jueves, noviembre 02, 2006

Regreso a Bundar (7)

En el capítulo de hoy, Man se enfrenta a su propia juventud, o dicho de otra forma, hace balance de su vida. Espero que el tono alegórico y meditativo del capítulo no asuste al lector o lectora.

7. SUEÑO

Man estaba soñando. Pero era un sueño extraño, en el que los detalles aparecían primorosamente dibujados. Por la tarde, había probado unas bayas desconocidas, confiado al ver algunas picoteadas por los pájaros. Su sabor no era desagradable, pero posiblemente eran ellas las que le provocaban aquel sueño lúcido. Y si era así, el hecho de que los pájaros las picoteasen indicaba que tal vez el hombre no era el único animal capaz de equivocarse respecto a sus instintos.
Man se veía caminando por un sendero en medio del llano. Por un camino paralelo, que más adelante iba a confluir con el suyo, avanzaba un hombre joven. Man reconoció su forma de andar, sus vestiduras, y al tenerlo más cerca, sus rasgos le confirmaron lo que ya sospechaba: era él mismo, durante su primer viaje a Bundar. En buena lógica, debía haber ido acompañado de Aleb, pero por una u otra razón, las leyes del sueño decían que no era importante que faltase ese detalle.
La primera reacción del Man maduro fué de una cierta contrariedad. Ya conocía demasiado bien a aquel personaje, y no sentía ningún interés en conocerlo mejor. Además, los nuevos aspectos que se le revelaban al toparse nuevamente con él, lo molestaban. Había algo irritante en su estólida confianza, en sus ademanes expansivos, como si le sobrase la energía. Lo menos malo de todo era esa capacidad de entusiasmo que se adivinaba en sus ojos, esa facilidad para creer que cualquier tema, cualquier causa, por estrecha y limitada que fuese, podía parecer lo bastante grande e importante para dedicarle toda una vida. Pero esa característica ni siquiera era mérito personal, sino más bien lo que conservaba de niño. Porque son los mayores los que necesitan contemplar y consumir mundos enteros para paliar su insaciable aburrimiento, mientras que un niño es capaz de imaginar todo un universo dentro de la cáscara de una avellana, con sus pequeñas galaxias, sus diminutos soles, sus minúsculos planetas y sus microscópicos habitantes. Y algunos bienaventurados logran conservar un retazo de eso durante toda su vida.
El Man maduro saludó al Man joven levantando la mano, y éste le respondió con idéntico ademán y una sonrisa. Avanzaron hasta la confluencia de los caminos y se contemplaron mutuamente. El Man joven no parecía en absoluto sorprendido al hallarse cara a cara con su madurez. En cuanto al Man maduro, aquel joven le parecía un reproche, tanto por lo que había perdido de él, como por lo que no había sabido corregir.
- Te veo peor de lo que me esperaba - dijo el joven Man, sin preámbulos - ¿Qué te ha pasado? ¿Quién te ha robado la sonrisa?
- Nadie - contestó el Man maduro - Debo haberla perdido por el camino. Yo tampoco te recordaba así. Supongo que siempre hay diferencias entre lo que esperamos y lo que nos espera.
- ¿Tan duro es el camino? - preguntó el joven - Quiero decir, debe haber sido muy difícil para que estés tan cansado, para haber perdido tantas cosas.
- Algunas cosas - respondió el mayor - no las pierdes; más bien las desechas por inútiles. Por ejemplo, por muy idealista y entusiasta que seas, no podrás cambiar el mundo.
- Supongo que no - dijo el joven - Pero posiblemente pueda lograr que el mundo no me cambie a mí.
- No querría desilusionarte, pero mi obligación es aconsejarte.
- Y la mía es animarte - replicó el joven - Pero además, tú y yo tenemos otras obligaciones mutuas. Yo, por ejemplo, debo aceptarte a tí. Pero no me preocupa; para eso tengo mucho tiempo. Y tú debes perdonarme a mí, y siento decir que no te queda tanto para poder hacerlo.
- No te negaré que me cuesta perdonarte - dijo Man, el maduro - más de lo que yo quisiera. Ten en cuenta que aún estoy pagando algunas equivocaciones tuyas.
- A pesar de eso - dijo el joven - quería pedirte un favor. ¿No puedes decirme algo de tu pasado, que es mi futuro?
- Sólo aquello que no lo afecte - dijo el mayor - aquello que no te permita cambiarlo. Esa es la ley, ya lo sabes.
- Lo acepto - dijo el joven - Dime, ¿qué vida has tenido?
- No es tan fácil contestar a eso - dijo el mayor, dubitativo - Esa es una de las respuestas que voy a buscar. Ha sido una vida muy llena de trabajo, de obligaciones, de problemas, de preocupaciones. Había muchas cosas que atender: la tierra, la casa, la familia, los hijos. Y se me ha ido demasiado deprisa. Ha sido muy poco, y ni terrible ni maravilloso. Eso supongo, porque la verdad es que casi no he tenido tiempo de pensar en mí.
- Si no has podido pensar en tí, entonces no es tan mala vida - sentenció el joven.
Man, el maduro, volvió a contemplar a Man, el joven. Habría querido hablarle como a un hijo, porque en el fondo no podía renunciar a aquel mozalbete. Aún se sentía responsable, incluso culpable de él, aunque más bien era al revés. Pero al mismo tiempo, lo conocía o lo recordaba lo bastante para saber que el otro no lo aceptaría fácilmente. El joven tenía un innegable ascendiente sobre el mayor, ya que éste era la consecuencia y no la causa. En realidad, el mayor debía reconocer que tenía más del otro de lo que le hubiera gustado admitir, tanto por lo que le quedaba de él como por aquellas aspiraciones del joven que en él ya se habían cumplido. Muy pocas, ciertamente, y además incompletas. Como si le leyese el pensamiento, el joven dijo:
- Todo el mundo me dice que cambiaré. Y si eso fuera así, te vería más como un extraño, no me reconocería en tí. Tú debes saberlo, ¿de verdad se cambia?
- No - dijo el mayor - la gente no cambia. Sólo se acentúan, y algunos incluso se exageran. Cada uno sigue siendo lo que es, pero más a la descarada. Como mucho, se desprende uno, con un enorme esfuerzo, de alguna insignificancia: un temor, una sospecha. O consigue introducir un matiz en alguna tendencia. Pero no hay nada esencial que varíe. A la larga, tienes menos fuerza y menos salud. Caminas más despacio, pero no cambias tu forma de caminar.
- Entonces, me quedo más tranquilo - dijo el joven - Si eso es así, ninguno de nosotros dos es demasiado culpable del otro. Tú no puedes cambiarme a mí; yo soy tu pasado, y lo único que puedes hacer, debo repetírtelo, es perdonarme. Aunque te cueste.
“En cuanto a mí, sé que te marcaré el camino, que te verás obligado a seguir mis pasos. Pero al verte, sé que no acabaré tan mal como creo a veces. Ya te lo he dicho, tengo mucho tiempo para aceptarte. Incluyendo esos insoportables defectos míos de los que no has podido desprenderte. Pero no te preocupes; si me parecen insoportables, es porque son los míos, y es casi inaguantable verlos desde fuera.
- Lamento - dijo el mayor - no haber podido ayudarte más.
- Y yo lamento - dijo el joven - exactamente lo mismo. Déjame darte un consejo: tal vez sería mejor que no volvieses a Bundar.
- ¿Por qué?
- Porque ya voy yo, por los dos, por tí y por mí.
- Aún así, debo ir. Ya no puedes sustituirme, porque no estás aquí, sino en el pasado.
- Como quieras - dijo el joven - Debo irme, y ya sabes que me toca ir por delante tuyo, precederte.
Man, el mayor, asintió. El joven reanudó la marcha, la escena se oscureció, y el resto de la noche Man ya no soñó con nada en absoluto.
Free counter and web stats