera como es, claro. Ya comprendo que en momentos de precipitación y ansiedad uno no tenga la suficiente intimidad como para escoger quién lo ayuda, pero...
Propileo cruzó sus dedos ensortijados y miró al suelo. Tala dijo:
- No os quedéis ahí, hablando de pie. Sentaos.
Entró en la casa y sacó dos banquetas, que colocó a un lado de la puerta. Una vez sentados, Man preguntó:
- Así pues, ¿qué pasa con el calderero?
- Bueno - dijo Propileo - no es una personalidad muy recomendable. No quiero decir que sea maligno, eso no. Mas bien un tanto incrédulo, ecléctico. Es muy soliviantado; no parece necesitar a nadie. Y por más que yo me haya acercado a veces con la mejor intencionalidad, todo ha sido caduco.
- Perdonad un momento - interrumpió Tala - Os dejo solos, voy a echar una mirada a mis niños.
Se levantó y se fué. Propileo, viéndola alejarse, comentó:
- ¡Pobre mujer! No, no quiero hablar de ella, seguro que no. Pero ya habrás visto que no tiene un matrimonio, quiero decir que en esta casa no hay un hombre. Ella vino de otro pueblo con los niños, diciendo que era viuda. Y claro, yo tengo que creerme que es verdad. A veces pienso que si los niños que no han nacido de un matrimonio llevasen algún tipo de señal, la vida sería más fácil para las personas decentes como yo. Que algo malo habría, en la forma de engendrarlos. Y estoy convencido de que el mal se hereda.
“Y la estupidez”, pensó Man, y preguntó:
- ¿No tienes hijos?
Propileo manoteó afanosamente y dijo:
- No. La verdad es que los niños sólo dan problemas, como ese Fili. Perdona que te lo diga, pero que tú lo hayas salvado hoy es bastante inútil. Seguro que no tardará en meterse en otro lío. No sé por qué su madre lo quiere tanto.
Man no quería oir más, e intentó desviar el tema:
- Dime, ¿qué tal es este pueblo?
- Bueno - dijo Propileo, dubitativo - No está mal. Está bien, aunque esté lleno de gente desagradecida. Aquí la gente es muy criticona, ¿sabes? Se pasan el día hablando mal unos de otros. Maleficencia, ya sabes.
“Y se creen que lo saben todo. Cualquiera se ve con animadversión de decirte que tal o cual cosa la has hecho mal. Porque no te creas que a mí no me critiquen, y los muy ignominiosos lo hacen usando palabras que ni siquiera saben lo que significan.
- ¡Qué injusticia! - dijo Man, mordiéndose la lengua.
- Después de todo lo que yo he hecho por ellos - dijo Propileo - que no salgo ganando nada con ello. ¿O acaso te he peticionado yo algo?
- No, nada - dijo Man. Has sido muy amanuense.
Man sacudió la cabeza al acabar la frase. Se temía que Propileo lo había contagiado. Pero el otro sonreía.
- Celebro reconocer que eres magnificiente - dijo - aunque seas un forastero. Y perdóname, pero me temo que te he diseccionado un rato excesivamente extemporáneo. Tengo muchísimas obligatoriedades que atemperar, así que te dejo. Hasta otra.
Se puso en pie, saludó con una reverencia, y se marchó. Un momento más tarde, apareció la madre de Fili, ya de vuelta. Se sentó en la banqueta que había dejado Propileo, y le dijo a Man:
- Me he cruzado con él. Dime, ¿qué te ha dicho de mí?
Ante la mirada sorprendida de Man, explicó:
- Es verdad, tú no lo sabes. Verás, en este pueblo, después de bastantes problemas, adoptamos la decisión de decirnos unos a otros lo que Propileo andaba contando de nosotros.
“Ninguno de nosotros acaba de entender qué puede salir ganando con ese juego perverso. Pero si no lo vigilamos, si lo escuchamos, nos puede hacer daño, simplemente porque no sabe con lo que está jugando. Y para que te convenzas, te diré lo que me ha dicho de tí. Me ha dicho: 'Yo no me fiaría mucho de él. Es muy callado, y alguien callado, lo más probable es que esté cavilando mentiras'.
Man asintió, y dijo:
- Me dijo que tú decías ser viuda, pero que habías venido de otro pueblo y no había forma de comprobarlo. Y que Fili no tardaría en meterse en otro lío.
La mujer se mordió el puño, en un gesto de impotencia. Con una lágrima a punto de caer, dijo:
- ¿No habrá forma de hacerlo callar?
Man reflexionó un rato, y al final respondió:
- Sí. Hay una forma.
Esa noche hubo resonar de gongs y pequeños platillos, y largas trompas tibetanas en la calle principal del pueblo. Y un extraño cortejo de gentes con túnicas naranja, caras blancas y labios negros avanzaba lentamente hacia la casa de Propileo. El estruendo iba creciendo de tono al acercarse, y al llegar ante la puerta se hizo insoportable. Finalmente, Propileo, medio adormilado, se asomó a la puerta y empezó:
- ¿Qué...?
No pudo acabar. El insólito espectáculo lo había dejado sin habla. Un altísimo personaje, con un extravagante sombrero igualmente desmesurado, dió unos pasos un tanto vacilantes, levantó los brazos al cielo y clamó con voz tonante:
- ¡Propileo!
El aludido, aterrorizado, intentó contestar, pero de su garganta no salió más que un ridículo gorjeo.
- ¡Ha llegado tu hora! - volvió a bramar el personaje.
Propileo cayó de rodillas. El personaje hizo un gesto, y uno de los espectros, tan corpulento como el calderero, se acercó a él, asió una de sus manos enjoyadas y empezó a forcejear para arrancarle uno de sus anillos. Propileo intentó resistirse, pero el gigante gritó:
- ¡Despréndete de todo lo terrenal!
El anillo cedió al fin, y el espectro corpulento lo arrojó a una hoguera que ardía en medio de la calle. Propileo palideció.
- ¡Propileo! - bramó la voz - ¡Sólo una cosa puede salvarte!
El aludido, con la cara vuelta hacia el suelo, farfulló algo incomprensible.
- Tienes tres semanas - dijo el gigante - Si en ese tiempo no has conseguido hacer tres amigos, si no puedo encontrar al menos a tres personas que hablen bien de tí, te llevaré conmigo y no se volverá a saber de tí. Y ahora, ¡retírate!
Propileo se apresuró a esconderse en su casa, gateando. El cortejo se retiró dignamente en silencio.
Un poco más tarde, cuando Man se hubo quitado la túnica y desprendido de los zancos que llevaba atados a las piernas, le dijo a Tala:
- Apuesto a que en las próximas semanas, Propileo parecerá otra persona. Seguro que se desvive por ayudar a los demás.
- Eso espero - dijo ella - pero no le va a ser nada fácil.
- Me lo imagino - dijo Man - por eso querría pediros que lo ayudéis. Que los hombres le hablen como si ya fuese su amigo, que las mujeres le sonrían. Eso será muy bueno para él, y también será bueno para vosotros.
“En el fondo, Propileo se comporta así porque tiene muy pobre concepto de sí mismo. Gesticula para que lo vean, va enjoyado para poder creerse que es importante, y habla mal de todos para no verse tan despreciable.
- Pero habla muy bien - dijo ella - Usa palabras que nadie de por aquí sabe qué significan.
- Ni siquiera él - dijo Man - Hablar bien es hacerse entender, y no confundir. Seguro que si se siente apreciado dejará de decir tonterías. Y vosotros tendréis un problema menos. Me temo que es la única forma de resolverlo. Nunca se habría marchado, porque sabe de sobras que fuera de aquí no es nadie. Y si hubiéseis empezado a hacerle caso, las cosas habrían ido cada vez peor.
- Ahora te debemos no uno, sino dos favores - dijo Tala, sonriendo.
- No me debéis nada. Tan solo con que me déis cobijo esta noche, será suficiente. Mañana debo partir.
Y a la mañana siguiente, Man se puso nuevamente en marcha.
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