martes, noviembre 07, 2006

Regreso a Bundar (10)

En mi modesta opinión, el capítulo de hoy está entre lo mejor de todo lo que llevo escrito. Ello no quita para que, por simple sentido común, deba creer, y así lo creo, que mis mejores páginas aún no las he escrito. La novela está a punto de acabar; mañana aparecerá el capítulo en el que Man llega por fin a Bundar. Pero antes de eso, tengamos una pequeña pausa.

10. NOCHE

Man se despertó sobresaltado en medio de la noche. Pero no llovía, no había ruidos que llegasen del bosque. Nada en la oscuridad lo amenazaba, salvo su propia inquietud. Se dijo que si su corazón palpitaba aún con fuerza, sólo podía ser por el sueño que acababa de tener, un sueño que no conseguía recordar con precisión. Era muy posible que la proximidad a Bundar tuviese mucho que ver. A Man le quedaba muy poco para llegar, y tal vez su inquietud no fuese más que el temor de volver a enfrentarse con lo que había significado tanto para él. Quizá lo asustaba el poder contrastar hasta qué punto se había quedado a medias, cuan pobre había sido su respuesta ante aquellos ideales que recordaba inmutables e inmarcesibles. Bundar, seguramente, seguiría igual, pero él había cambiado, llegando a cansarse de ser el mismo, de ser él mismo.
Se tumbó de nuevo, intentando calmarse. Se sentía invadido por una inconcreta pesadumbre. Se agitó a uno y otro lado, intentando romper la telaraña maligna e inmaterial que lo apresaba, pero en vano. Como suele ocurrir, los sentimientos del sueño persistían, aunque las imágenes que los sustentaban se hubiesen desvanecido sin dejar rastro. Comprendió que no le bastaría abandonarse y dejarse ganar por el sueño, porque eso sería también rendirse a la desazón, dejarse invadir por el miedo y la pena, un miedo y una pena absolutamente puros, sin nada que los justificase. Una nube negra había atravesado la penumbra, y reclamaba su tiempo, para pasar o para disiparse. A veces, algo o alguien nos echa encima un manto de tristeza, aunque sólo sea para que no olvidemos cómo librarnos de ella.
Abrió mucho los ojos, ganado la vigilia, recuperando un estado de total conciencia. Las imágenes familiares, los pensamientos consoladores a los que esperaba asirse para recuperar la tranquilidad, se le resistían y se volvían esquivos. Y su angustia buscaba ideas, impresiones que la avalasen y le diesen un sentido. Si seguía pensando, acabaría por pensar mal. Si le daba cancha a su adversario, se vería envuelto en una contienda fastidiosa y agotadora, en la que casi daba lo mismo que ganase o perdiese. Es lo que suele ocurrir, cuando uno se pelea consigo mismo. Y para salvarse, dejó de mirar hacia dentro y miró hacia fuera.
Pero lo único que vió fué la oscuridad de la noche, es decir, nada. Desechó esa primera impresión, que lo arrinconaba nuevamente en sí mismo, y buscó otra. En realidad, no podía decirse que la noche fuera nada, como no podía decirse que nada ocurriese en ella. La noche era una substancia sutil, pero omnipresente. Y en ella cabía el llanto de un niño, que la noche escoltaba de silencio para que llegase intacto a los oídos de su madre. Y cabía la proximidad cálida y dulce entre dos personas, que ya no precisaba de palabras. Cabía el llanto callado y silencioso que uno, por fortuna, sólo se ve obligado a admitir ante sí mismo. Y esa ilusión tan tenue y quebradiza que no se atreve a hacer ruido. Oscuridad y silencio, eso era la noche, y al mismo tiempo, mucho más que eso. Enorme, ilimitada, grande e intensa a la vez. Y tan evidente, tan antigua, que parece no haber sido creada, sino ser un recuerdo anterior al propio tiempo.
A Man le pareció descubrir una semejanza entre la noche y el mar. Porque siendo la noche tan diferente del día, su contorno es difuso y gradual, como ocurre con el borde movedizo del mar. Porque viendo el agua, transparente, versátil, inocua, tan casi inmaterial, uno no puede sospechar la presencia rotunda y contundente del mar, lo mismo que jamás llegaría a imaginar la noche cerrando simplemente los ojos o contemplando un rincón en penumbra. Y porque, al igual que al mar va a parar toda el agua de los ríos, sin que se note, sin que se altere por eso el mar, a la noche van a parar todas las emociones de los durmientes.
Pero lo que la noche recibe, se diluye en ella. Y por angustioso que sea un dolor, por punzante que resulte una ausencia, por inquietante que parezca una expectativa, todo queda sumergido en la oscuridad, perdido en el silencio, enterrado en el olvido. Las lágrimas y las risas se evaporan, sin lograr apenas que el aire de la noche sea un poco más fresco. Y la noche no sólo recibe, sino que da. Con la excusa de los sueños, puede administrar unas gotitas de ilusión, un sorbo de resignación, un soplo de paz, un bálsamo de inconsciencia. O puede contemplar, paciente y distante, el oleaje que una tormenta interior levanta en el alma. Porque la noche sabe que si no basta una vez, habrá muchas más, otras muchas noches que se relevarán disciplinadamente a la cabecera del inquieto, del que sufre, hasta que el dolor parezca empezar a remitir, y más adelante se pueda decir que ha pasado ya. Si la pena no puede eliminarse, se la puede atenuar, disolviéndola en el tiempo, aclarando su color hasta que parezca no tener ninguno.
La noche impasible, pero no insensible, tal vez no tenga más mérito que el de ser muy vieja, haber visto ya muchas cosas, y saber de sobra lo poco importantes que resultan ser todas y cada una de ellas, a la larga. Y por ella transita el alma, a veces tan absorta y desorientada que no sabe oir lo que la noche le grita. O que simplemente le sususrra, de una soledad a otra: “Tú y yo estamos solas. Y lo estaremos hasta que encontremos a alguien a quien poder hacerle compañía”.
Man se sentía más tranquilo. Se estaba dejando invadir por la noche, se abandonaba en ella. Y sin saberlo, se disponía a seguir la revolucionaria consigna que un maestro ignorado, en una tierra árida y lejana, dió un día al puñado de discípulos que lo seguían: “No tengáis miedo”.
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