viernes, noviembre 03, 2006

Regreso a Bundar (8)

Un nuevo capítulo de la novela (si es que se le puede llamar una novela), esta vez sobre mendigos. Hasta pronto.

8. MENDIGOS

Man se había sumado a una de las caravanas que se dirigían al Este. De esa forma, no se sentía tan solo, podía charlar con unos y otros, y el viaje no se hacía tan pesado y monótono. Recorrían largas jornadas, con una corta pausa a mediodía para comer, y avanzaban todo lo que podían hasta que empezaba a oscurecer. Si había un pueblo o una ciudad cerca, se llegaban hasta ella. De lo contrario, improvisaban un campamento a un lado del camino, y encendían un fuego alrededor del cual pudiesen conversar. Eran tan aficionados a la cháchara, cuando no estaban de ruta, que más se habría dicho que eran charlatanes que comerciantes. A lo largo de los días, Man había llegado a conocerlos: el grueso y barbudo Gul, el flaco y flemático Balam, el corpulento Tur, que trajinaba con las mulas, el pequeño y nervioso Fero, que ejercía de guía, y el joven Adar, que hacía su primer viaje.
Después de cenar, los hombres de la caravana solían ponerse a discutir sobre el primer tema que se mencionase. Una de esas noches, alguien comentó que hacía días que no se topaban con ningún mendigo.
- Mejor - saltó el grueso Gul, con mirada malhumorada.
- ¿Por qué dices eso? - preguntó Man.
- No me fío de los mendigos - contestó Gul - Lo más probable es que intenten robarte, sólo porque tú tienes más que ellos, porque has trabajado para conseguir algo. No son buena gente.
- De eso no puedes estar seguro - intervino el flaco Balam, recostado indolentemente - Hace años conocí a uno que te habría hecho dudar.
Hubo una pausa, y todos se acomodaron para escuchar, ya que adivinaban que Balam iba a explicar una historia.
- Nosotros - empezó - estábamos recogiendo los fardos por la mañana, para empezar la jornada, cuando se nos acercó y nos preguntó si podía acompañarnos. Tendríais que haberlo visto, daba lástima. No era muy mayor, y se adivinaba que no había llevado una mala vida, pero vestía unos harapos indescriptiblemente viejos y raídos. Sin duda, la fortuna le había vuelto la espalda, y no le había dejado más que un cayado y un zurrón, como a alguien que yo conozco - miró de reojo a Man - Andaba encorvado, como si llevase su desgracia colgada a la espalda, no hablaba apenas con nadie y su mirada era triste.
“En las pocas ocasiones en que alguien se le dirigía, resultaba patético ver cómo intentaba recuperar sus buenos modales, rescatándolos de un pasado tan feliz como lejano. Iba a nuestro lado, caminando con nosotros, pero seguía siendo un solitario. Creíamos que la adversidad y el desprecio que debía sentir por su situación lo habían vuelto receloso, porque siempre se mantenía un tanto apartado. Realmente, si nos hubieran preguntado cuál iba a ser el futuro de aquel hombre, cada uno de nosotros habría pintado un cuadro más sombrío que los demás.
“Finalmente, llegamos a la ciudad, y desapareció. Buscábamos un sitio donde poder descargar y alojarnos, cuando de repente aparecieron los guardias del gobernador, y nos obligaron a seguirlos hasta el palacio. Estábamos preguntándonos qué querrían de nosotros, cuando apareció el gobernador en persona, y a su derecha, nada menos que nuestro mendigo. Desde luego, parecía otro, al ir limpio y bien vestido, pero era él, no cabía duda.
“Ante nuestro desconcierto, el gobernador no explicó el misterio. El mendigo había ido a solicitar en matrimonio a la hija del gobernador, representando a un rico pretendiente de una ciudad del Norte. Y transportaba, a modo de presente, una valiosa joya, una hermosa diadema de diamantes y topacios. Si hubiera hecho el viaje como correspondía a su rango, con comodidades y un séquito, habría llamado la atención. Todos los ladrones de todos los pueblos que atravesase habrían intentado robarle la joya mientras dormía. Todos los bandidos de los alrededores lo habrían asaltado en el camino. Por eso había preferido hacer el viaje como un mendigo.
Balam calló, y el grueso Gul dijo al cabo de un momento:
- Eso no demuestra nada. Al fin y al cabo, no era en realidad un mendigo.
- A menudo, la gente viste disfraces - comentó Fero - Todos nosotros, en verdad. Una cosa es lo que somos y otra lo que parecemos.
- A mí - dijo Tur, el mulero - esa historia me ha creado una duda. ¿Cuántas personas de las que pasan a nuestro lado podría llevar una joya escondida? Sí, una joya, un tesoro. Y no tiene por qué ser material. Aquel puede saber las palabras de consuelo que te bastarían para toda una vida, si se las preguntases. Aquel otro podría darte noticias de aquella persona de la que tantas veces te has preguntado qué habrá sido de ella, si estará viva o muerta. Un tercero podría ser el amigo más fiel que tuvieses en tu vida. Sí, ¿cuántas personas no llevarán un tesoro? Aunque parezcan unos mendigos, aunque la sola idea nos haga reir, aunque juraríamos que no pueden tener nada de valor. Y sin embargo...
- No lo sabrás, no lo sabremos - terció Man - Porque no les hacemos la pregunta adecuada, o no les decimos nada, y ellos tampoco dicen nada, y se van y los perdemos de vista.
- Es curioso que digas eso - dijo el pequeño Fero - porque me has recordado a alguien que conocí hace mucho tiempo, cuando yo era casi un niño.
“Yo soy de la ciudad, como ya sabéis. Una gran ciudad. Lo que tal vez no sabéis es que en el campo y en los pueblos puede haber más o menos pobreza, pero para ver miseria, lo que se dice miseria, tiene uno que irse a la ciudad. Porque si la ciudad es lo bastante grande, nadie se conoce, y no vales por lo que eres, sino por lo que puedes pagar. En la tienda de cualquier comerciante puede entrar cada día una persona a la que probablemente no volverá a ver en su vida. ¿Qué tipo de relación puede haber?
“En la ciudad, mucha gente piensa como tú - añadió, dirigiéndose a Gul - que un mendigo no es de fiar. Y eso hace muy difícil que puedan salir de su situación. Había uno en particular, un viejo, que vivía cerca de mi casa. Pero eso es un decir, porque aquello no se podía llamar vida. Tenía una barraca miserable en un rincón a trasmano, y se pasaba el día yendo trabajosamente de aquí para allá, rebuscando en los montones de basura, suplicando a los transeúntes. Era, sin lugar a dudas, la persona más pobre que he conocido en mi vida.
“Un buen día, no lo vimos más. Y al cabo de unos días, los vecinos, inquietos, fuimos a su barraca. Allí estaba, había muerto hacía días.
- ¿Ocurren esas cosas, en la ciudad? - interrumpió el joven Adar - ¿Cómo puede uno morirse sin que nadie se entere?
Fero le dedicó una mirada furtiva, y continuó:
- Los vecinos nos pusimos de acuerdo, creíamos tener una obligación con él. Lo enterramos y recogimos sus cosas. Y al mover su jergón, para amontonarlo y quemarlo, nos llamó la atención un sonido metálico. Lo rajamos y lo abrimos, y encontramos dentro una bolsa llena de monedas. Monedas de oro. Había suficiente como para poder vivir durante años con una cierta dignidad.
- No es un caso tan raro - dijo Balam - Yo ya había oído alguna historia parecida.
- Es verdad - corroboró Tur, el mulero - Yo también.
- En el fondo - intervino Man - era un triunfador, ¿no es cierto? Quiero decir, que si mucha gente cree que lo más importante es hacer dinero, ese viejo, esos viejos de esas historias, lo habían conseguido.
- Pero entonces - preguntó Adar - ¿por qué vivían tan mal? ¿Por qué no lo aprovechaban?
- No lo sé - respondió Man - Tal vez lo guardaban para cuando las cosas se pusieran realmente mal, o para cuando ya se vieran demasiado viejos. Puede que no sea lo más importante.
- De todas formas - dijo Gul - todas esas historias prueban que tengo razón: no se puede fiar uno de los mendigos.
- Tampoco te puedes fiar demasiado de los que no lo son - dijo Tur - Acabo de recordar una cosa que ocurrió en mi pueblo, hace tiempo. Y en cierto modo, también tiene relación con los medigos, mejor dicho, con ser pobre. Había en mi pueblo un hombre rico. Y había también un hombre pobre.
- Qué historia tan rara - comentó Balam, irónico.
- El pobre - continuó Tur, ignorándolo - parecía, sin embargo, feliz. Y el rico no hacía más que repetir que él sí lo era, signo evidente de que no era así. El pobre tenía una casa, una esposa, un puñado de tierra y una montaña de paciencia. Y el rico tenía mucho dinero, mucho orgullo y mucha envidia. Los dos se conocían bien; habían jugado juntos, de niños, ya sabéis cómo son los pueblos pequeños. El caso es que el rico no soportaba la idea de que el pobre fuese feliz, con lo poco que tenía. Tal vez creía que la felicidad es un lujo que sólo debería permitirse a los ricos.
“Durante mucho tiempo, el rico se limitó a menospreciar al pobre. A fin de cuentas, debía pensar, su aparente felicidad no debía ser gran cosa, de la misma forma que la casucha del pobre no podía compararse con la suya. Pero la envidia crece más deprisa que cualquier mala hierba, y sabe vivir en las peores tierras. Casi se puede decir que sólo en esas. Llegó el momento en que el rico no pudo aguantar más, y el desprecio dio paso al odio. Quería perjudicar al pobre, y pronto supo cómo hacerlo. Engañó y sedujo a la esposa del pobre, consiguió que abandonase a su marido y se la llevó a su casa. Esperaba que el pobre reaccionase violentamente, intentando atacarlo, o tal vez quitándose la vida. Era lo bastante poderoso para hacer caer sobre el pobre todo el peso de la justicia, si hubiese intentado algo.
“Pero el pobre no hizo nada, más que echar mano de paciencia. Despechado, el rico arrojó a la mujer de su casa. Ya no la necesitaba, ya lo había deshonrado, tal vez destruído su vida. La mujer, contrita, regresó con el pobre, y éste la perdonó de todo corazón. Al cabo de unos días, parecía tan feliz como antes, quizá más, por haber recuperado a su esposa. El rico se enfureció. Para él, su fracaso era una afrenta personal, y encima, se la había propinado un muerto de hambre.
“Entonces probó otra cosa. No sé cómo lo hizo, qué maquinaciones urdió, qué influencias tuvo que usar, pero consiguió arrebatarle la tierra. Pero el pobre no se desanimó. Pensó que aún tenía brazos, y fuerza, y logró un trabajo de aparcero, labrando las tierras de otro. A pesar de no ser su tierra, puso tanto empeño y paciencia en ella, que logró hacerla fructificar, y que diese cosechas como nunca las había dado. El amo de la tierra, encantado, le cedió una parte del terreno, y el pobre se encontró con unas tierras mejores que las que tenía antes.
- Y debía estar feliz, claro - dijo Fero.
- Sí, y eso lo perdió - continuó Tur - Sabía muy bien que todo lo que le había ocurrido era culpa del rico. Y el muy insensato tenía tan buen corazón que no se le ocurrió nada mejor que ir a darle las gracias.
Tur hizo una pausa. El joven Adar preguntó:
- ¿Y qué ocurrió?
- No salió vivo - dijo Tur - El rico, al oirlo, tuvo un ataque de ira, y lo mató con sus propias manos.
- Esperanza - dijo Balam, después de reflexionar un rato - A veces, se roba, se mata o se viola por no tener esperanza. La esperanza de no poder conseguir algo por las buenas, sin tener que recurrir a esos métodos. Y ese rico, era pobre precisamente en eso: en esperanza. Si hubiese creído que él también podía ser feliz, no habría pasado todo eso.
- Para eso - dijo Tur - tendría que haber sido otro tipo de persona. No sé, puede que alguien menos rico.
Hubo un largo silencio. Finalmente, Tur propuso irse a dormir. Al día siguiente tenían que madrugar. Y así lo hicieron. Antes de dormirse, Man recordó su casa, su esposa y los niños. Se dijo que a él no tendrían que enterrarlo los vecinos, que no se moriría sin que nadie se enterase. Y dió las gracias.
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